El bastión del espino (19 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: El bastión del espino
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—Te aseguro, mi querido
Gatuno
, que eso es precisamente lo que he estado haciendo. ¿Está tu dueña en casa?

El cuervo se limitó a ladear la cabeza y se quedó mirando el reluciente aro de oro que pendía de la oreja de Danilo. Danilo se cubrió la joya con una mano y dio un prudente paso atrás.
Gatuno
era el mejor vigilante de la tienda, pero en ocasiones le resultaba imposible discernir qué cosas valiosas pertenecían a la tienda y qué cosas podían llevarse los clientes porque tuviesen derecho a hacerlo o porque ya lo trajesen al entrar.

—No te entiende, ni te responderá —le explicó Alice Hojalatera mientras salía de detrás del mostrador.

—Me detuve a hablar con Bronwyn. ¿Está en casa?

—Acaba de salir —repuso Alice con los ojos azules abiertos de par en par y la mirada ingenua—. Ahora mismo. Salió rumbo al Vado de la Daga esta mañana, por la puerta Sur.

—¿De veras?

—Tiene un encargo entre manos. Un paladín la ha enviado en busca de una vieja espada. Una espada de paladín. No es que sea exactamente mágica, pero sí bendita..., aunque no sabría decirte la diferencia exacta entre ambas cosas. Parece que se perdió hace unos doscientos años en una batalla importante con hombres lagarto. Bronwyn oyó hablar de una espada que podía muy bien ser la que le habían encargado encontrar.

Como ya sabes, la marisma es cada vez más reducida y parece ser que un muchacho en el Vado de la Daga encontró una espada mientras buscaba mejillones. Bronwyn ha ido a ver si las dos espadas pueden ser la misma.

—Caramba, cuánta información —comentó Danilo en tono indiferente.

Alice volvió a encogerse de hombros.

—Es todo lo que sé. ¿Deseas saber algo más?

—¿Cuándo crees que volverá? Vado de la Daga está a..., ¿cuánto? ¿Dos días de viaje a caballo? Supongo que necesitará uno o dos días para arreglar sus asuntos y luego otro par para regresar.

—Sí, más o menos eso.

Claro que sí. Vado de la Daga y El Bastión del Espino estaban casi a la misma distancia de Aguas Profundas, aunque en direcciones opuestas. Sospechaba que en efecto Bronwyn habría salido por la puerta Sur, sólo para mezclarse con una caravana que fuese rumbo al norte, volver a cruzar la ciudad y salir por la puerta Norte con otra caravana distinta. Con anterioridad, había utilizado con éxito trucos de ese estilo, y no podía menos que admirar el cuento que había añadido Alice sobre el encargo de un paladín. Era sencillamente inspirado. Con toda certeza, los Arpistas no querrían alertar a los paladines sobre su interés en Bronwyn y no se atreverían a llamar a las puertas del Tribunal de Justicia para inquirir qué encargo habían hecho a Bronwyn. Lo más razonable que podían hacer los Arpistas era seguir sus pasos hasta el Vado de la Daga y garantizar allí su seguridad.

Bueno, eso era lo que harían los Arpistas. Danilo tenía, personalmente, otros planes. Se inclinó y estampó un beso en la tostada mejilla de la gnoma.

—Gracias, Alice.

—¿De qué? —Soltó un suspiro y se frotó la mejilla con una mano—. Te he dicho lo que sé, como siempre. Tú pasarás la información, como siempre. El negocio sigue igual.

—Transmitiré el informe que me has dado —respondió él, poniendo énfasis en las palabras.

Un destello de sagacidad cruzó la mirada de la gnoma y una fugaz sonrisa asomó a sus labios. Luego, se aclaró la garganta y se volvió para levantar la cubierta de cristal de un mostrador y sacar de debajo una pareja de pendientes con forma de lágrima, de plata y con incrustaciones de adularias y zafiros. Eran muy hermosos, y perfectos para la compañera semielfa de Danilo.

—Son de artesanía elfa y, si no recuerdo mal, el festival elfo de Primavera está a la vuelta de la esquina.

Danilo contó en voz alta el precio y puso las monedas de oro en la mano de la enana.

—A Arilyn le encantarán. Es posible que incluso se los ponga. Eres una vendedora fabulosa, Alice —aseguró, puntualizando el comentario con otro beso en la mejilla—, y todavía mejor amiga.

Danilo dio media vuelta y salió de la tienda, no sin antes ahuyentar al receloso cuervo y sin pasar por alto, con satisfacción, que aquella vez Alice había permitido que el beso quedara depositado en su mejilla. Mientras se alejaba, musitó una oración tácita a Selûne, diosa de la luz de luna y patrona de todos los buscadores, para que Bronwyn llegara sana y salva a El Bastión del Espino y que allí encontrara lo que tanto tiempo llevaba buscando.

Dag Zoreth había oído historias sobre lo vasto y lo complejo del mundo subterráneo, pero todo le parecía insignificante comparado con la realidad. Los túneles y las cavernas por debajo de las montañas de la Espada parecían no tener fin y se hundían más de lo que la imaginación de ningún hombre podía alcanzar. Dag Zoreth nunca se había adentrado tanto en las profundidades. Sentía el ambiente opresivo, de un modo que no podía compararse con ninguna de las mazmorras de ninguna fortaleza, por húmedas y espantosas que fueran. Quizá fuese el convencimiento de que por encima de su cabeza se amontonaban toneladas de rocas y de tierra, o el peligro constante que planteaba el río que vertebraba el corazón de la montaña.

El camino que discurría al borde del río era húmedo y traicionero. Más de un hombre había caído por el terraplén para acabar barrido por la corriente hacia una muerte segura. En una ocasión, se habían visto obligados a sacrificar una de las mulas de carga que había resbalado y se había roto una pata en las inestables rocas. El rumor del agua turbulenta era casi ensordecedor y la única fuente de luz la proporcionaba el musgo luminoso que crecía en manchas desiguales en las paredes de los túneles.

Pero Dag había elegido aquella ruta precisamente por sus dificultades. El murmullo del río podría amortiguar el ruido producido por el avance del ejército y el musgo luminoso hacía innecesarias las antorchas. Nunca era fácil sorprender a los enanos, pero el hecho de capturar a varios miembros de sus puestos avanzados, un taciturno herrero y algunos mineros trabajando en lugares lejanos, les había servido de ayuda. Uno de los mineros les había proporcionado noticias interesantes. No por propia voluntad, claro. Había muerto sin abrir la boca, a pesar de la creatividad que habían puesto los soldados zhénticos en sus esfuerzos por arrancarle información a base de tortura. El espíritu del enano se había mostrado más colaborador. Sin dejar de gruñir hasta después de muerto, el enano había desvelado, poco a poco, que la mayor parte del clan Lanzadepiedra se había reunido para celebrar los esponsales de la hija menor del patriarca. Se iban a suceder días de festejos y bailes en los que abundaría la cerveza de boda, un brebaje particularmente potente.

Ninguno de los soldados contaba con que aquello les facilitase las cosas. Los enanos eran guerreros temibles cuya destreza y ferocidad parecía sólo incrementarse en función del nivel de cerveza que albergaban sus vientres. Pero lo que los zhentarim tenían a su favor era el factor sorpresa por haber accedido a los túneles por una ruta que, hasta hacía poco, sólo conocían los paladines de El Bastión del Espino.

La información de sir Gareth había resultado de lo más precisa, aunque Dag se había preocupado de verificarla cuanto pudo. Al final, llegaron al último túnel, el que desembocaba en la sala principal del dominio de los Lanzadepiedra.

De fila en fila se fue transmitiendo una llamada de silencio y de preparación para el asalto, mediante siseos y gestos. Dag contempló cómo sus soldados preparaban las armas y cogían más y más de las bolsas prácticamente vacías que llevaban las mulas.

Los animales se iban a quedar en el lugar porque iban a ser útiles en las nuevas vías de comercio que seguirían a aquella conquista. Cuando todo estuvo a punto, Dag hizo un gesto de asentimiento a su capitán, y los soldados salieron reptando hacia adelante.

Una excitación oscura e intensa latía en el corazón de Dag. Había visto combates con anterioridad, pero siempre desde la distancia. Sus superiores en Fuerte Tenebroso lo habían considerado demasiado valioso para arriesgar su vida en luchas cuerpo a cuerpo y se había ganado su posición entre el clero militar gracias a su dominio de la estrategia y los hechizos que había desarrollado con la bendición de Cyric. Aquélla era la primera vez que podría oler la sangre y el miedo, catar el potente vino de la destrucción.

Se situó por detrás de sus guerreros y empezó a murmurar una oración, en la que destiló toda su cólera largo tiempo reprimida, su odio, su deseo de sangre, poder y muerte.

El hechizo maligno cobró fuerza y poder, y fue creciendo hasta tal punto que a Dag le pareció algo vivo, una forma independiente nacida del oscuro poder de Cyric y su propio anhelo insondable. El poder emergió de su cuerpo y se cernió sobre sus soldados como si fueran manos invisibles, transmitiendo a cada uno de ellos el vórtice de lo que Dag percibía, veía e invocaba. Pronto, los hombres estaban a la carrera, con las armas prestas y los ojos sedientos de sangre, mientras sus zancadas retumbaban como truenos por el túnel.

Los enanos oyeron el fragor y salieron a recibirlos, como Dag había supuesto que harían. Acabaron de recorrer el último tramo del túnel hasta desembocar en una antecámara, una vasta obra de arte tan hermosa que a punto estuvo de distraer a Dag de su malévolo objetivo.

A punto estuvo, pero no lo suficiente. La voz de Dag se alzó por encima del fragor como si fuera el ulular del viento mientras el hechizo salía de su garganta y se arremolinaba por la cámara.

Un poder visible sólo a sus ojos barrió la sala con la fuerza de un remolino para engullir y rodear las descomunales estatuas de piedra que rodeaban la cámara. Al instante, las estatuas empezaron a temblar.

Los enanos se detuvieron, súbitamente inmóviles ante lo que les parecía el terror más grande de todas las cosas: un terremoto.

Pero la realidad de la cólera de Cyric era a la vez más y menos terrible. Las maravillosas estatuas de héroes enanos muertos hacía ya tiempo cayeron sobre sus descendientes. Se tambalearon un instante, libres de la sujeción de sus pedestales por multitud de explosiones, y se precipitaron sobre la horda enana.

Varios enanos tuvieron la ligereza de pies y destreza necesarias para escapar por los túneles, pero docenas de ellos se vieron atrapados bajo la tromba de piedras. Los soldados zhénticos irrumpieron en mitad de la arremolinada nube de polvo.

Los sonidos del furioso combate reverberaron por los túneles que conducían a la gran sala. Aunque los zhentarim tenían la ventaja de ser más numerosos y poseer más armas y magia, Dag no confiaba en que los enanos no fuesen a presentarle batalla.

Tenía razones para saber con cuánta ferocidad puede la gente luchar para defender sus hogares y su familia. Había visto morir a su hermano Byorn haciendo precisamente eso, y lo había visto resistir más de lo debido contra más adversarios a los que ningún hombre en su sano juicio se habría atrevido a enfrentarse. El rostro del joven Byorn se le apareció en la mente y, con la imagen, evocó también su corazón la punzante pérdida.

Dag sacudió sin contemplaciones la cabeza para alejar el recuerdo.

Empezó a entonar entonces otro hechizo oscuro, uno que había creado él mismo en Fuerte Tenebroso, uno que había enseñado a los hombres y mujeres que tenía como alumnos. Lo llamaba Persecución del sueño y su efecto era que ralentizaba los miembros de sus adversarios y provocaba que cada movimiento fuera tan lento y pesado como si se movieran inmersos en agua. El hechizo era una imitación, precisa y mortalmente efectiva, de la sensación que tenía uno cuando atravesaba una pesadilla durante el sueño, en la cual era perseguido y se sentía incapaz de correr. Sólo que ese hechizo no era un sueño, sino la cruda realidad.

El hechizo surtió efecto y convirtió los esfuerzos de combate de los enanos en una danza lenta y macabra. Dag fue escudriñando a los enanos supervivientes en busca de aquellos que pudieran tener algún valor. Cuando veía uno que podía servirle, marcaba al futuro esclavo con una suave luz púrpura que, por un lado, mantenía al enano inmóvil en su posición, y por otro servía de indicación a los soldados para que no lo sacrificaran.

Los soldados respetaban la voluntad de Dag, incluso inmersos como estaban en el ansia de batalla por efecto de los hechizos.

Dag descubrió que disfrutaba con el proceso de selección. Cada enano que moría bajo sus órdenes era una ofrenda a Cyric, dios de la lucha, pero aquel tipo de ofrendas eran algo más, le resultaban tan estimulantes que el hecho rozaba casi la blasfemia.

Cyric recibía, pero sólo aquellas ofrendas que Dag Zoreth elegía darle. Él señalaba, y el enano vivía; una hembra de barba rojiza, probablemente una herrera experta a juzgar por los ricos adornos que lucía; una chiquilla imberbe; otro más. Aquel otro que tenía la maza alzada para hundirla en el cráneo de un soldado; una hembra corpulenta con atuendo de fiesta y una larga barba grisácea. No..., aquélla era demasiado vieja para que pudiera tener valor. La luz púrpura que la rodeaba se desvaneció y una espada zhentarim la sacrificó.

Todo acabó demasiado pronto. En el relativo silencio que siguió a la carnicería, el corazón de Dag latía con tanta fuerza que estaba seguro de que todo el mundo podría oírlo. Pero no tenía importancia. Sus hombres no lo tendrían en menor estima por eso puesto que el placer oscuro que él sentía se veía reflejado como en un espejo en los rostros de cada uno de los zhents que había sobrevivido.

Dag respiró hondo para tranquilizarse y se concentró en su siguiente tarea.

—Encadenad a los prisioneros, como máximo de tres en tres —ordenó—.

Llevadlos a la superficie. ¿Están las vagonetas a punto?

—Sí, milord —respondió el capitán.

Dag hizo un gesto de asentimiento. La esclavitud estaba prohibida en la mayoría de las tierras del norte y habría sido una imprudencia llevar a los enanos por la superficie, mientras que las vagonetas cerradas ofrecían cierta seguridad. Los enanos serían conducidos al sur y vendidos en mercados donde las vidas y las habilidades enanas tenían un precio. El dinero recaudado iría a Zenthil Keep para garantizar que nadie pusiera en tela de juicio el derecho de Dag de conservar lo que había conquistado.

Por placentera que fuera, la tarea no estaba todavía hecha. Había que explorar multitud de túneles y sellar muchos otros. Y luego, lo mejor de todo...

La destrucción del Bastión del Espino y la reclamación del derecho de nacimiento de Dag Zoreth.

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