—¿Cómo es posible que Bonden y Killick estén aquí? —inquirió.
—El capitán Kerr les mandó con una nota muy amable. Decía que, en vista de que sería él quien se llevaría la
Acasta
en tu lugar, le parecía que era justo que tus hombres fueran contigo cuando te dieran el mando de otro barco.
—Robert Kerr ha sido muy amable, sin duda alguna, muy amable. El mando de otro barco… ¡Ja, ja, ja! ¿Sabes una cosa, Sophie? Antes de que vuelva a hacerme a la mar, llenaré la casa de relojes. En una habitación no hay vida sin un reloj haciendo tictac. Hay algunos que pueden funcionar hasta doce meses seguidos sin necesidad de darles cuerda en todo ese tiempo.
—El mando de otro barco… —empezó a decir Sophie, pero se interrumpió.
Sabía que no debía decirle cuáles eran sus deseos: que nunca le dieran el mando de otro barco y que nunca volviera a alejarse de casa ni a exponerse a naufragar y a ser encarcelado y a los peligros de tormentas y batallas. Sabía que una condición implícita de su matrimonio era que ella se quedara allí sentada esperándole mientras él se exponía a todo eso. Y por esa razón, terminó así:
—… pero, querido Jack, confío en que a los relojes no se les acabe la cuerda de un año, de todo un año… Siento mucho lo que le ha ocurrido al reloj magistral: el lirón de Charlotte se metió dentro y va a tener crías.
—Bueno, por lo que respecta a otro barco, no tengo mucha prisa, a no ser que me ofrezcan la fragata
Belvidera
o la
Egyptienne
, de nuestra base naval de Norteamérica. Tengo esperanzas de conseguir una de las fragatas con cañones de veinticuatro libras que se están construyendo actualmente, y no creo que eso sea pedir demasiado, pues no todos los días un navío de cuarta clase
[6]
hunde a uno de setenta y cuatro cañones. Eso me permitirá pasar varios meses en tierra, vigilar que la construyan a mi gusto y ocuparme de los asuntos de casa…
La frase
asuntos de casa
hizo empañarse la alegría de ambos, pues incluía necesariamente al malévolo señor Kimber, y ellos lo sabían muy bien. Y sabían que a causa de Kimber tendrían infinidad de complicaciones y posiblemente también grandes pérdidas, pero ahora daban mucha más importancia al lirón de Charlotte.
—Pero ya he pasado demasiado tiempo al mando de fragatas —continuó—. Es más probable que me asignen un barco de línea, y no tengo prisa por que lo hagan.
¡Tenían tantas cosas que decirse! ¡Tenían que hablar de tantas cartas que se habían cruzado! Y hablaron del jazmín, del magnífico resultado que había dado ponerle espaldera al albaricoquero, y poco después se quedaron silenciosos, con las manos cogidas por encima de la mesa de la cocina, mirándose embelesados, como dos tontos. Rompieron el silencio las voces que gritaban: «¡Wilkes y libertad!». Ya partir de entonces se oyó la misma frase una vez tras otra y cada vez más cerca.
—Ahí están los niños —dijo Sophie.
—Sí —dijo Jack—. Les vi marchando como si fueran tronos y dominaciones. ¿A qué juegan?
—Juegan a las elecciones de Westminster. Tu padre es un candidato. —Y después de dudar unos momentos, añadió—: Un candidato de los radicales.
—¡Dios santo! —exclamó Jack.
Durante su cambiante carrera política, el general Aubrey había luchado a veces contra la corrupción y otras había estado entre los corruptos, y eso le había llevado con frecuencia a una posición contraria al gobierno, aunque nunca había llegado a esté extremo. Desde que el general había sido elegido representante del horrible distrito de Gripe, propiedad de un amigo suyo, había sido un
tory
cuando el Primer Lord del Almirantazgo era un
whig
y un representante de las diversas corrientes de los
whig
cuando el Primer Lord era un
tory
. El general, un hombre de una endiablada energía que aumentaba con los años, tenía la pompa y la elocuencia propias de los militares y las había puesto de manifiesto en el Parlamento, por lo cual, como oponente, había sido para los gobernantes como una espina clavada, y como partidario, una vergüenza. Alguna que otra vez había hecho esfuerzos por ayudar a su hijo utilizando su influencia política, pero siempre había sido malinterpretado y, en ocasiones, incluso había obtenido un resultado casi desastroso, y aunque, en verdad, había pensado muy pocas veces en su hijo, Jack habría llegado a ser capitán de navío mucho antes si no hubiera sido por su padre.
—¿Les digo que entren? —preguntó Sophie.
—Sí, por favor, cariño —respondió Jack—. Me gustaría conocer a George.
—Niños, venid a darle la bienvenida a vuestro padre —dijo Sophie, temiendo que no le reconocieran—. Acaba de regresar de América.
A pesar de las precauciones de Sophie, los niños no le reconocieron. Le miraron atentamente y después miraron a su alrededor por si veían a otro hombre que les resultara familiar. Fueron unos momentos muy dolorosos, pero por fin ellos recordaron sus buenos modales y, con semblante grave, dieron un paso adelante, hicieron una reverencia y dijeron:
—Buenas tardes, señor. Bienvenido a casa.
Luego miraron a su madre para ver si habían hecho lo correcto.
—George, ¿dónde están tus modales? —murmuró Sophie.
El pequeño enrojeció y bajó la cabeza, pero luego, armándose de valor, se acercó a él desde la puerta, hizo una inclinación de cabeza y le tendió la mano diciendo:
—Espero que esté bien, señor.
—Bienvenido a casa —le susurraron sus hermanas.
—Bienvenido a casa —dijo George, mirándole fijamente, y después, sin transición, añadió—: Ellos llegarán enseguida. He oído el coche en el camino de entrada. Bonden me prometió que me traería un zuncho de hierro si la noticia era verdadera. ¡Un zuncho de
hierro
, señor!
—Creo que te lo va a traer, George —dijo el padre sonriendo.
Después hubo un silencio, y puesto que a Charlotte le pareció embarazoso, cortésmente, dijo:
—El abuelo estuvo aquí el otro día con sir Francis Burdett y nos habló de las elecciones de Westminster y de Wilkes y la libertad. Desde entonces estamos votando por él. ¿No le gustaría que fuera elegido?
—Niños, niños, debéis cambiaros los zapatos y lavaros la cara —dijo Sophie—. Y vosotras, Fanny y Charlotte, poneros delantales limpios. Nos sentaremos en el comedor.
—Sí, mamá —dijeron.
En ese momento el coche entró en el patio. Los niños salieron corriendo y regresaron unos segundos después gritando:
—¡Es cierto! ¡Hemos conseguido una gran victoria! ¡La
Shannon
ha capturado la
Chesapeake
! ¡Hurra! ¡Hurra!
Luego desaparecieron, y poco después podía oírse cómo gritaban con todas sus fuerzas en el patio, cómo sus voces se destacaban entre las de los hombres. Entonces Jack notó que allí usaban el tono y las expresiones groseras de los marineros. Fanny llamó a Bonden «maldito tonto», pero en broma, sin ánimo de ofender, y Charlotte dijo que a pesar de que Worlidge estaba borracho como una cuba, cualquier grupo de «malditos sodomitas» hubiera aparejado el poni mejor que ellos. Eso era cierto, pues tres de los cuatro hombres que se ocupaban de las tareas de Ashgrove Cottage se habían criado en la mar y no sabían nada de caballos, y el cuarto, el atolondrado Worlidge, que trabajaba en una granja cuando fue reclutado a la fuerza para la Armada, veinte años atrás, yacía en el suelo del coche desde antes de que iniciaran el viaje de regreso y no había podido mover ni un dedo a partir de entonces. Los otros tres, al ver que habían perdido la collera y que Worlidge estaba mudo e inmóvil como si hubiera sufrido una parálisis, habían amarrado el poni a los varales con nudos marineros, y de esa forma el animal no tenía ninguna posibilidad de soltarse, pero cada vez que daba un paso hacia delante, la bolina que tenía alrededor del cuello le cortaba la respiración, así que al final tuvieron que empujar el coche desde que salieron de Hand and Racquet, donde habían celebrado la victoria.
Sin embargo, habían sudado tanto con el ejercicio que ya estaban sobrios otra vez, o al menos bastante sobrios en relación con lo que era usual en la Armada, y cuando Bonden (el más listo de todos) fue al comedor para recibir nuevas órdenes, dio muestras de alegría que no estaban causadas por el
dog's nose
[7]
ni el
flip
[8]
ni el zumo de frambuesa con ron.
Dio la bienvenida a su capitán, le felicitó por haber conseguido la victoria y escuchó con gran atención el relato que Jack hizo de la batalla, cuyos movimientos comprendió perfectamente.
—Si no le hubiera ocurrido eso al capitán Broke, todo habría sido perfecto. Serví a sus órdenes en el
Druid
, y ya entonces era un fuera de serie con los grandes cañones. ¿Se recuperará, señor?
—Espero que sí, Bonden —respondió Jack, sacudiendo la cabeza al recordar su profunda herida—. Pero el doctor podrá decirte más que yo. Es probable que nos visite mañana y hay que tener su habitación muy limpia y arreglada por si se queda. Ahora ve a saludar a Kimber de mi parte y dile que me gustaría verle mañana muy temprano, antes de que me vaya.
—Sí, sí, señor —dijo Bonden—. Arreglar la habitación del doctor y decirle a Kimber que venga después del desayuno.
—¿Vas a irte, cariño? —inquirió Sophie en cuanto la puerta se cerró tras Bonden—. Pero no creo que tengas que ir al Almirantazgo inmediatamente. Seguro que el almirante te habrá dado algún tiempo de permiso.
—¡Oh, sí! Fue muy amable… Hizo lo que correspondía… Te mandó muchos recuerdos. Pero no es el Almirantazgo el que me preocupa sino Louisa Broke. Hay que decirle cómo está su esposo lo antes posible, y si salgo mañana temprano, puedo ir y volver en el Harwich Flyer y estar de regreso aquí el viernes.
—Una carta… Una carta urgente serviría igual. ¡Estás tan cansado, querido Jack, y tan delgado! Lo que debes hacer es descansar, y pasar veinticuatro horas en un coche te agotará, por no hablar de cabalgar hasta la ciudad. Además, como le has dicho a Bonden, tú no puedes decir nada sobre la herida de Broke. Una carta urgente con buenos deseos, frases de consuelo y la opinión de Stephen será mucho mejor.
—Sophie, Sophie… —dijo, sonriendo.
En su fuero interno, Sophie admitía que era habitual que los miembros de la Armada recorrieran grandes distancias para consolar a las familias de sus compañeros de tripulación y que a ella la habían consolado en varias ocasiones, por ejemplo, dos meses atrás, cuando el primer oficial de la
Java
había venido desde Plymouth para asegurarle que todavía tenía esposo; sin embargo, no podía evitar oponerse a la repentina marcha de Jack. Un poco celosa y malhumorada murmuró: «Louisa Broke», y se le ocurrieron otros argumentos, pero, por el brillo que había en los ojos de Jack y la forma en que había inclinado la cabeza, sabía que, por muy sensatos que fueran, sería inútil exponerlos. Poco después volvieron a estar tan alegres como antes y dieron un paseo por el jardín para ver las plantas que tanto apreciaban, sobre todo las que estaban cerca de la casa original, las que habían plantado ellos mismos. Ninguno de los dos tenía dotes para la jardinería, ni mucho gusto, y las plantas que habían sobrevivido (una pequeña parte) formaban grupos aislados y estaban raquíticas, pero eran sus propias plantas y por eso las querían mucho tal como estaban. Cuando Sophie tuvo que entrar de nuevo en la casa para atender a los niños, él entró también, y oyó sus fuertes pasos por toda la casa. Poco después él fue a la sala de música y se sentó al piano de Sophie, que, a pesar de que ella lo utilizaba poco, había sido afinado recientemente para las lecciones de las niñas. Tocó una serie de alegres acordes, más y más agudos cada vez, y luego otros que fueron descendiendo de tono hasta que enlazaron delicadamente con las notas de la sonata de Hummel, que él interpretaba a menudo y que Sophie había aprendido hacía mucho tiempo. Luego cogió su violín, un violín adecuado para alguien con conocimientos musicales muy superiores a los suyos, un Amati ni más ni menos, que había formado parte de un botín obtenido en el océano índico y que él había comprado hacía algún tiempo. Entonces interpretó la misma melodía adaptada para violín. No tocaba bien, porque hacía tiempo que no tenía un violín en las manos y, además, porque los dedos de la mano del brazo herido no habían recuperado su agilidad todavía, pero a Sophie le habría dado lo mismo que fuera Paganini, lo que le importaba era que la casa tenía vida otra vez, que estaban en ella todos sus habitantes.
Sophie había acertado con respecto a la postura inamovible de Jack. Al día siguiente, él y Stephen subieron a la silla de posta justo después de cenar, y ésta, dando bandazos y con gran estruendo, se alejó de Ashgrove Cottage por un camino secundario tan rápidamente como podían moverla sus cuatro caballos.
—En verdad, no me gusta viajar así —dijo Jack cuando llegaron al camino principal y fue posible conversar de nuevo—. Prefiero un coche corriente o la diligencia.
—Hablaste con Kimber, ¿verdad? —preguntó Stephen,
—No. Kimber dijo que no podía venir a verme porque se iba a Birmingham, pero mandó a un grupo de hombres que, según él, son nuevos socios en nuestro negocio. Y algunos eran unos tipos rarísimos. Además, había un par de picapleitos con corbatas sucias que no cesaban de tomar notas…
—Dime, amigo mío, ¿van mal las cosas?
—Bueno, lo único que está claro es que Kimber ha incumplido mis instrucciones y ha hecho mil veces más cosas de las que dije. Ha construido largas galerías y profundos pozos, ha comprado maquinaria de todo tipo y ha hecho que la sociedad, como ellos la llaman, participe en otros negocios, incluyendo un canal navegable.
«El canal era lo único que faltaba», dijo Stephen para sí. «Ahora, dejando aparte el movimiento perpetuo y la piedra filosofal, el cuadro está completo.»
—…y todo es muy extraño —continuó Jack—. Por una parte, dicen que las pérdidas y la deudas son enormes, y uno de ellos incluso me enseñó una suma que es casi el doble de lo que poseo, aunque admitió que simplemente es un cálculo aproximado; pero, por otra parte, me instan a que siga adelante, y dicen que, si se hacen excavaciones un poco más profundas, transformaremos las pérdidas en enormes ganancias. Quieren más dinero y más seguridad, y vi cómo uno de los picapleitos se paseaba por la habitación como si estuviera valorando los muebles. Me habrías admirado al verme, Stephen, porque estaba impertérrito como un juez y les dejaba hablar. Me molestaron mucho esos malditos porque tuvieron la impertinencia de preguntarme directamente si había invertido en bonos del Estado, cómo eran las capitulaciones matrimoniales que Sophie y yo habíamos acordado, cuál era la fortuna de Sophie y cuál iba a ser la herencia de mi padre. Se pasaron de la raya, y seguramente pensaban que tenían un pichón entre sus garras, que yo era un tipo que no sabía nada de negocios y que podían persuadirme o asustarme para que hiciera cualquier acción insensata y perjudicial. Pero les corté en seco y les dije que no pensaba invertir ni un solo penique más y les deseé que pasaran un buen día. ¡Oh, Stephen, cuántas ventajas tiene envejecer! Hace diez años, o incluso cinco, todos hubieran terminado en el abrevadero y a mí me hubieran puesto una demanda por agresión.