Pedro Mari solía paladear los preparativos. Dos días antes su padre mataba el carnero más rollizo del pequeño rebaño. La víspera venía Joshepa, la cocinera de Irurita, acompañada de dos mozas, primas de Pedro Mari, a presidir la matanza de aves. Patos bien cebados, gallinas demasiado jamonas, pollos de juvenil carne, todo iba cayendo bajo la cuchilla experta de aquellos Abrahames con faldas…
Al atardecer, la cocina ofrendaba tan grato aspecto y tan exquisita fragancia, que hubiese hecho temblar de gozo a cualquier estómago menos vacío que el de nuestro héroe. Allí las docenas de huevos alineados de cuatro en fondo; más lejos, los menudillos dispuestos a entrar en fuego; el chorizo de Pamplona, montando su roja guardia en torno al jamón de Urdax, sabiamente curado, y la longaniza magra, aguardando el momento de hundirse en los pucheros que dispuestos en falange hervían junto al mismo hogar. Todo encasillado, disciplinado y a punto, con ese heroísmo anónimo de las grandes gestas; desde el garbanzo grande castellano hasta la col indígena, esponjosa y blanca; desde la alubia sangüesina hasta el tomate arizcundarra; desde el botellón azul de cuatro pintas hasta las labradas botellas de anís, que Pedro Mari miraba todavía con religioso respeto.
Por todas partes ruido de platos, tintineo de cucharillas y cestos de servilletas recién planchadas. Había que encerar el comedor, cerrado el resto del año, hasta dejarlo bruñido como una cota y resplandeciente como un espejo.
Mientras tanto, el jefe de la familia graduaba el vino, cataba la sidra y traía al campo de batalla las botellas de ron y coñac, acompañando cada esfuerzo con sendos tragos precursores de la futura refriega.
Iba de acá para allá Pedro Mari oliendo deleitoso toda aquella suculencia. Luego de pasar revista a los apetitosos escuadrones acababa sentándose junto al fuego, y se dormía mirando los grandes troncos que arrojaban aromáticos penachos de humo blanco por la ancha campana del lar…
La principal figura de la cocina en estos días de monstruoso yantar era la sin par Joshepa. Había que verla multiplicarse dando órdenes, cuchereteando los caldos, dirigiendo las degollinas y sudando como una foca, pues era una cocinera esencialmente gorda aunque muy ágil, dentro, claro está, de la cocina. Fuera de ella no pasaba de ser un cetáceo pesado y absorto en la contemplación de su propia grasa. ¡Brava y ejemplar Joshepa, símbolo claro de la noble Vasconia que ha dado al mundo las mejores cocineras! ¡En la misma América, el esfuerzo de la espada castellana y extremeña se habría perdido pronto sin la constancia del vaquero baztanés y la guisandera habilidad de sus activas mujeres!…
Sin remontarnos a conclusiones sociológicas, el caso es que Joshepa poseía unas dotes culinarias y una sabiduría en el paladar digna de glosarse en un nuevo «Cantar de los cantares». La única diferencia estaba en que los ingredientes empleados por Salomón para hacer surgir la afrodisíaca imagen de la Sulamnita, Joshepa los echaba al puchero. Y «las blancas palomas», «los cabritillos mellizos de gama, apacentados entre azucenas», «las especias aromáticas, cual fragantes flores», y hasta «las pomas rosadas» codiciables, como «las cabañas de Cedar», servían a Joshepa para aumentar el placer del único Amor de los Amores que tiene el baztanés: el estómago. Sin escrúpulo ninguno habría podido ponerse en boca de la cocinera de Irurita el versículo famoso: «A nuestras puertas hay toda suerte de dulces cosas, que para ti, amado mío, he guardado…»
El primer día de fiestas ¡con qué ansiedad esperaba Pedro Mari que dieran las doce! ¡Era un año de ensueños, una fecha esperada trescientos setenta y cinco días! En su calidad, de monacillo lo sentaban al final de la gran mesa; una mesa enorme, a cuyo alrededor cabían todos los ascendientes desperdigados por los catorce pueblos del valle.
Con unos tragos y una corta oración empezaba la comida. Después de tan prudente aperitivo para el alma y para el cuerpo venía la sopa, tan sabrosamente espesa que era preciso tomarla hirviendo, pues caso de enfriarse adquiría la consistencia sólida de la jalea de membrillo. A continuación servíase el triple cocido en tres fuentes enormes; una con los garbanzos, otra con alubias y morcilla, y la tercera con la col, salpicada de trozos de longaniza magra. Apenas trasegados tan higiénicos vegetales, surgía la carne también en tres fuentes, colmadas respectivamente de carnero, gallina y embutidos de todas clases. Este triple cocido era sólo la iniciación de la ceremonia; la verdadera comida empezaba ahora. Las delicias de cuatro platos fuertes acechaban los paladares. ¡Y qué platos! ¡Las cuatro virtudes cardinales del estómago baztanés!…
Venía, para entrar en voz probablemente, algo fuerte y enérgico: una inmensa cazuela de menudillos y rellenos de todas las aves sacrificadas para el festín, que actuaba sobre el apetito de los comensales a manera de leve magnesia efervescente. Del segundo plato ¿para qué hacer elogios, si se componía del cordero lechal de la cuenca, asado a fuego lento? La mano experta de Joshepa habíase excedido a sí misma en el arte, más difícil de lo que se cree, de dar vueltas al asador. Pedro Mari los recordaba envueltos en el limpio papel de estraza, goteando horas y horas sobre una cazoleta especial…
La entrada triunfar del cordero, con su cazoleta adyacente por si alguno quería untar pan, solía ocurrir hacia las dos de la tarde. Menudeaban las libaciones. El ruido goloso de la piel dorada sobre la dentadura de los viejos caseros tenía un ritmo lento y sordo de oración que Pedro Mari recordó toda su vida. A él no le dejaban untar por demasiado pequeño; en cambio los virtuosos abuelos enguirnaldaban sus labios con un halo brillante, que desaparecía gracias al abuso de las prolongadas libaciones.
El tercer plato daba siempre origen a serias disputas. Y es que aquella fuente de carne mechada conforme a la técnica irresistible de la gran Joshepa ya no tenía sabor carneril, sino de faisán o quizá de ave fénix. ¿Quién hubiese creído que aquello era carnero? Nadie. Ni Júpiter, que tan bien conocía a sus Panurgos, ni el propio Abrahán que según parece era otro técnico en estas carnes. Mucho menos los humildes baserris, poco acostumbrados a los grandes banquetes del Olimpo. Pero concluían por ponerse de acuerdo a la llegada del asado, último plato del menú. Sólo una visión anémica habría acertado a analizar el contenido de las tres grandes fuentes, cuyo fondo reproducía por su confusión la primitiva torre de Babel. Pechugas de pato, alones de pollo, gallinas rellenas, trozos de pichón… Todo blanco, puro, limpio de especias y goloso como aquellas murenas de Lúculo. Todo sólido, sano y digestivo, libre de esas salsas que hacen pensar en los horrores de la hiperclorhidria o la gastralgia…
Crecía la conversación. Las libaciones tomaban un carácter reconcentrado, de rito; un sabor de ofrenda religiosa. Se repasaban los arbolillos genealógicos, recordando a los desaparecidos con afecto, pero con la insensibilidad propia del buen apetito. Las lenguas se empezaban a soltar. Algunos referían chistes donosos, chascarrillos aldeanos, limpios de erotismo, que provocaban grandes risotadas, gracias a las continuas libaciones y al carácter infantil de la raza…
Hacia las tres de la tarde emergían sobre la mesa las grandes pirámides de postres que nadie tocaba. Ni el mismo Pedro Mari, estómago joven e insondable, se atrevía con las peras aguanosas ni con las doradas uvas, ni siquiera con la jalea de membrillo. La caldera a toda presión del colorado monago despreciaba olímpicamente las altas torres de higiénica fruta. Claro que si las pilla en un día de labor no queda un hueso para contarlo; pero en plenas fiestas cabía este pudor gastronómico.
Levantados los manteles brotaban como por arte de encantamiento las barajas, el platillo con los tantos de alubias y un diminuto cenicero conteniendo algunos granos de maíz para los amarracos. Las colillas de puro iban por el balcón, que para eso estaba abierto. Viejos y jóvenes enfrascábanse en las dulzuras del mus; y sólo cuando las exigencias del ácido úrico se hacían muy imperiosas, bajaban unos momentos al establo, siempre mientras se daban las cartas, pues el baztanés como el inglés sabe que el tiempo es oro, sobre todo si juega al mus.
Al poco rato hacía su aparición teatral la gorda y heroica Joshepa, trayendo ella misma el café. ¡Y qué café! Toda la experiencia madrileña, toda la teoría morisca de las mezclas y toda la técnica de los torrefactos resultaba una birria en cuanto a color y aroma. Y el secreto de Joshepa era bien sencillo. Consistía en hundir a tiempo en el puchero del café una brasa del hogar y tamizarlo pacientemente por un pañito de hilo que encerrase ceniza en abundancia. Fuego y ceniza. ¡He aquí un filtro digno de Kempis!…
Mientras Joshepa repartía el oloroso brebaje iba recibiendo las felicitaciones calurosas de los comensales; y en el momento de volver al fogón, momento que solía retrasar un poco, parábase en el umbral, y un aplauso cerrado acompañaba su triunfal retirada. Esta oración anual, como los laureles ofrecidos a los atletas victoriosos allá en Grecia, caía sobre el corazón de la robusta cocinera igual que lluvia gloriosa, limpia de todo interés terrenal. La Joshepa era de otros tiempos. Su arte culinario jamás pudo descender a las modernas teorías económicas. Bastábale el entusiasmo colectivo que juntaba por igual las manos de los baserris calmosos, de los aitonas viejos y de los sacerdotes más exigentes. La Joshepa desconocía la relación entre el capital y el trabajo, atenta únicamente al placer de los comensales. Por eso, este Epicuro con faldas nacido en Irurita que tan bien conoció a su raza, había creado sin saberlo toda una escuela de filosofía idealista que se perdió con ella, ya que Joshepas, lo mismo que Atenas, no ha habido ni habrá más que una…
Desde la pequeña meseta donde se asienta Arizcun se ve al frente la montaña rozagante, coronada por entero de verdura, en contraste con la seca piel del Gorramendi, y la cumbre pelada del Auza, que caen a la espalda del pueblo, hacia Errazu, en cuyas entrañas se esconde el barrio de Bozate. En esta montaña —única que conserva el Baztán saturada de verdor— brota Azpilicueta, semejante a una cuna colgada en el centro de un jardín.
Arizcun tiene, como la mayor parte de los pueblos del valle, un anverso de fronda y un reverso de desolación. De vez en cuando surgen para desarrugar el entrecejo tupido del bosque unas manchas claras como en los paisajes de los Nacimientos. Estas motas blancas son los caseríos, que enriquecen la perspectiva con sus corros de nogales y manzanos. Muchos de ellos pertenecen a la jurisdicción de Arizcun.
En el más espléndido de todos, colocado en una arruga de la montaña y religiosamente escondido entre la triple hilera de castaños, vivía Don Juan Fermín Elizalde, un indiano dos veces millonario.
Llamábase el caserío de Pascalena y era de nueva planta, excepto el esqueleto de madera y el balconaje corrido del último piso, que sólo se habían cubierto con una nueva capa de pintura. Allí, apartado del bullicio, solitario como buen contemplativo, entre la humilde paz de los prados apacibles y deleitosos, vegetaba Elizalde con la serenidad de un filósofo clásico o de un erudito del Renacimiento.
A pesar de tener su vida forrada de oro no quiso construir un palacio en Pamplona, ni levantar en Elizondo el consabido chalet barroco, pesado, burguesamente galo. Se limitó a comprar el antiguo caserío de Pascalena, lo aderezó modernamente sin tocar su sabor castizo y se encerró luego en él como la oruga en su capullo, la tortuga en su concha o el avestruz bajo el ala.
Fue en este caserío donde Pedro Mari entró a servir bien cumplidos los doce años. El oficio podrá parecer humilde a primera vista; pero los padres del antiguo monacillo, cargados de hijos, como buenos representantes de la raza, esperaban que Pedro Mari se captase andando el tiempo la voluntad del solterón y entre tanto era un cuidado menos en casa y una boca menos que alimentar.
El trabajo no le mataba. Por la mañana iba y venía del caserío a Arizcun y de aquí a Elizondo con su cesta al hombro o el pañuelo lleno de encargos al brazo. Recibía las órdenes del ama de llaves del melancólico indiano; una matrona enérgica, carnosa a lo Rubens, fresca y fondona a lo Ticiano y saludablemente sexual desde lo alto de sus treinta y cinco años.
A la tarde, el recadero se trocaba en paje y su misión principal era hacer compañía al amo. Le ayudaba a serrar los leños para el fuego, a podar los árboles frutales o a dar vuelta al heno. Y entre tanto oía embobado la continua charla de Elizalde, ligera, dulce y algo corrosiva como sidra un poco agria…
Con la pubertad se despertaron en Pedro Mari los primeros deseos de riqueza y con ellos las primeras dudas y preocupaciones sobre su porvenir. Muchos caminos se abrían a la imaginación del pajecillo inquieto; pero ¿cuál seguir? El baztanés tantea despacio, su acción es tarda, mas cuando se decide, va recto a su fin. Al salir del caserío con la cesta vacía al hombro, Pedro Mari tenía tres atajos y dos carreteras para ir a Arizcun y una sola carretera con tres caminos distintos para llegar a Elizondo. Todos los días, al emprender la caminata, quedábase dudando en el cruce de las sendas, que a imitación de sus aspiraciones se bifurcaban, enredándose en la lejanía del paisaje baztanés, tan dulce en las hoyas y tan pelado en las cimas…
En cambio, para volver al caserío, como traía la cesta llena, no vaciló nunca; elegía el camino más corto; y pensaba a su vez que ya rico se habrían acabado las indecisiones y los sufrimientos, pues para su tierna juventud, la riqueza era sencillamente toda la felicidad. De lo que no se acordaba es del peso de la vuelta, del sudor de los años y de las enfermedades.
La carrera de cura no le seducía, no obstante haber probado las delicias del mando como primer monacillo y la atinada conseja de que en el Baztán para vivir bien hay que ser cura o vaca. Sus padres, pobres de influencias en la curia eclesiástica, no podrían traerle al valle, y el obispo le relegaría a cualquier lugarejo de la Burunda o a una de las aldeas pobres de la cuenca, que tenían doce casas a lo sumo, según había oído decir al coadjutor de Arizcun. Tampoco le convenía entrar de fraile en Lecároz. Tal vez le enviasen lejos, al otro lado del mar, y sobre todo nunca podría mandar dos reales a sus padres. Esto del dinero tenía para Pedro Mari una importancia capital.
Otro camino se le ofrecía más claro: hacerse contrabandista, pasar los paquetes de seda por los flancos de Gorramendi, como lo había hecho su padre de joven, y como lo harían bien pronto la mayoría de sus compañeros de escuela. Pero esto, que no pasaba de ser una sabrosa ayuda, no enriquecía ya a nadie. Además le daban cierto pánico, muy disculpable, aquellos carabineros de largo fusil y bigotes de ogro que manchaban con su aspecto marcial el paisaje virgiliano. Y aunque eran bastante inofensivos, una equivocación cualquiera la tiene y las balas no entraron nunca en el ideario de Pedro Mari…