El ayudante del cirujano (38 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El ayudante del cirujano
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—¿Crees que debo abrazar al almirante? —preguntó.

—Creo que no —respondió Stephen.

—Lord
Peterbuggah
abrazó a mi abuelo —dijo el coronel con una mirada penetrante.

Hubo cierta vacilación en el momento de subir la escala, pero por fin se encontraron en medio de una fastuosa ceremonia naval, entre los gritos del contramaestre y las fuertes pisadas de los infantes de marina. Después oyeron el chasquido de las armas cuando las presentaron y enseguida vieron acercarse al almirante tendiéndole la mano al capitán Aubrey

—¡Lo sabía! ¡Sabía que sería así! ¡Sabía lo que usted era capaz de hacer!

—Es usted muy amable, señor, pero yo hice poco más que ir y volver —dijo Jack, y entonces, con una mirada perspicaz y en tono más bajo, añadió—: El mérito lo tiene otra persona. Señor,
permettez-moi de…
¿cómo lo diría…?


¿Présenter?
—sugirió el almirante.

—Gracias, señor…
présenter
don d'Ullastret. El almirante Saumarez.

El almirante se quitó el sombrero a la vez que el coronel abrió los brazos, y después de una pequeñísima pausa, y para regocijo de los oficiales, el almirante le besó en ambas mejillas y, con absoluta franqueza, le aseguró que estaba muy contento de tenerle a bordo y le invitó a comer. Todo esto lo dijo en francés, hablando con mucha más soltura que Jack y, naturalmente, con mejor pronunciación que el coronel, porque había nacido en Guernsey

Aunque dominaba la lengua francesa, su estómago tenía gusto inglés, y el coronel se encontró con que la comida no hubiera desentonado en ninguna mansión inglesa y que muchos alimentos eran extraños y otros no los podía comer un papista, puesto que era viernes, pero estaba sentado a la derecha del almirante, tenía la precedencia respecto a un oficial sueco de igual rango que también había sido invitado, así que afrontó la situación con buen humor y salió de ella pasando entre la condena y los buenos modales: comía los tubérculos y las verduras y dejaba a un lado la carne, que trataba de esconder lo mejor posible, y comía mucho pan. También bebía mucho vino, bebía tanto como el almirante a pesar de que éste pesaba el doble que él.

En el otro extremo de la mesa, el señor Thornton le hablaba a Stephen de la angustia que habían sentido cuando la
Ariel
había zarpado, una congoja que aumentó mucho más al amanecer, cuando un cúter llegó con la noticia de que el general Mercier había embarcado en el
Minnie.

—Usted habla de angustia —dijo Jack al escuchar la palabra durante una pausa en las animadas conversaciones que se sostenían a su lado—, pero, ¿qué le parecería tener que responder día y noche, en cualquier época del año, de la resolución de cuestiones delicadas y de una propiedad del Rey que corre peligro constantemente? Eso sí que provoca angustia. Nosotros, los oficiales navales, somos dignos de lástima.

—Tiene razón, tiene razón —dijeron los hombres que estaban sentados a su lado.

—Usted, joven, habla de preocupaciones, pero, ¿qué diría si tuviera una escuadra bajo su mando? No puede usted imaginarse… Bueno, Aubrey, me olvidaba de que dirigió usted la operación Mauricio, de modo que sabe lo que es eso. Aun así, no sabe usted la enorme preocupación que supone tener que llevar a Inglaterra un convoy del Báltico, unos quinientos o seiscientos mercantes, o incluso mil, antes de que el hielo impida la navegación y casi sin tener barcos para escoltarlos. Está muy bien como está, sin muchas preocupaciones y cubriéndose de gloria y apoderándose de muchos botines.

Todos respetaban tanto al almirante que, en cualquier otra ocasión, aquello hubiera sido aceptado, pero ahora el ambiente era relajado y festivo y habían circulado muchas botellas del buen vino del almirante, así que muchos expresaron su disensión apasionadamente. Dijeron que en el Báltico no se podían conseguir botines y que la nueva regulación era infame porque establecía una división sumamente injusta, ya que los capitanes habían perdido un octavo y ese octavo se dividía, de forma absurda, en ínfimas porciones que se entregaban a hombres que no sacaban provecho de ellas por ser tan pequeñas, mientras que los capitanes eran llevados a la extrema pobreza.

—No importa, caballeros —dijo el almirante—. Aún es posible alcanzar la gloria en el Báltico. Ahí tienen ustedes a Aubrey, que acaba de conseguir una corona de laureles. Y de todas formas, ¿a quién le importa el innoble lucro?

Algunos capitanes hicieron un gesto que parecía indicar que les importaba mucho, y uno llegó incluso a murmurar: «
Non olet
», pero cuando el almirante le dijo al primer oficial que cantara
Hearl of Oak
, se emocionaron al oír que el joven, con su hermosa voz de tenor, cantaba:
Ánimo, compañeros, vamos a alcanzar la gloria,
y le acompañaron haciendo coro:

Valientes son nuestros barcos,

valientes son nuestros hombres.

¡Preparados siempre,

y firmes, compañeros, firmes…!

Y cantaron con voz tan potente que el último
firmes
agitó el vino en las botellas.

—Le estamos cantando a la gloria, señor —dijo el almirante al coronel d'Ullastret.

—No hay mejor tema para una canción —dijo el coronel—. Es mucho mejor que el lamento por el desdén de una mujer.

Me gusta mucho la gloria y también cantar. Con su permiso, le cantaré una canción que habla de lord
Peterbuggah
y mi abuelo y del día en que tomaron Barcelona juntos, la más gloriosa hazaña realizada por el ejército británico y el catalán unidos.

La canción fue muy bien acogida, y la tarde fue muy agradable, no sólo en el buque insignia sino también en los transportes, ya que los catalanes bailaron en corro la sardana en el castillo al son de la música que tocaban un oboe y un pequeño tambor, y durante las pausas, los tripulantes les enseñaron cómo se bailaba la danza típica de los marineros ingleses.

—¡Oh, Stephen, creo que nunca he tenido tanto sueño en mi vida! —exclamó Jack cuando volvieron a la
Ariel—
. Me acostaré en cuanto hayamos desatracado.

—¡Dios santo! No puedo creer que vayamos a hacernos a la mar sin hacer una pausa.

—¿Qué?

—¿Vamos a hacernos a la mar ahora mismo? ¿Y un viernes, además?

—Sí, por supuesto. Dijiste que cuanto antes fueran repatriados esos hombres, mejor, y el almirante y su consejero político estuvieron de acuerdo contigo, así lo dice aquí, en las órdenes que recibí. Deberías leerlas; también se refieren a ti. En cuanto a que sea viernes, ya no creo en supersticiones, no después de nuestra última pirueta.

—Parecemos judíos errantes —dijo Stephen en tono de disgusto y entonces cogió las órdenes y añadió—: Me parece que es un poco petulante insistir en quién tiene el mando y la autoridad aquí. Después de una tarde agradable, en la que todos se trataban como camaradas, hubiera esperado un
Mi estimado Aubrey
en vez de este seco y perentorio
Señor
. Además, fíjate, el tono es arrogante, falto de amabilidad, pensado para provocar la indignación y la rebelión:

Señor, por la presente se le requiere para que suba a bordo de la corbeta de Su Majestad que tiene bajo su mando y se dirija sin perder un momento, junto con los barcos nombrados al margen, a la bahía de Hanö, donde se reunirá con un convoy bajo la protección de navíos de Su Majestad…

Me gustaría que el
Humbug
hubiera estado entre ellos; ¡vaya tono pomposo e intimidatorio, y qué forma de escribir semiliteraria y tautológica!

… dejará el convoy al llegar al Broad Fourteens y se dirigirá con celeridad a las inmediaciones de Burdeos, donde se comunicará con la fragata Eurydice para saber cuál es la situación en el golfo de Vizcaya, y si no se encuentra con ella, deberá seguir hasta Santander o Pasajes con el mismo fin… y en todo lo referente al desembarco de las tropas españolas, deberá seguir los consejos del doctor Stephen Maturin, que será quien determinará… y deberá usted pedir su opinión en caso de… marqués de Wellington… y someterlo a su consideración…

Cualquier hombre de temperamento preferiría tirar a Stephen Maturin al mar antes que pedirle consejo después de esto… ¡
Tropas españolas
, desde luego…!

Hacía rato que había notado que Jack estaba dormido, pero siguió divagando hasta que Hyde entró y dio la noticia de que en el buque insignia ya ondeaban las banderas de señales que indicaban que la
Ariel
debía zarpar.

Durante toda la noche soplaron vientos flojos, y la
Ariel
y los barcos a su cargo iban desplazándose hacia el sur mientras el capitán dormía profundamente. Alrededor de las cinco, Jack empezó a roncar muy fuerte y acompasadamente, y la cabina se llenó de ruido.

—¡Que el diablo te lleve! —gritó Stephen, empujando su coy en vano.

Los ronquidos continuaron y Stephen se introdujo un poco más los tapones de cera en los oídos, pero todavía ninguna abeja fabricaba cera que pudiera impedir el paso de los ronquidos del capitán Aubrey, así que salió de su coy desesperado.

Poco después del cambio de guardia, el ruido cesó, y Jack, muy animado y totalmente despierto, se sentó en el coy. Lo que le había despertado no fue el sonido de la campana del barco, pues desde que habían empezado a atravesar la niebla, los hombres habían dado campanadas constantemente, acompañadas con un tiro de mosquete cada dos minutos; no fue el ruido de los lampazos y la piedra arenisca, porque ese ruido era para él como una canción de cuna; y tampoco fue la luz del día, ya que todavía era débil. Tal vez había sido una variación en una especie de máquina interior que podía detectar los cambios de intensidad y dirección del viento, y ahora, considerándolos junto con la variación de rumbo de la corbeta y teniendo en cuenta el abatimiento y las corrientes que se movían hacia tierra, llegó a la conclusión de que estaban en la bahía de Hanö.

Vio que el coy de Stephen estaba vacío, abrió la portezuela del farol y miró hacia el compás soplón, que estaba sobre su cabeza, y luego hacia el barómetro, que seguía bajando. Entonces se vistió sin hacer ruido y salió sigilosamente para no despertar al coronel, quien, a causa de que la pequeña corbeta estaba muy llena, dormía en la cabina-comedor, por lo que era una amenaza constante.

Al llegar a la cubierta se encontró con que apenas se podía ver nada más allá del bauprés, pero enseguida pudo oír los ruidos que venían del convoy: el sonido de las caracolas, las campanadas, los ocasionales disparos de los mosquetes. Y luego oyó a lo lejos el cañonazo de aviso de uno de los navíos que los escoltaba, una señal del capitán de más antigüedad para mantener unido su rebaño. Dio los buenos días al piloto y al oficial de guardia y notó que las mayores y las gavias colgaban fláccidas de las vergas, pero pensó que seguramente las invisibles juanetes estaban tensas porque la corbeta tenía una velocidad superior a la mínima necesaria para maniobrar. Luego miró la tablilla de navegación y dijo:

—Señor Pellworm, ¿cuánto tiempo cree que durará?

—Bueno, señor, creo que se disipará cuando salga el Sol —respondió el piloto—. Pero, a decir verdad, no me gusta mucho que el barómetro siga bajando y creo que dentro de poco el viento vendrá del norte y luego rolará al oeste. Por otra parte, me parece que el estrecho de Langeland no es lo suficientemente ancho para este convoy.

Una ráfaga de viento trajo el furioso grito de un capitán: «¡Si cortas mi guindaleza, te cortaré la cadena del ancla, maldito estúpido!», y pudo oírse tan claramente que parecía que el capitán estaba a cien yardas de allí en vez de en el fondo de la bahía. Inmediatamente después se oyó la voz de Stephen desde lo alto de la jarcia diciendo que, si el capitán Aubrey lo deseaba, podía ver algo digno de admiración, y que podría subir sin correr peligro por los cabos que quedaban a la izquierda si uno miraba hacia popa, es decir, los del lado de babor.

—¿Cómo demonios le dejaron subir hasta allí? —le preguntó Jack al señor Fenton, frunciendo el entrecejo—. Seguro que está en la cruceta. —Entonces gritó—: ¡Sujétate fuerte! ¡No te muevas! ¡Me reuniré contigo enseguida!

—Lo siento mucho, señor —dijo Fenton—. Dijeron que sólo iban hasta la cofa. El señor Jagiello está con él.

—A este fenómeno se le podría llamar hápax —comentó Stephen.

—Hápax —murmuró Jack mientras subía con rapidez.

No estaban en la cruceta sino en la verga juanete, adonde habían conseguido llegar de milagro. Estaban agarrados de diversos cabos, tenían los pies en los marchapiés y parecían estar muy a gusto inclinados sobre la verga. Los dos estaban muy cómodos, pero Stephen sentía un gran regocijo y, en cambio, Jagiello tenía menos alegría que de costumbre.

—¡Allí! —gritó Stephen cuando Jack apareció en los frágiles obenques de la juanete—. ¿No te sorprende?

Señaló con el dedo hacia el suroeste y Jack miró hacia allí. A esa altura estaban por encima del manto de niebla que cubría el mar, y desde allí se veía el cielo despejado, pero no el mar y tampoco la cubierta, sino una blanca capa de niebla de la que estaban separados por el límpido aire, y más adelante, entre la proa y el través de estribor, la superficie de aquella masa blanca, opaca y suave estaba perforada por infinidad de mástiles, que, desde aquella base irreal, se elevaban hacia el cielo, un cielo sin nubes que parecía pertenecer a otro mundo.

—¿No te sorprende? —repitió.

Jack era un hombre bonachón por naturaleza, pero aún no había desayunado, y, además, ver que su amigo confiaba su vida a una driza para hacer señales que no estaba asegurada era más de lo que podía soportar.

—¡Amarren la driza de las señales! —vociferó—. ¡Amarren todos los cabos de la juanete mayor! —Luego dijo—: Estoy sorprendido y también agradecido. Stephen, suelta ese cabo y agárrate a la verga y trata de llegar hasta el centro. Te guiaré los pies.

—¡Oh, no estoy nervioso! —dijo Stephen, soltándose de repente y echando los brazos hacia delante—. Como ahora no veo la cubierta, me parece que la altura no existe. No estoy nervioso, te lo aseguro. Pero, dime, ¿has visto alguna vez esto?

—No más de varios cientos de veces —dijo Jack—. Lo llamamos el guiño del día, y aparece a menudo cuando el viento sopla de esta manera o se encalma. La niebla se disipará en cuanto salga el Sol. No obstante, te agradezco que me hayas dicho que subiera hasta aquí antes del desayuno para verlo otra vez. Pon el pie aquí, en este marchapié. Has ensuciado el marchapié… Tienes filástica pegada en el zapato. Señor Jagiello, suelte esa vinatera. Stephen, dame la mano. Despacio, despacio.

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