—¡Hay que avisarle con un cañonazo! —gritó con indignación—. Con su permiso, señor, dispararé un cañonazo.
—Dispare una docena, si quiere, capitán Aubrey —dijo Dalgleish con una amarga sonrisa—. Pero le aseguro que el mercante no corre peligro. El señor Henry no tiene intención de tocarlo.
Jack disparó dos cañonazos, y estaba contento de poder calentar las carronadas. Estaba casi seguro de que Dalgleish tenía razón, porque un hombre como el señor Henry, un corsario fiero y un excelente marino a la vez, no dejaría pasar una tras otra aquellas preciosas millas teniendo semejante botín a la vista. Prefería el bergantín correo al mercante, y dentro de poco dispararía sus cañones furiosamente. En cuanto Stephen fue informado de lo que ocurría, subió corriendo a la cubierta, y aunque incluso el más inexperto marino podía darse cuenta de la situación, pues las goletas maniobraban con la facilidad de un barco de recreo con aquel viento, el segundo de a bordo expresó claramente cuál era con una frase grosera. Después del segundo cañonazo, Stephen se acercó a Jack y le preguntó:
—¿Qué puedo hacer?
—Baja a la santabárbara y llena los cartuchos de pólvora con el señor Hope —dijo Jack—. Y después puedes disparar esta carronada conmigo.
Pasaron varios minutos. El mercante despertó, respondió con un cañonazo, izó la bandera, la bajó un poco en señal de saludo y volvió a izarla. Los barcos corsarios respondieron enseguida disparando cada uno un cañonazo por sotavento e izaron la bandera británica. Jack decidió disparar las restantes carronadas de la batería de estribor, convencido de que el mercante se daría cuenta de que ocurría algo. El olor de la pólvora, que recordaba tan bien, se propagó por la cubierta; las pequeñas carronadas rodaron suavemente hacia afuera y luego hacia adentro; las trincas hicieron un agradable crujido. Luego él y sus compañeros volvieron a cargarlas con metralla y balas.
El mercante quitó los rizos de las gavias y siguió avanzando como si se arrojara a los brazos de sus amigos. Aunque desde hacía rato el
Diligence
había izado banderas de señales para advertirle del peligro, él no parecía hacer caso. Pero lo cierto era que no estaba en peligro.
Tal vez los corsarios deseaban capturarlo, pero no cabía duda de que su única presa era el bergantín correo. Habían orzado, y en esos momentos se aproximaban al
Diligence
y se alejaban del rumbo del mercante. Acababa de pasar el momento crucial, y el mercante, ahora seguro, cruzó la estela de los barcos corsarios.
—No hay que darse por vencido —dijo Dalgleish con una triste sonrisa.
Dio orden de que largaran las juanetes y las sobrejuanetes, a pesar de que el mastelero estaba agrietado, y él mismo cogió el timón, orzó y luego desvió un poco la proa. Le tenía afecto al
Diligence
y lo conocía muy bien; le pedía todo lo que podía dar y él respondía de manera magnífica. Pero apenas la persecución entró en esa nueva fase, el viento se entabló, y era evidente que el barco no podría dejar atrás a las goletas si navegaba de bolina; pero ahora no podía virar para colocarse con el viento en popa, porque las goletas se habían situado a sotavento desde que se habían apartado del rumbo del mercante. Avanzaban las dos muy juntas, a una velocidad de siete nudos, mientras que el bergantín correo navegaba a seis nudos, y seguramente la persecución iba a terminar en contienda alrededor de mediodía. Ya habían traído a la cubierta las sacas de correo, tres grandes sacas de fina piel, y a cada una le habían atado dos lingotes de hierro para que pudieran hundirse cuando llegara el momento de tirarlas al mar.
Hora tras hora siguieron navegando velozmente por las agitadas aguas grises. Las nubes se acumulaban en el oeste oscureciendo todo el horizonte; el viento y las olas aumentaban. Los tripulantes miraban una y otra vez hacia el mastelero reparado porque, a pesar de la reata, los bordes de la grieta se separaban y volvían a juntarse debido al fuerte balanceo. Aunque el contramaestre reforzó aún más las velas, Dalgleish no podía orzar para situarse a barlovento de las goletas con aquella marejada porque el mastelero tenía una grieta muy profunda, y si viraba en redondo caería en sus manos.
—Le dejo la gloria a usted, señor —le dijo a Jack con la mirada fija en el grátil de barlovento de la gavia mayor—. En cuanto empiecen a disparar viraré y pasaré entre ellas. —Entonces, con un gesto iracundo en su rostro arrugado y casi cubierto por una barba gris, añadió—: Les vamos a dar una buena tunda, aunque eso sea lo último que hagamos.
Jack asintió con la cabeza. Era lo único que podían hacer, a excepción de rendirse, y era mejor que rendirse sin luchar, aunque las probabilidades de ganar a plena luz del día eran infinitamente remotas.
Entre Jack y Humphreys y su pequeña brigada, siguiendo un riguroso orden, destrincaron las carronadas de babor, las dispararon y volvieron a cargarlas, y Jack se sintió satisfecho, porque le gustaba usar los cañones calientes y con pólvora recién colocada. Disparó la última carronada y, en el momento en que ésta retrocedía, oyó un griterío en la popa y se volvió hacia allí. Los hombres daban saltos por la cubierta, gritaban de alegría y se daban palmadas en la espalda. Al correr, alguien hizo que se soltara la bolina de la vela mayor, y el
Diligence
se abatió a sotavento. Entonces pudo verse la
Liberty
por el través. El mastelero de velacho se había partido justo por encima de los malletes y, con todo el velamen que llevaba, había caído sobre la borda de la amura de estribor. Y cuando Jack miró hacia ella, el mastelero mayor se partió también. Enseguida la proa de la goleta se desvió hacia donde venía el viento, y la vela mayor, ahora fláccida, empezó a dar fuertes gualdrapazos.
Entonces Dalgleish, en tono furioso, gritó que todos eran unos malditos marineros de agua dulce y ordenó.
—¡Soltar las drizas de las sobrejuanetes, las drizas de las sobrejuanetes! ¡Tom y Joe, tirar de las condenadas brazas de barlovento! ¡Cargar las velas de proa! ¡Esos brioles, esos brioles, malditos hijos de puta! ¡Azote a esos maricones, señor Harvey! ¡Pégueles una patada! ¡Eh, Joe! ¿Quieres atar esa condenada escota antes de que te rompa la cabeza?
La confusión era terrible. Jack recibió dos patadas y el extremo de un cabo le dio un fuerte golpe justo cuando acababa de perder la voz. El
Diligence
se quedó solamente con las mayores desplegadas, la presión en el mastelero de velacho disminuyó, el orden quedó restablecido. El señor Dalgleish cedió el timón a otro y, con tranquilidad, se puso a observar la
Liberty
junto con Jack. La goleta había chocado de frente contra un bloque de hielo y éste la había perforado, y a juzgar por lo hundida que tenía la proa, la roda estaba partida por debajo de la línea de flotación. Sus tripulantes trataban de bajar los botes, y mientras tanto, la otra goleta se dirigía hacia ella y se alejaba del bergantín correo perdiendo en cinco minutos la ventaja que había conseguido en una hora.
Después de dar otra bordada hacia el norte, el bergantín correo empezó a navegar con el viento en popa dejando a las goletas cada vez más lejos.
—¿Cree que la otra goleta seguirá persiguiéndonos sola? —inquirió Stephen.
—No, señor —dijo Dalgleish, bostezando—. Puede irse a su coy y dormir tranquilo. Así voy a dormir yo, no cabe duda. La goleta recogerá a todos los hombres del señor Henry, si puede… ¡Mire cuántos se dirigen a ella…! ¡Mire a ese estúpido que se ha tirado al mar, ja, ja, ja! ¡Esto es tan entretenido como una obra teatral! Luego la goleta regresará a su país. El viaje será difícil porque tendrá que navegar rumbo al este día y noche, y puesto que las provisiones de la
Liberty
no se han salvado y hay tantos hombres a bordo, se habrán comido los cinturones y los zapatos antes de regresar a Marblehead.
—Hay algo en la desgracia de otros que no nos disgusta del todo —dijo Stephen.
Pero nadie le escuchó porque entonces todos gritaron «¡Ahí va!» al ver la lejana
Liberty
hundirse bajo la superficie del gris océano.
—No, señor —repitió el señor Dalgleish—. Puede dormir tranquilo ahora. Y también la señora… su novia, su prometida. He olvidado el nombre de la dama. Espero que el ruido y los gritos no la hayan perturbado.
—Creo que no, pero bajaré a ver —dijo Stephen.
Estaba equivocado. La habían perturbado mucho. La primera descarga había acabado con sus mareos, que ya eran menos fuertes, y los últimos disparos y los gritos que había oído en cubierta los había malinterpretado. Y Stephen la encontró vestida, sentada en una taquilla, con una pistola en cada mano apuntando al vacío y con una mirada feroz como la de un gato montes atrapado en una trampa.
—Deja esas pistolas ahora mismo —dijo secamente—. ¿No ves que es de muy mal gusto apuntar con una pistola a una persona a la que no piensas matar? ¡Debería darte vergüenza, Villiers! ¿Dónde te educaron?
—Perdóname —dijo ella, impresionada por su severidad—. Pensé que había una batalla, que ellos nos habían abordado…
—¡Nada de eso! ¡Nada de eso! La más notable nave corsaria, la
Liberty
, se ha destruido a sí misma: chocó contra un bloque de hielo y se hundió hace menos de cinco minutos. Y la otra, cargada como el arca de Noé, se dirige a su país. ¡Felicidades por haber escapado, cariño! Creo que estás mejor —le tomó el pulso—. Sí, estás mucho mejor. ¿Quieres tomar aire fresco y ver cómo hemos derrotado a nuestros enemigos?
Stephen condujo a Diana a la cubierta, donde todavía se oían risas y se había perdido la noción de jerarquía, y todos la saludaron con un espontáneo viva. Algunos marineros la siguieron hasta el pasamano y le señalaron la goleta, que ahora se encontraba muy lejos, al oeste. El cocinero, pegado a ella, le contó detalladamente todos los movimientos que habían hecho desde el amanecer susurrando y con voz enronquecida, cuyo sonido casi era ahogado por las explicaciones de los dos ayudantes del capitán y un muchacho canijo que quería que ella supiera que él había previsto lo que iba a pasar desde el principio. El señor Dalgleish se le acercó, se quitó el sombrero y la saludó ceremoniosamente:
—Todos estamos muy contentos de verla en la cubierta, señora —dijo—. Y espero que nos haga el honor de venir aquí todos los días mientras dure el viaje. Aunque no serán muchos días, si este viento sigue soplando. Esos villanos nos obligaron a recorrer con rapidez una gran distancia hacia el este, así que no me sorprendería que avistáramos Rockall el miércoles.
Y al darse cuenta de que Rockall no tenía ningún significado para ella, añadió:
—No me sorprendería que nuestro viaje fuera el más rápido que se ha hecho, exceptuando el del
Clytie
, en 1794. ¡Y todos se pondrán muy contentos al vernos, señora, por las noticias que llevamos! Yo mismo empecé a reír cuando oí por primera vez que la
Shannon
había capturado la
Chesapeake.
Con el nuevo mastelero por fin, el
Diligence
hizo rumbo al suroeste con el viento por la aleta de estribor. El viento era de moderada intensidad, el mejor que un marino podía desear, y, a pesar de que traía consigo la lluvia con frecuencia, soplaba con la misma fuerza y en la misma dirección día tras día, como los vientos alisios. Era realmente apropiado para llevar las juanetes desplegadas, pero en cuanto disminuyó ligeramente de intensidad, el señor Dalgleish desplegó también las sobrejuanetes, pues estaba decidido a obtener el máximo provecho de su impulso. Aunque se habían detenido en los bancos, había probabilidades de que hicieran un viaje extraordinariamente rápido, ya que los corsarios les habían obligado a navegar a gran velocidad en dirección este. El señor Dalgleish estaba convencido de que el
Diligence
había adelantado mucho más que la
Nova Scotia
, una corbeta muy lenta, por la ruta del sur, y de que llegaría primero a Inglaterra, y, como todos los que iban a bordo, se moría de ganas de dar la noticia de la victoria.
El viento seguía soplando con fuerza. El
Diligence
navegaba a toda vela y recorría 269 millas marinas desde un mediodía al mediodía siguiente, y al cabo de diecisiete días llegó a una zona de menos de cien brazas de profundidad próxima al canal de la Mancha. Y en las turbulentas aguas del canal, en medio de la lluvia, Dalgleish gritó con todas sus fuerzas: «
¡Shannon
capturó la
Chesapeake
!», cuando pasó a barlovento de un mercante que iba de regreso a Inglaterra, uno de los barcos que hacían el comercio con África, y sus tripulantes se pusieron a gritar como locos. Después dio la noticia a un sardinero de Cornualles, a un cúter en las inmediaciones de Dodman, a una fragata cerca de Eddystone y a muchas otras embarcaciones, la mayoría de las cuales salían del Canal.
Si por casualidad la noticia ya hubiera llegado a Inglaterra, era lógico pensar que sólo se habría difundido por el extremo suroeste de esa húmeda isla y que el
Diligence
, navegando velozmente por el Canal con viento del suroeste y a favor de la corriente, llegaría a Portsmouth antes que ella. Pero no fue así. Cuando el
Diligence
izó las banderas de señales para indicar que llevaba mensajes oficiales y comenzó a entrar en el puerto, con Haslar por la amura de babor y el castillo Southsea por el través de estribor, vino a su encuentro la falúa del almirante, con doble número de remeros, avanzando con gran rapidez.
—¿Es cierto? —inquirió el teniente del buque insignia.
—Sí —respondió Humphreys, que llevaba la comunicación oficial guardada en el pecho y ya tenía un pie puesto en la escala.
Cuando la falúa se abordó con el barco, Humphreys saltó a ella, y el viento le llevó el sombrero. Cayó cuan largo era, pero se rió, y la falúa zarpó enseguida para llevarle hasta la silla de posta de cuatro caballos que le conduciría al Almirantazgo a diez millas por hora, una silla de posta adornada con ramas de roble, pues el laurel escaseaba desde que había empezado la guerra contra Estados Unidos.
A pesar de que la noticia ya era conocida, el barco correo no atracó en el momento de anticlímax, ya que la confirmación del rumor aumentó el entusiasmo y los deseos de conocer todos los detalles. Los pasajeros tuvieron que soportar las curiosas preguntas, pero no la inspección, de los oficiales de la aduana, y cuando bajaron a tierra por fin, la gente les rodeó para preguntarles cómo, dónde, cuándo… Las calles de Portsmouth estaban abarrotadas, y todos abandonaban su trabajo para correr a reunirse con la muchedumbre. Cerca de la entrada del astillero, muchos de sus empleados y marineros de permiso estaban apilando madera para hacer una enorme hoguera, y los tenderos, acompañados por los aprendices, se abrían paso entre ellos para añadir cajas, barriles y, en ocasiones, curiosos objetos, como por ejemplo, un sofá con tres patas y una calesa con una sola rueda. Y por todas partes se oían gritos de alegría; parecía que a Portsmouth había llegado la noticia de que era toda una escuadra la que había alcanzado la victoria, una gran victoria.