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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (27 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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En ese momento, por primera vez, intervino el nuevo capitán, que se había dado cuenta de que Draper ya estaba listo y deseaba que bajara por el costado como era debido.

—¡Parar! —gritó con un tono de voz que parecía calculado para un barco más grande—. ¡Parar el cabrestante! ¡Grumetes a popa!

Draper bajó como era debido, entre los incesantes pitidos, con lágrimas en los ojos, mientras sus compañeros, tristes y silenciosos, le esperaban en la lancha. Y en cuanto ésta soltó las amarras y empezó a avanzar hacia la costa, Jack gritó:

—¡Subir a las vergas!

Los gavieros subieron corriendo por los obenques, se colocaron en las vergas, soltaron los tomadores y permanecieron allí sujetando las velas.

—¡Soltar! ¡Cazar las escotas! ¡Cazar las escotas! ¡Coger las drizas! ¡Tirar, tirar! ¡Amarrar!

Las vergas subieron, las escotas fueron atirantadas y las ondulantes velas se pusieron tensas, e inmediatamente la
Ariel
hizo un brusco movimiento hacia delante y el ancla se desprendió del fondo. Los marineros recogieron con el cabrestante el trozo de cadena que faltaba tan rápidamente como los que estaban en el sollado podían adujarlo, y el ancla pequeña fue subida a la serviola y amarrada cuando la
Ariel
pasó rozando el costado de barlovento del
Indomitable
. Luego pasó entre éste y el navío que estaba delante y dirigió la proa a alta mar justo cuando cambiaba la marea.

—Vira con facilidad —comentó el oficial de derrota del
Indomitable.

—Fue una imprudencia pasar cerca del costado de barlovento —dijo el primer oficial—. Podría haber estropeado la pintura fresca si hubiera habido algún contratiempo al llevar el ancla a la serviola.

Unos minutos después la
Ariel
largó las juanetes y enseguida Jack ordenó:

—Iremos al banco Mouse, señor Grimmond. Siempre hay un poco de basura allí cuando la marea está baja.

Hasta ese momento, Stephen, Jagiello y el mensajero del Rey se habían quedado junto al asta de bandera tranquilamente, como fardos. Entonces Jack llamó al primer oficial, le presentó a los tres, y dijo:

—Señor Hyde, debemos alojar a estos caballeros tan pronto como sea posible. El doctor Maturin puede quedarse en mi cabina, pero tendrá usted que hacer sitio allí abajo para colgar dos coyes más.

Hyde se puso más nervioso todavía y con una triste sonrisa dijo que haría todo lo que pudiera, pero que la
Arielera
una embarcación de cubierta corrida.

Si Jack no hubiera notado ya que lo único que le faltaba a la
Ariel
eran el alcázar y el castillo según mandaban los cánones (que la cubierta se extendía de proa a popa sin variar de nivel, por lo que, a pesar de ser muy hermosa, la corbeta tenía poco espacio) lo habría notado inmediatamente después, al llevar a sus acompañantes abajo. Tras muchos años de experiencia había aprendido que debía agacharse cuando estaba bajo cubierta, y, sin pensarlo, agachó la cabeza al entrar en la cabina. Pero Jagiello no tuvo la misma suerte y se dio un golpe en la cabeza con un bao. El golpe fue tan fuerte que, a pesar de que decía que no había sido nada y no sentía nada, se puso pálido como un cadáver, y por eso la sangre que le corría por la cara se notaba más. Entre todos le sentaron encima de una taquilla, e incluso el mensajero del Rey mostró una pizca de humanidad, y mientras Stephen le secaba la sangre, Jack mandó a buscar grog y le dijo que eso podía pasarle a cualquiera y que debía tener mucho cuidado en las corbetas y los bergantines porque tenían baos bajos, sobre todo los franceses. Pero el capitán Aubrey no se quedó con ellos mucho tiempo, sino que regresó a cubierta tan pronto como tuvo la certeza de que Jagiello podría sobrevivir.

La escuadra anclada en Nore ya estaba muy lejos a popa y Sheerness no era más que una silueta borrosa. La
Ariel
se deslizaba suavemente por las aguas tranquilas y poco profundas a una velocidad de cinco nudos, empujada por una suave brisa, y dejaba tras sí una estela tan recta como un surco perfectamente trazado.

Se paseó por el pequeño alcázar media docena de veces, mirando alternativamente hacia arriba y por encima de la borda, para poder formarse una idea de la corbeta. Era muy parecida a como él esperaba: estaba bien construida, tenía una jarcia adecuada, era rápida, fácil de gobernar y navegaba bien de bolina. La recordaba bien, ya que la había perseguido en dos ocasiones cuando aún era una corbeta francesa, aunque sin éxito, y la había visto muchas veces después de haber sido capturada. Era una de las pocas corbetas francesas que el Almirantazgo no había estropeado añadiéndole una superestructura, aunque, como era usual, le había colocado más cañones y había puesto una porta extra en cada costado, lo que seguramente impedía que alcanzara gran velocidad y hundía un poco la popa. Era una embarcación pequeña y muy hermosa, como una fragata en miniatura pero con un aspecto más sobrio; y también tenía gran potencia, pues llevaba dieciséis carronadas de treinta y dos libras y dos cañones largos de nueve libras, pero sólo podía usar esa potencia si el objetivo estaba cerca. Podía combatir con cualquier embarcación de su clase, a condición de que lograra acercarse lo suficiente.

Desde el momento en que habían mencionado la
Ariel
en Whitehall, confiaba en que la corbeta, si estaba bien tripulada, haría cualquier cosa que fuera razonable en la mar siempre que se lo pidiera. Lo que no sabía era si los marineros de su dotación eran hábiles para tripularla. Era obvio que había entre ellos algunos marineros de primera, porque el modo en que habían desatracado era digno de elogio y en la cubierta todo estaba en orden y arreglado al estilo de Bristol, a excepción de un briolín suelto en la proa; sin embargo, también era obvio que a la
Ariel
le faltaban tripulantes, probablemente unos veinte, para llegar a los ciento doce de la dotación que le correspondía, y había entre ellos más grumetes de lo debido. Pero la cuestión más importante no era si podrían tripular bien la corbeta sino si podrían disparar bien los cañones. No conocía a los jóvenes que habían estado al mando de ella durante los dos últimos años ni sabía la importancia que daban a la artillería, y puesto que al día siguiente posiblemente tendría que enfrentarse con barcos holandeses frente a la desembocadura del Escalda e incluso con barcos corsarios franceses y norteamericanos un poco más adelante y con cañoneras danesas en el Belt, quería saber qué podía esperar de ellos y, en vista de eso, decidir la estrategia a seguir.

—Suba las escotas media braza, señor Grimmond —le dijo al oficial de derrota, que estaba encargado de la guardia—. No tenemos que llegar allí demasiado pronto. Y tal vez deberíamos ordenar que amarraran ese briolín.

Después de pasearse un par de veces más, notó que la
Ariel
aminoraba la velocidad, lo mismo que una yegua cuando el jinete tira suavemente de las riendas. El banco Mouse todavía estaba bastante lejos.

—Dígale al condestable que venga —ordenó.

Y cuando llegó el joven condestable, de ojos brillantes y cabeza redonda, le dijo:

—Condestable ¿qué cantidad de provisiones tiene?

Aunque la
Ariel
no tenía muchas provisiones, tampoco carecía de ellas, y Jack podía permitirse disparar dos o tres andanadas usando dos barriles de la peor pólvora que ya estaban mediados. Con eso consumiría la cantidad que el Almirantazgo asignaba para hacer prácticas ocho meses, pero cuando hiciera escala en Karlscrona, donde debía reunirse con el Jefe de la flota del Báltico, llenaría la santabárbara y los pañoles de balas con pólvora y balas compradas con su propio dinero, como la mayoría de los capitanes que tenían suficientes recursos para ello y que estaban convencidos de que la mejor manera de vencer al enemigo en la mar era disparar los cañones con rapidez y precisión.

—Muy bien —dijo en el momento en que sonaron las tres campanadas de la guardia de segundo cuartillo—. Señor Hyde, que redoble el tambor para llamar a todos a sus puestos, por favor.

—¡Redoble de tambor! ¡Llamar a todos a sus puestos! —gritó el primer oficial.

Pero entonces hubo una horrible pausa. Nadie esperaba ese tipo de cosas tan tarde; el marinero que tocaba el tambor estaba en la proa con los calzones bajos; el tambor no aparecía por ninguna parte, y mucho menos sonaba. No obstante eso, los tripulantes obedecieron la llamada del contramaestre y sus ayudantes y fueron corriendo a sus puestos, y unos momentos después, Jack vio un ridículo espectáculo que le hizo mucha gracia: el marinero, con la parte de atrás de la camisa colgando por fuera de los calzones, tocaba el tambor como un loco mientras la tripulación permanecía inmóvil.

—¡Deje de tocar! —le gritó el señor Hyde, agitando el puño en el aire, y luego se volvió hacia Jack y, en tono sereno y respetuoso, dijo—: Todos en sus puestos y sobrios, señor.

—Gracias, señor Hyde —dijo Jack, y avanzó hasta la línea imaginaria que separaba el imaginario alcázar del imaginario combés.

El banco Mouse estaba cerca, y aunque ya casi no había luz, Jack podía distinguir la basura que flotaba en el agua formando una larga línea, la cual solía acumularse allí entre los cambios de marea.

—¡Silencio de proa a popa! —ordenó.

La orden no era necesaria, ya que todos los tripulantes estaban silenciosos y sólo se oía el silbido del viento en la jarcia, el crujido de las poleas y el rumor del agua al pasar por los costados de la corbeta; sin embargo, era interpretada como la única introducción adecuada de la letanía marcial: «¡Destrincar los cañones! ¡Nivelar los cañones! ¡Sacar los tapabocas! ¡Sacar las bocas por las portas!».

Ninguno de ellos se asombró al oír esto, pero todos se sorprendieron cuando el capitán rompió el orden ritual diciendo:

—Nos acercaremos a ese barril que está a sotavento hasta que esté al alcance de un mosquete, señor Grimmond.

Y después, en voz más alta, ordenó:

—¡Cebar los cañones! ¡El blanco es la caja que está por la amura de estribor! ¡De proa a popa, disparen cuando la tengan en la mira!

Silencio absoluto… El fogonazo del cañón de nueve libras de proa iluminó el cielo y casi inmediatamente se oyeron los atronadores disparos de las carronadas de estribor.

—¿Qué te había dicho? —preguntó el primer oficial del
Indomitable
al oficial de derrota.

Ambos miraron hacia el norte, y enseguida el enorme estruendo llegó hasta ellos. Un momento después, el grupo de nubes bajas que había al norte fueron iluminadas de nuevo por un resplandor rojo.

—Está virando —dijo el oficial de derrota.

Volvió a oírse un lejano estruendo y a continuación hubo una pausa, en la cual el oficial de derrota se puso a contar en voz alta. Y cuando llegó a setenta, los fogonazos iluminaron el cielo otra vez.

—Ahora disparará la cuarta andanada —dijo el primer oficial, pero esta vez se equivocó.

—¡Guardar los cañones! —ordenó Jack y luego dijo—: Una práctica digna de elogio, señor Hyde.

Y entonces, ya sin dolor de cabeza ni malhumor, se fue abajo sonriendo.

CAPÍTULO 7

Ningún navío holandés había salido de la desembocadura del Escalda ni de Texel para atacar a la
Ariel
, y tampoco la corbeta se había encontrado con barcos corsarios, pero, puesto que los daneses no le tenían simpatía a la Armada real desde que había atacado su capital y había apresado su flota, otros peligros la acechaban más adelante, y todos a bordo se preparaban cada día más para afrontarlos.

Para su satisfacción, Jack descubrió que había heredado una tripulación mejor de lo que esperaba. El condestable había servido a las órdenes de Broke y había aprendido su oficio en el viejo
Druid
, y además, dos de sus ayudantes habían sido tripulantes de la
Surprise
cuando Jack estaba al mando de ella, y, afortunadamente, aunque Draper, su predecesor, no había querido o no había podido gastar mucho en pólvora y balas, le había puesto llaves y miras a los cañones de nueve libras. Por otra parte, los oficiales eran jóvenes que conocían bastante bien su profesión y estaban dispuestos a aceptar la opinión de su nuevo capitán sobre la destreza que los tripulantes de un barco del Rey debían tener en el manejo de los cañones.

Así pues, la
Ariel
navegaba con rumbo norte, envuelta en una nube de humo constantemente renovada, disparando de día y de noche a diferentes intervalos, en momentos inesperados, porque esa era la mejor forma de preparar a los tripulantes para una emergencia. Aunque Jack no podía esperar que dispararan con la rapidez con que habían llegado a hacerlo sus tripulantes en otras misiones, ni mucho menos con su precisión (entre otras razones, porque las cortas carronadas no podían lanzar una bala con la precisión de un cañón largo), estaba satisfecho con el resultado obtenido hasta entonces y confiaba en que la
Ariel
quedaría en buen lugar si entablaba un combate con un oponente de su misma categoría. La verdad, ansiaba que llegara el momento de entablar un combate, no sólo porque le gustaban las acciones de guerra (por la gran emoción que provocaban y por el hecho de que dignificaban la vida), sino también porque la tripulación de la
Ariel
, aunque era bastante buena, estaba compuesta por hombres reclutados en tres levas recientes y todavía no formaban un todo homogéneo. Durante su carrera naval, había observado que entre los compañeros de tripulación surgía la simpatía e incluso el afecto cuando luchaban juntos en una batalla y que en la relación entre los marineros y los oficiales se producía un importante cambio que afectaba a ambas partes. Por ejemplo, él estaba unido por lazos de amistad a Raikes y Harris, los ayudantes del condestable, porque los tres habían repelido juntos el duro ataque de un barco de línea francés en el océano Índico. El protocolo naval no permitía que mantuvieran conversaciones, pero era indudable que entre ellos había una relación especial, una gran estima.

—Ésta es una vida más apropiada para un hombre —le dijo a Stephen después de una de las prácticas que nuevamente habían llenado de ruido el golfo de Helgoland.

—Ciertamente, incluso tripular un barco con tantos mástiles como éste, donde hay que tirar de tantos cabos para ajustar las velas, no es nada comparado con las dificultades de la vida en tierra —dijo Stephen abrochándose el cuello.

Siempre había notado que en la mar Jack era otro hombre, un hombre más maduro, capaz de enfrentarse tanto a situaciones comunes de la vida diaria como a situaciones extrañas, y también más feliz; sin embargo, raramente el cambio había sido tan grande y tan claro como esta vez. Una triste llovizna llegaba desde las Islas Frisias septentrionales y la marejada hacía saltar el agua por encima de la borda de barlovento del alcázar a intervalos irregulares, y el rostro de Jack, sobresaliendo de su chaquetón inadecuado y comprado deprisa, estaba radiante, parecía el Sol naciente tras una cortina de lluvia.

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