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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (14 page)

BOOK: El bastión del espino
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Ebenezer se dio la vuelta, con el hacha en la mano, para enfrentarse a los humanos y a sus guardaespaldas semiorcos. La sonrisa de entusiasmo que alumbraba su rostro se desvaneció cuando sus ojos se posaron en el humano que llevaba la antorcha. Era un hombre alto vestido con una túnica corta de color púrpura y negro. Su cabeza afeitada era tan calva como el cráneo que lucía en un medallón de gran tamaño que le pendía del cuello. Ebenezer conocía aquel símbolo y no le gustaba demasiado. Un sacerdote. Se veía capaz de luchar contra los humanos pero si al grupo se añadía un cobarde y mentiroso dios humano, creía que el combate no resultaba equilibrado. No obstante, no tenía tiempo de pensar en el asunto. Los semiorcos acabaron de descender por la pendiente y se acercaron a él con las armas en la mano.

Durante mucho rato el tintineo del acero sobre el mithral ahogó el rumor del río.

Luego, Ebenezer captó en un extremo de la conciencia otro sonido bajo, parecido a un inquietante cántico. El terror lo invadió y se debatió frenéticamente en un intento de acabar con la lucha y llegar hasta el sacerdote antes de que fuera demasiado tarde.

Sin embargo, el hacha se le estaba haciendo pesada y sus miembros se movían cada vez con mayor lentitud. Incluso los tirabuzones empapados de sudor de su cabello empezaron a relajarse y acabaron pendiendo lacios ante sus ojos cada vez más legañosos. El sonido del río empezó a amortiguarse también, hasta que el murmullo del agua pareció convertirse en una retahíla de palabras que apenas podía distinguir. Pronto, también eso desapareció y todo se sumió en la oscuridad y el silencio.

Se despertó poco después, con todos los miembros entumecidos y un dolor de cabeza que ni la mayor ingestión de cerveza era capaz de producir. Con cautela, se incorporó. Alzó las manos hacia la cabeza y se topó contra madera. Parpadeó mientras intentaba aclararse la visión y descubrir dónde se encontraba.

En primer lugar se dio cuenta de que estaba en una jaula robusta, de buena calidad, formada por gruesas tablillas de madera. Instintivamente, bajó la mano hacia el mango de su hacha pero, por supuesto, el arma había desaparecido. La jaula estaba situada en un recinto pequeño, una cueva diminuta situada a orillas del río. Parecía una especie de cueva del tesoro; sus secuestradores eran ávidos coleccionistas pues Ebenezer reconoció varios de los objetos que había visto en manos de la horda de osquip. Se habían tomado la molestia de retenerlo, en vez de matarlo sin más, lo cual habría sido lo más sensato, aunque le doliera tener que admitirlo.

—Parece que soy una especie de tesoro —musitó Ebenezer, más para animarse que porque creyera en la veracidad de sus palabras—. Ya iba siendo hora de que alguien reconociese lo que valgo.

Pero a medida que hablaba, el enano se dio cuenta de la verdad que encerraba aquella afirmación. Sólo existía una razón que justificaba mantener a un enano con vida, pero cualquier enano que fuese más digno que un escupitajo de lagarto preferiría morir antes que aceptarla.

Había sido capturado por traficantes de esclavos.

La puerta del muro occidental de Fuerte Tenebroso se abrió con un chasquido. El caballo de Dag Zoreth, al reconocer la fortaleza zhentarim como su hogar, pareció rendirse de improviso a la fatiga, corcoveándose y encabritándose de impaciencia por llegar al establo. Dag, con gesto ausente, dominó las riendas y obligó al caballo a seguir la fila de la caravana. A diferencia de su montura, él no se sentía especialmente feliz por regresar a la fortaleza que había sido su hogar durante varios años. El tiempo pasado en el exterior, unido al convencimiento de que estaba a punto de adquirir su propia fortaleza, le permitían contemplar el fortín zhentarim con renovados ojos.

Fuerte Tenebroso era más sombrío y tenebroso que cualquier otro lugar que Dag hubiese podido ver o imaginar. El castillo era en sí mismo enorme, construido a una escala exageradamente grande con macizos bloques de piedra gris veteada de rojo.

Contaba la leyenda que el tono rojo procedía de la sangre que se había mezclado con la piedra y el mortero, y Dag no tenía duda de que fuese cierto. Una aureola de maldad y muerte emanaba del castillo de forma tan palpable como el humo que se elevaba en espiral de las chimeneas que coronaban sus muchas torres. Ubicada en un valle profundo, rodeada por tres de sus costados por altos y escarpados precipicios de piedra, y por el otro por el alto y espeso muro que acababa de cruzar su caravana, la fortaleza era prácticamente inexpugnable. El suelo del valle que cubría la distancia de la puerta al castillo era plano, irregular y salpicado de rocas, estéril salvo por un tortuoso arroyo cuyas aguas cantaban tristes mientras discurrían entre las rocas y un diminuto puñado de árboles.

El descomunal portalón se cerró a sus espaldas y Dag trotó a través del yermo valle hasta el muro interior que rodeaba el castillo. Medía nueve metros de altura y tenía casi el mismo grosor. Las patrullas de cuatro hombres que vigilaban la muralla podían cruzarse sin necesidad de ponerse en fila.

La caravana se detuvo al borde del profundo foso y esperó mientras se levantaba el rastrillo de hierro. La pasarela empezó a descender para cubrir el paso y el chasquido metálico del mecanismo le sonó a Dag como un dragón juguetón que intentase clavar las garras en un acantilado liso de pizarra.

Dag y sus hombres cruzaron el puente que desembocaba en un patio de grandes

proporciones. Descendió de su montura y tendió las riendas a uno de los solícitos soldados. Tras dirigir unas concisas palabras a sus hombres, recordándoles la penalización que sufrirían si divulgaban cualquier detalle del viaje, echó a andar y se introdujo por la puerta principal que conducía a un vestíbulo cuyas paredes estaban cubiertas de estandartes y cuyo techo, imposible de ver de tan alto, había sido diseñado según esas proporciones para poder acoger a los gigantes, muertos hacía ya tiempo, que habían construido la fortaleza.

Se detuvo frente a una de las descomunales puertas que desembocaban en el vestíbulo. En el centro del enorme portalón se había abierto una puerta más pequeña y manejable que era de mayor utilidad para los humanos que habitaban el recinto. Dag sentía punzadas de dolor en todos los músculos del cuerpo mientras subía por dos tramos de escaleras de caracol y atravesaba otra sala hacia el complejo de habitaciones profusamente amuebladas que eran sus aposentos privados.

Dag se había ganado aquellos lujos. Había trabajado en Fuerte Tenebroso como parte del nuevo cuadro de sacerdotes de guerra desde sus comienzos hacía cuatro años.

Durante ese tiempo había alcanzado una posición de poder considerable entre el clero, superado sólo por Malchior. Incluso Kurth Dracomore, el capellán del castillo y el informante secreto, aunque por todos conocido, de Fzoul Chembryl, dirigente del lejano Zhentil Keep, observaba a Dag con cautela y respeto.

El joven sacerdote hizo un gesto a modo de saludo a una pareja de soldados con quien se cruzó de camino a algún recado. Podía permitirse cierta cortesía porque los preparativos para la conquista de El Bastión del Espino iban extraordinariamente bien.

Había enviado un comunicado a Sememmon, el mago que dirigía Fuerte Tenebroso, y éste había aplaudido su plan y le había ordenado acudir a la fortaleza para recoger a los hombres que llevaría en su nueva empresa. El mago aprobaba a las personas con iniciativa y ambición, siempre y cuando aquellos que las poseían no amenazaran su propia posición. Y Dag Zoreth no deseaba dirigir Fuerte Tenebroso, prefería reclamar su propio territorio. Esa conquista no significaba el cenit de la ambición de Dag Zoreth, ni mucho menos, pero sí que era un razonable siguiente paso, porque se añadiría al poder rápidamente creciente de los zhentarim, y también le produciría una gran satisfacción personal.

Una débil neblina púrpura envolvía el pestillo de la puerta: una advertencia para todo aquel que estuviera tentado de entrar sin ser invitado. Dag deshizo con prontitud los hechizos que protegían su puerta y entró. De inmediato, la lámpara que había junto a la puerta se encendió por sí sola, antes incluso de que él alcanzara la yesca y el pedernal. La estancia se vio de repente iluminada por una luz dorada y el aire impregnado del rico y sabroso aroma de aceite perfumado..., y el suave, embriagador y amenazador sonido de una seductora carcajada femenina.

Antes de que el sorprendido sacerdote pudiese invocar un hechizo de defensa, una sombra se removió en el extremo más alejado de la habitación y la silueta de una elfa de increíble belleza se levantó de la cama para situarse en el círculo de luz. Iba vestida tan sólo con un camisón de fina seda color rojo oscuro. El cabello, largo y rubio, había sido dejado suelto para que cayera en cascada sobre la pálida piel dorada de sus hombros.

El corazón de Dag dejó de latir un instante y luego reemprendió el ritmo con dolorosas punzadas. Habían pasado muchos años desde la última vez que ella acudiera a su alcoba, y nunca se habían encontrado en Fuerte Tenebroso.

Una sonrisa fugaz de reconocimiento curvó los labios exquisitos de la elfa cuando contempló al atónito sacerdote. Probablemente sabía que era aprensión, no deseo, lo que brillaba en sus ojos y le había quitado el color del rostro, pero para mofarse de él, se recogió un poco la túnica.

—¿Reconoces este camisón, quizá? Lo llevaba puesto la noche en que fue concebida nuestra hija.

—Ashemmi. —Pronunció su nombre en un admirable tono de voz controlado y bien modulado—. Perdóname si parezco sorprendido. Pensé que deseabas olvidar el breve tiempo que compartimos.

—No he olvidado nada. Nada. —Se acercó como si flotara, acarició con la punta de los dedos los labios de Dag y luego tocó un punto en su frente en la que el cabello le formaba un remolino. Ladeó un instante la cabeza para contemplarlo—. Eres ahora más atractivo. El poder sienta bien a la mayoría de los hombres.

—Según esa teoría, nuestro lord Sememmon sólo podría equipararse al propio Corellon Larethian —comentó secamente, nombrando al dios elfo que simbolizaba la belleza masculina.

Ashemmi soltó una carcajada..., un sonido elfo único y hermoso que recordaba a Dag cascabeles o risas de niños, pero la elfa se apartó de él, cosa que era justo lo que Dag pretendía al mencionar al brujo que era su dueño y amante.

El rostro de ella se ensombreció un instante al captar su estratagema.

—Sememmon está seguro en su posición —repuso con firmeza—. Y más ahora que planeas establecer tu propia fortaleza. Cada vez recela más de ti, y lo sabes. — Intensificó un poco el tono de voz con coquetería mientras alzaba una ceja en sutil gesto de desafío.

Dag comprendió y cayó de pleno en una sutil cacería que casi había olvidado. En aquel arte, Ashemmi era una maestra. Con pocas palabras, la descarada mujer mezclaba la competición feroz por el orden jerárquico de Fuerte Tenebroso con un recuerdo tentador de sus considerables encantos personales. Un equilibrio muy volátil, sin duda.

Todo lo que él dijera, fuera cual fuese la nota que tocara, podía ser peligrosamente equivocado, y aquel convencimiento le aceleraba el pulso y reavivaba el placer oscuro que había probado por última vez hacía nueve años. Dag no era un hombre que apreciara el intercambio carnal a secas, pero aquél era un juego que le hacía disfrutar, y aquella mujer era una gran jugadora.

Una vez restablecido el equilibrio, el sacerdote se acercó a una mesa y sacó el tapón de una botella de exquisito licor elfo. Sirvió dos copas y tendió una de ellas a la hechicera elfa, quien se la llevó a los labios para saborear el aroma y el gusto con deliberada lentitud y turbador gozo..., sin dejar de observarlo al sacerdote por encima del borde de la copa. Dag se limitó a dar un sorbo a la bebida y esperó a que ella hablara.

Al final, ella se cansó del juego y apartó la copa.

—Eres paciente, querido. Siempre lo has sido. En una ocasión, pensé que era..., encantador.

—Los tiempos han cambiado —apuntó él en un tono de voz anodino que, a pesar de todo, tenía mil y un significados.

Una sonrisa breve y apreciativa cruzó por el rostro de la elfa. Después del poder y de la belleza, Ashemmi apreciaba la sutileza por encima de todas las cosas. Se acercó lo suficiente para envolverlo con la fragancia de su perfume: una mezcla seductora y lujosa de flores nocturnas, almizcle y azufre.

—Los tiempos han cambiado —convino—. Hace poco hice una visita a Zhentil Keep. Las señales de su destrucción han desaparecido casi por completo.

—Me alegro —comentó Dag, antes de dar otro sorbo al vino.

—Mucho. —Alargó la mano para coger la copa que él sostenía entre las suyas, le dio la vuelta y lamió con la punta de la lengua el borde donde se acababan de posar sus labios—. Ha llegado el momento de reconstruir lo que tuvimos y de alcanzar nuevas...

cimas.

—Siempre has sido ambiciosa.

Aquel comentario pareció resultarle divertido. Dejó la copa y empezó a pasear en círculos alrededor de él.

—Las oportunidades abundan para aquellos que tienen la valentía y la inteligencia suficiente para cogerlas. Tú sabes hacerlo bien. Tu devoción hacia los zhentarim está fuera de toda duda, y tus hechizos poseen más fuerza que los de ningún otro clérigo de la fortaleza. No cabe duda de que rivalizas en poder de hechizos con todos los hechiceros de Fuerte Tenebroso, salvo con dos de ellos. —Se detuvo cuando quedó frente a él más cerca de lo que lo había estado en todo el rato; tan cerca que él fue capaz de percibir el calor que desprendía, y también el hielo. Dag se empeñó en disimular el conocimiento que sus ojos tenían de aquella mujer, incluso cuando ella alargó la mano para desatar el broche que le sostenía la capa. El pedazo de tela oscuro cayó sin hacer ruido, al suelo.

Se aclaró la garganta mientras pensaba en lo que podía decir.

—Me halagas.

—En absoluto, sólo digo la verdad. —Ashemmi empezó a jugar con su medallón, palpando el diseño en relieve del resplandor.

Instintivamente, Dag se cubrió con la mano el medallón, y el secreto que se ocultaba detrás. No podía arriesgarse a que ni ella ni nadie descubriese el anillo. Al día siguiente, haría que se lo enviaran a su hija para mantenerlo a salvo. Para distraer a una Ashemmi súbitamente interesada por la fuente de su inquietud, él alzó el medallón por encima de su cabeza y lo depositó en una vasija de plata que había en la mesa.

Un destello de triunfo iluminó los ojos de la hechicera. Sus manos descendieron hacia el cinturón, de donde pendían las armas y su bolsa de pociones y pergaminos. En cualquier otra mujer, aquello no habría sido más que un lógico paso a seguir, pero no en Ashemmi. Dag se había despojado de un signo de poder: ella pretendía despojarlo de otro. Sin duda Ashemmi, con su pasión por la ironía, pretendía castrarlo así.

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