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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (25 page)

BOOK: El bastión del espino
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Ebenezer forcejeó para ponerse de pie, arrastrando consigo a la tozuda mujer. Tiró hacia un lado y hacia otro, pero ella estaba pegada a él como un erizo a una mula y sus movimientos no hacían más que ceñir su abrazo. Empezaban a arderle los pulmones y la visión se le volvía borrosa en los extremos, mientras que los latidos de su propio corazón resonaban en sus oídos con tanta intensidad que parecían olas del mar.

Aquél no era el tipo de muerte que le haría merecer un lugar de honor en la Sala de los Héroes. Resuelto a no ser derribado de un modo tan ignominioso, Ebenezer se abalanzó sobre la pared de la caverna. Si podía llegar allí antes de caer, si podía aplastarla contra la pared unas cuantas veces, tal vez aflojara su abrazo.

Cuando estaba a punto de llegar, sintió que ella aflojaba los brazos y percibió cómo el peso de su cuerpo resbalaba por su espalda. Ebenezer respiró hondo entrecortadamente y hundió los dedos entre los dos pedazos de barba que habían quedado colgando. Empezó a tirar, pero se detuvo de repente cuando vio lo que había hecho reaccionar a la mujer.

—¡Piedras! —musitó con voz ronca, casi estrangulada.

La conquista de El Bastión del Espino se había completado. Dag Zoreth caminaba por la fortaleza revisando el trabajo de sus hombres.

Su labor había sido concienzuda. Sólo quedaban con vida unos pocos sirvientes; por ejemplo, los hombres que mantenían y sacrificaban a cerdos y pollos, el cervecero y un par de los ayudantes de cocina. La mayoría de los habitantes del fortín había quedado demasiado afectada por la influencia de los paladines a quienes había servido y se convertía ahora en cenizas en una pira.

El humo se alzaba en oscuras y fétidas volutas por detrás de los muros de la fortaleza. Los paladines sacrificados y sus seguidores habían sido echados en una pira de madera de deriva y paja seca. Era un combustible que tenía poca intensidad calorífica, pero el nuevo gobernador del castillo de Dag, un hombre oscuro y enjuto que habría sido atractivo a no ser por la lívida cicatriz que le cruzaba la mejilla, era un hombre práctico y había decretado que el suministro de leña y troncos de El Bastión del Espino era demasiado valioso para malgastarlo. Dag se había alegrado de poder delegar la decisión en el nuevo alcaide; al fin y al cabo, el hombre había gobernado con eficacia las propiedades de un individuo de Amn, hasta el día en que fue descubierto en compañía de la mujer del noble, lo cual le había valido la destitución y el desfiguramiento. A Dag no le importaban lo más mínimo las costumbres del hombre y sus consejos le habían parecido bastante razonables. Además, si los cuerpos de los paladines no quedaban quemados por completo, ¿qué importancia tenía? ¿Acaso no tenían que alimentarse también los cuervos y las demás bestias de la costa de la Espada?

Los festejos en el interior de la fortaleza aquella noche provocaron algarabía durante largo rato. Los soldados asaltaron la bodega y subieron tinajas de cerveza y de vino al comedor de la fortaleza. Varios de los animales sacrificados, junto con puerros y tubérculos que había en la bodega, fueron introducidos en un caldero para ser estofados.

Los hombres festejaron, bebieron, cantaron y se vanagloriaron hasta que salió la luna, y siguieron celebrándolo hasta que la mayoría se quedó roncando a la mesa, con las caras apoyadas en los empapados tajaderos.

Dag se mantuvo al margen de la fiesta, vigilando y esperando hasta asegurarse de que disponía de la privacidad que necesitaba. Había una cosa más que tenía que hacer, un acto que convertiría la victoria en completa.

Cuando el tono del cielo nocturno viró de obsidiana a color zafiro, a punto de iniciarse el alba, y cuando la fortaleza permanecía en silencio salvo por unos cuantos ronquidos ebrios, Dag caminó hacia la capilla y cerró las puertas tras él.

Unos pocos cirios ardían todavía en el altar, y un puñado más en los candelabros de hierro situados en las paredes. La mayoría de las llamas parpadeaba o se había convertido en tenues vestigios de azul hundidos en pozas de cera líquida. Eran velas de una gran categoría. Dag había visto con anterioridad que la cerería producía un tipo de cirios altos y gruesos capaces de estar ardiendo un día entero o una noche. Lástima que el experto cerero fuera un hombre tan apegado a un camino de rectitud. Si el hombre hubiese mostrado cierta flexibilidad, tal vez habría vivido para adornar el altar en honor de Cyric. Dag se imaginaba ya la capilla iluminada por enormes cirios de color púrpura.

Pero quizá podía hacerlo todavía mejor. Dag caminó hacia la escalera ancha que conducía al altar y se quedó un rato mirando la balanza de madera de la justicia, símbolo del severo Tyr, antes de cerrar los ojos e iniciar un cántico.

El poder pareció llenar por completo la capilla y con él unas terroríficas luces púrpuras altas como llamas emergieron de las gastadas velas. El sacerdote abrió los ojos y estudió las sombras alargadas y retorcidas que bailaban contra los muros. No, no bailaban exactamente..., forcejeaban. Eran paladines borrosos que libraban una batalla inacabable que nunca podrían ganar. El espectáculo complacía a Dag, y supuso que su dios Cyric también se sentiría complacido.

No tardó en tener pruebas del regocijo de su dios. Una explosión profunda resonó en toda la capilla, y el símbolo de Tyr se balanceó lentamente antes de precipitarse sobre el altar. Las llamas de las velas aumentaron de tamaño para engullir la balanza de madera, la consumieron por completo y luego se hicieron todavía más altas. El fuego sobrenatural se alzó para convergir en mitad de la estancia y formar la silueta de un púrpura estallido de sol. Mientras Dag contemplaba la imagen, extasiado, un punto oscuro apareció y fue aumentando de tamaño hasta alcanzar la forma de una enorme calavera negra.

Dag hincó lentamente las rodillas en tierra mientras sentía que su ambición se empequeñecía a la vez que se fortalecía por aquella gran señal del favor de Cyric. Alzó ambas manos, todavía manchadas de sangre reseca, y entonó otro cántico. Esta vez, sus labios formaron una oración de súplica, importunando a Cyric para que aceptara los regalos de su conquista, de su intriga y de su lucha, y le sirviera de guía en el siguiente paso que debía dar en su camino por conquistar poder.

El sacerdote confiaba en que el dios estuviese de su lado. El regalo que le ofrecía era más que una simple capilla de Tyr con su santidad corrompida por magia maligna y su grandeza reconducida a Cyric. En la mente de Dag, no podía aportar mayor ofrenda a su oscuro dios que la muerte de un gran paladín de Tyr, un descendiente del poderoso Samular, el hombre que había sido su padre.

Bronwyn vio la luz de la antorcha antes de oír cómo se aproximaban los soldados.

La súbita aparición de cuatro zhentilares armados la impactó y le hizo recobrar la lucidez de inmediato, a la vez que desvanecía por completo la rabia cegadora que se había apoderado de ella. Con súbita claridad, se dio cuenta de que el enano no era su enemigo, sino que probablemente tenía su hogar en aquellos túneles. No parecía probable que se hubiese aliado con los zhentarim; de hecho, parecía tan descontento con la visión de los soldados como ella misma. Tras soltarle la barba, lo apartó de un empujón.

—¡Piedras! —volvió a exclamar él, y aunque la voz le salió ronca por culpa del trato que le había dispensado Bronwyn, el veneno y la acritud con que pronunciaba aquella única palabra le hacían deducir que se trataba de un juramento enano.

Bronwyn se sintió en la necesidad de proferir unos cuantos insultos de su propia cosecha, lo cual le valió una mirada rápida y curiosa de su barbudo oponente.

—¿No son de los tuyos? ¡ —Pensé que eras tú quien iba con ellos —le espetó ella, mientras pensaba: «El enemigo de mi enemigo...»—. ¿Luchamos o huimos?

—Me has perdido el martillo —protestó el enano—, lo cual nos reduce las opciones.

En aquel preciso instante, uno de los soldados los vio y, tras señalar hacia ellos y soltar un grito, los cuatro hombres salieron a la carrera en su dirección.

—Huyamos —concluyó Bronwyn.

El enano ladeó la cabeza hacia el río y salió al trote rápido y a buen ritmo.

Bronwyn echó a correr tras él, pero le dolían todas las articulaciones y tendones, y sus movimientos eran lentos y torpes. Abrió los ojos de par en par al contemplar el resbaladizo y desigual sendero que discurría a la orilla del río. Si mantenía el ritmo enloquecido del enano, corría el riesgo de resbalar y precipitarse en las arremolinadas aguas. Si no lo hacía, y perdía de vista al enano, se pasaría el resto de su vida merodeando por aquellos túneles, aunque a juzgar por la patrulla de zhents que la perseguían, ese resto iba a ser breve.

Bronwyn tuvo de repente serias dudas sobre la conveniencia de unir su suerte con la de aquel enano. Como si percibiera su vacilación, el enano se detuvo y volviéndose, la observó antes de tenderle una de sus rollizas manos.

—Sujétate fuerte —la animó, en un tono de voz profundo que superaba el rumor y el estrépito del río—. Cualquier enano que se precie más que una babosa es incapaz de resbalar por este camino. No te dejaré caer.

Por algún motivo, Bronwyn le creyó, corrió hacia él y lo sujetó por la muñeca que le ofrecía. De inmediato, él echó a correr a un paso más rápido de lo que Bronwyn jamás habría creído posible.

A sus espaldas, oyeron un grito de sorpresa, seguido de un chapoteo. Ella y el enano intercambiaron una sonrisa rápida e intensa.

—Uno menos —apuntó ella.

—Empezamos bien.

En aquel momento, Bronwyn sintió que los pies le resbalaban, cayó de espaldas, apoyándose sobre el codo derecho, y empezó a deslizarse por la pendiente, pero al instante sintió que tiraban de ella hacia la izquierda a medida que el enano la arrastraba hacia arriba por la escarpada rampa. Con otro estirón, consiguió que recobrara el pie y, sin perder el ritmo, ambos echaron a correr de nuevo.

—Te dije que te sujetaría —vociferó el enano—. Tienes mi palabra.

Ella hizo un gesto de asentimiento para darle las gracias y sintió que parte de la desolación que sentía en su corazón se mitigaba. De repente, le dio la impresión de que no era tan difícil mantener el ritmo del enano.

Algorind intentaba contar las cosas buenas de que disfrutaba. Brillaba el sol, y la fría brisa que barría el mar de las Espadas parecía suave en comparación con los vientos gélidos que habían soplado por las laderas que rodeaban el monasterio durante todo el largo invierno. Le habían asignado una misión de paladín y había completado la primera parte de su viaje. Ahora iba de camino a El Bastión del Espino para llevar una buena nueva a Hronulf de Tyr, el paladín cuya fama y virtud le habían servido de inspiración a Algorind desde tiempo inmemorial. Estaba vivo y sano, tenía fe y una espada de categoría en el costado.

¿Qué importaba la pérdida de un caballo en comparación con todo aquello?

Y, aun así, el recuerdo del desagradecido y traidor enano lo perseguía. Algorind tenía que admitir que conocía pocas cosas del mundo, pero seguramente aquello no debía de ser un comportamiento muy usual. Ya había oído decir que los enanos eran irritables, pero honrados. ¿Por qué le había golpeado aquel tipo de barba roja y le había robado su caballo? Era un pago muy mezquino, después de que Tyr había tenido la gentileza de salvarle la vida.

A Algorind también le preocupaba el retraso. A pie, le costaría casi un día más alcanzar la fortaleza. Perder a su caballo era un asunto serio, porque la Orden no le proporcionaría otro de inmediato, sino que tendría que ganarse de nuevo una montura.

Esto añadiría otra tarea más a su misión y, por tanto, retrasaría en gran medida su investidura como Caballero de Samular. «Bueno —se resignó con un suspiro—. La paciencia es una de las virtudes de los caballeros.» No obstante, había una cosa peor. Las misteriosas palabras de sir Gareth cuando se habían despedido seguían intrigándole. El viejo caballero lo había instado a permanecer con Hronulf y vigilarle las espaldas. ¿Qué provocaba aquella súbita preocupación por su amigo? Una vida de paladín estaba plagada de peligros, eso era cierto, pero ¿acaso existía un peligro concreto que amenazase al legendario caballero?

Otro pensamiento cruzó por la mente de Algorind. Hronulf era un hombre entrado en años y era posible que le estuviese fallando la salud. Quizá sir Gareth temía que las noticias de las que Algorind era portador provocaran una crisis en el estado de salud de Hronulf. Por mucho regocijo que provocara tener conocimiento de la existencia de una nieta, no había que menospreciar la conmoción que supondría saber que su hijo perdido seguía con vida, pero que se había convertido en un enemigo. Era mejor tener un hijo muerto que un hijo vivo consagrado como sacerdote de Cyric.

Eran muchas y variadas las incógnitas que se le planteaban a Algorind, pero a medida que caminaba, la belleza de aquel día de primavera lo cautivó y animó su corazón. La carretera Alta discurría amplia y llana bajo sus pies y a menudo le cubría la sombra de altos robles y majestuosos pinos. En la orilla de la carretera crecía una profusión de bayas, pequeñas como su dedo pulgar, rojas, dulces y cargadas de zumo.

Los pájaros piaban con la dulce urgencia de la primavera mientras buscaban pareja y construían nidos para albergar a su inminente prole.

Todo era nuevo para él y se sentía embriagado. Algorind no se había alejado tanto de Summit Hall desde el día en que había ingresado en la Orden pero, precisamente por eso, sabía bien por dónde tenía que ir.

Lo sabía porque se había aprendido de memoria todos los mapas de la biblioteca del monasterio..., muchos de los cuales había aportado él mismo como dote de aprendiz el día de su ingreso. El padre de Algorind y sus hermanos mayores habían hecho poco uso de aquellos pergaminos y habían preferido la vida lujosa de la ciudad capital de Cormyr antes que dedicarse a algo tan desagradable y sucio como viajar. Sin embargo, Algorind recordaba haber adorado los mapas desde que tenía uso de razón. Ya de pequeño, rogaba a todos aquellos viajeros y mercaderes que pasaban por delante de la casa de su padre que le dejaran mirar sus mapas y se aprendía de memoria cada línea, cada punto y cada recoveco. Conocía dónde estaban los pasos de las montañas, en qué punto los ríos cantaban canciones turbulentas y traidoras, qué colinas albergaban con toda seguridad guaridas de orcos o goblins o cosas peores. En opinión de Algorind, todo el conocimiento era útil, pero aquella información en concreto iba a tener que utilizarla en el futuro si tenía que viajar por el mundo al servicio de Tyr.

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