El bastión del espino (18 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: El bastión del espino
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Alice y Bronwyn se dirigieron deprisa al polvoriento revoltijo de cestas, cajas y toneles que se apilaban en la trastienda. Tras ellas, oyeron un agudo graznido, seguido del sorprendido chillido de la halfling.

—Piensa en ello —advirtió el cuervo, una de las frases que sabía decir y que mayor efecto surgían.

La gnoma soltó un suspiro y cerró la puerta tras ella.

—Tendré que apresurarme antes de que Fillfuphia nos limpie la tienda. Bronwyn, hay cosas que debes saber. Siéntate, niña.

Bronwyn obedeció y tomó asiento en una cesta que le resultaba sospechosamente familiar. Tragó saliva para intentar deshacer el nudo que sentía en la garganta.

—También yo tengo que hacerte unas preguntas.

—Tendrán que esperar. Por favor, escúchame bien. No es fácil decirlo, y no querría tener que repetirlo.

—Vamos —repuso Bronwyn con cautela mientras asía los bordes de la cesta con tanta fuerza que se clavó los hilos de mimbre en las palmas todavía doloridas. Aquella respuesta era lo último que habría ella esperado de Alice; a la gnoma siempre se la veía calmada y competente. Nunca mostraba sus pensamientos. Alice siempre le decía a Bronwyn lo mismo: ésta era una norma que imperaba en todos los tratos comerciales que hacían y, según parecía, regía también las relaciones entre ellas dos. Pero al menos en ese momento, Alice no estaba siguiendo sus propias reglas. Los ojos prominentes de la gnoma se veían relucientes por lágrimas contenidas, tenía el rostro arrasado y contraído en una mueca, y su cuerpo parecía agitarse con una emoción que no lograba contener. En definitiva, Alice era el reflejo exacto del modo en que se sentía la propia Bronwyn.

—Chiquilla, tú no eres la única Arpista que hay en esta tienda. Me asignaron tu vigilancia y tu protección sin que te enteraras. No sabía por qué, al menos hasta hace poco, y sólo me habían indicado qué cosas y qué personas tenía que buscar, pero las cosas se han estado complicando... —En pocas palabras, la puso al corriente de lo que Khelben le había contado sobre los zhentarim, los paladines y los anillos.

Mientras escuchaba, Bronwyn sintió que parte del dolor que la traición le había causado se desvanecía, pero su determinación era más fuerte que nunca.

—Tengo que ir al Bastión del Espino —concluyó—. Tengo que ver a mi padre.

—Por supuesto que sí, chiquilla. —La gnoma la contempló con ojos perspicaces—. Pero eso es precisamente lo que esperan que hagas. Pueden surgir problemas, a menos que podamos distraerlos.

Bronwyn asintió mientras un plan empezaba a forjarse en su mente. Sin embargo, todavía le quedaba una cuestión sin resolver. Sostuvo brevemente la mirada de Alice.

—¿Nosotras? —preguntó con intención.

—Nosotras —corroboró la gnoma con firmeza—. Haz lo que tengas que hacer, y te ayudaré en lo que pueda.

Alice titubeó y luego alargó una mano, ofreciéndosela a modo de disculpa y para sellar el trato.

Alice quería que se estrecharan la mano sujetándosela por la muñeca, de Arpista a Arpista. Bronwyn comprendía el gesto pero lo encontró inadecuado para lo que Alice ofrecía y para lo que ambas compartían. Apartó a un lado la diminuta mano, pero antes de que el gesto de sorpresa de los ojos de Alice se convirtiera en gesto de dolor, estrechó a la enana entre sus brazos. Las dos mujeres se quedaron abrazadas durante un breve pero intenso momento.

Al cabo de un instante, Alice se aclaró la garganta y se echó hacia atrás.

—Bueno, será mejor que vayamos a ver por qué
Gatuno
está chillando —se apresuró a decir mientras se pasaba el dorso de la mano por los ojos.

—Buena idea —respondió Bronwyn aunque no había oído la voz estridente del cuervo desde que habían salido de la tienda. Una sonrisa le asomó a los labios mientras contemplaba cómo la gnoma se dirigía hacia la tienda. Luego, se enjugó los ojos y subió a su habitación, para poner en orden sus pensamientos y prepararse para el viaje.

La diminuta cueva marina, situada a menos de medio día de andadura al sur de los túneles Lanzadepiedra, medía seis pasos de punta a punta. Ebenezer volvió a medir una y otra vez la anchura, caminando de un lado a otro mientras reflexionaba sobre su situación apurada.

No se parecía a una cueva; era excesivamente pequeña y el suelo estaba repleto de algas secas, pinzas de cangrejo y conchas rotas. Prendidos de las paredes de piedra y del techo colgaban bichos parecidos a mejillones y el suelo era una mezcla de terreno pedregoso y arena de playa. No era precisamente hogareño, según los estándares enanos, pero en aquel momento le parecía a él una combinación de cielo y prisión. La gran roca que había arrastrado hasta la abertura ocupaba casi todo el paso y mantenía la cueva segura..., al menos por ahora. Ebenezer no estaba muy seguro de lo que podría hacer cuando subiera la marea. Probablemente, moriría ahogado. Podía oír el mar e incluso oler su fragancia salada, pero la verdad es que el olor quedaba amortiguado por otro aroma del exterior mucho más nauseabundo.

—Pájaro que vuela a la cazuela —musitó Ebenezer, rememorando un conocido refrán que, como se ajustaba tan bien a su situación actual, se veía en la necesidad de usarlo ni que fuese una vez.

Taciturno, rememoró los pasos que lo habían llevado a aquella situación. Había sobrevivido a la caída desde la repisa contra el suelo de piedra bastante bien y, de una patada, se había deshecho de la destrozada jaula..., sólo para acabar perdiendo el equilibrio y precipitarse al río. Ebenezer no había aprendido nunca a nadar y en ese momento supo por qué: era muy desagradable estar inmerso en agua fría y turbulenta.

El agua le había golpeado y abofeteado durante lo que le parecieron horas, y se vio sumergido más veces de las que podía contar. Lo único que le había impedido morir ahogado era su terquedad..., eso y la enorme roca con la que tropezó. Por fortuna, la roca no estaba sola y, en cuanto consiguió centrar la vista, pudo abrirse camino hasta la orilla. El problema fue que en aquel momento había sobrepasado los límites de los túneles Lanzadepiedra y el único modo de regresar era río arriba, por donde había bajado. Gracias, pero no. Así que había salido a la superficie por el túnel más cercano y había puesto rumbo al sur por la línea de la costa —una cosa muy ruidosa y sucia el mar—, hasta un punto en el que encontrar algún modo de escalar el acantilado casi vertical y regresar al camino del Comercio. En opinión de Ebenezer, ése era el camino más rápido para regresar a la entrada de los túneles, pero por desgracia le quedaba todavía mucha caminata por delante..., calculaba que al menos medio día de marcha.

Sospechaba que para cuando llegase sería demasiado tarde.

Esto era cuanto se refería al «pájaro que vuela», porque «la cazuela» no mejoraba mucho. Ebenezer soltó un suspiro y se acercó a la abertura de la cueva.

Una mano esquelética salió disparada hacia él. El enano se echó hacia atrás y la garra pasó de largo, tan cercana que el olor a carne asada estuvo a punto de provocarle un desmayo.

—Por los pelos —admitió Ebenezer mientras retrocedía—. Suerte que me afeité el bigote, porque sino me lo habría arrancado de cuajo.

El enano ajustó la roca que obstaculizaba la mayor parte de la abertura de la cueva y se sentó a reflexionar. Se veía capaz de luchar contra hombres, orcos, goblins e incluso elfos, si se daba el caso, pero no tenía ni idea de qué tipo de criaturas había al otro lado de la cueva...; mejor dicho, qué tipo de criaturas habían sido, porque poco quedaba de su forma original para poder distinguirlas. Además, aunque lo supiera, no tenía armas con las que luchar. Eso era una auténtica cazuela, no cabía duda.

Ebenezer se aventuró a asomar de nuevo la cabeza por encima de la roca. En la rocosa orilla que había por debajo de su escondrijo, tres desgraciadas criaturas, con las carnes tan abotargadas y putrefactas que costaba reconocerlas, caminaban hambrientas de un lado a otro. El enano sabía que en el estero de los Hombres Muertos abundaban las criaturas no muertas, pero aquél era el punto más alejado de los pantanos en que las había encontrado nunca.

—¿Estáis perdidos? —les preguntó a voces—. Id hacia el norte, entonces. Seguid la orilla del mar. Cuando empecéis a sentir el suelo húmedo bajo los pies, habréis llegado a casa.

Sus palabras no eran sólo bravuconería. Ebenezer reconocía a un zombi en cuanto lo olfateaba. Alguien había entrenado a aquellas pobres criaturas, había convertido a unos simples hombres muertos, o lo que fueran, en guerreros sin sentimientos ni cerebro. Aunque era arriesgado, suponía que al final los zombis acabarían por escucharlo, a falta de otro dueño a quien poder obedecer.

Resultó que sus palabras surgieron su efecto..., aunque no el que él había supuesto.

—¡Hola al de la caverna! —gritó una voz joven y diáfana de barítono—. ¿No estás herido, amigo?

El grito procedía de la carretera. Ebenezer se puso enseguida de pie.

—No puedo quejarme —gritó a su vez—, salvo que me han estado chinchando tres personajes muertos que se niegan a quedarse quietos o largarse.

Se sucedió una pausa, un silencio únicamente interrumpido por el retumbar de los cascos de un caballo.

—Ya los veo.

La voz del hombre joven denotaba repugnancia, pero no miedo, cosa que inquietó a Ebenezer.

—Espero que traigas compañía.

—Viajo solo —repuso la voz con calma—, pero me ampara la gracia de Tyr.

Un hombre que confiaba en los favores de algún dios humano. El enano soltó un gruñido y se recostó en la pared de la cueva, para dejarse resbalar hasta sentarse en el suelo, mientras se disponía a no escuchar lo que sin duda iba a suceder. Los zombis no eran guerreros demasiado pulcros y por regla general gustaban de despedazar a sus presas.

Para su sorpresa, la voz del joven entonó una canción, una especie de himno. La verdad era que en una taberna no habría tenido mucho éxito, dicho sea de paso, porque era lento, solemne y poco pegadizo, pero Ebenezer percibió su poder y se vio arrastrado por él. Volvió a ponerse de pie y oteó por encima de la roca.

Un hombre joven, de cabellos rizados como un cordero y casi tan hermoso, se aproximaba a lomos de un enorme caballo blanco. Los tres hombres se acercaron tambaleantes hacia él, lo que no pareció alterar en lo más mínimo la compostura del hombre, pues se limitó a alzar una mano al cielo y señalar con la otra hacia las criaturas no muertas. El canto incrementó su volumen hasta convertirse en un alarido de poder.

—En nombre de Tyr, os ordeno que os sometáis a vuestro destino.

Al instante, las criaturas flaquearon y cayeron. La carne putrefacta se disolvió, los huesos se volvieron quebradizos y sucumbieron hasta convertirse en polvo.

Ebenezer apartó a empellones la roca y salió de la cueva.

—Buen truco —admitió.

El joven hizo un gesto de asentimiento.

—Sé bienvenido, amigo enano. Suerte que oí tus gritos. Ahora, tendrás que disculparme.

—Espera. —El enano sujetó las riendas del caballo—. Tengo que avisar a mi clan.

¿Podrías llevarme a donde tengo que ir?


Viento Helado
no podrá llevarnos demasiado rato a los dos —repuso el joven mientras señalaba a su espléndido corcel—, y mi deber me impulsa a ir hacia otro lado.

—¡Es muy importante!

—Pues entonces que Tyr acelere tus pasos y te proporcione medios para abreviar tu viaje.

—Tal vez ya lo haya hecho —musitó Ebenezer. Luego, alzó la mano y tras agarrar la túnica blanca y azul del joven, tiró de él para hacerlo desmontar.

Cayeron los dos rodando por el suelo y el joven desenvainó su espada. Ebenezer cogió la primera arma que le quedó a mano, una roca que duplicaba el tamaño de su puño, y la estampó contra la frente del humano. El joven soltó un gruñido y cayó, inmóvil.

Ebenezer se puso de pie.

—Lo siento —murmuró, aliviado al ver que el humano todavía respiraba.

Coger un caballo prestado en una situación apurada era una cosa, otra muy diferente era matar al hombre que le acababa de hacer un favor. Aunque, tal como había dicho el tipo, Tyr proveía lo necesario y habría sido desagradecido por parte de Ebenezer pasar por alto un regalo tan oportuno y útil.

El enano cogió las riendas del caballo y acercó al animal a la roca. Se subió a ella para llegar a introducir la punta del pie en el estribo y, tras darse impulso, se subió a la silla. A diferencia de la mayoría de enanos, le gustaban los caballos y solía salir a

cabalgar cuando podía. Aquél era el caballo más espléndido que había montado nunca.

No sería fácil de dominar, pero Ebenezer estaba convencido de que encontraría el modo de hacerlo.

—Me voy, entonces —comunicó al hombre, que empezaba a sacudir la cabeza para despejarse—. Si te parece mal, te las arreglas con Tyr.

Ebenezer sacudió las riendas sobre el cuello del caballo blanco y puso rumbo hacia el norte, hacia su clan y su hogar.

Danilo era un visitante habitual de El Pasado Curioso. Hasta aquel momento, no había pensado demasiado en su papel de fomentar los negocios de Bronwyn. Le gustaban los objetos raros y hermosos, como a la mayoría de sus acomodados congéneres, y el hecho de adquirirlos en casa de Bronwyn era un favor que habría hecho por cualquier amigo. La diferencia era que estaba haciendo aquello siguiendo las directrices de Khelben y con el propósito expreso de mantener a Bronwyn en Aguas Profundas y bajo la vigilancia del archimago.

Mientras contemplaba el alto y estrecho edificio que albergaba la tienda, Danilo se preguntó qué pensaría Bronwyn de su implicación en todo aquello y cómo reaccionaría si supiera que su tienda, como muchas otras en aquella misma calle y en otras, era propiedad de los Arpistas. Tal vez podría contárselo directamente, pensó Danilo mientras abría la enorme puerta chapada en roble. Quizá debería contarle lo que había descubierto sobre su herencia, pero Khelben insistía en que hacerlo era ponerla en peligro. En opinión de Danilo, el archimago actuaba con excesiva cautela y proporcionaba muy poca información, pero ¿cómo podía estar seguro de que las advertencias de Khelben no eran válidas?

—Piensa en ello —le advirtió una voz inhumana y estridente, casi al oído.

Danilo dio un brinco y, al volverse, se encontró cara a pico con un cuervo de gran tamaño. Una maliciosa sonrisa le asomó a los labios. Era curioso cómo el comentario invariable del cuervo concordaba tan perfectamente con su ambivalente estado de ánimo.

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