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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (30 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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—¡Timón a babor! —gritó y después continuó—: Era uno de los ayudantes del sepulturero. En total éramos diecisiete y teníamos tierra de verdad para cavar, que habíamos llevado de la costa. La tierra ensució la cubierta, pero Dios sabe que mereció la pena. El carpintero era el sepulturero y, en vez de seguir hablando, de esa manera tan aburrida, de quien iba a ocupar la tumba, hizo comentarios sobre la tripulación. También hice el papel de Ofelia, es decir, de una de las Ofelias.

Otra descarga desgarró el mar. Esta vez las bombas estaban mejor dirigidas, pero no llegaron a alcanzar la corbeta, y cuando Jack observaba cómo caían, vio un fogonazo. Esa bomba también estaba bien dirigida, y Jack la vio elevarse a gran altura hasta convertirse en una pequeña bola negra que se destacaba en el claro cielo, luego la vio descender con rapidez, cada vez con más rapidez, describiendo una curva, y finalmente explotar lejos, por popa.

—A juzgar por la altura, deben haber llegado a su punto de elevación máximo y a disparar con la carga máxima —dijo.

La siguiente descarga confirmó su suposición. Las últimas cien yardas recorridas les habían puesto fuera del alcance de la batería, así que Jack dijo que debían ir a desayunar ellos también y luego, acercándose a Stephen, en voz muy baja, le confesó:

—No puedo soportar el olor de ese pescado.

Cuando desayunaban en la cabina, desde la que se veían perfectamente las orillas del estrecho y Helsingór, ahora silencioso, Stephen dijo:

—Así que representaste a Ofelia cuando eras joven, capitán Aubrey.

—Una parte de Ofelia. Pero, en este caso, la parte era más importante que el todo. Me hicieron salir a saludar tres veces cuando acabé, mientras que a los otros no les hicieron salir de nuevo, ni siquiera al que se ahogó vestido con un traje verde y con un ramito en la mano. ¡Tres veces, te doy mi palabra!

—¿Por qué dividieron a la pobre joven?

—Bueno, lo que ocurrió fue que en el buque insignia sólo había un guardiamarina lo bastante guapo para hacer el papel de una mujer, pero estaba afónico y, además, desentonaba, así que en la parte donde tenía que cantar, yo me ponía el vestido y cantaba de espaldas al público. Pero ninguno de los dos queríamos ahogarnos ni ser enterrados de verdad en la tierra, tanto si estaba allí el almirante como si no, de modo que esa parte la representó uno de los cadetes más jóvenes, que no podía defenderse. Por eso éramos tres, ¿comprendes?

Jack sonrió mientras recordaba aquella representación, que había tenido lugar en las Indias Orientales, y, después de unos momentos, cantó:

Hacen todos los jóvenes lo mismo

si surge la ocasión.

¡Vive Dios, que merecen censura!

Luego dijo:

—Sí, lamentablemente. Y por lo que recuerdo, la obra tuvo un desenlace fatal.

—Sí, en efecto —dijo Stephen—. Es una lástima… Volveré a subir, si no queda más café. No quisiera perderme las maravillas del Báltico porque son, por decirlo así, una compensación por las penas que sentimos en tierra.

Había podido ver más patos de flojel y, un poco más tarde, en las inmediaciones de la isla Saltholm, algunos patos muy curiosos que no pudo identificar, mejor dicho, que no había tenido tiempo de identificar, ya que el viento aumentó de intensidad y la
Ariel
navegaba a una velocidad de ocho nudos. Eso le había molestado, pero, por otra parte, si la corbeta no hubiera navegado a tanta velocidad, no habría llegado a Falsterbo cuando todavía había suficiente luz para ver perfectamente un águila marina, un ave de enorme tamaño, con el plumaje propio de las aves adultas, que cogió un pez del mar a menos de veinte yardas de la popa de la
Ariel
. Además, navegar a aquella velocidad tenía la ventaja de que las flotillas de cañoneras, peligrosas pero lentas, no podían atacar la corbeta.

—Me alegra saberlo —dijo cuando Jack le aseguró que las cañoneras ya no podrían alcanzar la corbeta, que ahora ésta viraba para pasar entre Bornholm y el continente y que si el viento soplaba con más fuerza aún, lo que parecía probable, se reunirían con el almirante puntualmente—. Me alegra saberlo porque, después de las emociones de hoy, me gustaría pasar una noche tranquila y dormir mucho para estar sereno mañana. ¡Quién sabe lo que el día de mañana traerá! Tal vez cisnes cantores o incluso el propio fénix. Voy a acostarme enseguida.

No vio cisnes de ningún tipo y tampoco el fénix al día siguiente. El cielo estaba oscuro y las nubes pasaban por él con rapidez; el mar estaba agitado y gris; y la
Ariel
avanzaba con las gavias con todos los rizos. El viento había aumentado de intensidad y primero roló al oeste y luego al noroeste, provocando una fuerte marejada que imprimía a la corbeta un movimiento en espiral y, al mismo tiempo, la hacía cabecear con tanta fuerza que, desde las columnas del bauprés a las bitas, se salía la estopa de las juntas. El estómago de Stephen había soportado el movimiento del océano Atlántico, del Pacífico y del índico, pero estuvo a punto de ser vencido por el del mar Báltico. Stephen no estaba mareado, pero tenía frío y secretaba excesiva saliva, le molestaba la compañía de otros, sobre todo si hacían chistes o bromas, y no soportaba ni siquiera la idea de la comida. Pensaba que quizá la causa fue el asqueroso pescado que había comido el día anterior, porque un pescado con el vientre reventado podría acarrear daños de todo tipo y sólo un imbécil se lo comería. Y también pensaba que sólo un imbécil podía hacerse a la mar exponiendo su cuerpo a la humedad. Permaneció en la cubierta la mayor parte de la mañana. En realidad, ahora no tenía humedad a causa del agua que llegaba a bordo desde arriba, sino a causa de la que llegaba horizontalmente, pues cada vez que la
Ariel
hundía la proa en el mar, el agua y la espuma la cubrían de proa a popa como un manto y penetraban por las juntas de su protectora armadura, de modo que, además de tener frío, estaba empapado.

«Tal vez debería ir a ver a mi colega y pedirle diez gotas de éter etílico o de ácido sulfúrico diluido», pensó. «El pobre hombre es un borracho, pero por lo menos tiene un botiquín.» Y puesto que la
Arielse
movía caprichosamente, pidió a uno de los mensajeros del alcázar, un muchacho sonrosado que tenía un gorro con orejeras, que le guiara. Cuando bajaban, oyeron gritar: «¡Barco a la vista! ¡Una gata a 25° por la amura de estribor!», pero Stephen no se detuvo. Habían divisado antes otro barco, un barco danés que, según los oficiales, había navegado con frecuencia por el Báltico durante el verano, pero, lamentándolo mucho, Jack lo había dejado escapar, pues su misión era mucho más importante para él que capturar presas, y seguramente haría lo mismo en este caso. Además, a Stephen no le interesaban lo más mínimo las presas, lo que quería era éter etílico.

Por desgracia, encontró al borracho en un estado parecido al suyo, o incluso peor: le era indiferente el mundo que le rodeaba, apenas podía hablar, tenía la cara verdosa, estaba sin afeitar y olía mal. Sin embargo, más lamentable que todo eso era que se había bebido todo el éter etílico de la corbeta y había derramado el ácido sulfúrico, que ahora corroía la colcha de su mano. Pero él susurró que no le importaba y que mientras más pronto corroyera el fondo del barco, mejor.

Stephen salió de allí indignado y, volviéndose hacia el muchacho que le había guiado hasta la cabina del señor Graham, dijo:

—Mire lo que consiguen con esa costumbre pagana de silbar. Su propio cirujano está mareado. ¡Qué vergüenza! Dígale al capitán que voy a retirarme a meditar y que le ruego que me disculpe por no cenar con él.

No había desayunado y no comió ni tomó el té con el capitán; y cuando por fin la
Arielllegó a
las tranquilas aguas de Karlskrona y saludó con cañonazos al almirante, sintió frío, tristeza y debilidad. Se sentía tan débil que, en cuanto la falúa de la
Arielse
abordó con el buque insignia, apenas comenzó a subir torpemente por el costado, se le escapó de la mano el guardamancebo y cayó como un fardo. Pero Jack se había preparado para eso. Su viejo amigo no era un marino, nunca lo había sido y nunca lo sería. Desde el comienzo de su amistad, se había caído de las vergas y de botes y barcos detenidos, y más de una vez había caído en el espacio que separaba un bote de un barco cuando se disponía a subir a bordo de éste. El capitán Aubrey había ordenado que la falúa enganchara el bichero en el buque insignia de manera que quedara pegada a éste como una lapa y de que dos fornidos marineros permanecieran al pie de la escala. Y los marineros, que sabían muy bien que eso era muy probable, cogieron entre sus brazos el frágil cuerpo del doctor Maturin con la misma facilidad con que cogían un coy (éste pesaba un poco más) y le impulsaron hacia arriba diciendo: «¡Sujétese con las dos manos! ¡No hay que darse por vencido! ¡Un paso más y llegaremos a bordo secos y salvos!».

Les recibió el capitán de la Flota del Báltico, pero les recibió con frialdad. Les dijo que el almirante no podía atenderles y que si la
Ariel
quería sumarse a la escuadra, le agradecería al capitán Aubrey que izara un gallardete del color apropiado, ya que sir James había sido ascendido recientemente a vicealmirante de la División Roja, algo que cualquiera hubiera podido saber si se hubiera tomado la molestia de informarse. El recibimiento fue como Jack se había imaginado desde que había oído que Manby era el capitán de la flota. Durante su carrera, y especialmente durante los años en que había sido más rebelde e indisciplinado, había hecho algunos amigos para toda la vida, pero también algunos enemigos para toda la vida.

Esta desagradable impresión no duró mucho. Pocos minutos más tarde, un grupo de oficiales suecos salieron del buque y el secretario del almirante, un pastor joven y muy serio, hizo pasar a Jack y a Stephen a la gran cabina, un lugar elegante que, por su aspecto actual, más parecía formar parte de una oficina que de un barco de guerra. Había en ella expedientes por todas partes y un escritorio cubierto de papeles, y detrás del escritorio un pálido almirante con expresión de cansancio que más parecía un ministro que un oficial naval.

Era obvio que estaba agotado, pero les saludó cordialmente.

—Hace siglos que no nos vemos, capitán Aubrey —dijo después de felicitarle por haber atravesado el estrecho tan rápidamente.

—La última vez fue en Gibraltar, señor, justo después de su gran victoria en el golfo de Algeciras —dijo Jack.

—Sí, sí —dijo sir James—. Dios fue muy bondadoso con nosotros ese día.

Stephen había sido espectador de aquella sangrienta batalla y le parecía que la muerte violenta de dos mil franceses y españoles era una extraña prueba de la bondad de Dios, pero había conocido a otros hombres de gran valía que tenían la misma opinión de la Providencia que el almirante. Mientras esperaba para ser presentado y Jack entregaba sus informes, observó a sir James. Tenía facciones pronunciadas, gruesos párpados, una mirada franca y semblante grave, y no parecía muy alegre. Sabía que sir James tenía fama de puritano y que le gustaba cantar tractos y salmos a bordo, pero conocía a hombres devotos que habían demostrado que también sabían empuñar una espada. Y cuando el almirante volvió la cabeza para saludarle y él vio que tenía una mirada atenta, inteligente y sagaz, sintió una gran satisfacción y pensó: «Este hombre no es un tonto».

—Permítame que le presente al doctor Maturin, señor, que también le trae una carta del Almirantazgo —dijo Jack—. Sir James Saumarez.

—Encantado de conocerle, doctor Maturin —dijo el almirante—. Le esperaba, señor, y creo que sé cuál es el contenido de la carta. Con su permiso, voy a leerla enseguida. ¿Desean tomar algo? Siempre bebo una o dos copas de vino a esta hora y tomo una galleta. Mi hermano Richard lo recomienda. Probablemente usted le conozca, señor —señaló a Stephen con la cabeza.

Tocó la campanilla y trajeron una botella al instante, y después de servirle a los demás, sir James se fue a su escritorio con su copa, los informes y la carta. Dick Saumarez… Sí, por supuesto, Stephen le conocía, aunque no sabía que tuvieran conexión. Era cirujano y también un fisiólogo bastante bueno, aunque obstinado y equivocado acerca del uso de la ligadura de la arteria ilíaca exterior en caso de aneurisma de la femoral; sin embargo, Stephen estaba de acuerdo con su recomendación. La botella no era de vino sino de champán, un champán de exquisito sabor que formaba una perfecta combinación con la galleta. Notó que su debilidad y su tristeza habían desaparecido y que su mente estaba más clara. Reflexionó sobre el uso medicinal del alcohol y, puesto que la lectura de los informes tardaba, también observó a Jack. Tenía una expresión de respeto, y eso era natural, pero no era solamente respeto a un vicealmirante, un hombre de rango muy superior al de capitán de navío, sino también respeto a sir James como hombre y como oficial hábil y decidido. Aquella expresión era un poco parecida a la que ponía el capitán Aubrey cuando iba a la iglesia, aunque con un toque de remilgo o tal vez gazmoñería, era inadecuada para aquel rostro colorado y curtido por los elementos que generalmente tenía una expresión franca y sonriente. Parecía que Jack estaba decidido a seguir el consejo que le había dado antes de cruzar de un lado a otro del puerto: «No te emborraches ni digas obscenidades ni blasfemes cuando estés a bordo del buque insignia, Stephen, porque el almirante es muy especial y tendrás que pagar una guinea cada vez que uses el nombre de Dios en vano». Jack, por su parte, observaba al almirante. Le parecía que había envejecido mucho, pero eso no le extrañaba, pues si él, cuando era el comodoro de una pequeña escuadra, estaba agobiado por el papeleo, por la gran responsabilidad de decidir sobre los planes que debían ejecutar otros, por el problema de la cooperación con el Ejército y las autoridades civiles y por mil cuestiones más que no tenían nada que ver con gobernar un barco o disparar cañones, el Jefe de la Flota del Báltico debía sentirse mucho, mucho peor.

—Es lo que suponía —dijo el almirante, poniendo la carta sobre los informes—. Así que usted es el sucesor del pobre señor Ponsich, señor. ¡Cuánto deseo que tenga más éxito! ¿Sabe el capitán Aubrey el propósito de su misión?

—Sí, señor.

—Entonces seguramente querrán hablar con el señor Thornton, mi consejero político. Según tengo entendido, la situación en Grimsholm no ha cambiado, pero él tiene información más reciente.

Stephen conocía bien a Thornton, un funcionario del Ministerio del Interior con aptitud para ser espía y una gran facilidad para darse cuenta de los detalles. Se saludaron con la ambigua cortesía que correspondía al nuevo carácter que ambos habían adquirido, demostrando, a pesar de aquellas circunstancias, que no había más que una relación superficial entre ellos.

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