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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (31 page)

BOOK: El bastión del espino
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Se sintió pues muy aliviado al ver un grupo de jinetes que se separaba del camino rumbo a la fortaleza, y todavía más feliz al ver que alzaban el estandarte de Fuerte Tenebroso a modo de presentación. Dag dio unas cuantas órdenes a uno de los guardias para que las trasmitiera al alcaide y luego se apresuró a bajar para recibir a su hija.

Para consternación suya, al abrirse la puerta dejó al descubierto un grupo de hombres que le resultaban familiares, pero que no estaban a sus órdenes. En cabeza, cabalgaba Malchior. Dag consiguió recomponer la expresión de su rostro para cambiarla por una de reverencia y bienvenida, y echó a andar para ayudar a su antiguo mentor y superior a descender del caballo.

Malchior aterrizó con pesadez en el suelo y dirigió una mirada apreciativa al patio de armas.

—Muy impresionante, hijo mío. Nunca pensé que podría llegar a ver el interior de este fortín de Caradoon, salvo tal vez las mazmorras.

Dag sonrió débilmente como respuesta a la broma. Malchior mostraba un extraño buen humor, tan jovial que parecía a punto de ponerse a bailar en cualquier momento.

—Habéis tenido un largo viaje a caballo desde la ciudad. Venid, os mostraré vuestra habitación y diré a los sirvientes que os traigan bebidas frescas.

—Más tarde, más tarde. —Malchior sacudió las manos, apartando la idea como si espantara moscas—. ¿Has revisado los papeles de Hronulf?

—Sí —respondió Dag en tono frío. Había poco para ver. Tres o cuatro libros de tradiciones que relataban historias de pasadas glorias atribuidas a los Caballeros de Samular, y unos cuantos pedazos de pergaminos ennegrecidos que había encontrado en la chimenea, junto al corazón quemado de su padre.

El anciano sacerdote se frotó las manos con gran expectación.

—Estaría sumamente interesado en ver todos los documentos que hayas encontrado.

Dag se encogió de hombros y echó a andar hacia la torre. Por supuesto, se había apropiado de los aposentos del paladín y en ellos guardaba las pocas cosas que Hronulf de Tyr había dejado atrás.

—No hay mucho que ver —le advirtió.

—¿Y tesoros? Algunas fortalezas, incluso aquellas de órdenes religiosas, tienen un botín considerable: relicarios de plata que contienen los huesos de un dedo de algún héroe o santo, armas antiguas y algún que otro artilugio. Incluso tesoros de menor importancia, como las joyas.

Malchior pronunció la última frase en voz más baja, en un tono sutilmente más suave, como más indiferente. El aguzado oído de Dag captó la diferencia y su motivo probable. Malchior conocía la existencia del anillo.

Mientras Dag llevaba a Malchior a la estancia de la torre, reflexionó sobre qué hacer con respecto al anillo. Decidió no decir mucho, con la esperanza de que Malchior le revelase el verdadero propósito de los anillos, así que esperó hasta que Malchior se hubo sentado detrás del escritorio de Hronulf, «no, de mi escritorio», se recordó a sí mismo. Percibió el destello de codicia en los ojos del anciano sacerdote cuando situó una pila de libros de tradiciones delante de él. Quizá los anillos no fuesen el tesoro que Malchior considerase más preciado.

—Ya que habéis mencionado el tema de las joyas, supongo que os referiréis al anillo de Samular que llevaba Hronulf —comentó Dag con frialdad—. Por desgracia, no estaba en sus manos cuando murió. Parece que mi hermana llegó antes que yo y se llevó mi herencia. La encontraremos.

El viejo sacerdote alzó la vista para escudriñar con ojos astutos a su antiguo estudiante.

—¿Y los demás anillos?

—También los encontraré —repuso Dag con confianza. No había necesidad de contarle a Malchior que ya tenía uno en su posesión. Esperó a que Malchior abriese uno de los libros y lo ojeara—. ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros?

—No demasiado —murmuró el sacerdote en tono distraído—. Esto es de lo más interesante. Muy interesante. Con tres o cuatro días de estudio tendré suficiente, a menos que puedas prestarme estos libros.

—Por supuesto —respondió Dag con presteza, demasiado rápido, a juzgar por la escrutadora mirada que Malchior le dirigió. El sacerdote sospechaba, y con razón, que todo clérigo de Cyric sabía más de cualquier asunto de lo que estaba dispuesto a revelar.

En aquel momento inoportuno, llamaron con los nudillos a la puerta, que estaba abierta. Dag echó una ojeada hacia el umbral y sintió que se le formaba un nudo de aprensión en la garganta al reconocer al capitán de la escolta que había enviado a por su hija. El porte tieso y el rostro tenso y serio del rostro de su emisario anunciaban con más claridad que las palabras que las noticias que traía no eran buenas.

—Perdonadme —murmuró Dag a un Malchior sumamente interesado—. Por favor, coged vos mismo todos los libros y documentos que preciséis, y también vino, si deseáis.

Se precipitó hacia el pasillo y cerró la puerta a su espalda.

—¿Y bien?

El capitán palideció.

—Lord Zoreth, le traigo malas noticias. Cuando llegamos a la granja, la chiquilla había desaparecido. Tanto el elfo como su mujer habían sido ejecutados.

Un sonido parecido al rugido del mar reverberó en los oídos de Dag, amenazándolo con engullir su mente entera. Invocó su voluntad de hierro para no dar respuesta alguna a la aparente ruina de todos sus sueños.

—¿Qué hicisteis entonces?

—Seguimos el rastro de un hombre, a caballo, que se dirigía hacia la ciudad de Aguas Profundas. Perdimos la pista en cuando llegamos a la carretera, pero su destino era claro. —El hombre permanecía completamente inmóvil—. ¿Qué deseáis que hagamos?

Dag clavó una mirada gélida sobre el fracasado soldado.

—Quiero que mueras con gran lentitud y terrible dolor —respondió con voz inexpresiva.

Un atisbo de sorpresa asomó a los ojos del soldado, mezclada con la duda de que no estaba seguro de si su superior se estaba burlando de él o no. Acto seguido, la primera oleada de dolor le recorrió el cuerpo, apartando de su mente esa idea al tiempo que le eran arrancadas las costillas inferiores del pecho.

El soldado bajó la vista para contemplar incrédulo cómo le sobresalían dos delgados y curvos huesos blancos como si fueran batientes de una puerta. Los ojos se le pusieron vidriosos y abrió la boca para emitir un grito de agonía y terror, pero todo lo que consiguió balbucir fue un ruidoso gorgoteo mientras le salía un torrente de sangre de la garganta para desparramarse por su destrozado pecho.

Dag contempló impávido cómo el poder de toda su cólera hacía pedazos al soldado. Cuando el hombre hubo muerto, regresó con calma a la habitación y tiró de un llamador. Al instante, acudió un sirviente, con el rostro ceniciento por lo que acababa de descubrir en la antecámara.

—Recoged todos esos desperdicios y decidle al capitán Yemid que venga — ordenó Dag con calma. El hombre tragó saliva y dio media vuelta—. Ah, y una cosa más. Preparad mi caballo y mi escolta. Partiré mañana al amanecer con destino a Aguas Profundas.

9

Al amanecer del día siguiente, el caballo de Dag Zoreth y su escolta estaban a punto para el viaje al sur. Por eso no se sintió complacido cuando uno de los sirvientes de Malchior se acercó a la puerta para rogar a Dag que esperara a su huésped, que deseaba acompañarlo.

Transcurrió más de una hora hasta que el sacerdote de mayor edad acabó de desayunar y supervisó con cuidado la carga de los libros de tradiciones de Hronulf en sus bolsas. Una vez cumplido el encargo, los miembros de la partida montaron y se encaminaron hacia la carretera Alta.

El tamaño del grupo inquietaba a Dag. Aunque ninguno de los soldados llevaba los símbolos de Fuerte Tenebroso y ninguno de los sacerdotes, las vestimentas de protocolo, el hecho de que se hubieran sumado a Malchior y su montón de sirvientes los convertía en un grupo que despertaba recelo y era objeto de escrutinio. Que un grupo de unos cuarenta hombres armados llegara a las puertas de Aguas Profundas podía atraer mucho la atención y provocar el interés por los asuntos de Dag.

Ya tenía bastantes preocupaciones sin el estrecho control de las autoridades de Aguas Profundas, tanto manifiestas como secretas. La ciudad era un núcleo de actividad de los Arpistas y los señores secretos de la ciudad eran casi tan molestos e incisivos como aquéllos. Las averiguaciones que tenía que hacer Dag en la ciudad eran extremadamente delicadas y no podía utilizar a ninguno de sus usuales informadores zhentilares. Si Malchior descubría que Dag tenía una hija, y que había mantenido su existencia en secreto durante más de ocho años, le causaría problemas.

Y además existía siempre la posibilidad de que Malchior ya lo supiera y que la desaparición de la chica fuera obra de los zhentarim. Dag había comprobado en más de una ocasión que la sociedad que servía utilizaba ese tipo de métodos.

Miró de reojo a Malchior. El gordo sacerdote cabalgaba como si fuera un saco de grano, pero su rostro no mostraba rastro de la incomodidad que sin duda sufría su cuerpo. Captó la mirada de Dag.

—Te has encontrado con sir Gareth. ¿Crees que es útil ese contacto? —preguntó, amable.

Dag meditó sus palabras con cuidado; al fin y al cabo, pretendía usar al paladín para encontrar a su hermana perdida y a la hija que le habían robado.

—Consiguió conducir a Bronwyn hasta El Bastión del Espino. También se ocupó de disponer de una carga recién adquirida para mí. En definitiva, parece bastante capaz, pero vacilaría en confiar demasiado en él porque ha demostrado una capacidad notable para engañarse a sí mismo. No me cabe duda de que sería capaz de justificar cualquier traición.

—Bien dicho —corroboró Malchior—. Ése es siempre el riesgo de un agente, ¿no? Un hombre que está dispuesto a traicionar a sus compañeros de armas es difícil que muestre una absoluta lealtad al hombre que lo ha comprado.

Aquel comentario dejaba a Dag la puerta abierta para sacar un tema a relucir, cosa que no se esperaba.

—Me presentasteis a sir Gareth como un hombre ambicioso, celoso de la fama y el linaje de Hronulf. Eso no me cuesta aceptarlo, pero ¿cómo esperaban beneficiarse los zhentarim del asalto a la aldea de Hronulf, y qué provecho pretendéis vos sacar mostrándome mi herencia?

Malchior echó un vistazo alrededor para cerciorarse de que no hubiese nadie que pudiese escucharlos.

—La respuesta a tu primera pregunta es sencilla: los paladines y los zhentarim son enemigos naturales, se odian casi tanto como los linces y los lobos. Hronulf tenía más enemigos entre nosotros de los que puedo contar o nombrar —contestó Malchior.

—Constatáis lo que es obvio más que responder a la pregunta —observó Dag, manteniendo el tono de voz frío con gran esfuerzo—. Según vuestras propias enseñanzas, no puedo aceptar semejante sofisma. Por favor, no insultéis vuestro propio adiestramiento.

El sacerdote soltó una risita ante aquella estrategia.

—Una vez más, ¡bien dicho!

—¿Por qué se cogieron varios de los hijos de Hronulf? —insistió Dag.

Malchior soltó un suspiro y espantó una mosca que zumbaba alrededor de las orejas de su montura.

—Eso no sabría decírtelo. Forma parte de la naturaleza zhentarim que una mano no siempre sepa lo que la otra está haciendo. Hay muchos hombres ambiciosos entre nosotros. ¿Quién sabe? Quizá sólo fuese para pedir un rescate o buscar venganza.

¿Quién es capaz de decir lo que esconde el interior de un corazón zhentilar?

Dag no pasó por alto el hecho de que acababa de eludir otra pregunta.

—¿Y cómo descubristeis la historia de mi familia y pudisteis conectarme con Hronulf de Tyr cuando mostrasteis interés por mí, un chiquillo perdido hacía veinte años?

—Ah, bueno, había hecho un estudio de la familia Caradoon. Algún día te mostraré un viejo retrato de tu antecesor, Renwick Caradoon. Te pareces bastante a él para ser su hijo, incluso su hermano mellizo. Reconocí de inmediato la similitud cuando te trajeron a Fuerte Tenebroso como aprendiz y me dediqué a hurgar en tu historia. No fue fácil seguir las huellas de tu pasado, te lo aseguro. Transcurrieron años hasta que pude estar seguro de que eras el chiquillo que había sido raptado en el valle del Jundar y que había sido perdido por los soldados zhénticos que te apresaron.

Dag escuchaba atentamente aunque la fuerza de la costumbre le hacía mantener la vista fija en el camino que se abría ante él, un tramo de aspecto interminable cubierto de polvo y aromatizado por la fragancia de los cedros gigantes que crecían en los márgenes orientales. Hizo un gesto despreocupado a su capitán y señaló hacia los árboles para indicar la necesidad de que hubiera una vigilancia adicional. El hombre saludó y envió a un par de hombres hacia la arboleda para prevenirlos de una emboscada.

—Has adquirido cierta práctica en el arte del mando —observó Malchior—. Tal vez hayas heredado algo de tu padre, después de todo.

Dag entrecerró los ojos. Su primer impulso fue pensar que el comentario era una pulla, pero tras reflexionar un poco, se dio cuenta de que por fin Malchior le había dado la respuesta a su pregunta, aunque de la manera indirecta que era característica del sacerdote.

—Y por eso fuisteis en mi busca —resumió sin rodeos.

—Hay poder en la sangre de Samular —confesó el sacerdote—, como ya te he dicho antes.

—¿Y por qué no el propio Hronulf?

Malchior soltó un resoplido de burla.

—Antes sería capaz de controlar las mareas que torcer a un hombre como Hronulf Caradoon para que actúe según mis propósitos. No, el único modo de tratar con un paladín noble es la manera que tú has elegido, y que sin duda habrás ejecutado en persona.

Dag se puso tenso.

—No mencioné lo ocurrido con Hronulf.

—No tenías que hacerlo. Te enseñé bien y ambos sabemos que sólo los necios dejan la destrucción de un enemigo al más fiel de sus subordinados. Lo importante es que ahora el poder de Hronulf será tuyo. Cuando descubras lo que es, y cómo usarlo, confío en que tu éxito sea también el mío.

—Sois un hombre confiado —repuso Dag con acentuada ironía—. Supongo que ése es también el motivo de que estéis buscando a mi hermana. ¿No será que estáis apostando a diferentes caballos?

Malchior soltó una sonora carcajada mientras se daba palmadas sobre su carnoso muslo.

—Ay de mí, las apuestas hípicas es un vicio que todavía no he tenido ocasión de desarrollar, pero eres astuto. Me gustaría tener a esa mujer bajo la influencia de los zhentarim. La mía, la tuya..., no existe diferencia. ¿Acaso no somos como padre e hijo?

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