—Bastante entenderás tú de eso. Yo tengo mi experiencia. Si sale un toro algo amigo de la música os prometo bailar…
Pronto corrió la noticia de que aquel año Izurdiaga bailaría ante un morlaco; y el regocijo y la curiosidad aumentaron. Pero pasaban los días, iban a finar las fiestas, y el maestro seguía bailando en su rincón, lo más lejos posible del toro. El público murmuraba, creyéndose defraudado.
—¡Ya podía Izurdiaga arrimarse la mitad que usted! —exclamó una modistilla encarándose con Pedro Mari, que se rebullía en su asiento.
—¿Es que molesto o así,
presiosa
? —replicó Echenique galante.
—No, señor; abriga usted nada más. Y menos mal que hace frío…
—Entonces si usted quiere, nos vamos luego al ferial a comer churros —propuso el mozo, demostrando una lógica muy en armonía con su elocuencia…
Llegó el último día de corridas, y el toro ideal no se presentaba. Al cabo apareció en el ruedo un berrendo de enorme cabeza y arrogante estampa. Al verle, Izurdiaga saltó a la valla, y avanzó sonriente buscando los medios, mientras trenzaban sus blancas alpargatas la curva casi aérea del valiente
mutildantza
.
Se hizo el silencio en la plaza. El bailarín, puestas en alto las manos, cual si sostuviera unos invisibles crótalos, se fue acercando despacio. Los espectadores alargaron las jetas en espera piadosa de verle salir despedido hacia las nubes.
Con la sonora algarabía de los clarines triunfales, los dulzaineros de Estella iniciaron a dúo el vals de las vísperas de San Fermín. El célebre vals en que interviene el público modulando sus terribles «¡riau, riaus!» con la misma dulzura que si volviesen a su caverna después de una correría de caza y exterminio.
Izurdiaga, un poco pálido, hierático y erguido, danzaba rítmicamente siguiendo el aire popular. Sus doctas piernas, impávidas ante el peligro, avanzaban en zigzag, culebreando igual que sierpes. Y las níveas alpargatas, al iniciarse el «¡riau, riau!», ejecutado por diez mil voces salvajes, tejían un arabesco genial, ondulando en las vueltas lo mismo que oriflamas…
El toro, con el cuello inclinado, movía un poco los cuernos, escarbaba y mugía, pero sin embestir.«¡Ya envestirá!», pensaban los amorosos corazones refugiados en el tendido. A honesta distancia siempre, el gran Izurdiaga, mitad por pánico, mitad por fervor artístico, danzaba impasible sin mirar al público. Fija la vista en el toro, parecía bailar sólo para él. A veces se pensaba que iba a caer rendido frente a la fiera, como una bayadera sagrada que hubiese danzado horas y horas ante el trono milenario de su Dios…
Y aquí entra el milagro, que aún no ha tenido exvotos en un pueblo tan religioso. El monstruo de cabeza apocalíptica, encantado de aquel bailarín que no le hostigaba, ni le hería, ni le azuzaba, dobló tranquilamente una pata, luego otra; después, sus cuartos traseros buscaron la valla, y acabó echándose con ese reposo inteligente, heredado acaso del toro que descansa junto al evangelista Marcos. El fiero animal, mucho más intelectual que el público, se dio cuenta de que estaba ante un genio de la danza, y acataba al Arte, mirando asombrado al oficiante como un melómano perfecto. Su terrible testa de bruto tenía ahora un gesto reflexivo, digno de una cabeza de Rodin. Quizá pensase en el desencanto de aquella masa humana con soplo divino, un tanto desilusionada por tan inesperado final…
Escala y Urtasun
Los dos eran pelotaris. Escala, riberano de Corella, alto, parlanchín y picante como una guindilla. Urtasun, montañés de la Burunda, rechoncho, silencioso y duro como un dolmen de Aralar…
Todos los años ejecutaban la misma suerte ante los novillos embolados. Escala, pelotari delantero, hacía de caballo. Urtasun, zaguero fuerte y sólido, montaba encima, y blandiendo un junco largo y flexible a guisa de pica, avanzaban sobre el novillo y salían… por los aires.
Luego de echar un buen trago en la barrera, tornaban a repetir la hazaña, hasta que el toro, aburrido de voltearlos una y otra vez, huía de ellos entro las carcajadas del público regocijado.
Urtasun, empeñado en tomar en serio su papel, callaba; en cambio, el caballo rugía por los dos. «¡Dejarme solo, Cristo! —gritaba, arremetiendo contra los capeadores, al paso que repartía coces como un cuadrúpedo de verdad—. ¡Fuera todo el mundo, que a ese novillo le falta una vara! ¡San Jorobar… se está en Caparroso!…», añadía epilogando todas sus arengas con esta interjección francamente riberana.
La verdad es que los pelotaris formaban un conjunto grotesco. Iban los dos en mangas de camisa, pantalón blanco y fajas azules. Escala aprisionaba las piernas del montañés, y éste, agarrado a la cabeza de su caballo, en los momentos terribles, hurgaba con el junco los hocicos del embolado, hasta que el becerro, molesto, les mandaba al tendido hechos un ovillo…
Lo malo fue que en el último encierro quedó en la plaza un toro de verdad, un murube de astas largas y afiladas; y a un curda se le ocurrió gritar desde el tendido, encarándose con la simbólica pareja:
—¡Eh, Urtasun! A que no le ponéis una vara a ese limpiadientes?
El aludido guardó un prudente silencio a pretexto de empinar la bota; pero su caballo, animal más propenso a la oratoria, volvióse con los puños en alto hacia el sitio de donde había partido el reto, y contestó:
—¡Ese bicho es un buey, como tú! ¡Nosotros le ponemos una vara a ése… y a tu padre!
—¡Vamos a verlo! —remachó la voz anónima con la mejor intención.
—¡No, no!… —gritó el público puesto en pie—. ¡No seas bruto, Urtasun, que es un murube!…
—¡Pues por eso! —dijo estoicamente el aludido—. Si fuera un toro navarro, un carriquiri, no nos atreveríamos; pero con un buey andaluz… ahora lo veréis.
Y de un salto montó sobre su compañero con el junquillo en ristre.
El toro escarbaba la arena, sorprendido ante el avance de aquel grupo escultórico. La gente de los palcos rugía indignada: «¡Quitad a esos borrachos!… ¡A la cárcel!… ¡Fuera!…» Todo inútil. La extraña pareja llegó al mismo morrillo del toro, que ni siquiera se dignó concederles una mirada de simpatía.
Nosotros hubiésemos querido explicar el proceso sentimental de esta actitud estática que se apoderó de la temible fiera; pero desconocemos en absoluto la psicología de los toros de Murube. Lo cierto es que no se movió ni por casualidad. Una vez realizado el milagro, cualquier ser medianamente civilizado habría vuelto más que deprisa. Pero Urtasun y Escala llevaban mucho vino en el cuerpo, y siguieron firmes en su puesto con esa placidez de espíritu que sólo da el alcohol, y según algunos, la satisfacción del deber cumplido…
Urtasun, en vista del éxito, empezó a parodiar a los picadores de la tarde, alargando el junco a la manera de Badila o imitando con las riendas los movimientos elegantes de Agujetas, después de una buena vara. Y el toro, poseído sin duda de infinita piedad, los miraba asombrado, tranquilo, casi abriendo la boca, como un aldeano cualquiera que ve arder la colección de fuegos artificiales en la Plaza del Castillo…
—¡Ya basta!… ¡Fuera!… —seguían voceando los espectadores enloquecidos.
—¡No nos vamos sin ponerle las tres varas! ¡Ante todo hay que cumplir el reglamento! ¡San Jorobar… se está en Caparroso!… —replicó Escala volviéndose hacia los tendidos. Y más envalentonados cada vez, siguieron remedando el primer tercio de la lidia con todo el lujo de detalles adquiridos desde su tendido de sol. El toro, impasible, continuaba tejiendo bolillos con sus patas sobre la fina arena. Los dos héroes, ante aquella mansedumbre misteriosa, se decidieron a dar media vuelta, y la plaza respiró tranquila. Mas en el preciso momento de dar cara a la valla, cayó el toro sobre ellos como una tromba. Escala y Urtasun, recobrada mecánicamente su natural individualidad, salieron disparados, batiendo el record de altura por aquel año.
Los llevaron al hospital. Escala tenía medio metro de piel acardenalada y una pierna rota. Urtasun sufría maceración general de los huesos y la fractura de tres costillas. ¡Y todo ello gracias a un exceso de misticismo que les hizo volar demasiado altos!…
Cuando los amigos iban a visitarles, Urtasun el silencioso callaba; y el orador castelarino, sintiéndose conciso por primera vez en su vida, resumía los detalles del batacazo en esta frase:
—Total, poca cosa. Yo, una pata más débil, y Urtasun… tres costillas con tomate…
—¿Conque tres costillas … —insistían los camaradas deseosos de más amplia información.
—Sí, tres costillas con tomate y una metedura de pata. Eso fue todo —sentenciaba de nuevo el formidable Escala…
Aquella tarde en la corrida, allá, hacia el cuarto toro, cuando surgen las cazuelas de ajoarriero y el ruedo se llena de panes, botellas y restos de cordero en chilindrón, disparados sobre los sufridos centauros que la Academia llama simplemente picadores, la gente del Bronce refugiada en el tendido de sol, puestos en pie unos y agarrados otros a la maroma, rompieron a cantar a coro la copla del día, acordando su ritmo al ardiente y agresivo son de los dulzaineros de Viana:
Segunda PartePara toros, Carriquiri.
Para caballos, Escala.
Pa
costillas con tomateUrtasun, el de la vara…
Navarra podría compararse a un anchuroso patio en el que viven diferentes y abigarrados vecinos formando una medalla soberanamente pintoresca. El hombre forja siempre su historia a contrapelo de la geografía; por su parte los gobiernos hacen sus divisiones a espaldas de las razas, y así la destartalada casona nacional tiene esa deliciosa incoherencia que presta a los antiguos reinos su original matiz de mosaico.
Posee Navarra una hermosa cabeza vasca. La cabellera es montañosa, ensortijada de robles y encinas, de hayedos magníficos y de austeros castaños; su fisonomía toda aparece cubierta por la verde pelusa de sus prados esmeralda. Las piernas, magras y ágiles, son ya riberanas; netamente aragonesas o francamente riojanas, su aspecto es siempre membrudo y áspero. Tierras tostadas por el sol fuerte que hace amarillear los trigales y verdear los olivos sobre el pardo sayal de los montes que ya presienten Castilla…
La capital de Navarra se nutre a la vez de la montaña y de la ribera, de vascos y de aragoneses. Acoge lo mismo al opulento que al sudra, al meteco que al druida, al indiano que al peón de albañil. Devora gitanos, agotes y judíos convenientemente transformados en obispos de levita, aunque descendientes directos de los antiguos y afamados guetos de Estella, Murchante o Corella. Pamplona es una ciudad de poderosos jugos gástricos que digiere bien al elemento forastero. A veces siente náuseas y arroja al verdadero pamplonés hasta América. De expulsar algo, la famosa capital navarra expulsará siempre indígenas. Ello no es obstáculo para que sea el punto de cita de todas las ambiciones, parador de pecheros transformados en hidalgos, seminario de ideales políticos, lonja burocrática y antaño gruta prehistórica de un carlismo ancestral…
Y eso que la integridad de Pamplona hasta los mismos navarros la ponen en entredicho. Tudela, capital de la ribera, es más aragonesa que Navarra. Su río y su ferrocarril van buscando a Zaragoza. A Estella le pasa igual; mira a Logroño más que a Pamplona. De la Merindad de Sangüesa no hablemos; parece una prolongación de las cinco villas, cuyo centro es Sos. Al mismo Elizondo, blanco palomar de alegres caseríos, se le van los ojos tras Irún y San Sebastián. El Bidasoa, como senda geográfica, no quiere nada con Navarra, sino con Guipúzcoa.
Gracias a la capital, no se desatará jamás el haz histórico del reino; ¡pero cuántos embates ha tenido que aguantar en el transcurso de los siglos! La lucha entre agramonteses y beaumonteses fue en definitiva un Pugilato entre la montaña y la ribera. El conde de Lerín era riberano, y en cuanto a Fernando el Católico, fue aragonés por casualidad. Sintió y vivió siempre en navarro de la ribera; sus manejos tortuosos se encaminaban a prolongar la ribera hasta Roncesvalles; ahora que aun cuando su madre tuvo los dolores de parto en Sangüesa se empeñó en soltar el bagaje en Aragón…
Hoy Pamplona, históricamente, duda y tantea. Ha perdido la fiereza de los antiguos tiempos en que Navarra daba reyes a Castilla. Ribera arriba avanza Zaragoza con su fábricas de azúcar y la explosión dinámica de sus jotas, mientras San Sebastián, gracias a sus tres ferrocarriles, se mete por Alsasua, Leiza y Vera. ¿Qué le queda, pues, a Pamplona, si vemos que ha dejado soltar casi todas las argollas económicas de su escudo? ¡Señor! ¡Le quedará siempre la cuenca!
Hora es ya de que se limite bien el contorno espiritual de la cuenca pamplonesa. Algo pesada resultará la digresión; pero el ciudadano español, que tan admirables pruebas de mansedumbre y paciencia lleva dadas hogaño, nos tolerará fácilmente esta pequeña cabriola geográfica. Podemos decir —parodiando a Balzac cuando quería sincerarse de una página pesada— que no somos novelistas, ni siquiera historiadores, sino rapsodas líricos de una tierra que no es precisamente de promisión. Además leñemos la vanidosa esperanza de que cualquier día al secretario de nuestro pueblo le asalte la luminosa idea de colocar una lápida en el regazo pétreo del caserío donde vinimos al mundo. Es preciso empezar a hacer méritos, como bardo indígena, escribiendo el elogio de la cuenca con la serenidad del mármol de nuestra futura lápida…
La cuenca navarra representa la transición entre la montaña y el llano. Es la resistencia que oponen los corrillos de olmos y chopos, amén de algunos robles solitarios, al empuje seco, calvo y arrugado de la ribera. Ahora, que este forcejeo para que el norte y el sur de Navarra no acaben fundiéndose violentamente lo consigue la cuenca pasteleando diplomáticamente de trecho en trecho; simulando arriba una sequedad exagerada que contiene el avance arbóreo de la montaña y achica de paso el valor pintoresco de Pamplona y colocando abajo una docena de árboles a la entrada de cada pueblo. Nada más que a la entrada, por supuesto…
La cuenca triunfa escurriéndose, adaptando su fisonomía al paisaje y retrocediendo ante la menor novedad. Recuerda a sus aldeanos, misoneístas furibundos, rebeldes a todo progreso, que apoyados en la tradición sólo se afianzan en lo viejo. No tiene, pues, nada de extraño que hayan salido de aquí las molleras más duras del carlismo…
Veamos en primer lugar cómo pelea el paisaje. Si desde San Sebastián utilizamos el Plazaola, la duda nos asaltará en Lecumberri. Pero la duda no es un estado de gracia; nos falta la Fe, y durante un largo espacio la cuenca se nos escapa. Al fin, pasado Latasa, la atenazamos certeramente. Ha huido el monte sembrado de centenarios hayales y ahora las peladas jorobas de Dos Hermanas sirven de frontera natural a nuestra senda de acero. Las dos altivas corcovas de este desfiladero son las cercas geológicas que definen bien la cuenca. Una cuenca que hasta cerca de Pamplona claudica a trechos, y así Irurzun conserva sus tejados montañeses; Gulina enseña un bozo arbóreo bastante apretado, y hasta los alrededores de Ochovi avanza algún caserío suelto que se viste de adobes, enfermo ya de nostalgia riberana.