—¿Crees que navegando así podremos pasar Ouessant?
—Es posible, si el viento sigue soplando desde el oeste; sin embargo, creo que rolará 10 o 20°. Tal vez tengamos que desviarnos a las islas Scilly para poder virar hacia el oeste. Bueno, nos veremos por la mañana.
Se quitó algunas prendas, quedándose en ropa interior, y se sentó en la mecedora.
—Si salimos de ésta —dijo Stephen—. Ahí afuera se oye un horrible estruendo y está entrando agua.
—Eso es porque los pescantes se hunden entre las olas. Seguro que la tempestad es muy fuerte en las Azores, pero aquí sólo provoca el mareo de los pasajeros y aumenta el abatimiento de la corbeta unos 10°.
Entonces bostezó, constató que el barómetro estaba subiendo, repitió que se verían al día siguiente y se durmió.
Por primera vez el capitán Aubrey se había precipitado. No se vieron al día siguiente, ya que no había nada que ver salvo una lluvia más fuerte aún, rocío de mar, espuma, el horizonte erizado de olas y la borrosa silueta de los transportes que seguían a la corbeta formando todavía una perfecta línea. No se veía el Sol, no había ni rastro del Sol, y entre las estimas de los barcos había una diferencia de alrededor de cuarenta millas.
Una vez más viraron en redondo y una vez más avanzaron hacia el norte a través de una confusión de elementos. Ese día y esa noche fueron repeticiones de los anteriores. Para quienes estaban acostumbrados a estar en la mar, aquello no era más que el efecto del mal tiempo al oeste del Canal; sin embargo, para los hombres de tierra adentro, era un presente interminable lleno de movimiento y ruidos inexplicables y, para muchos, lleno de mareos también. Aunque a éstos les habían dicho que entre la isla d'Ouessant y las Scilly sólo había treinta y cinco leguas, les parecía que habían atravesado cada una de aquellas millas muchas veces con pequeños intervalos para comer escasas y espantosas comidas. Pero el aburrimiento terminaba por vencer al terror en todas las ocasiones, excepto cuando la corbeta daba bandazos y les arrojaba de un lado a otro de la cubierta. Incluso Jagiello estaba abatido y tenía una especie de torpor. Desde hacía tiempo se habían tapado la escotilla de proa y la mayor, y aunque entraba mucha agua por los costados de la
Ariel
, debido a las maniobras que hacía, casi no entraba aire; hacía tiempo que los coyes se habían llevado arriba y que los laboriosos marineros no se lavaban más que con agua de lluvia (no tenían nada con qué hacerlo, salvo con las tinas que se encontraban en la ahora impracticable cubierta, en las que sólo podían lavarse las manos y la cara); y ahora ellos y sus lechos enrollados y húmedos estaban amontonados en la entrecubierta, un reducido espacio sin ventilación que olía a fieras enjauladas, un olor mucho peor que el del conjunto de marsupiales que Stephen había traído de Nueva Holanda en un viaje anterior.
Stephen vio poco a Jack Aubrey, pero siempre le vio alegre y, por lo general, hambriento. Una vez Jack le informó que el viento había cambiado y que les había llevado hasta un punto al oeste de las islas Scilly, y otra le dijo que había podido ver brevemente algunas estrellas y había podido confirmar su idea de que lograrían cruzar el Canal si volvían a intentarlo; sin embargo, la mayor parte del tiempo que pasó abajo estuvo sumido en un profundo sueño.
Y una noche que había cenado muy tarde y frugalmente, le despertó de ese sueño el guardiamarina encargado de las señales, un joven alto, delgado, moreno y concienzudo, que, con la voz temblando de emoción, dijo:
—El señor Grimmond, el oficial de guardia, me ha ordenado decirle que hemos avistado dos barcos a barlovento: uno es
el Jason
y el otro es un navío francés de dos puentes.
—Muy bien, señor Meares. Subiré a la cubierta enseguida, pero entretanto haga la señal secreta y dé nuestro nombre. Por favor, antes alcánceme la capa.
En la cubierta todos miraban hacia barlovento a través de una lluvia torrencial. Jack no pudo ver nada al principio, pero la lluvia pasó sobre la corbeta y se alejó, y por fin, ya sin aquel velo, pudo distinguir dos barcos por la aleta de babor, que navegaban velozmente con rumbo sureste y con el viento por babor, dejando blancos remolinos a su paso.
La situación estaba clara: indudablemente el barco francés se dirigía a Brest e indudablemente el
Jason
lo perseguía. Otra cuestión era si el
Jason
podría alcanzarlo. Estaban aproximadamente a dos millas de distancia uno del otro, demasiado lejos para que los cañones de proa del
Jason
pudieran reducir la velocidad del navío francés derribando uno de sus palos; por otra parte,
el Jason
navegaba justamente por la estela del navío y había largado la mayor cantidad de velas que podía llevar desplegadas, o tal vez más, mientras que éste todavía llevaba las gavias con un rizo. La única esperanza del capitán del
Jason
era encontrar por casualidad un crucero inglés o algún barco de la escuadra que hacía el bloqueo a Brest dirigiéndose a Inglaterra. La
Ariel
no estaba patrullando aquellas aguas y tampoco era un crucero, pues no tenía la misma potencia que los navíos de línea del enemigo, pero si ponía proa hacia el sureste inmediatamente y desplegaba gran cantidad de velamen, podría interponerse entre la presa y Brest a finales de la tarde, y podría retenerla el tiempo suficiente para que el
Jason
la alcanzara. Sin embargo, la presencia de los transportes, sus órdenes…
—El
Jason
está haciendo señales, señor —dijo Meares, observando el navío con el telescopio—.
Enemigo a la vista
. También da su posición.
Jack había visto muchas señales absurdas en su vida, pero ninguna tan inútil como ésta.
—Señor, ahora:
Virar a estribor
. Y ahora:
Persecución al sureste.
—Entendido —dijo Jack.
—Señor, ahora:
Despliegue más velamen.
Entonces, a cinco millas de distancia aparecieron unas volutas de humo en el costado de sotavento del
Jason
, pues había reforzado su orden con un cañonazo. Middleton, que era quien estaba al mando del
Jason
ahora, siempre había sido un hombre hablador.
Jack volvió a sonreír. Middleton era un capitán de menos antigüedad que él, pero no sabía que la
Ariel
estaba al mando de un capitán de navío y que, por tanto, él no tenía derecho a darle órdenes. No obstante, ese no era momento de formalidades, era momento de decisiones, de decisiones inmediatas. Si iba a actuar, tenía que actuar ahora. Con esa marejada, la
Ariel
no podía navegar tan rápido como un navío de dos puentes, y para interceptar la ruta del enemigo antes del anochecer o, al menos, llegar a un punto desde el cual pudieran alcanzarlo sus carronadas, tendría que aprovechar hasta el último cable la ventaja que tenía. Incluso considerando su posición con respecto a ese punto, a ese punto que el navío francés había alcanzado ya, le resultaría difícil.
Estos pensamientos pasaron por su mente con gran rapidez cuando hizo mecánicamente un cálculo de la velocidad y la distancia de los navíos que se encontraban a barlovento, la intensidad del viento del suroeste, el efecto de las condiciones del mar y las posibilidades de éxito de una intervención. Antes de que se oyera el lejano estruendo del cañonazo del
Jason
, ya había tomado la decisión. Lo único que sentía era no tener tiempo de mandar a Stephen y al coronel d'Ullastret a los transportes.
—¡Todos a virar! —ordenó, y observó que los oficiales sonrieron satisfechos y se hicieron señas con la cabeza.
Lograr que se cumplieran las expectativas de aquellos jóvenes no había entrado en sus cálculos, pero se alegraba de que estuvieran satisfechos. Mandó a buscar el compás para determinar las marcaciones con respecto a los dos barcos y dio órdenes a Meares:
—Hágale al
Jason
la señal:
Virar al sur veintisiete este
. Y luego deletree:
Aubrey
. También ice y mantenga desplegadas las banderas con el mensaje:
Enemigo a la vista. Persecución al suroeste.
Eso cortaría en seco a Middleton, pero, lo que era más importante, le permitiría acortar la distancia media milla más o menos. Había muchas probabilidades de que los franceses conocieran las señales, y, por otra parte, al ver a la
Ariel
virar de repente, seguramente el navío continuaría navegando hacia el sur durante un rato. A esa distancia y con esa visibilidad, a pesar de que se notara claramente que la
Ariel
era un barco de una sola cubierta, podría ser considerada una fragata, incluso una potente fragata capaz de hacer más daño de lo que parecía; además, era posible que la señal a los barcos amigos que se encontraban más allá del navío resultara útil, era posible que con ella consiguiera que se acercaran la mitad de los navíos que hacían el bloqueo.
—Señor Grimmond, nos abordaremos con el
Mirza
por sotavento.
—El capitán del
Mirza
era el oficial de más antigüedad de los que estaban al mando de los transportes.
—¡Señor Smithson, nos encontraremos frente a Burdeos! ¡Si no me encuentra allí, continúe y preséntese ante el oficial de más antigüedad de Santander! ¡Vaya despacio! ¡Procure no perder palos! ¡No despliegue sobrejuanetes ni monterillas!
—¡No tema por nosotros, señor! —gritó Smithson agitando en el aire la mano derecha, la única que podía mover—. ¡Buena suerte!
Los tripulantes de los transportes sabían perfectamente lo que ocurría y dieron entusiastas vivas a la
Ariel
cuando pasó por su lado desplegando velas.
—Rumbo sureste cuarta al este —dijo Jack, observando el navío francés con el telescopio—. Quitar los rizos del velacho.
A través de la oscuridad y el agua que saltaba por el aire, pudo ver que la presa viraba y se colocaba con el viento por la amura, como esperaba, es decir, viraba al sur para huir del peligro, un gran peligro posiblemente, que había en el noreste. Pero, mientras miraba sus blancas velas rodeadas por el cielo gris, pensó que eso no tenía mucha importancia, porque navegaba a nueve o diez nudos, y si él no lograba pasar frente a su proa, si, por el contrario, cruzaba su estela, su intervención, necesariamente breve, serviría de poco. Serviría de poco, pero sería peligrosa en la misma medida.
—Señor Meares —dijo—, tenga la amabilidad de preguntarle al
Jason
cuál es su posición y luego repita el mensaje a los transportes.
Hubo una larga pausa, en parte porque era difícil ver banderas de señales a cinco millas de distancia entre la niebla y la lluvia, con una luz mortecina y grisácea, y en parte por la vacilación de los tripulantes del
Jason.
—
No mediciones durante tres días
—dijo Meares por fin—.
Estimada 49°27'N 7°10'0. Cronómetro cinco horas veintiocho minutos después del mediodía.
Cuando comprobaba la diferencia entre el reloj de Stephen y el del
Jason
, una considerable diferencia, volvió a sonreír. Middleton no era una marino dado a emplear datos científicos (era de los que preferían abordar al enemigo entre el humo), pero ni él ni su oficial de derrota podrían estar muy equivocados con respecto a la longitud, y eso significaba que el navío francés no tenía posibilidad de llegar a La Rochelle con ese viento. Sólo podría ir a Brest o Lorient, a menos que se aventurara a ir a Cherburgo, pasando entre las innumerables escuadras inglesas que había en el Canal.
Mientras lo contemplaba pensó que era un magnífico barco. Navegaba con la quilla formando el ángulo más pequeño posible con la dirección del viento, pero formaba olas de proa demasiado grandes, que llegaban hasta la mitad del casco. La
Ariel
tendría que desplegar más velamen para llegar hasta su ruta con tiempo y espacio suficientes para maniobrar, y una embarcación como la
Ariel
necesitaba gran cantidad de ambos para poder hacerle algo a un navío de setenta y cuatro cañones.
—Digan al contramaestre que venga —ordenó, y después que el contramaestre se desplazó desde el castillo a la popa, adonde llegó chorreando agua, dijo—: Señor Graves, amarre guindalezas finas a los topes tan pronto como pueda.
—¿Guindalezas finas a los topes, señor? —preguntó el contramaestre asombrado.
—Sí, señor Graves —respondió Jack amablemente, cubierto por el agua que había saltado por encima de la borda de barlovento—. Quiero que estén todas colocadas antes de la guardia del segundo cuartillo. Creo que hoy no pasaremos revista.
El contramaestre sonrió como si lo hiciera sólo por obligación.
—Sí, señor. Amarrar guindalezas finas a los topes —dijo en tono poco convencido y comenzó a alejarse.
—Señor Graves —dijo Jack, situado ahora a su espalda—, asegúrese de que les saca el agua antes de tensarlas, pues no debemos torcer los mástiles.
Era un sistema que había usado muchas veces con éxito. La fuerza extra de las guindalezas le permitiría desplegar las juanetes sin el riesgo de que los mastelerillos se resquebrajaran o, lo que era aún peor, se desprendieran. Ese sistema no se podía usar en una embarcación inestable, porque aumentaría el peso de la jarcia, pero la
Ariel
no era una embarcación inestable sino muy estable. El gran impulso, el gran aumento de velocidad que proporcionaba, le había salvado cuando huía de un peligroso navío holandés en una zona de alta latitud sur; sin embargo, era obvio que el sistema podía ser utilizado por los enemigos, y, de hecho, se sorprendía de que su uso no se hubiera generalizado.
Las guindalezas no estaban colocadas antes de la guardia del segundo cuartillo. Las ráfagas de lluvia azotaban una y otra vez la corbeta, una lluvia tan copiosa que el agua salía a chorros por los imbornales y los marineros apenas podían saber lo que hacían; y las ráfagas de viento que las acompañaban le daban terribles sacudidas (habían detenido su avance tres veces) y le impedían mantener el rumbo. El navío francés y el
Jason
no pudieron verse durante casi una hora.
—¿Cree que me sentiré mejor si vomito? —preguntó Jagiello.
—Lo dudo —respondió Stephen—. Al coronel no le ha servido de nada.
El perseguido y el perseguidor estaban todavía allí en la posición esperada cuando fueron azotados por la última ráfaga y la copiosa lluvia se desplazó hacia el noreste, ocultando el horizonte a sotavento, pero dejando ver con claridad el mar a estribor. El navío francés seguía navegando hacia el sur, huyendo del imaginario peligro porque aún no había descubierto el engaño, pero ya había desplegado la trinquetilla y no tenía ningún rizo en las velas, por lo que cada vez le llevaba más ventaja al
Jason
. Por otra parte, su ruta y la de la
Ariel
eran convergentes, aunque la corbeta se mantenía en una posición en la que el viento le permitía alcanzar una gran velocidad. La presa estaba ahora media milla más cerca y podía verse mucho más claramente.