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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

El barrio maldito (4 page)

BOOK: El barrio maldito
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Quedaba el camino real, un camino por donde desembocaba casi íntegra la energía juvenil del valle: irse a América. Era la vereda espiritual que más le atraía. Como en la carretera de Elizondo —su favorita— encontraría más gente conocida, menos obstáculos, poco barro… sólo que había que aguardar a entrar en quintas, y el que espera desespera, aunque se tengan catorce años.

Carretera adelante, con su cesta vacía al hombro, caminaba un día y otro Pedro Mari buscando en su tardo cerebro de vasco la ruta ideal, sin que la contemplación de los prados le distrajese lo más mínimo. El baztanés no siente el paisaje sino después de hacerse rico. De joven sólo piensa en volar; y si pudiera, vendería la risa pagana de los campos verdes al mismo precio que Esaú la primogenitura. La raza está poseída del dinamismo estupendo de un hormiguero en las mañanas de sol, y únicamente al llegar la noche eterna siente ansias ascéticas y se apega a la tierra con el recio panteísmo del que va a darle muy pronto un definitivo adiós…

Una tarde Pedro Mari se atrevió hablar a su amo de las dudas y preocupaciones que le atormentaban y de su decidido propósito de irse a América.

El indiano le escuchó en silencio, sentado en un banco rústico cercano a la puerta del caserío. Del fondo venía la voz del ama de llaves entonando siempre el mismo zorcico; una voz robusta y bien timbrada que en los registros bajos daba una sensación de sensualidad casi masculina. La voz, pastosa y cálida, decía su querella en un vascuence ancestral: «Blanca paloma ¿dónde vas?»

Don Juan Fermín Elizalde se había traído de Méjico, amén de un cinto demasiado repleto de onzas, una afección al hígado categórica y terminante, que hinchó su vientre hasta transformarlo en un zepelín. Las hemorragias periódicas exacerbaban su pesimismo hasta el grado máximo. En tales épocas era un terrible humorista, de la contextura espiritual del hombre malo de Itzea, terror de curas y frailes en todas las regatas del Bidasoa. Sin embargo, cuando los dolores cesaban, placíale charlar razonablemente, como a todo buen comerciante.

—¿Para qué quieres irte a América, muchacho? —preguntó a Pedro Mari, que se quedó un poco desconcertado—. ¿Para hacerte rico?

—Sí, señor. ¿Qué voy a hacer aquí? En Méjico o en California trabajaría unos años y luego…

—Déjate de aventuras, Pedro Mari; por todas partes se va a Roma. Hay que extirpar esa creencia absurda en los que venís detrás de que cuanto más lejos emigremos más dinero entrará en el Baztán. Este romanticismo aventurero está diezmando la raza. Ahora, ya lo ves, todo el mundo se va a California, y el día que se descubra el Polo Norte, allá irán los baztaneses en busca de la felicidad, cuanto más lejana más agradable. Esto es falso, Pedro Mari; la felicidad está rondando en torno nuestro, no en el Senegal ni en las Pampas. Deja la puerta entreabierta, aguarda que pase, alarga la mano y cógela en vez de escapar, poniendo el mar entre ella y tú…

El muchacho miraba sorprendido a Elizalde sin decidirse a tomar en serio sus palabras.

—¿Y si no pasa? —preguntó al fin después de rumiarlas largo tiempo en silencio.

—¡Qué infeliz eres, pequeño! —comentó el indiano levantándose a quitar las hojas secas de una maceta—. ¿Qué crees tú que es la felicidad? Tener mucho dinero, llevar una onza en el dije, gastar bastón de caña y sombrero jipi, y sobre todo dar muchos paseos por la carretera, ¿no? Leo en tus ojos esta ilusión simple y primitiva; no te apures, hijo mío, que andando el tiempo lo tendrás. ¡Si se pudiera tan fácilmente curar el hígado! Todos los deseos que germinan en la primavera maduran en el otoño y se hielan en el invierno. Y un día cualquiera nos entierran con nuestras onzas, nuestro bastón y nuestro sombrero…

—Pero de algún modo hay que hacer dinero —aventuró Pedro Mari, viendo que Elizalde callaba de nuevo.

—¡Hacer dinero! El grito eterno del baztanés joven. Cambiar la salud por dinero, el amor por dinero, puesto que nos amarramos la juventud al almacén. Sí; al llegar a viejos, volvemos de América con la sangre y el sudor convertidos en oro; mucho oro, para envolver en medicinas nuestro hígado roto o nuestros pulmones deshechos. Entonces queremos huir de la gente y nos refugiamos en este silencio que es sólo un anticipo de la fosa. Lo malo es que a pesar de volver casi moribundos, nuestra plata despierta vuestro apetito, y como os sobran audacia y salud y os hace falta dinero, queréis volar en seguida a las grandes urbes, que son para el aldeano la serpiente que alucina y atrae hasta devorar su presa. Luego, cuando la ha digerido bien, expulsa los restos al solar nativo. ¡Ay Pedro Mari! Si me hicieras caso no te moverías de Arizcun. El único feliz es el que no sale del valle. Quédate aquí, guardando vacas o limpiando establos; fumando la pipa con la tranquilidad de una roca o estirando los brazos con la satisfacción de un patriarca. Trabajarás muy poco la tierra, ya que para eso están las mujeres en todas las razas primitivas. Tendrás tu mus dominguero y tu borrachera semanal. Luego, durante toda la semana, el silencio del caserío, el agua clara, las castañas y el pan de maíz limpiaran tu cuerpo. Y los días pasarán iguales, grises, apacibles, haciendo del tiempo una esponja que borre inmediatamente toda inquietud…

—Eso se dice muy bien cuando se vuelve, Don Fermín —gruñó descontento Pedro Mari.

—¡No tener un dolor fuerte, ni un placer grande! —siguió Elizalde sin hacer caso—. No tener historia como todo pueblo que es feliz. ¿No te has fijado que el que se queda aquí no necesita nunca médico? Los médicos se han hecho para nosotros los indianos; nos zarandean los del valle, los de Pamplona y hasta los de Madrid. Sólo muere tranquilo el baserri. Un buen día, el amo viejo no quiere salir al prado o no puede subir al monte y lo dejan solo, en la cama. Para cuando la familia vuelve, se ha apagado aquella vida casi centenaria con la tranquilidad de un candil consumido. Se baja al pueblo, se avisa al cura y de paso se pide el certificado al médico, para que no se moleste en una caminata de dos horas. ¿Cabe en alguna historia del mundo una muerte más serena, más sencilla y más patriarcal?

Pedro Mari oía al indiano con asombro y pena. Él hubiese querido escuchar el relato bizarro del esfuerzo realizado por aquel hombre ansioso de riqueza y se encontraba con un chorro de amargo escepticismo, fluyendo de una boca enferma de millonario. No comprendía bien sus conceptos, pero sí la amargura que encerraban: «Soy rico, muy rico; puedo comprarme un lujoso ataúd…» Y en tanto, desde el caserío, la canción mimosa, plena de melancólica ternura, rasgaba el aire tibio de la tarde con su queja dulce y maternal. «Blanca paloma, ¿dónde vas?»

—Óyeme, Pedro Mari —continuó Elizalde al cabo de un rato—. Me das lástima y voy a darte un buen consejo. No te embarques. Tú lo que quieres es hacerte rico. Muy bien; yo te daré la receta. Busca el medio de envenenar a la humanidad de un modo agradable. Fomenta sus vicios; pero cuida de que tus palabras le enseñen a aborrecerlos y te llamarán honrado. Predica el desinterés y practica el interés. Aprende a mentir, envolviendo tus engaños con ingredientes de verdad. Puede que al principio te cueste algún esfuerzo, aunque no lo creo, gracias a tu aprendizaje de monacillo. Con que ya lo sabes; a vestirte un traje muy austero y a corromper lo que puedas hasta que hayas reunido una fortunita.

—¿Y qué necesidad tengo de mentir, señor? Puedo ser un buen comerciante…

—No harás dinero, así seas más listo que Lepe. Hay que disfrazarse de algo. El vestido; eso es lo que hace rico. Tú habrás oído hablar de la civilización, el progreso y las religiones. Pues eso son vestidos; el hombre de las cavernas no se diferenciaba de nosotros más que en que no llevaba unos cuantos metros de tela sobre el cuerpo y sobre el alma. ¡Y en que no tenía el hígado hinchado! —terminó Elizalde levantándose con un gran esfuerzo.

Paseó durante unos minutos por la avenida bordeada de hortensias y tomó a pararse de nuevo ante el muchacho.

—Creo que no me comprendes, Pedro Mari, pero esto es lo de menos; hablo más bien para mí. A ti te basta saber que te ayudaré cuando llegue el momento, siempre que deseches la idea de emigrar, por supuesto.

—Lo que no entiendo —replicó el chico— es el odio de usted a América. ¿No hizo usted allí el dinero?

—Precisamente. Pasé en Méjico cuarenta años vendiendo ropa y ganando cien mil pesos algunos años. ¿No me había de hacer millonario, si la ropa es el origen de los siete pecados capitales? Los Santos Padres pudieron resistir las tentaciones del desierto, porque estaban desnudas, y si entonces fracasó el demonio fue debido a que aún no se habían abierto al público los grandes almacenes de ropas. Cuando veas un pueblo de piel limpia y amante del desnudo; un pueblo sin pecado original, ya puedes asegurar que sus dioses son hombres. Si tiene mucha ropa y poca agua, un gran terror al infierno y exceso de metafísica, sus hombres se creerán dioses. Has nacido en un pueblo sucio; no necesitas ir lejos para enriquecerte. Húndete en el estiércol y empezarás a engordar la bolsa.

—¿Y qué tiene que ver el estiércol con que yo sea rico? —inquirió Pedro Mari riendo.

—Mucho, hijito; más de lo que te imaginas. Entre el estiércol y la riqueza hay una afinidad formidable. Todo lo que ves a tu alrededor se alimenta de estiércol; estas manzanas, aquellas rosas, esa parra. La fecundidad necesita del abono; por eso las grandes cortesanas que huyen de la suciedad son estériles, y en cambio la mujer cristiana se llena de hijos. Los hombres han necesitado siempre mucho estiércol, mucha injusticia, mucho dolor para enriquecerse y producir. Todo al nacer viene envuelto en sangre y aguas sucias, y el millonario no puede escapar a esta ley tan humana.

—Pues yo conozco muchos ricos que no han necesitado hundirse para tener millones.

—Ellos no. Se hundirían sus padres o sus abuelos. Yo te hablo del que quiere subir solo y medrar pronto, que es tu caso. La humanidad es como un río; ya lo dijo no sé qué poeta, que seguramente murió pobre. Ahora, que el origen de los ríos es siempre limpio y el de la mayoría de las gentes es siempre sucio. Las aguas bajan y a medida que descienden se van emporcando; si tienen la desgracia de topar con una gran ciudad, salen cargadas de lodo. Nosotros venimos del fondo cenagoso. A medida que subimos nos hacemos más limpios, y las grandes urbes nos acaban de pulir, nos civilizan y enriquecen. Una vez arriba, si queremos olvidar del todo nuestro origen plebeyo, compramos un poco de sangre azul. Ya ves, yo pude ser conde y este maldito hígado me quitó las ganas de broma…

La figura gentil del ama de llaves apareció en la ventana llamando con su voz cálida:

—Don Juan, suba usted pronto a tomar la leche, que ya es hora…

—Voy en seguida, mujer —respondió mansamente el terrible escéptico.

—Sí, ya voy, pero no se mueve usted. Luego se enfría y vuelta a recocerla —rezongó la moza volviendo al lar, donde se templaban las medicinas del indiano.

Aseguraban las lenguas maldicientes que el arisco Elizalde y ama Sara compartían el tálamo. La numerosa parentela rugía indignada, pretextando que era agota; pero en realidad temían que aquella urraca de piel lechosa y esculturales formas rebañase para Bozate alhajas, dineros y quién sabe si la fortuna entera del indiano.

—¡Vamos allí! —Resolvió Elizalde encaminándose hacia la casa—. Ya ves para lo que me sirve el dinero; para dejarme zarandear por la criada. Eso sí, es buena y me cuida mucho la pobre.

—¿Por qué no se casa usted con ella? —se atrevió a interrogar Pedro Mari.

—¿Sabes tú lo que has dicho, muchacho? —Replicó el indiano en un tono que desconcertó al mozo—. Que no te oiga nadie, si no quieres saltar del valle a limpia pedrada. ¡Casarse con una agote! ¿Pero tú de dónde sales?

—Yo creía —tartamudeó el chico, ya arrepentido— que usted, que ha visto tanto mundo, se reiría de esas cosas. A mí no me parece mala gente; claro que tengo buen cuidado de callármelo.

—Haces bien. En cuestión de odios conviene dejar las cosas como se encuentran. Tú no sabes el terror que todavía inspira ese barrio aislado de Arizcun. Mi abuelo conoció aún la tira de paño rojo que llevaban en el hombro como signo infamante.

—Y eso, ¿por qué? Algún motivo habría…

—Entonces sí. Bozate quiere decir úlcera; de modo que agote vale tanto como leproso. Durante muchos siglos se les vigiló desde la torre de Ursua para que no contaminaran nuestra sangre baztanesa. El bozatarra era un apestado cuyo aliento pudría las huertas, los maizales y hasta las creencias. Ahora, al menos, se les deja vivir y aun beber en la fuente pública. Verdad es que ellos tienen buen cuidado en decir que son de Arizcun…

—Pues ya ve usted, yo los conozco a cien leguas por el color del pelo. Y por lo guapas que son las chicas —terminó Pedro Mari bajando la voz y mirando con recelo a su alrededor.

—Sí, es verdad —asintió el indiano riendo de buena gana—. No sólo son los tipos más hermosos del valle, sino también los únicos artistas que ha producido esta tierra. Fíjate a lo que se dedican; txistularis, tamborileros, molineros, versolaris… Todos los matices típicos con que se viste una raza cuando sale de su primitivo salvajismo. A ellas se les distingue mejor aún por los nombres.

—¡Toma! Pues tiene usted razón; hasta ahora no había caído en ello. ¿Y por qué harán eso, si lo que quieren es confundirse con nosotros?

—Fue un párroco de Arizcun quien tuvo la idea, compadecido del estigma rojo que se les obligaba a usar. Propuso al Concejo que adoptase nombres del Antiguo Testamento, para distinguir a los del barrio de Bozate, y desde entonces las mujeres se llaman Sara, Raquel, Esther, Noemí… Y aquí entra lo bueno. Como los agotes son vanidosos, están encantados de esta distinción. Les ha pasado algo así como a los cristianos con el signo de la Cruz; y ahora, si al venir un cura nuevo quiere darles nombres comunes, ellos se oponen manteniendo el privilegio. Por su parte, al baztanés le parece muy bien, pues así conoce fácilmente al elemento agote, a quien sigue persiguiendo con su odio eterno.

—Pero eso es una indignidad si ya no están apestados —interrumpió Pedro Mari.

—Sí lo es, claro. Hoy los mozos son fuertes, robustos; en cuanto a las mujeres, hay algunas preciosas. Y a nosotros nos atraen, como atraían las mujeres de Moab a los viejos israelitas. Mas el odio queda solapado y terrible. Queda el asco espiritual; no te fíes de la aparente tolerancia, ni te dejes ir de la lengua. El año que yo me fui a América presencié en las fiestas de Azpilicueta un incidente que demuestra la ojeriza del baztanés por sus hermanos, pues, mal que les pese, el agote es vasco por los cuatro costados. Era en la danza del pañuelo, tú la habrás bailado; pues al ir a pasar el puente un grupo de mozos y mozas agotes, los delanteros bajaron los brazos y los pobres bozatarras, callados y mansos como esclavos, tuvieron que salir del baile. Ellas, avergonzadas, enjugándose los ojos con el delantal, ellos, mozos recios y forzudos, que hubieran podido aplastar al enemigo, iban detrás mirando al suelo, encendido el rostro. Y así, públicamente humillados, desapareció en un recodo de la carretera la caravana de parias…

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