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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (28 page)

BOOK: El bastión del espino
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Bronwyn alzó la mirada al techo, que, a pesar de las afirmaciones de Alice, estaba profusamente adornado con telarañas.

—¿Ha sucedido algo digno de mención durante mi ausencia?

La gnoma recompuso el gesto.

—Tu amigo lord Thann ha encontrado excusas para pasarse por aquí, o enviar a alguien en su nombre, un mínimo de tres veces al día. Parece muy preocupado por ti.

—Ya me imagino —musitó Bronwyn—. Supongo que me ha estado vigilando y también pasando toda la información a Khelben. No te ofendas, Alice —se apresuró a añadir al ver que una pincelada de sentimiento herido y autorreproche asomaban a los ojos de la gnoma.

Vigilándola. Informando de todo.

De repente, se le ocurrió algo más, algo que le hizo abrir los ojos de par en par, súbitamente impresionada y colérica. Cuando había querido identificarse a sí misma delante de su padre, le había nombrado la marca de nacimiento que lucía. Con toda probabilidad, aquella marca de identificación había sido la señal utilizada por todos aquellos que en su día habían buscado a la hija perdida de Hronulf. Los Arpistas podían haberse enterado de aquella búsqueda y recordado también la marca. ¿Acaso era posible que la invitación para unirse a los Arpistas, trasladarse a Aguas Profundas y trabajar bajo la dirección de Khelben Arunsun no fuera motivada por las habilidades que podía aportar a los Arpistas, sino sólo por su identidad?

Durante todos aquellos años, ella había buscado desesperadamente a su familia y ellos lo sabían todo de antemano.

Si eso era cierto, aquellos breves días y noches de diversión que había compartido con Danilo varios años atrás adquirían ahora una dimensión nueva y detestable. Darse cuenta de eso le provocó un latigazo de traición que a punto estuvo de hacerla caer de rodillas. Danilo había sabido quién era..., o al menos lo había sospechado. Para cuando habían partido de Amn, sin duda lo habría sabido ya a ciencia cierta.

—¡Oh, Dios mío! —susurró con voz horrorizada, perpleja por descubrir aquel doble juego en un hombre que durante tanto tiempo había considerado amigo—. Mi dulce hermana Sune.

—Alguien puede pensar que es demasiado temprano para estar invocando a la diosa del amor y de la belleza —observó una conocida voz lánguida a sus espaldas—.

Aunque por mi parte, no veo motivos para posponer lo que tal vez quiera hacer otra vez luego.

Aquella observación, pronunciada después de la súbita y desagradable idea que se le había ocurrido, hizo estallar el temperamento de Bronwyn. Cerró la mano en un puño y se abalanzó hacia la puerta de la tienda para descargar un puñetazo contra el visitante.

Danilo esquivó la acometida y cogió a la mujer por la muñeca.

—¡Caramba! ¿Es ésa forma de saludar a un viejo amigo? —la reprendió.

Bronwyn apartó la mano de su contacto y retrocedió.

—Hijo de perra —murmuró en voz baja y furiosa.

—¡Ah!

Eso nada más. No se molestó siquiera en preguntarle de qué estaba hablando.

Claro que no. Pero si Bronwyn no hubiese sabido cuán camaleón podía ser su compañero Arpista, habría jurado que en sus ojos asomó un destello de verdadero pesar.

Dio un paso hacia ella, con una mano extendida a modo de súplica.

—Bronwyn, tenemos que hablar de eso.

—Ni hablar. Fuera de mi tienda.

Ebenezer fue a situarse a su lado y por la expresión de su barbudo rostro se habría dicho que parecía un batallón completo tomando posiciones. Cruzó los brazos sobre el pecho y observó de arriba abajo al visitante de Bronwyn. Cuando su mirada descubrió la espada con empuñadura de pedrería, soltó un bufido. Una vez completado el escrutinio, levantó el labio superior para no dejar lugar a dudas sobre cuál era su opinión sobre el petimetre rubio.

—No he matado a nadie hoy —anunció—. Tal vez debería hacerlo, para no perder la práctica.

—Espera —intervino Bronwyn, aunque en secreto se sentía impresionada de que el enano estuviera dispuesto a defenderla sin hacer preguntas ni vacilar. Le servía de ayuda, en especial ahora que toda su perspicacia y sus alianzas parecían estar desmoronándose y sentía que sus propias emociones no la dejaban pensar con claridad.

Sin embargo, en aquel momento otra pieza molesta parecía encajar en todo aquel rompecabezas. Se le ocurrió pensar a qué se debía aquel súbito interés de los Arpistas por su persona. ¿Acaso sospechaba Khelben que los zhentarim querían apoderarse de la fortaleza de su padre? ¡Si los Arpistas lo habían sabido de antemano y no habían hecho nada por detenerlos, su relación con ellos habría llegado a su fin!

Se volvió hacia Danilo, olvidado ya el dolor que su anterior traición le había causado.

—¿Cuánto de esto sabías?

Él alargó las manos, con las palmas abiertas hacia arriba.

—Te prometo, Bronwyn, que no tenía ni idea cuando nos conocimos en Amn — afirmó con fervor—, ni sabía nada de tu linaje hasta hace unos días. No hubo subterfugio ni plan estipulado con nuestra amistad. Éramos jóvenes y congeniábamos.

Cuando te recomendé como Arpista unos meses más tarde, describí tus marcas distintivas. Es importante que un Maestro Arpista conozca esas cosas, y cuando Khelben me hizo la pregunta, no pensé que tuviera importancia. Se lo dije, aunque nunca mencioné cómo lo había descubierto.

—Siempre un caballero —se mofó ella—, pero eso es lo de menos. Hace apenas unos minutos, me habría parecido muy importante, pero esta nueva traición supera todo lo sucedido con anterioridad.

Aquello lo cogió por sorpresa.

—¿De qué me estás hablando?

—¡Todavía te atreves a negarlo! —Sumamente furiosa, agarró una estatua de marfil y la lanzó contra él, pero erró el blanco y fue a estallar en pedazos contra el dintel de la puerta—. ¡Mataste a mi padre! Si no hubierais ocultado información, quizá todavía seguiría con vida.

Bronwyn deliraba y lo sabía, pero no le importaba. Las palabras amargas le salían del interior como criaturas con vida propia dispuestas a nacer a pesar del dolor que causaban.

Danilo se inclinó para recoger los pedazos de marfil; Bronwyn sospechaba que quería ganar tiempo para recuperar la compostura antes de contestar, pero cuando se incorporó, vio que tenía todavía una mueca de incredulidad en el rostro.

—¿Qué está sucediendo, Bronwyn?

—Dime una cosa: ¿sabías que iban a atacar El Bastión del Espino?

Danilo pareció quedarse francamente perplejo con la noticia. Se derrumbó sobre un arcón de madera esculpida y hundió la cabeza entre las manos.

—¿El Bastión del Espino ha sido atacado?

—Y conquistado. —Por el rabillo del ojo, Bronwyn detectó que
Gatuno
mostraba un vivo interés por el pendiente que lucía su visitante y que se estaba preparando para el ataque; la fuerza de la costumbre hizo que se dispusiera a agarrarlo, pero luego se lo pensó mejor y dejó que el pájaro hiciera lo que quisiera—. La fortaleza de El Bastión del Espino está ahora bajo el poder de los zhentarim. —Su voz ganaba volumen y pasión a medida que hablaba—. ¿No es por eso por lo que Khelben Arunsun estaba tan preocupado por mis contactos con Malchior? Temía que pudiese revelar secretos familiares, ¿no es así? O tal vez pensasteis que yo estaba colaborando con los zhentarim...

—No, eso nunca. —Danilo se puso de pie y dio un paso hacia ella, pero su acción se vio interrumpida cuando un enano furioso se interpuso entre él y Bronwyn.

—Atrás —gruñó Ebenezer. Alzó uno de sus rollizos dedos para apoyarlo con gesto amenazador contra el pecho del Arpista—. Me parece que la dueña de esta tienda le ha dicho que quiere que se vaya y todavía no le ha hecho caso. Tenemos un problema por resolver y dos opciones.

El Arpista inhaló aire lentamente y soltó un suspiro.

—No deseo pelear contigo, amigo. Bronwyn, aunque hayas decidido dejar de lado el antiguo asunto, debemos discutir esto lo antes posible. Envíame una misiva cuando estés dispuesta a hacerlo.

Su única respuesta fue una mirada pétrea. Al cabo de un momento, Danilo hizo un gesto de asentimiento a modo de despedida silenciosa y se marchó, evitando sin saberlo el rápido ataque del pico de
Gatuno
.

—Podría llegar a cogerle cariño a este pájaro —comentó Ebenezer, contemplando el ave con gesto de sombría aprobación.

Danilo se dirigió a pie hacia la torre de Báculo Oscuro, con las manos cruzadas a la espalda y la frente arrugada con gesto meditabundo. Captó de reojo su imagen en el escaparate de una sombrerería y la impresión le hizo detenerse en seco, aunque tardó un instante en darse cuenta de qué le inquietaba de la imagen que le devolvía el cristal.

Había contemplado con anterioridad aquella postura y la expresión era la viva imagen del gesto que a menudo lucía el rostro del archimago a quien servía.

—He dedicado demasiado tiempo a este asunto —comentó por lo bajo mientras echaba de nuevo a andar, esta vez con paso tranquilo.

Encontró al archimago sentado a la mesa, cosa que no mejoró en absoluto su humor. Khelben tenía una perversa afición a los ágapes del tipo del potaje de lentejas, las gachas de avena y los bollos de fruta azucarados. Si aquél era el secreto de la longevidad del archimago, Danilo esperaba con fervor morir cuando llegara su hora.

Tras intercambiar un saludo, Danilo cogió una rodaja de manzana seca de una bandeja y se sentó a la mesa frente al archimago, mordisqueando la fruta mientras consideraba cuál era la mejor forma de transmitir el mensaje que Bronwyn le había dado a gritos. Danilo había dado su palabra a Alice, aunque tácitamente, de que no iba a informar a Khelben del viaje de Bronwyn a El Bastión del Espino, ni tampoco iba a contar al archimago que Bronwyn estaba de regreso a la ciudad. Más pronto o más tarde, lo descubriría por sí mismo. Los días en que Danilo informaba de las andaduras de sus viejos amigos habían acabado.

Se le ocurrió un ardid simple. Nada molestaba más a Khelben que cualquier referencia a las habilidades de Danilo como bardo y tal vez una treta sencilla como aquélla podría hacer que el archimago no examinase con demasiada atención la historia.

—Escuché una balada muy divertida anoche en La Luna Aulladora —empezó Danilo nombrando una taberna nueva que se había hecho famosa por reunir a todo tipo de bardos de paso por la ciudad—. El cantante describía la caída de El Bastión del Espino y aseguraba que el suceso había tenido lugar apenas un par de días atrás. Me inclino a creer que decía la verdad, tío. No me gusta criticar a los juglares, pero la canción parecía haber sido compuesta a toda prisa.

Khelben se lo quedó mirando durante largo rato.

—Espera aquí —ordenó.

El archimago se levantó y salió de la estancia. En ausencia de Khelben, Danilo se apartó de la bandeja de fruta seca y estudió el comedor. No había mucho que ver: las paredes estaban cubiertas de madera pulida, y en el suelo de piedra habían sido dispuestos ordenadamente juncos frescos mezclados con hierbas aromáticas, como era la costumbre. La estancia era sombría y gélida, y la única luz que la alumbraba procedía de las ventanas, siempre cambiantes. El archimago tenía unos hábitos de lo más simples e insistía en que no había necesidad de gastar velas a menos que fueran necesarias para leer.

Khelben regresó al cabo de un rato, con el rostro más taciturno que el reflejo de sí mismo que Dan había atisbado en el escaparate de la sombrerería.

—Es como dices —confesó el archimago—. ¿Cómo puede suceder algo así sin previo aviso? ¿Cómo es posible que una fuerza de ocupación de tamaño suficiente pueda marchar hasta llegar a una fortaleza situada a dos días de marcha a caballo al norte de la ciudad y nadie se dé cuenta? ¿Qué diablos estamos haciendo aquí en Aguas Profundas?

La última pregunta era un desafío dirigido a todos los Arpistas en general y a Danilo en particular, y fue lanzada con la fuerza de una lanza.

—Es posible que los zhentarim hayan estado preparando este ataque durante mucho tiempo. No habría mejor época que ésta, teniendo en cuenta que en breve se llevarán a cabo las ferias de la primavera y existe mucho tráfico en la carretera Alta. Los soldados y los caballos pueden quedar disimulados con facilidad como parte de una caravana de mercaderes y pasar así inadvertidos. Pueden ir ocultándose en las colinas grupos reducidos y después reunirse en un punto concreto.

Khelben lo miró, sorprendido.

—Bien dicho.

—Sí, pero demasiado tarde. Teníamos que haber pensado en esta posibilidad. — Dan soltó un suspiro y cogió una ciruela pasa. Luego, extrajo una daga de pedrería del puño de su camisa para deshuesar la fruta—. No tengo experiencia en tácticas de sitio, pero seguro que tienes Arpistas al tanto de esas cosas.

—No vimos la necesidad —repuso el archimago, con sequedad—. El Bastión del Espino era considerada una fortaleza segura.

—¿Y? —insistió Danilo, al ver una familiar expresión de secretismo en el rostro de su tío.

Khelben se quedó meditabundo y luego alargó ambos brazos como si se resignara a soltar toda la verdad y no arriesgarse al fastidio que le supondría luego si no lo hacía.

—A decir verdad, los Arpistas y los Caballeros de Samular se tratan con cierto recelo. El origen de ese conflicto se remonta tan atrás en el tiempo que no sacaríamos provecho ninguno de volver a relatarlo.

—¿De veras?

—Sí. —Esta vez, la expresión de Khelben mostraba a las claras su intención de mantenerse firme—. Y aunque tu razonamiento sobre la posible estrategia que hayan seguido los atacantes puede ser cierto, no es suficiente para explicar la caída de El Bastión del Espino. Los paladines suelen enviar patrullas de vigilancia a las montañas.

Si una fuerza lo suficientemente grande para invadir la fortaleza se estaba reuniendo en las cercanías, los paladines probablemente lo habrían descubierto. No, tiene que haber algo más, algo oculto. —Miró fugazmente a Danilo—. Algo que pueda mantenerse oculto a una inspección visual. ¿Dónde has dicho que oíste la balada?

—En La Luna Aulladora —repitió Danilo—, y era espantosa. —«O lo será», corrigió en silencio, teniendo en cuenta el poco tiempo que tenía para componerla.

—Bien. —Khelben asintió con satisfacción y empezó a remover el potaje que se había quedado frío—. Si no es una buena balada, hay menos posibilidades de que se divulgue.

—Es evidente que no has pasado mucho rato en las tabernas últimamente — comentó Dan con sequedad—. Te aseguro, tío, que la Balada de El Bastión del Espino es de ese tipo de canciones que siempre se piden en las tabernas, ésas que buscan ansiosamente los jóvenes bardos y juglares que se ganan la vida viajando de un lado a otro como portadores de noticias y de habladurías.

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