En ese momento, Stephen se cayó de la verga, pero no cayó perpendicularmente porque Jack le empujó hacia el tamborete con su fuerte brazo; sin embargo, el zapato siguió descendiendo hasta que por fin cayó en la cubierta.
—Gracias, Jack —dijo jadeante cuando su amigo le ayudaba a sentarse en la cruceta y le ponía un cabo alrededor de la cintura—. Te lo agradezco mucho. Probablemente hice un movimiento en falso.
—Tal vez —dijo Jack—. Pero ¿qué diablos haces aquí arriba? Jagiello, suelte esa vinatera. Les pedí a los dos que no pasaran de la cofa.
—La verdad es que el señor Jagiello está en una situación embarazosa.
—Estará en el reino de los cielos si no suelta esa vinatera. Señor Jagiello, suelte esa vinatera y agárrese de esos cabos con ambas manos. Acérquese a ese gran bloque de madera que está en el medio.
—No podíamos hablar en la cubierta porque todos nos decían constantemente que nos quitáramos del camino de los lampaceros. Luego subimos a la cofa, pero tiraban cubos de agua desde allí, así que subimos más alto. Ha encontrado a una mujer en su coy.
—¡Ah, claro, claro! —dijo—. ¡Señor Fenton, recoja el zapato del doctor!
—Sí, señor —dijo Jagiello, que ya había bajado un poco más y les miraba lleno de rubor—. La encontré ahora mismo, cuando llegué a la cabina.
—¿Qué estuvo haciendo toda la noche?
—Estuve jugando a cartas con los oficiales catalanes en la cámara de oficiales.
—Y me parece que no desea que haga este viaje con usted.
—¡Oh, no, no, señor!
Jack pensó que aquel era un extraño lugar para hablar de un tema de esa naturaleza, sobre todo porque allí, entre el cielo y la tierra, había dos hombres de tierra adentro en una postura rara y él no podía desayunar. Entonces gritó:
—¡Mande a dos de los mejores gavieros con una pasteca y un cabo!
Mientras esperaban, Stephen dijo en voz baja:
—¡Mirad! ¡Casi se ha disipado del todo! Sin embargo, esta vista prosaica es también sorprendente.
La niebla se había desvanecido con los primeros rayos del Sol, haciendo visibles setecientos ochenta y tres barcos, todos barcos mercantes excepto una fragata, la
Juno
, tres corbetas y un cúter.
—Nunca había podido apreciar tan claramente la enorme magnitud del comercio marítimo, de la actividad mercantil, de la interdependencia entre las naciones.
—Ahí está hus —dijo Jack, señalando con la cabeza una ciudad situada en la orilla de la bahía, que ahora se veía con claridad—. La dama desayunará en tierra. ¡Señor Fenton, baje el esquife!
Los gavieros subieron con rapidez, y uno de ellos trajo el zapato de Stephen. Jack hizo un lazo con el cabo y lo ajustó a su cintura, le dijo que se sujetara al nudo y gritó:
—¡Bájenlo despacio!
Entonces Stephen empezó un ignominioso descenso, como el que había hecho tantas veces.
Le siguió Jagiello, y después, Jack, y todos en el alcázar les miraban sonrientes y expectantes.
—Señor Jagiello, debe decirle a esa dama que tiene que bajar por el costado dentro de dos minutos. No hay ni un momento que perder.
—Con su permiso, señor, preferiría no hacerlo —dijo Jagiello, sonrojándose—. Parecería una descortesía y tardaría mucho tiempo… Lágrimas, reproches, ya sabe usted… El señor Pellworm tal vez tenga la amabilidad de hablarle. Él la conoce y habla sueco y, además, es un hombre casado.
—¿Conoce a esa dama, señor Pellworm?
—Desde hace tiempo, señor. Conozco a esa joven desde hace tiempo. ¿Qué hombre que haya estado en Karlskrona y haya ido al teatro no la conoce? He hablado con ella una o dos veces, para pasar el tiempo, como cuando subió a bordo, pero sólo cuando he estado acompañado de oficiales, porque todos, todos sin excepción, la conocen como
la Deliciade
los caballeros, y creo que sé muy bien cuál es mi situación. Además, me han dicho que ahora es la ramera favorita del gobernador… una ramera cantante de gran valor, como diría el poeta. Pero si quiere usted que vuelva a la costa, señor, hablaré con ella ahora, le hablaré como si fuera su tío.
—Sí, por favor, señor Pellworm —dijo Jack—. Un barco de guerra no es lugar para mujeres.
Pellworm asintió con la cabeza y se fue dando fuertes pisadas y tratando de poner una expresión adusta, casi feroz.
Puede que la joven fuera una ramera cantante, pero ahora, cuando un grupo de marineros del castillo, hombres de mediana edad, fiables y de rostro imperturbable, la llevaban en el bote a la costa, cantaba con una voz áspera y sin melodía.
—¿Qué dice? —inquirió Stephen.
—
Ijares calientes como los de un macho cabrío, corazón frío como una piedra
—dijo Pellworm—. Eso también es poesía.
—Eso no es cierto —dijo Jagiello desde el lugar donde estaba oculto, cerca del palo mesana—. Ella no sabe nada de mis ijares, nunca los ha visto. No la había invitado y le rogué que se fuera.
—¡Si todos los problemas pudieran resolverse tan fácilmente…! —murmuró Jack mientras observaba cómo
la Deliciade
los caballeros iba haciéndose cada vez más pequeña—. Señor Fenton, podríamos acercarnos a la
Juno
y recoger el esquife en el camino.
Stephen miró a Jack y después a Jagiello y pensó: «¡Cobardes! ¡Miserables!». Después miró a su alrededor y notó que, a excepción de algunos marineros y grumetes, que sonreían maliciosamente, la mayoría de los marineros parecían disgustados y avergonzados.
—¡Qué curioso! —le dijo Jack a Stephen en el desayuno—. Me he enterado de que Jagiello bajó a tierra cuando estábamos a bordo del buque insignia y, apenas media hora después, que ya había regresado, tres jóvenes fueron en bote hasta el buque. Dos de ellas eran las hijas del almirante sueco, dos jóvenes hermosísimas, según Hyde, y la otra era
la Delicia
, que no lo es menos. Pero lo que no puedo entender es qué ven en él. Es un tipo simpático, no cabe duda, pero es un chiquillo. Dudo que se afeite más de una vez por semana, si llega, y, desde luego, más parece una mujer que otra cosa.
—Por lo visto, también Orfeo era así, y eso no impidió que las mujeres le arrancaran los miembros uno a uno. Su cabeza, con su hermoso rostro sin barba, fue arrastrada por las aguas del Hebrus junto con su lira rota, desgraciadamente.
—¡Oh, Dios mío, ahí viene el coronel! —exclamó Jack y cogió su taza y una tostada y se fue corriendo a la cubierta.
Allí pasó la mayor parte del día, pues debido a la llovizna que siguió a la niebla, el coronel permaneció abajo. El convoy no debía zarpar hasta la tarde, pero el capitán de la
Juno
le había pedido a Jack que se colocara delante del grupo principal, así que la
Ariel
y los transportes empezaron a desplazarse, ya que, debido a que los vientos eran flojos y variables, tardarían mucho tiempo en pasar por entre aquella enorme cantidad de barcos, sobre todo porque muchos de los barcos estaban anclados caprichosamente, sin seguir un orden, como si sus capitanes no supieran distinguir entre estribor y babor, entre la derecha y la izquierda. Pero el capitán y el coronel se encontraron a la hora de cenar, ya que los oficiales les habían invitado a una espléndida cena, y Jack tuvo que pasar una hora en el purgatorio, es decir, oyendo hablar en francés, principalmente, según pudo entender, sobre las hermosas mujeres que habían perseguido a d'Ullastret, regimientos de mujeres, casadas y solteras, y algunas de las historias eran patéticas.
Llegaron de Riga los últimos barcos que tenían que reunirse con el convoy y trajeron consigo el fuerte viento del noreste. Los hombres de la
Juno
contaron rápidamente los barcos que tenían a su cargo y, sin pausa, empezaron a hacer las señales, obteniendo algunas respuestas que no se entendían y otras contradictorias. Luego dispararon cañonazos para reforzar las señales y mandaron botes en todas direcciones para que comunicaran de palabra los deseos de su capitán. Pero incluso la preparación de un convoy tan grande concluía, y el capitán de la
Juno
finalmente dio la orden de levar anclas. Miles y miles de velas aparecieron, iluminando el aire grisáceo que llenaba la espaciosa bahía, y los barcos zarparon en tres grupos amorfos y comenzaron a deslizarse a través de la noche suavemente, a la velocidad del más lento, un pingue de Cornualles mal equipado, con escasos tripulantes y demasiado cauteloso. Los grupos estaban dispersos al amanecer y, a pesar de que el viento era flojo, todos los barcos tenían arriadas las gavias; sin embargo, el viento del noreste les permitió formar de nuevo un grupo más o menos ordenado y pasar el peligroso estrecho Fehrman al anochecer, y entonces roló al sur y les impulsó de tal manera que pudieron pasar sin dificultad el Langeland, más peligroso aún. Atravesaron este último casi sin tocar una braza ni una escota, y desde la orilla parecían una gigantesca constelación, un enorme conjunto de estrellas errantes caídas sobre el mar. El viento obligó a las hostiles cañoneras a permanecer en el puerto, y el único suceso adverso que ocurrió fue que un barco danés hizo el diabólico intento de introducirse en el grupo con la esperanza de coger por sorpresa a algún barco rezagado y huir con él a Spodsbjerg navegando a toda vela. Pero fue detectado, y en cuanto fue izada la señal que indicaba la presencia de un extraño en el convoy, la corbeta que estaba al final se enfrentó con él. Por fin el barco huyó a Spodsbjerg, pero solo y con las velas hechas jirones y cinco enormes agujeros entre el viento y el agua, después de haber hecho poco daño, después de haber provocado el choque de tres mercantes que tuvieron que ser remolcados.
Pero esto pasó a medianoche y al final del convoy, tan lejos de la
Ariel
que en la corbeta apenas se enteraron. Cuando el gris y húmedo amanecer empezó a iluminar el grisáceo mar, el grupo delantero del convoy entraba en el Gran Belt, con Fionia a babor, a considerable distancia, y Selandia a estribor, tan cercana que se divisaba su silueta, aunque borrosamente.
—Bueno, señor Pellworm, me temo que el viento del norte le ha decepcionado —dijo Jack, sacudiéndose las gotas de agua del chaquetón y mirando hacia las nubes que venían del sur y pasaban veloces por el cielo.
—No me quejo, señor —dijo Pellworm—. El viento sopla con tanta fuerza y atravesamos los estrechos tan rápido como se puede desear. Esta parece la respuesta a la plegaria de una joven virgen, como dice el poeta. Y me parece que este mismo viento nos llevará hasta el Kattegat, pero, recuerde lo que le digo, señor, recuerde lo que le digo, tendremos que enfrentarnos a una tormenta, y espero que hayamos doblado el cabo Skagen antes de que empiece. Un barco no puede zarpar un viernes, el día trece del mes y, además, con una mujer a bordo, sin ser azotado por una tormenta. No soy supersticioso, ni mucho menos, y, en verdad, dejo los cuervos, las urracas, las cartas y las hojas de té a la señora Pellworm, pero es lógico pensar que lo que los marineros han constatado que ha ocurrido siempre, desde tiempos inmemoriales, sin haber visto nunca lo contrario, tiene alguna justificación. Cuando el río suena, agua lleva. Además, el barómetro sigue bajando, y aunque no fuera así, un viernes siempre es un viernes.
—Es posible, pero muchas de esas supersticiones son mucho ruido y pocas reses.
—¿No son nueces, señor?
—Vamos, vamos, señor Pellworm —dijo Jack, riéndose a carcajadas—. ¿Quién querría recibir nueces? ¿Qué sentido tendría pedir nueces? Las nueces no sirven para nada. Esas supersticiones anuncian horribles desastres, como hicieron antes de ir a Grimsholm, y ya ve lo que pasó, fue todo ruido y pocas reses. Ya no creo en las supersticiones —afirmó mientras agarraba una estaca de madera—. Pero el descenso del barómetro es harina de otro costal, es un dato científico.
—Lo que usted diga, señor —dijo Pellworm con semblante grave—, pero, piense, capitán Aubrey, que hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que creen los filósofos.
—¿Filósofos, señor Pellworm? —preguntó Jack.
—¡Oh, señor, eso era poesía! No tenía intención de faltarle al respeto.
—Los filósofos, señor Pellworm… —empezó a decir Jack, pero se interrumpió al ver al oficial de derrota de la
Ariel
, que, con una expresión triste, con las manos cogidas y delante del cuerpo, se acercaba despacio al primer oficial, que estaba en el lado de sotavento del alcázar—. ¿Qué ocurre, señor Grimmond?
—Señor, siento mucho tener que comunicarle que el cronómetro se rompió —dijo el señor Grimmond con una extraña voz.
Entonces abrió las manos, y allí dentro de su pañuelo, estaban los restos del cronómetro de la
Ariel
. Se había caído y se había golpeado en la junta con un perno y ahora sus pedazos estaban esparcidos por toda la cubierta.
No serviría de mucho preguntarle al oficial de derrota por qué estaba mirando el cronómetro a esa hora del día, que no era la hora en que se le debía dar cuerda, ni cómo se le había caído. Y aunque estas preguntas vinieron a la mente de Jack inmediatamente, junto con la advertencia de que uno debía tener mucho cuidado cuando cogía algo tan delicado, se limitó a decir:
—Bueno, bueno, mi reloj es bastante exacto. Pero ahora que lo pienso, el del doctor es mucho mejor. —Entonces se volvió hacia el doctor y dijo—: Stephen, ha ocurrido algo terrible: se ha roto el cronómetro. ¿Puedes prestarme tu reloj?
—Desde luego, con mucho gusto —respondió Stephen, dándole su hermoso Bréguet—. Pero, ¿qué ha pasado con los otros cronómetros?
—No hay más cronómetros.
—Vamos, amigo mío, recuerdo haber visto varios en los barcos en que hemos navegado y también recuerdo que mandabas a los cadetes a que hallaran la media de todos mientras tú les intimidabas, mirando alternativamente el cronómetro que tenías en la mano y los astros.
—Es que, desde el momento en que pude permitírmelo, me compré uno, y, además, el Almirantazgo le da dos a cada capitán que posea uno. Al capitán que no tenga, le dan un reloj corriente, y, en la mayoría de los casos, solamente cuando va a otros países.
—Creo que se usa para determinar la latitud, ¿no es cierto?
—A decir verdad, Stephen, la mayoría confía en el sextante para determinar la latitud. El reloj es para otras cosas, para el este y el oeste, ¿sabes?
—¿El este y el oeste de qué?
—Pues de Greenwich, naturalmente.
—No soy un gran navegante… —dijo Stephen.
—Eres demasiado modesto —dijo Jack.