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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (17 page)

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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—Conozco la letra y el sello de Epulón y no me cabe duda de la autenticidad del documento y de cuanto en él se dice. Me pregunto qué habrá impulsado a un hombre sin escrúpulos a tomarse tanto trabajo para obtener la absolución de un reo, tras haber provocado con éxito su condena. Pero sean cuales sean sus motivos, a nosotros no nos queda más opción que absolver a José y a los demás condenados. Y para añadir a la justicia la compasión, propongo que el indulto incluya también a la infeliz Berenice, pues si sus intenciones eran criminales y ha cometido el peor de los pecados abjurando de la verdadera fe, en fin de cuentas sus acciones no tuvieron consecuencia y parece que tiene perturbadas las facultades mentales. Su madre, su hermano y ella han quedado en posesión de una gran riqueza, que podrán disfrutar si renuncian a los falsos dioses, vuelven al redil de Abraham, Jacob, Moisés y los profetas, y demuestran su arrepentimiento haciendo una generosa donación al Templo.

Las dos mujeres juraron solemnemente hacer cuanto se les decía. Mateo, rebelde de corazón, hizo renuncia pública de su patrimonio y, doblemente apesadumbrado por la muerte de su amada y por la penosa circunstancia de haber sido su propio padre el asesino, anunció que se retiraba de la civilización, a esperar la llegada del Mesías, al que seguiría y a cuyo servicio pondría los conocimientos adquiridos en Grecia, escribiendo puntualmente su vida, enseñanzas y milagros.

Oído todo lo cual, el Sanedrín aprobó estas medidas y de este modo dio fin la vista y la jornada a plena satisfacción de todos, salvo de Apio Pulcro, el cual se lamentaba diciendo:

—¡Por Júpiter, tantas molestias para nada! Sea pues; diré al procurador que he sofocado valientemente una revuelta popular en Galilea. Mis hombres no lo desmentirán, si saben lo que les conviene, y tampoco Pomponio, como muestra de gratitud por mis reiterados favores. Después de todo, es el único que se ha salido con la suya. Ah, el sol se pone. Cenemos, descansemos y mañana, cuando la Aurora extienda su rosado manto, emprenderemos el regreso a Cesarea con el orgullo de haber hecho resplandecer la verdad y la justicia. Aunque me gustaría saber cómo hizo Teo Balas, o quienquiera que sea, para remover la losa del sepulcro desde dentro y sin ayuda.

CAPÍTULO XVII

Ni en el recinto del Templo ni en sus inmediaciones encontré a nadie conocido cuando, concluidos los sucesos narrados en el capítulo anterior, me dirigí a mi mugriento hospedaje con la intención de acostarme temprano y reponer fuerzas ante el viaje previsto para el día siguiente. A mitad de camino, sin embargo, oí pronunciar mi nombre y vi salir de la sombra a Jesús, el cual, tomándome de la mano, dijo:

—Esta noche celebramos en casa la feliz resolución de nuestras dificultades, y quiero que compartas con nosotros una alegría de la que en buena parte has sido artífice.

—No hay tal cosa —respondí—, he hecho poco y este poco lo he hecho mal. Al final todo se ha resuelto satisfactoriamente por una serie de circunstancias afortunadas. Es natural que celebréis lo ocurrido, pero no conmigo: aquí soy un forastero; para vosotros, un gentil, y para los míos, un filósofo incrédulo.

—No digas eso, Pomponio —dijo Jesús—, yo te aprecio y te estoy agradecido, no sólo por los resultados obtenidos, sino por algo de más valor para mí, porque estuve afligido y me consolaste, necesité un consejo y me lo diste, estuve en peligro y me socorriste, buscaba un investigador privado y te hiciste cargo del caso.

Al llegar a casa de José y María fuimos recibidos con afecto y alborozo por una numerosa concurrencia, pues se habían sumado a la celebración Zacarías, Isabel, Juan y el atlético muchacho que había compartido con éste el cautiverio y cuya intervención en la muralla había ocasionado tanto revuelo. En el transcurso de la cena nos dijo que su nombre completo era Judá BenHur, que no tenía nada que ver con los movimientos separatistas y que su única afición eran las carreras de cuadrigas. Al impetuoso Juan el cautiverio y la condena le habían producido un efecto profundo en sus convicciones. Ahora, vuelto inesperadamente al mundo de los vivos, tenía pensado retirarse al desierto, cubrir su desnudez con piel de camello, comer langostas y miel silvestre y no beber vino ni licor. Brindamos por el éxito de los dos jóvenes en sus respectivas profesiones y la velada transcurrió en medio de la sana alegría que preside, según dicen, la vida de las familias pobres.

Concluida la cena, aproveché una ocasión para pedirle a José que me aclarase algunos extremos del caso en el que ambos nos habíamos visto implicados, pues si bien se había resuelto del mejor modo posible, como filósofo no podía resignarme a partir sin conocer los últimos detalles, a lo que respondió así:

—En verdad, Pomponio, te has ganado una explicación, pues has demostrado ser persona callada y leal. Salgamos al patio y allí trataré de despejar algunas incógnitas, si bien he de anticiparte que no está en mi mano revelar la totalidad del secreto ni la auténtica razón de mi pertinaz silencio.

Salimos ambos y, acomodados en el banco de piedra, bajo el cielo estrellado de la tibia noche, dijo José:

—Pocos días después de que hubiera nacido Jesús en un pesebre, recibimos en tan humilde lugar la visita de tres nobles personajes ricamente ataviados que dijeron venir de Oriente. Uno tenía la barba blanca; el otro, rubia; y el tercero, de tez negra, era lampiño. Estuvieron un rato y luego partieron habiéndonos obsequiado con oro, incienso y mirra. Llegado el momento de regresar a Nazaret y por razones que no vienen al caso, cambié de plan y decidí llevar a toda la familia a Egipto. Una tarde, cuando el sol declinaba, nos alcanzó en un camino solitario un bandido de terrible fama que, enterado de que llevábamos oro en las alforjas del pollino, nos venía siguiendo desde Belén. Nos arrebató el oro y luego, como era su costumbre, se dispuso a matarnos. Le rogué que no lo hiciera y él, con siniestra risa, me preguntó: ¿Acaso tienes algún medio de impedírmelo, siendo sólo un anciano desvalido, acompañado de una débil mujer, un recién nacido y un pollino? A lo que respondí yo: No te convenceré por medio de la fuerza, pero te puedo ofrecer algo que te resultará más ventajoso que perpetrar un triple homicidio. Me miró con curiosidad el malvado asesino y preguntó qué era lo que le ofrecía a cambio de nuestras vidas. Le dije: La tuya; si nos dejas marchar sin daño, te prometo la impunidad. No se conmovió su duro corazón, pero en su mente se hizo una débil luz, pues aceptó el trato y nos dejó marchar.

»Nos establecimos en Egipto, tierra fértil y acogedora. Privado del oro, hube de buscar trabajo para sobrevivir. Por fortuna, nos quedaba la mirra, muy valorada por sus propiedades conservantes entre los médicos especializados en preparar momias. Vendiendo mirra, trabé contacto con constructores de tumbas y como soy hábil, experto, honrado y hacendoso, me dieron trabajo. De este modo obtuve una posición acomodada para mí y los míos.

Transcurridos unos años, cesó la causa de nuestro exilio y regresamos a Nazaret. Con las ganancias acumuladas en Egipto rehice mi antiguo taller, recuperé la clientela perdida y poco a poco se acallaron los rumores que circulaban acerca de mi familia, mientras Jesús crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría y gracia de Dios. Hasta el día en que vinieron a buscarme para que hiciera una reparación menor en casa de un hombre rico llamado Epulón. Al verle me di cuenta de que se trataba del mismo bandido que en la huida a Egipto nos había robado el oro de los magos. Él también me reconoció y se atemorizó, pues ahora las tornas se habían vuelto, pero de inmediato me recordó nuestro pacto. Respondí que, siendo hombre de palabra, no tenía intención de traicionarle. Pareció tranquilizarse con respecto a mí, pero había tenido, según me contó, unos sueños inquietantes que, unidos a mi presencia inesperada en su casa, consideraba un augurio. De resultas de ellos había trazado un plan de fuga para cuya realización necesitaba mi ayuda. Durante mi estancia en Egipto me había familiarizado con las técnicas funerarias de este país, pues los nobles egipcios, y muy especialmente el Faraón, se protegen por los medios más extravagantes de los ladrones de tumbas, ya que temen verse despojados de los tesoros depositados junto a sus cuerpos y condenados a la indigencia eterna. Gracias a mis conocimientos, concebí y construí un mecanismo hidráulico que abriría la losa del sepulcro a los tres días de haber sido sellado. Cuando fui aprehendido y acusado, me percaté de la maniobra del falso Epulón, pero no podía revelar su traición sin faltar a mi promesa. El resto ya lo conoces.

—Es en verdad una idea original —admití—. Estar tres días enterrado y luego resucitar. ¿Quién podría creer una cosa así? De todos modos, José, tu explicación aclara algunos extremos y oscurece otros en la misma medida. Para empezar, ¿cómo pudiste ofrecer impunidad vitalicia a Teo Balas, expuesto, por la naturaleza de sus actividades, a constantes peligros? ¿Y por qué aceptó él un pacto tan paradójico a sus ojos entonces como a los míos ahora?

—Eso no te lo puedo decir —suspiró José—. Habrás de tener fe.

—No —repliqué—, cualquier cosa menos fe. La fe no entra en mi metodología. La credulidad, sí. El error también, pues siendo inevitable, su aceptación es camino cierto a la verdad y presupuesto de cualquier reflexión. Pero no la fe. En este punto somos irreconciliables. Ni siquiera respeto la tuya, aunque por ella hayas estado dispuesto a sacrificar tu propia vida. Pero no temas, porque no insistiré. Además, se ha hecho tarde y debo irme.

—Antes —dijo José—, aclárame una duda. ¿Qué te hizo pensar que había un sarcófago vacío? La vanidad es un pecado capital, pero mi dignidad de carpintero está dolida.

—Lo haré con gusto. En mi última visita a la morada de la difunta Zara, descubrí por azar que una llave, que inicialmente había tomado por la de su puerta, no correspondía a la cerradura. Como era una llave nueva, supuse que sería la de la biblioteca de Epulón, ausente del lugar del crimen. No tenía sentido que el homicida la hubiera dejado allí en lugar de hacerla desaparecer, ya enterrándola, ya arrojándola a un pozo profundo. Lalita se la llevó por el ventanuco después de haberse encerrado Epulón por dentro. A partir de ahí, el resto del razonamiento vino por su propio pie. ¿Lo entiendes?

—No del todo —dijo José—, pero cosas más raras he dado por buenas a lo largo de mi vida.

Con estas palabras dimos por terminado nuestro diálogo y nos dispusimos a entrar. Al levantarme vi las tres cruces en un rincón del patio. Como él había puesto el material y el trabajo, legalmente le pertenecían. Le pregunté si pensaba aprovechar los tablones y respondió:

—De momento no. Su presencia me recordará a todas horas la fragilidad de la existencia humana. Más adelante, ya veremos qué utilidad les saco.

Al entrar de nuevo en la casa María vino a mi encuentro y me dijo que Jesús se había ido a dormir, agotado por la excitación de la jornada.

—Me ha dado una cosa para ti —añadió entregándome una bolsa.

La abrí y comprobé que contenía los veinte denarios convenidos a cambio de mi intervención. Devolví la bolsa a María y le dije:

—Guarda las monedas sin decirle nada a Jesús. Y cuando sea un poco mayor, empléalas en su educación. No es mucho, pero puede serle útil. Es un chico listo, podría estudiar oratoria, o fisiología o cualquier cosa, siempre que no tenga que ver con la religión.

En aquel momento salían también Zacarías, Isabel y Juan y me uní a ellos. Después de caminar un rato, me llevo aparte a Zacarías y le digo:

—Dime la verdad, venerable Zacarías: fuiste tú quien promovió el asalto al Templo haciendo circular el bulo de que allí estaba el Mesías.

—En efecto —reconoció él—. Era la única forma de salvar a José y a mi propio hijo de una condena injusta. La noche en que nos vimos por primera vez, Isabel y yo habíamos ido a casa de José a proponerle este plan. Él se opuso con firmeza: prefería morir a provocar un derramamiento de sangre.

—Eso sin contar con la prohibición de tomar en falso el nombre de Yahvé —dije yo recordando las palabras pronunciadas por José en la muralla.

—Muy versado te veo en las Escrituras, Pomponio —dijo Zacarías con un deje de irritación—, y si es así, recordarás el pasaje que dice: Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas; pero no estaba Yahvé en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahvé en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahvé en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, porque comprendió que aquélla era la verdadera voz de Dios.

—Aclárame su significado, porque no lo entiendo.

—Sólo le es dado entender la palabra de Dios al que tiene la fe de la que tú careces. Cree, sin embargo, que no mentí cuando dije que el Mesías estaba más cerca de lo que muchos imaginan.

—Está bien —dije—, no discutiré tus creencias. Pero luego no te burles de mí cuando menciono un río que vuelve a las vacas blancas.

Habíamos llegado al punto donde nuestros caminos se dividían. Nos despedimos amigablemente y yo me reintegré a mi miserable y transitoria morada.

El cansancio me vencía, pero me costó mucho conciliar el sueño y cuando la Aurora empezaba a mostrar su dorado trono me levanté y, como no tenía equipaje ni dinero, abandoné la casa con la intención de irme sin pagar de donde había recibido un hospedaje tan ruin y una hospitalidad tan cicatera. Una vez más recorrí las calles vacías hasta alcanzar la casa de Zara la samaritana, la única persona que en muchos años de recorrer el mundo en busca de la sabiduría me había proporcionado sin pedírselo algo más valioso que el conocimiento. Quizá la famosa fuente que da el saber y acorta la vida sólo era una forma poética de describir el amor.

Todo seguía como la última vez. Sin familiares ni amigos, nadie había acudido a poner orden ni a proteger los escasos enseres del saqueo a que estaban condenados cuando corriera la voz de su existencia y se disipara el aura de violencia y muerte que todavía imperaba. Más tarde la casa sería ocupada por un mendigo o un vagabundo o un delincuente, hasta que las inclemencias del tiempo y la incuria de los hombres la redujeran a escombros. Estos pensamientos me sumieron en la pesadumbre y el abatimiento, de los que me arrancó un ruido proveniente de la entrada. Miré hacia allí y vi abrirse la puerta por sí misma, empujada por una mano invisible. Recordé los sueños relatados en la confesión de Teo Balas y me turbé. Transcurrido un instante, se recortó en el vano la silueta de un hombre rodeado de una intensa luz, como si el sol radiante se hubiera colocado a sus espaldas. Convencido de estar en presencia de la divinidad, me cubrí el rostro con las manos y pregunté:

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