Pedro Mari, el sosegado baztanés, concluyó por tomarle miedo a esta entrada trágica y se entretenía en mirar los tipos que desfilaban huyendo hacia la barrera. Era curioso lo que pasaba en el redondel. Las masas de gente que a cada momento escupía la puerta de la plaza, al llegar al ruedo se dispersaban en forma de abanico abierto. La valentía individual iba formando el varillaje, desde la barrera hasta casi la puerta del chiquero. Los toros marcaban la única varilla recta entre la entrada y los toriles.
Había años en que el abanico era pequeño; otros, llegaba a abrirse hasta los chiqueros. Según los técnicos, dependía de la velocidad de los toros. De todos modos, el abanico, corto o largo, presentaba siempre su varillaje bien definido. Los más medrosos de la primera ola buscaban en seguida la valla; los más ligeros de la última bocanada, también. En cambio, los andarines expertos seguían en línea recta camino del toril; mas como en su exaltada imaginación sonaban demasiado pronto los cencerros del ganado, triunfaba en ellos el instinto de conservación y corrían a derecha e izquierda en busca de la valla más próxima, formando el varillaje medio.
Quedaban los brutos, los borrachos y los héroes; es decir, los que iban directos hacia la puerta del toril excitados por los gritos del público y el estampido del segundo cohete, que anunciaba a la ciudad la entrada de los toros en la plaza. Los guardias municipales y algunos carpinteros desde la barrera agarraban de la blusa a los suicidas desviándolos de las astas. Los toros, mucho más inteligentes que los corredores, prescindían de aquellos bultos tan poco razonables, y como una exhalación entraban en el chiquero, formando la varilla central del dramático abanico…
La plaza entera lanzaba un ¡ah! colectivo de satisfacción sorda; saltaban al callejón los prudentes y el anillo se cubría de gente en espera de que echasen el primer embolado. Los andarines, convertidos en toreros, sacaban capotes realmente extraños; trozos de colcha, blusas, telas de saco, ¡hasta enaguas!
Un año, Pedro Mari tuvo la fortuna de presenciar desde el palco un espectáculo vedado a los mortales desde el año cuatro mil antes de Cristo. Habían desfilado hacia los corrales los seis miuras, cuando de pronto uno de ellos, dando la vuelta, se negó a entrar. Ni cabestros ni pastores lograban reducirlo. El toro, paseando por la arena como un gran señor por el patio de su casona, negóse en redondo a que lo encerraran. Acaso por instinto, quizá por revelación divina o quién sabe si por haber leído alguna crónica de Corrochano, aquel buey receloso presentía que tras la puertecilla oscura le acechaba la muerte. Y apenas salía un manso pretendiendo enchiquerarlo, lanzábase contra su hermano de casta corneándolo furiosamente.
Pasaba el tiempo y el bicho seguía en la plaza.
—¡Cualquiera le pone el cascabel al gato! —pensaba Pedro Mari.
En los tendidos las mujeres gemían, no se sabe si de dolor o de satisfacción. Poco a poco la histeria colectiva íbase apoderando de la multitud. Menudeaban los ataques nerviosos; los caballeros, pálidos, buscaban la salida; estremecíanse los sacerdotes que disfrazados de paisano presenciaban la fiesta; los republicanos increpaban furiosos al presidente, y hasta los carlistas dejaron de blasfemar…
En tanto el toro, sereno y magnífico, recorría el anillo echando espuma por la boca como un buen orador demagogo. Arriba, en el palco presidencial, todo eran vacilaciones y órdenes absurdas. La gente del Bronce rugía airada increpando a la autoridad. Acechaba la tragedia… Entonces el alcalde, agudo psicólogo y comerciante muy famoso en Pamplona, dio una orden y los gaiteros de Estella y Viana, los txistularis y tamborileros repartidos en las gradas lanzaron al aire la nota aguda de un zorcico popular. El efecto fue inmediato. Los curdas, acometidos de súbito entusiasmo regional, rompieron a bailar en los tendidos con grave riesgo de equilibrio, logrando distraer a los espectadores.
En aquel momento, cuatro hombres magros, sarmentosos, con la boina ladeada y una gran vara a guisa de trofeo, avanzaron hacia la presidencia gesticulando. Pedían algo que el público no acertaba a entender, en un lenguaje salpimentado de ajos y moños netamente riberanos. «Quieren bajar al redondel», comentaban unos. «No; lo que dicen es que retiren la gente del ruedo para que no distraigan al toro».
El presidente, tembloroso como un César de guardarropía, accedió sin saber a qué, bajando la mano en señal de asentimiento; y en un instante los guardias dejaron los callejones limpios de gente, empleando el persuasivo procedimiento de los carreteros al acariciar el lomo de su caballería.
Quedó el toro solo en la arena, y un silencio solemne se extendió por la vieja plaza. Hasta las damas abandonaron el dulce espectáculo de sus crisis nerviosas…
En tanto, los cuatro mozos, con agilidad felina saltaron la valla de un brinco, plantándose en la plaza con la vara en alto. Llevaban una blusa corta echada sobre los hombros a la usanza roncalesa; alpargatas gruesas y una vara de avellano larga y fina, semejante a las que los pintores primitivos ponen en las manos de Moisés o San José.
—¡Son pastores navarros; los pastores de Peralta! —sentenciaron algunas voces a lo largo de los tendidos.
Eran en efecto pastores de las ganaderas de Carriquiri y Díaz; gente dura, de recia veta, acostumbrada a invernar en las Bardenas, y en los que se advertía la andadura épica de los antiguos almogávares…
El toro, pegado a las tablas como un caballero de la Edad Media acosado por matachines, movía la tizona de sus astas, dispuesto a merendarse al primer valiente que se acercara demasiado. Un pastor avanzó con la vara en alto, trazando en el aire caprichosas curvas, mientras azuzaba a la fiera con interjecciones nada académicas: «¡Eh! ¡Botinero! ¡Maldita sea tu alma! ¡Tooo… ro!», amén de otros tacos más rotundos y castizos. En tanto los otros mozos se colocaron equidistantes, formando una media luna extensa.
Adelantóse el orador, perorando siempre. El toro, dueño y señor del ruedo, se echó velozmente sobre aquel bulto temerario; mas el pastor, con una serenidad inconcebible, dobló la rodilla derecha, y a tres pasos de las astas dejó caer la vara sobre el testuz con fuerza.
Un rugido de admiración salió de todas las bocas. El animal se detuvo atontado unos segundos, tiempo suficiente para que el pastor huyese con la velocidad del Gallo en sus malas tardes. Al ver al hombre corriendo, debió suponer el bicho que aún podía ganar la partida, y con feroces rugidos se lanzó de nuevo sobre su presa. En el mismo instante otra vara vino por el aire a enredarse entre sus cuernos, dejándole parado en seco. El toro empezaba a comprender, y se retiró maltrecho buscando las tablas.
Diez minutos escasos duró aquel espectáculo original. Cada vez que el pastor avanzaba a recoger la vara caída, embestía la fiera; y otra vara rasgaba los aires cayendo sobre los cuernos del bruto y lo paraba en seco. Era el juego de las cuatro esquinas, tan primitivo e infantil. Cada esquina estaba guardada por la opuesta, y cada mozo por riguroso turno avanzaba o retrocedía hacia el toro, apoyado en la seguridad de su vara y en la destreza de los compañeros.
Mientras tanto el público seguía los incidentes de la lucha sobrecogido de temor. Si un mozo no acudía a tiempo o le fallaba el golpe desviándose de las astas, el pastor habría sido hecho trizas, dado el enfurecimiento del toro. Sólo una vez el animal, poco atontado por el golpe, siguió corriendo con la vara enredada entre los cuernos. La plaza entera se puso en pie horrorizada, y el muñeco de boina y blusa, dando un quiebro de cintura a cuerpo limpio, vació al toro con la seguridad de un púgil que en el estadio tratase de mostrar los admirables resortes de sus músculos de acero.
Los gaiteros, suspendiendo la clásica tonadilla montañesa, el zorcico mimoso que en el aire claro de la mañana hablaba de prados húmedos y cumbres verdes, de remansos serenos y de fuentes cantarinas, atacaron las notas valientes de la jota riberana, como si quisieran rendir pleitesía a la otra Navarra; a la Navarra del llano, que abajo en el ruedo parecía concentrar en sus varas el coraje bizarro de toda la raza ibera…
Al fin el toro, saturado de palos, renunció a la lucha y se plantó en medio de la plaza. Deshicieron los pastores la media luna agresiva, y colocándose detrás del enemigo descargaron una lluvia de golpes sobre sus patas traseras. El bravo animal, vencido en la terrible epopeya, fue desfilando paso a paso hacia el chiquero cuya puerta giró rápidamente tras él.
La plaza entera se vino abajo en un aplauso cerrado, de ensordecedor estruendo. Mas los pastores, en vez de dar la vuelta al ruedo a imitación de los «ases» de lentejuelas y caireles, se encasquetaron las boinas, afianzaron la blusa a sus hombros y con la vara en alto huyeron de la histérica admiración de los espectadores. Y el público se quedó sin saber quiénes eran aquellos hombres; si de Funes, de las Bardenas o de Peralta. Como en la retirada de los diez mil o en la falange macedonia, los nombres sobraban. Eran los pastores de la ribera nada más. En todos los Romanceros y en todas las Ilíadas los nombres de sus héroes quedaron anónimos. Los músicos enfundaron sus dulzainas; las dos Navarras habían desaparecido del Coliseo…
Entre los tipos originales que invadían el redondel durante los encierros, Pedro Mari guardó siempre el recuerdo de unas cuantas siluetas, todas gloriosas y esforzadas. Estos varones de corazón recio y vida milagrera, salvados por el capricho de la diosa Casualidad, supieron elevarse gallardamente sobre el beocio rebaño de espontáneos aficionados que como brotes anuales florecían en la arena unos segundos, saturando con su aroma selvático el corazón de catorce mil espectadores.
De esta extensa galería de ilustres navarros, merecedores del hacha de sílex para vivir en armonía con sus facultades, los que más impresión causaron al pacífico Echenique fueron…
Arrasate el valeroso
Arrasate era un vasco aventurero que en Pamplona no encontraba estadio suficiente para desarrollar su temperamento sediento de hazañas.
Emparentado con las más sólidas ramas del capitalismo indígena; rico, de buena figura, con sus rubios bigotes o lo Káiser y la mano casi tan enjoyada como la de una bayadera, Arrasate no podía moverse libremente. Los prejuicios derivados de la etiqueta social estrangulaban sus iniciativas. Y él quería distinguirse, brillar, destacarse de la masa; no ser una de tantas figuras borrosas de niño bonito repleto de onzas que se amodorra hasta la estupidez, confinado en cualquier capital de provincia.
En la imposibilidad de ser un Séneca, ya que aborrecía los libros, ni un Castelar, pues tartamudeaba un tanto, Arrasate comprendió con rara clarividencia que nada extraordinario podía esperarse de su cerebro. Y como había heredado los granos de locura suficientes para calzar con la serenidad de los héroes el alto coturno de la tragedia —puesto que lo más florido de su arbolillo genealógico endurecía sus huesos en un manicomio— el valeroso Arrasate cayó un día en la cuenta de que el brillo de su personalidad residía en sus piernas insuperables, y se dedicó a buscar escenario propicio en que desenvolver sus formidables dotes andariegas.
Y lo encontró. ¡Ya lo creo! No en balde existen en Pamplona las fiestas de San Fermín. Él había corrido muchas veces como los buenos profesionales hasta el Ayuntamiento, o a lo sumo hasta la mitad de la calle Estafeta. Pero despreciaba este peligro primitivo, falto de la salsa admirativa del público. Quería triunfar en la Plaza ante las catorce mil almas que formaban el corazón de la ciudad. Ellos habían de ser sus jueces; de allí tenía que brotar el laurel victorioso…
Y en efecto, todos los años, matemáticamente, Arrasate paralizaba en un momento dado el corazón de sus paisanos. Apoyado en los últimos maderos de la valla, de pie junto a la obscura boca de la plaza, dejaba pasar indiferente las olas humanas, miedosas, jadeantes o temerarias. Uno le daba un empujón, otro trepaba a la barrera agarrado a sus piernas, suspirando al verse libre. El valeroso Arrasate, impávido y sereno como un mármol pentélico, resistía todo los furiosos choques de la ola empavorecida…
Con la aparición de las primeras astas, este peligroso desfiladero que empieza en la esquina de Estafeta y acaba en el redondel, quedaba instantáneamente despejado. Arrasate sabía que el miedo es una poderosa máquina neumática y esperaba tranquilamente que se hiciese el vacío a su alrededor.
De una sola ojeada que hubiese envidiado Napoleón el Grande o Gallito el no menos grande, calculaba el empuje que tenían los toros, y en el momento mismo de pasar junto a él dejábase caer de la valla, entrando en la plaza materialmente cosido a las astas. Un segundo de vacilación en su loca cabeza, un instante de duda en sus ágiles piernas habrían sido suficiente para salir volteado como un pelele trágico.
Catorce mil almas presenciaban absortas aquella entrada fantástica. Todos los ojos, pendientes del montón informe de carne humana que la puerta vomitaba sin cesar, clavábanse a la vez en el hombre que parecía venir enganchado entre los cuernos y un largo gemido histérico saludaba su presencia. Sin embargo, no era demasiado peligroso el papel de actor. Visto de cerca, o mejor aún, corriendo unos metros ante él, se veía que la falta de prudencia estaba compensada por la agilidad. Sólo se requería valor y al corazón de Arrasate le sobraba fortaleza para dominar el peligro. Lo tremendo era presenciar la hazaña como espectador desde una grada o desde un tendido.
Tan recia impresión de cornada producía, que al saltar la valla, los amigos le tentaban la ropa creyéndolo herido. Y Arrasate sonreía con su indiferencia de sumo sacerdote de la emoción.
Todos los años se repetía el maravilloso truco. Llegó a ser tan diestro en esclavizar al público; calculaba tan certeramente la sensación de la cogida, que si algún toro venía desmandado, él se rezagaba lo preciso para caer en el instante mismo en que el bicho cruzaba la puerta. Perseguía el detalle como un artista soberano que todo lo sacrifica al espectador. Acabó por poner dos municipales que despejasen la gente aglomerada entre barreras…
Y eso que no le faltaron motivos de fracaso. Una vez se tiró de la valla a dos metros de distancia; él, como siempre, había calculado bien; pero en el momento de entrar en la plaza, en el instante en que toda la ciudad iba a paladear el triunfo de Arrasate viéndole surgir campaneado por los toros, se encontró con un obstáculo insospechado y nuevo. Parte de la última ola se había caído, formando una mole de carne. Centenares de cuerpos, pegados a tierra unos sobre otros, obstruían la puerta aguardando con la sinceridad del avestruz la llegada de los toros de lidia.