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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (22 page)

BOOK: El bastión del espino
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Hronulf no respondió de inmediato. Se detuvo ante la puerta de un largo edificio de piedra que ocupaba la distancia entre las dos torres y cuyo techo curvo trazaba en el centro un arco inmenso. A través de la puerta abierta, Bronwyn alcanzó a ver el altar en cuyo centro se hallaba depositada la balanza de la justicia. La luz se filtraba por las ventanas situadas en lo alto de los muros de piedra y caía como delgados retazos dorados sobre los caballeros que, arrodillados o postrados, se hallaban inmersos en sus oraciones.

—Era mi deber casarme —repuso Hronulf con sencillez—. La herencia de Samular debía ser transmitida. Cosa que me recuerda que hay asuntos familiares que tenemos que atender. Ven.

Aquello no era una respuesta en absoluto. Con la esperanza de que luego le ofreciera una mejor, Bronwyn lo siguió de regreso a la torre. Cerró la puerta y ajustó el pestillo, extraña precaución que sorprendió a Bronwyn por la seguridad que inspiraba aquel entorno. Todavía se quedó más confundida cuando sacó un antiguo pedazo de pergamino de un diminuto arcón de madera cerrado con llave.

—¿Sabes leer?

—En varias lenguas, tanto modernas como antiguas.

La respuesta le pareció natural a ella, pero no pareció complacer a su padre.

—Ese orgullo no me parece correcto.

—No es orgullo —repuso ella con total honradez—, sino necesidad. Soy mercader, y supongo que una especie de estudiosa. Encuentro artefactos perdidos, lo que significa que tengo que estudiar una amplia variedad de materiales y hablar con muchos tipos de gente para encontrar lo que busco.

—Un mercader.

Pronunció las palabras en un tono que bien podría haber empleado para decir, por ejemplo, «un duende», y Bronwyn supo de repente cómo se sienten los gatos cuando se les eriza el pelo del lomo. Se tragó la respuesta agria que le había acudido de inmediato a los labios y cogió el pergamino.

El estilo de la escritura era antiguo y la tinta se veía borrosa y poco intensa, pero Bronwyn pudo leerlo sin dificultad. La fortaleza de El Bastión del Espino, y la mayor parte de la montaña donde se asentaba, no pertenecía a la Sagrada Orden de los Caballeros de Samular, sino que era propiedad de la familia Caradoon.

—Esto es una copia del decreto de sucesión de El Bastión del Heraldo —explicó Hronulf—. Tras mi muerte, deberás hacerte cargo de la fortaleza y comprobar que se sigue utilizando para el mismo propósito para el que se ha usado durante tantos siglos.

—La observó con ojos perspicaces—. ¿Estás casada?

—Ni siquiera cerca —repuso con sequedad.

—¿Casta?

Bajo cualquier otra circunstancia, habría respondido a aquella pregunta con una sonora carcajada, pero ahora se sintió simplemente confusa, a punto de encolerizarse.

—No veo qué tiene eso que ver con el tema que nos ocupa —respondió, tensa.

En apariencia, Hronulf vio en sus palabras una respuesta, y no la que deseaba, porque una expresión de profunda decepción cruzó por su rostro. Dio un suspiro y luego apretó la mandíbula como si acabara de tomar una determinación. Se levantó y, tras acercarse a la escribanía, se sentó y cogió una pluma.

—Te escribiré una carta de presentación —afirmó mientras mojaba la pluma en un tintero—. Llévala a Summit Hall y preséntasela a Laharin Barba Dorada de Tyr.

Dirige aquel lugar y te encontrará una pareja adecuada.

Bronwyn se quedó boquiabierta. Se pasó una mano por el cabello y agitó la cabeza como si deseara despejarse la mente.

—No me creo lo que está ocurriendo.

—La herencia de Samular debe continuar —insistió Hronulf con fervor antes de soplar sobre la tinta para que se secara y apartar el pergamino—. Eres la última de mis cinco hijos, así que la responsabilidad recae sobre ti. Pareces adecuada para cumplirla.

Eres joven, hermosa y en apariencia estás sana.

Aquello era más de lo que Bronwyn era capaz de soportar.

—Y ahora me vais a decir que criar niños es mi deber y mi destino.

—En efecto, lo es.

Bronwyn tuvo un súbito arranque de compasión por una yegua de cría. Se levantó con brusquedad.

—Estoy cansada, padre. ¿Hay alcobas de invitados en esta fortaleza que no se sientan mancilladas por alojar a una mujer?

Él se levantó a su vez y la estudió con una mirada un poco más cariñosa.

—Estás abrumada. Perdóname. Te he dado mucho en lo que pensar demasiado pronto.

—Soy adaptable —le aseguró, aunque mientras hablaba se preguntaba si tal vez no habría llegado a los límites de su flexibilidad.

—Hablaremos más por la mañana. Hay secretos, que sólo conocen los descendientes de Samular, que tienes que escuchar. Tienes que comprender las responsabilidades de tu familia.

Aquella vez, Bronwyn no pudo corresponder con una sonrisa. Hasta aquel momento, había sido una persona muy aficionada a la ironía, pero para Hronulf de Tyr, las responsabilidades familiares significaban sólo la continuación de la línea de sucesión de Samular. Y, sin embargo, al cumplir con su deber, había dejado a su familia en una situación vulnerable.

Pero no sentía el más mínimo deseo de hacerle esa puntualización a su padre. Era tan grande el abismo que los separaba que difícilmente podría ver Hronulf las cosas como las veía ella. Si se casaba adecuadamente y producía hijos que siguieran los designios de Tyr, él estaría contento. Ninguna otra cosa que pudiese ella hacer, nada de lo que ella era, tenía importancia. En todas las cosas que contaban de verdad, seguía ahora tan sola como cuando había puesto los pies en El Bastión del Espino.

Bronwyn se recordó a sí misma que nunca había esperado tener en verdad una familia. Sólo había buscado conocimiento sobre su pasado. Si era capaz de pensar en ese encuentro con su padre en esos términos, quizás el dolor que sentía en el pecho remitiera.

Así que cogió el rollo de pergamino que Hronulf le tendía y un pequeño libro encuadernado en cuero que le rogó que leyera para aprender más sobre las gestas y los propósitos de la familia. Bronwyn tenía todavía miles de preguntas que formularle, pero al final las respuestas parecía tenerlas al alcance de la mano. A todas las preguntas, menos a una: ¿Por qué no le resultaba suficiente el conocimiento de su pasado, el cumplimiento de sus sueños?

La hora de la cena había finalizado en El Bastión del Espino y por todos lados se desperdigaban los Caballeros de Samular, cada uno dedicado a su descanso o pasatiempo favorito. Un paladín ya mayor, conocido en su día en todo Faerûn occidental como Randolar el Oso, subió una empinada escalera de camino a su dormitorio para coger un libro de su modesta alcoba, un magnífico tomo rebosante de historias excitantes narradas con admirable brevedad, y se dirigió a una habitación todavía más pequeña: una sucia letrina situada entre el espeso muro del alcázar. Allí ascendió al trono de los hombres mortales y se dispuso felizmente a leer.

Tan enfrascado estaba en la historia que, en un principio, las maldiciones musitadas en voz baja le parecieron el eco de la furia del propio villano derrotado, pero poco a poco empezó a darse cuenta de que las voces eran reales y que procedían del conducto sobre el cual estaba él sentado. Tras un momento de desconcierto, Randolar se dio cuenta de que alguien estaba trepando por el interior del muro del alcázar, un invasor con determinación suficiente para arriesgarse a recibir la desagradable sorpresa que acababa de recibir. También se le ocurrió que, puesto que aquélla no era la única letrina de la fortaleza, podría haber otros invasores con la misma determinación.

El viejo paladín saltó al suelo y respiró hondo para inhalar aire suficiente para dar la voz de alarma. Antes de que pudiese pronunciar un solo sonido, el asiento de madera del retrete salió volando y fue a topar contra la pared con una fuerza inusitada. Al darse la vuelta, vio que del conducto emergían la cabeza y los hombros de un hombre de barba negra, el rostro contraído con una mueca y cubierto con los desechos que acababa de evacuar el paladín.

Tras apoyarse en un codo contra el borde del retrete, el invasor alzó una ballesta cargada y se apresuró a pulsar el gatillo. El proyectil se incrustó en el pecho de Randolar y el paladín resbaló despacio por el muro de piedra hasta caer al frío suelo. Su último pensamiento fue una profunda sensación de vergüenza al pensar que como caballero de Tyr moriría sin poder dar la voz de alarma y con los calzones a la altura de las rodillas.

En la cima de una colina cercana, Dag Zoreth contemplaba la fortaleza desde un puesto de vigilancia recién conquistado. Todo estaba a punto. Sus validos lo habían hecho bien. Hasta sir Gareth había actuado por encima de las expectativas. Según los exploradores de Dag, una joven mujer había entrado en el alcázar varias horas atrás. Su reencuentro con su familia perdida prometía ser más compleja y satisfactoria de lo que se habría atrevido a esperar.

Y pronto iba a suceder. En aquel momento, su avanzadilla de soldados se habría abierto camino por los desprotegidos canales de desagüe. Eran hombres elegidos y entre ellos se contaban los asesinos más expertos y silenciosos de entre las filas de zhentarim, y los mejores arqueros y ballesteros. Su objetivo era colarse en silencio en el interior de la fortaleza. Tres asesinos se abrirían paso hasta la sala del torno, una estancia diminuta que albergaba la maquinaria que alzaba el puente levadizo. Los demás dejarían fuera de combate a los hombres que patrullaban por el camino de ronda y vigilaban desde las garitas para abrirse paso hasta la puerta.

Dag se vio súbitamente distraído por una sensación de fuego gélido que le quemaba un costado, una sensación dolorosa pero no por completo desagradable.

Deslizó una mano a la bolsa de cuero que colgaba de su cinto y extrajo de ella la fuente de su incomodidad, una diminuta esfera parecida a la que había dado a sir Gareth.

El rostro que se veía en ella era de un tono grisáceo, presentaba unos rasgos vagamente elfos, y estaba sembrado de cicatrices ganadas tras décadas de servicio a la maldad. El asesino semidrow hizo un único gesto de asentimiento.

Dag sonrió y volvió a introducir la esfera en su bolsa.

—Han entrado en la sala de mandos y están a punto para alzar el puente levadizo —comentó al capitán, un hombre calvo, de barba negra, que sacaba más de una cabeza de altura a Dag y le duplicaba la corpulencia. Cuando al capitán Yemid le fallaba la estrategia, se imponía por pura fuerza bruta y era hábil transmitiendo órdenes y haciéndolas cumplir—. Haz sonar el tono de asalto —ordenó Dag.

Yemid alzó el puño al aire con el pulgar alzado y al instante uno de los hombres se llevó un cuerno a los labios y dio la señal de ataque. De inmediato, la caballería pesada salió al galope, una veintena de imponentes caballos militares, protegidos con armaduras y montados por jinetes también cubiertos por completo de armaduras. Detrás de ellos salió la segunda oleada, otros veinte soldados a caballo que se encargarían de derribar y asesinar a todos aquellos que esquivaran la primera andanada. Al final, salió la infantería: cincuenta hombres, bien armados y bien aleccionados, cuya ansia de batalla quedaba garantizada por el influjo del hechizo que Dag Zoreth dedicaba a Cyric.

No era una fuerza poderosa, pero sería más que suficiente. Había ya trece hombres en el interior de la fortaleza, asesinos tan silenciosos y mortíferos como si fueran hurones enfrascados en la persecución de gallos viejos y palomas de cría. Dag sólo confiaba en que la matanza saciara el hambre de sangre de su gente; si no, varios de los hombres se volverían contra sus propios compañeros y aprovecharían la confusión de la batalla para saldar algún viejo insulto o alguna estúpida rivalidad, como sucedía a menudo entre los zhentarim.

—Una pérdida de tiempo —musitó Dag entre dientes mientras ponía a su caballo al galope. Lo mejor era acumular la cólera como un tesoro, construyéndola y madurándola hasta que se convertía en un arma en sí misma, una que podía servir a sus propósitos.

Cerca de su posición, uno de los soldados cayó de su caballo, con una flecha clavada en el pecho. Bien. Todavía quedaba ansia de lucha en los paladines. Para no correr riesgos, Dag se abrazó a su montura mientras el corcel adelantaba a la infantería, y mantuvo la vista fija en la puerta de madera que había en mitad del muro de la fortaleza.

El puente levadizo se fue alzando en una serie de tirones bruscos y rápidos a medida que los asesinos accionaban el mecanismo. Los caballeros de Fuerte Tenebroso se abalanzaron hacia la puerta de madera, con las largas lanzas niveladas frente a ellos.

Cuatro de ellos golpearon la puerta en el mismo instante y los paneles de madera salieron proyectados hacia adentro, prueba patente de que los invasores habían podido apartar las barras. Los soldados zhentarim se colaron a través de la abertura en la muralla y Dag espoleó a su montura con saña, por miedo a llegar a la fortaleza cuando la lucha hubiese finalizado.

En los aposentos de la torre de Hronulf, Bronwyn fue la primera en oír la alarma.

Se detuvo, con una mano en la puerta, y luego se giró para observar a su padre.

—Ese cuerno. Conozco la señal.

Hronulf hizo un gesto de asentimiento y se acercó a grandes pasos a la puerta.

—Zhentarim. Quédate aquí..., tengo que ir a la muralla.

Bronwyn lo cogió del brazo, olvidados ya todos los sentimientos de cólera que había sentido contra él.

—Es demasiado tarde. Escuchad.

El lejano rumor de la batalla parecía colarse por entre los gruesos muros y el roble macizo. Hronulf abrió los ojos de par en par.

—¡Están dentro de la fortaleza!

Ella hizo un gesto de asentimiento mientras su mente discurría y desechaba multitud de planes posibles.

—¿Hay algún camino secreto para salir de aquí?

El paladín sonrió con pesar y desenvainó su espada.

—No para mí. El Bastión del Espino está bajo mis órdenes. La defenderé y moriré si es preciso.

Antes de que Bronwyn pudiese responder, el primer asalto golpeó la puerta de la habitación. Los paneles de madera crujieron e incluso las bandas de acero que los protegían se curvaron hacia adentro.

Hronulf volvió a enfundar su espada y se sacó una alianza de oro de gran tamaño y profusos adornos del dedo. Cogió la mano izquierda de Bronwyn y deslizó el anillo en su dedo índice. Aunque la joya acababa de salir del dedo del paladín, mucho mayor que el de su hija, se ajustó a su delgado índice y se quedó allí encajada.

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