Read El Asombroso Viaje De Pomponio Flato Online

Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (18 page)

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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—¿Quién eres tú y por qué vienes a arrancarme de mi melancolía? ¿No serás por ventura el Mesías, de quien tanto he oído hablar últimamente?

A lo que respondió la luminosa aparición:

—¿El Mesías? ¿Has perdido el juicio, Pomponio, y ya no reconoces a tus propios dioses?

Retiré las manos de los ojos y contemplé un rostro juvenil y risueño, a un tiempo familiar y temible.

—¡Filipo! —exclamé—. ¿Es posible que seas tú quien ahora se me presenta bajo esta imagen divina?

—Mi nombre no es Filipo ni soy quien tú crees —respondió—. En realidad soy el divino Apolo, el que hiere de lejos, dios de la juventud eterna y heraldo de los designios inapelables de Zeus. Mira mi arco infalible y mi cabellera dorada, de espléndidos bucles. Adopté forma humana para castigar al pérfido Teo Balas de sus muchos crímenes, pues, como sabes o deberías saber, soy guardián de los caminos y protector de los viajeros. Trabajar a las órdenes del falso Epulón no me fue difícil, pues no es la primera vez que me he visto obligado a servir a los hombres, castigado por el divino Zeus, que agrupa las nubes. Yo construí para Laomedonte, rey de Troya, las murallas inexpugnables de su famosa ciudad.

—No obstante, Troya fue destruida y Teo Balas ha huido sin pagar sus muchas culpas.

—Es verdad —admitió el luminoso Febo—. Vine con la intención de herir a Epulón con las flechas certeras de mi arco de plata, pero me fue imposible, pues tenía firmado pacto de impunidad con otras fuerzas. Entonces pedí ayuda a Gaia, señora de los sueños nocturnos, y ella le envió las visitaciones que le turbaron e impulsaron a volver a los caminos, donde espero atraparlo algún día. También a ti te he protegido en tus trabajos, porque soy un dios errante y me compadezco de los que viajan sin rumbo. Yo desplacé con un viento celestial al pobre Lázaro para que pudiera pedir ayuda cuando Berenice te había condenado a la hecatombe, y por mi advertencia desvió Liviano Malio su ruta y llegó a tiempo de levantar el asedio del Templo. También di alcance a Teo Balas en su huida y le obligué a escribir una confesión de sus crímenes bajo amenaza de lanzar en su persecución a las lúgubres Erinnias.

—Y con tus divinos dones, ¿no habrías podido socorrer también a Zara la samaritana? ¿Por qué me ayudaste a mí, que soy un hombre impío, y permitiste la muerte de una mujer piadosa, crédula y servicial y de su pobre hija inocente?

—En verdad, Pomponio, las cosas no han salido a la medida de mis deseos. En Grecia habría sido distinto, pero en Israel estoy fuera de mi territorio. Ya me gustaría ver al Mesías haciendo milagros en el Peloponeso. En cuanto a esta mujer, por la que ahora derramas lágrimas amargas, nada podía hacer yo, porque ni siquiera a mí me es dado cambiar el destino de los mortales. En compensación, la transformé en este laurel que ahora mece sus delicadas ramas junto a la puerta. Pero no te lamentes. Todos tenéis que morir, y para una mujer de su clase morir joven puede ser un acto de misericordia. Así quedará en tu recuerdo, Pomponio, siempre joven, como yo. Y ahora, me voy al lugar donde moran los Hiperbóreos, lejos por igual de los hombres y de los dioses, porque ni siquiera a los inmortales nos es permitido malgastar el tiempo.

Así dijo y el aire se llenó de una luz tan fuerte que quedé cegado. Cuando recobré la visión no había nadie en la estancia. Como me sentía sumido en la confusión y, al mismo tiempo, en una atmósfera de bienestar, no puedo afirmar que el divino encuentro hubiera sucedido realmente o sólo en mi afligida fantasía. Me levanté y salí precipitadamente de la casa, por si todavía lograba atisbar un rastro que confirmara la existencia de Febo Apolo, el que hiere de lejos, y como al cruzar el umbral me deslumbrara de nuevo una luz cegadora, creí estar todavía en presencia de una deidad, pero sólo eran los rayos del sol, que asomaba su dorada cabellera por el horizonte. Cuando cesó el ofuscamiento me llevé una sorpresa aún mayor al ver delante de mí al niño Jesús.

—He venido a despedirme de ti,
raboni
—dijo respondiendo a mi pregunta—, y a darte las gracias por haber renunciado a tus emolumentos. Pocas cosas sé debido a mi corta edad, pero no ignoro que la salud, el dinero y el amor es lo más importante para los adultos. Y como tú has renunciado a la riqueza y has perdido el amor cuando creías haberlo encontrado, sería justo que al menos recobraras la salud perdida.

—Los buenos deseos no tienen efectos terapéuticos —repuse—. En cuanto a lo demás, estoy acostumbrado, tanto a la penuria como a la soledad. El amor carnal sólo habría sido un obstáculo en mi búsqueda. Me conformaré con el recuerdo de un instante fugaz. La fragancia sutil del laurel lo evocará allí donde la perciba. Y ahora, regresemos, pues Apio Pulcro estará a punto de partir y no es cosa de renunciar a la escolta sabiendo que Teo Balas anda suelto.

—Espera un poco —dijo Jesús—, hay alguien más que te quiere desear feliz regreso.

Al decir esto señaló en dirección al prado contiguo a la casa, volví mis ojos hacia allí y vi venir a Lalita, la hija de Zara, acompañada de su corderillo.

—¡Por Júpiter! —exclamé—. ¿Alguien puede explicarme qué está pasando aquí?

Jesús me miró con inocencia y repuso:

—Ha vuelto.

—Pero yo mismo vi su cuerpo tendido junto al de su madre…

—Unos tienen ojos y no ven, y otros, en cambio, ven cosas que sólo han existido en su imaginación —dijo Jesús. Luego tiró de la manga de mi toga para hacerme bajar la cabeza hasta su nivel y susurró para que la niña no pudiera oír sus palabras—: Tú mismo me contaste la historia de alguien que bajó al averno para rescatar a la persona que quería. Y si pasó una vez, bien puede pasar dos veces.

—No digas disparates —repliqué—. La historia de Orfeo no es verdad. Sólo es un mito. Un símbolo. No sé de qué, pero un símbolo.

—¿Y qué diferencia hay entre una cosa y otra,
raboni
? —preguntó Jesús.

Me abstuve de responder, puesto que dar explicaciones a un niño tan pequeño habría sido largo y del todo inútil. Mi magisterio, si alguna vez existió, ya había concluido. En cuanto a lo sucedido realmente, decidí suponer que aquella tarde aciaga, a la tenue luz del crepúsculo y obnubilado por la impresión del trágico descubrimiento, habría creído ver dos cuerpos donde había uno sólo y no añadí nada. Heráclito reprueba nuestro afán por hacer que la realidad se adapte a nuestras expectativas. Acaricié los rizos de la niña y le pregunté si se quedaría en Nazaret y, en caso afirmativo, cómo pensaba subsistir, a lo que respondió ella con desenvoltura:

—Por nada del mundo me quedaría en este lugar, del que sólo guardo recuerdos penosos. Además, aquí no tengo amigos y, siendo hija de una pecadora pública, nadie me acogerá en su casa, ni siquiera como sirvienta. Pero en Magdala, no lejos de aquí, vive una hermana de mi madre. He pensado ir a vivir con ella hasta que pueda cambiar de nombre y ganarme el sustento como mujer pública.

—Me parece muy razonable —dije—, pero Jesús se quedará muy triste si después de haberte recuperado tan inesperadamente, te vuelves a marchar.

—No importa —dijo Jesús—. Cuando seamos mayores nos volveremos a encontrar, estoy seguro. Mientras tanto, he de ocuparme de las cosas de mi padre.

Los dejé forjando sus ilusorios proyectos infantiles y me encaminé al Templo. Allí encontré a Apio Pulcro presto a partir y presa de la más profunda indignación. Aquella mañana, sin avisar a nadie, el sumo sacerdote Anano había abandonado precipitadamente Nazaret, pues los otros sacerdotes y el resto del Sanedrín le habían dicho que no podía enfrentarse de nuevo al pueblo que le había visto balancearse en la muralla suspendido de las barbas. Precisamente por aquellos días, su yerno Caifás había sido elevado a la máxima dignidad en el Gran Sanedrín, y Anano había decidido ir a Jerusalén y emprender una nueva etapa a la sombra de aquél. Con la marcha de Anano se alteraba el equilibrio de poder en la clase sacerdotal de Nazaret, y ahora eran los saduceos quienes tenían en sus manos las riendas del gobierno.

—Todos los planes de desarrollo urbano van a ser revisados —dijo el tribuno con amargura—, y lo más probable, dada mi amistad con Anano, es que busquen otro socio.

En el Templo me despedí del noble Liviano Malio, que se quedaba unos días en Nazaret para cerciorarse de que reinaba la tranquilidad, y le encomendé vigilar a la familia de José, pues cuando en un asunto ha intervenido la violencia, suelen quedar secuelas y resentimientos. Luego emprendimos la marcha.

Cuando llevábamos recorrido un trecho y la ciudad ya había sido engullida por el horizonte a nuestras espaldas, experimenté una súbita alteración en mi organismo, me acometió un violento temblor y por un instante estuve a punto de salir despedido una vez más de mi montura. Pero no sucedió esto, sino lo contrario: el temblor cesó con tanta rapidez como se había iniciado, me sentí invadido de un bienestar general y comprendí que en aquel mismo instante había recuperado la salud y el vigor perdidos. Así de imprevisible es la etiología de algunas enfermedades comunes, sus síntomas diacríticos y su prognosis.

Cuando nos detuvimos a descansar informé de mi repentina curación a Apio Pulcro, el cual, tras expresar un sincero alivio, dijo:

—Confío en que la experiencia te haya servido de algo y que en el futuro no vuelvas a ingerir aguas raras y heteróclitas en busca de resultados quiméricos.

—En eso te equivocas —le dije—. Precisamente ahora puedo proseguir las exploraciones con renovadas fuerzas. Tan pronto lleguemos a Cesarea buscaré una caravana que se dirija a la Cilicia, donde dejé interrumpidos mis experimentos.

Rió el tribuno y dijo:

—Por Júpiter, Pomponio, a tu edad, ¿todavía crees que hay algo nuevo bajo el sol?

A lo que respondí:

—Sí. Yo.

Desde este diálogo hasta el presente han transcurrido más de tres meses lunares. En Cesarea no había caravanas dispuestas a partir en ninguna dirección, pues los rumores sobre la presencia del Mesías se habían propagado por todo el país y reinaban el desasosiego y la alarma ante el temor de un levantamiento general. En cambio supe de un barco presto a zarpar rumbo a Tergeste. Pensando que desde allí podría rehacer el camino, pedí ser admitido como pasajero y, pese a no tener ni un dracma, lo fui gracias a la inesperada inclinación del capitán por las cuestiones relativas a la Naturaleza. Durante la travesía le referí mis viajes y él a mí los suyos, y en una ocasión me habló de un pequeño afluente del Vístula, en la Germania, cuya corriente discurre medio año hacia el océano y el otro medio hacia el Adriático —aunque no es cierto, como dicen algunos, que desemboque en este mar—, bien a causa de la fuerza de las mareas, bien de la acumulación de las aguas en tiempo de deshielo. También podría suceder, dijo, que se tratara de dos ríos distintos, porque cuando discurre de norte a sur, el agua es gélida; y en dirección opuesta, tan cálida que arden las cañas si se las sumerge. Este fenómeno no es único, pues ya Lucrecio lo describe y lo atribuye a la densidad de la tierra y los átomos de fuego que ésta desprende en la canícula. Pero lo más interesante de esta agua es que, según dicen, quien la bebe emite oráculos extraordinarios.

De momento yo no he notado tal efecto, sino otros más desagradables, pues a las pocas horas de haberla bebido empecé a regurgitar un fluido verde, ora por la boca, ora por el ano, con gran desfallecimiento corporal, pérdida parcial de la audición y persistente tartamudez. Por fortuna, los habitantes del lugar son hospitalarios y me cuidan con paciencia y desvelo, a pesar de que son de natural salvaje. Son queruscos, de la estirpe de los vándalos, de costumbres sedentarias. Viven de la caza y de la guerra continua con otros pueblos, en especial los frisios, los treviros y los mediomátricos. Rinden culto a Thor, dios de las batallas, y su caudillo es siempre el varón más aguerrido, más audaz y más diestro en el manejo del hacha. A éste, mientras conserva la fortaleza, todos le respetan y obedecen y le dan por el culo sin esperar a que él lo solicite. Pero cuando sus fuerzas empiezan a menguar, lo despojan de todo rango y lo uncen a una noria, donde acaba sus días dando vueltas sin cesar.

Condenado a permanecer no sé por cuánto tiempo en esta tierra ignota, donde reina un frío terrible y la noche es continua, recuerdo a veces los hechos de que fui testigo en Galilea y me pregunto si realmente ocurrieron o si fueron fruto de la fantasía morbosa producida por mi enfermedad. Sea lo que sea, en definitiva poco importa, porque sólo esto tengo por cierto: que dentro de unos años será como si nada hubiera existido, y nadie se acordará de Jesús, María y José, como nadie se acordará de mí, ni de ti, Fabio, pues todo decae, desaparece y se pierde en el olvido, salvo la grandeza inmarcesible de Roma.

NOTA DEL ESCRITOR

Hasta el lector más ingenuo habrá advertido que el presente relato es pura ficción. Sin embargo, buena parte de los hechos que se mencionan provienen de escritos o tradiciones antiguos, algunos de los cuales señalo ahora por si desea conocerlos el curioso o el aficionado a estos temas.

Plinio el Viejo, en su Historia Natural, habla de unas aguas que vuelven a las vacas blancas, de otras que encienden las teas y de otras que conceden a quien las bebe el poder de emitir oráculos, pero acortan su vida. El mismo Plinio menciona la existencia de hombres minúsculos y de una planta somnífera llamada halicacabon.

Los árabes no eran monoteístas hasta la predicación de Mahoma, que vivió en los siglos VI y VII, y rezaban en dirección a Jerusalén, no a la Meca.

La situación política en Israel era peculiar en aquellos años, y no sólo en aquellos años. A medias reino independiente, a medias colonia romana, los israelíes pagaban impuestos locales y, de mala gana, a Roma (al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios), obedecían las leyes de unos y de otros y se regían por un sistema judicial tan complicado que para condenar a Cristo tuvieron que intervenir Herodes, Anás, Caifás y, finalmente, el procurador romano, Poncio Pilatos, que lo hizo ajusticiar. Hubo dos reyes con el nombre de Herodes; al primero, apodado el Grande, se le atribuye la matanza de los inocentes, aunque murió cuatro años antes del nacimiento de Jesús; al segundo, la decapitación de san Juan Bautista. Debido a su autonomía, más o menos nominal, en Israel no había un gobernador romano, sino un procurador que no vivía en la capital, Jerusalén, sino en Cesarea, una población marítima cuyas ruinas se pueden visitar en la actualidad. Si la situación lo requería, el procurador podía recurrir al gobernador de Siria, con sede en Antioquía, que disponía de cuatro legiones. Cada legión constaba de 6.120 hombres. Mucho se ha debatido que José fuera a Belén a empadronarse. Es cierto que Quirino, a la sazón gobernador de Siria, ordenó un censo en el año 6 a.C., del que nos ha llegado constancia por sus consecuencias. Por razones religiosas, los judíos se oponían a estos censos, pues aceptarlos era, para ellos, reconocer una forma de Estado laico. Por esta causa, el censo de Quirino provocó una revuelta, encabezada por uno de los muchos pretendidos Mesías que surgían en estas ocasiones. Sea como sea, no tenía lógica que José, que vivía en Nazaret, se hubiera ido a empadronar a Belén, aunque fuera oriundo de este lugar, puesto que entonces, como ahora, los ciudadanos se empadronaban donde vivían, trabajaban y tributaban. Menos lógico es que, para complicar más las cosas, se llevara consigo a su esposa, que estaba a punto de dar a luz. En realidad, lo importante a los ojos de los evangelistas era que Jesús naciera en Belén, tal como habían anunciado las profecías, y que fuera de la casa de David, a la que pertenecía José, lo cual, a su vez, es un contrasentido, porque entre José y Jesús no había ningún vínculo de parentesco.

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