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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (32 page)

BOOK: El bastión del espino
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No dejaba de ser una comparación interesante, a juicio de Dag, teniendo en cuenta la historia de traiciones que existía entre él y su verdadero padre. No obstante, Dag consideró las palabras del anciano sacerdote, leyendo entre líneas para descubrir su verdadero significado. Quizá su primera conclusión había sido errónea. Tal vez Malchior no lo necesitase a él o a Bronwyn, sino a ambos a la vez.

Los anillos familiares. Existían dos anillos de los que él tuviese constancia. Uno estaba en manos de su hija y el otro, lo más seguro, en posesión de su hermana. Sin embargo, la inscripción en el anillo que él había encontrado en su aldea arrasada indicaba la existencia de tres anillos que, cuando se reuniesen, provocarían «el temblor de la maldad».

El tercer anillo, entonces. Tres anillos en manos de tres de los descendientes de Samular. Eso debía de ser lo que Malchior deseaba.

Dag apretó la mandíbula y volvió a concentrarse en el camino. No, no podía confiar en que los zhentarim lo ayudasen a encontrar lo que había perdido. A pesar de todas sus limitaciones, sir Gareth seguía siendo el mejor recurso de Dag. Quedaban dos días de viaje, y entonces podría encontrarse con su «aliado» paladín cara a cara. Aunque eso, por supuesto, le suponía un gran peligro. Si los paladines que servían a las órdenes de sir Gareth reconocían el anillo en la mano de la pequeña, Dag tendría dificultades para recuperar a la niña.

—¿Y tu hermana? ¿Han encontrado tus hombres rastro de ella?

Dag se llevó una mano a los labios para ocultar una taimada sonrisa. Sí, Malchior parecía realmente interesado en encontrar a Bronwyn.

—Hasta esta mañana, no. Pero, antes o después, regresará a su centro de negocios en la ciudad y la encontraré allí. El retraso no me perjudica en lo más mínimo. A su debido tiempo, conseguiré celebrar la pequeña reunión familiar.

Devolvió una mirada inexpresiva a su antiguo mentor, muy atento a su reacción.

Pero el rostro del sacerdote no mostraba nada.

—Estoy seguro de que tienes razón. Ahora, centrémonos en temas más prácticos.

Hemos estado en ruta durante muchas horas y estoy seguro de que podríamos hacer una pausa para comer algo.

Dag echó un vistazo hacia el este, pero el sol apenas era visible por encima de los altos cedros. Faltaban más de dos horas para mediodía. Disimuló un suspiro e hizo un gesto para llamar la atención de su oficial de intendencia.

Según parecía, el trayecto hasta Aguas Profundas iba a ser más prolongado de lo que Dag había supuesto.

Ebenezer Lanzadepiedra no se había sentido nunca tan desgraciado en sus casi doscientos años de vida. Estaba desplomado en la cubierta del barco, con la espalda recostada contra un barril y los ojos clavados con suma resolución en el cielo, por no mirar el inquieto oleaje de abajo.

Cada sacudida y balanceo del barco le provocaba oleadas de terror en todo el cuerpo. Nunca sabría cómo se las arreglaban los humanos y los elfos para soportar los viajes por mar, pero la sensación que percibía era muy parecida a los primeros temblores que anunciaban un terremoto, cuya fuerza impredecible y devastadora los convertía en el terror más profundo de todos los enanos. Estar en un barco era una espera constante y espantosa para que se iniciara el maldito movimiento de tierra.

El efecto del balanceo, unido al constante estado de pavor expectante mantenía el estómago del enano hecho un revoltillo. Desde el mismo momento en que habían zarpado del puerto en aquella imitación flotante de ataúd, Ebenezer no había podido probar un solo bocado.

Y no era que no lo hubiese intentado. Cuando Bronwyn lo encontró, intentaba tomar unas cucharadas de potaje de pescado.

Se agazapó junto a él.

—La comida del barco es terrible —se compadeció ella.

—Ajá —corroboró él con voz agria, contemplando el diminuto cuenco que tenía entre las manos—. Y las raciones son más bien mezquinas.

Por algún motivo, encontró el comentario gracioso, pero se recompuso rápidamente mientras se sentaba a su lado.

—Estamos haciendo muchos progresos. El capitán Orwig pudo sobornar a los Vigilantes de las Puertas de Puerto Calavera y averiguar dónde enviaron al barco que estamos buscando.

Ebenezer asintió. Recordaba demasiado bien el viaje desde el puerto subterráneo a través de una serie de enlaces mágicos.

—¿Cuánto crees que queda?

—Esta carabela es veloz y ligera. La embarcación que estamos buscando es de un solo mástil, con un profundo compartimento para el cargamento. Iba cargada hasta los

topes. Según el capitán, si nos mantenemos en el rumbo que los Vigilantes nos dieron, deberíamos alcanzarlos con prontitud. Si no hoy, mañana como máximo.

—Bien —repuso el enano, categórico, mientras rebañaba el cuenco con un pedazo de torta seca y se la metía en la boca—. Como aquel viejo refrán que dice: «Nada sienta mejor al estómago que la fragancia de la sangre del enemigo».

—No lo conocía —musitó Bronwyn—. Debe de ser un proverbio enano.

A Ebenezer le pareció que su voz sonaba un poco aguda, y se quedó mirando a Bronwyn.

—El tono de tu piel es un poco verdoso también. Los viajes por mar no te complacen, ¿verdad?

—No.

Aquella breve y tajante respuesta ocultaba en realidad una historia, una historia que Ebenezer suponía que a la mujer le haría bien contar.

—No es éste tu primer viaje por mar, ¿verdad?

—El segundo. —Bronwyn echó un vistazo al enano, con la expresión ceñuda. Era evidente que no quería llevar la conversación por ese derrotero.

Pero Ebenezer era tozudo como él solo. Hizo un gesto expectante para dar pie a que ella relatara la historia, pero al ver que no daba resultado, se inclinó hacia adelante y alzó las cejas de modo inquisitivo.

Con un suspiro, Bronwyn se dio por vencida.

—Me llevaron al sur en una embarcación después del asalto de mi poblado. Por aquel entonces tenía tres o cuatro años.

—¡Piedras! —Pensar que una chiquilla, de cualquier raza, había sido sometida al terror de un viaje por mar hacía que a Ebenezer le hirviera la sangre, cosa que en su opinión era mucho mejor que tener el estómago revuelto. Lástima no haberse irritado de buen principio en aquel viaje porque le habría resultado más placentero—. Es una experiencia difícil, sobre todo para una niña de esa edad.

—Lo fue. —Bronwyn se mantuvo en silencio durante un momento—. Nunca llegué a ver el mar.

La mirada de Ebenezer se paseó por las olas plateadas e infinitas. Tragó saliva y volvió a concentrar su atención en las nubes henchidas que salpicaban el cielo.

—No te perdiste nada.

—Hay cosas malas y cosas peores. Al menos, en este trayecto tengo alternativa.

Durante mi primer viaje, me mantuvieron encerrada en el compartimento de carga, junto con una docena de prisioneros, más o menos.

Prisioneros. El enano apenas pudo disimular un estremecimiento.

—Eso es peor —admitió.

Permanecieron sentados en silencio durante largo rato. Ebenezer se dio cuenta de que Bronwyn tenía la vista fija en su cinturón y, al seguir la dirección de su mirada, vio que contemplaba el odre de vino. Lo había rellenado en Puerto Calavera. A pesar de sus carencias como taberna, El Troll Ardiente tenía buenas existencias de vinos enanos.

Desató la cuerda que lo mantenía sujeto a su cintura y se lo tendió a Bronwyn. La mujer sacó el corcho y tomó un trago reparador. Para sorpresa de Ebenezer, la mujer se bebió el fuerte brebaje —conocido entre los enanos como mithral fundido— sin toser ni atragantarse. No conocía a ningún otro humano capaz de hacer eso, no sin cierta práctica. Se le ocurrió pensar que quizás era verdad que ella había tenido un contacto más que prolongado con los enanos y sus costumbres. Más tarde tal vez podría meditar sobre el tema.

Bronwyn volvió a tapar el pellejo y se lo devolvió con un gesto de agradecimiento.

—Por alguna razón, yo era la única prisionera que no iba encadenada. Supongo que me trataban bastante bien. Tenía comida suficiente, una manta y un rincón donde tumbarme, aparte de un par de muñecas. Los demás iban destinados a convertirse en esclavos y hablaban de ello. Yo pensaba que me libraría, al menos al principio.

—¿Qué sucedió? —le urgió el enano.

—Se desató una tormenta —respondió ella—. Una tormenta terrible que zarandeó el barco como si fuera la hoja de un árbol. El mástil se partió en dos y se rompieron varios de los listones de madera. El agua empezó a inundar la bodega. —Se estremeció al recordar la escena—. Me subí lo más arriba que pude a una pila de cajas. Todos los demás estaban encadenados, y no pude hacer otra cosa que contemplar cómo se iban ahogando, lentamente, chillando y maldiciendo como criaturas condenadas al Abismo.

Su voz se quebró hasta convertirse en un suspiro ronco por el horror rememorado.

—Duro, sobre todo para una chiquilla —confirmó el enano.

—Fui la única superviviente en la bodega..., salvo algunas ratas. Ellas también podían trepar y se agarraban a cualquier asidero que encontraban. Cuando me llegó el agua a la barbilla, les quedaban pocos lugares donde agarrarse.

Ebenezer presintió lo que iba a venir y soltó una exclamación sincera. A punto estuvo de alargar una mano para sujetar una de las de la mujer.

—Dos de las ratas treparon hasta mi cabeza y lucharon entre ellas por su derecho a permanecer allí. Nada pude hacer para apartarlas. —Esbozó una fugaz sonrisa—. Con el pelo mojado y recogido, todavía se distinguen las cicatrices. —Tomó aire entrecortadamente—. El mar se calmó de repente y más tarde me enteré de que una ola de grandes proporciones nos había apartado de nuestro rumbo para dejarnos en mitad de la ruta de unos piratas de las islas Nelanther. Sin mástil, nuestro barco no podía presentar batalla ni salir huyendo. La mayoría de la tripulación fue asesinada. Los piratas cogieron todo lo que había de valor y también a todos los supervivientes para venderlos como esclavos. Entonces era ya de noche, y no había luna. Por eso nunca llegué a ver el mar.

Ebenezer permanecía sentado, muy tieso.

—Así que acabaste como esclava...

—En efecto. Esta vez sí que fui encadenada. El resto del trayecto lo recuerdo vagamente. Apenas me acuerdo del mercado, de haber estado en una jaula mientras la gente pasaba y fisgoneaba. Me vendieron, pero hay una parte de la historia que no recuerdo en absoluto. Creo que volvieron a venderme, o quizá me escapé y fui capturada de nuevo. La verdad es que no me acuerdo.

Soltó un suspiro y a Ebenezer le pareció que la mujer estaba agotada después del relato. Lamentaba haber preguntado, pero también se alegraba de haber escuchado.

Aprender a medir a los amigos era algo bueno. Y la medida de su amistad la resumió en una sola afirmación.

—Y, a pesar de todo, te has subido a esta embarcación.

Sus miradas se quedaron prendidas la una de la otra, llenas de comprensión. Al cabo de un momento, el enano le cogió una mano y los frágiles y largos dedos de la humana se entrelazaron con los rollizos dedos del enano. Permanecieron sentados en silencio, contemplando el castillo de nubes que flotaba delicadamente por encima de ellos y el mar plateado que fluía por debajo. En ese momento, a Ebenezer no le importaba contemplar la inestable superficie del mar. En cambio, sus congéneres no podían elegir. Tal como Bronwyn había dicho, había cosas malas y cosas peores.

Algorind llegó a Aguas Profundas con los pies doloridos y lleno de polvo. Las botas que llevaba habían sido diseñadas para montar a caballo, y las suelas estaban muy desgastadas por los días que había caminado con ellas. Su casaca, antaño blanca, estaba descolorida por el polvo del camino. No le agradaba la idea de presentarse ante las puertas del Tribunal de Justicia en aquel estado, pero sus hermanos tenían que ser informados de inmediato del destino que había sufrido El Bastión del Espino.

Se apresuró por las calles. Como siempre, se sintió impresionado por el ruido y las multitudes. ¿Cómo podían los hombres de Tyr mantener su fe rodeados de todas aquellas distracciones y aquella decadencia? Le confundía el motivo que había impulsado a sus hermanos a construir el Tribunal de Justicia en el corazón de aquella ajetreada ciudad. Habría sido más oportuno construirlo en alguna colina remota o en la pureza de la cima de una montaña barrida por el viento.

El vigilante de la puerta del Tribunal de Justicia lo contempló de arriba abajo con patente desaprobación.

—Es urgente que hable con sir Gareth. Por favor, comunicadle que Algorind de Summit Hall desea audiencia.

—Summit Hall, ¿eh? —respondió el guardia, con una expresión un poco más cálida en el rostro—. Estaréis entonces en buena y abundante compañía.

Algorind arrugó la frente, confuso.

—¿Señor?

—¿No lo sabéis? Hay un grupo de jóvenes paladines y de acólitos de la escuela de entrenamiento, al mando del propio Laharin Barba Dorada. Están llevando a cabo una misión. —Los ojos del hombre se enternecieron mientras recordaba distantes glorias—.

Yo también iría, pero las heridas me mantienen atendiendo esta puerta.

—La vuestra es una tarea honorable y un servicio a Tyr —aseguró Algorind al notar el deje melancólico que adquiría la voz del caballero—. Pero, señor, ¿de qué gran tarea estáis hablando?

—Veo que os habéis perdido un montón de cosas. ¿Os habéis tomado una temporada de aislamiento, como el viejo Texter?

—No por elección propia. Señor, ¿la misión?

El rostro del caballero se tornó sombrío.

—Qué, si no, que la reconquista de El Bastión del Espino, por supuesto. Los jinetes están difundiendo la noticia por todo el Norland. Los Caballeros de Samular se están reuniendo para ir en formación hacia el norte. Paladines de otras órdenes se están uniendo a ellos, y también aquellos que no pertenecen a ninguna orden. Habían pasado muchos años desde la última vez que se reunió un ejército de semejante rectitud. Los zhentarim ya pueden echarse a temblar.

Algorind cogió por el brazo al vigilante.

—Señor, acabo de llegar precisamente de El Bastión del Espino. Estaba a pocas horas de distancia a pie cuando se completó la captura. Vi alzarse el humo de la destrucción y tuve que vérmelas con una patrulla de zhents procedente del ejército que tomó la fortaleza.

Los ojos del caballero se abrieron de par en par.

—¿Por qué no me lo dijisteis antes? ¡Tú, Camelior! Ven y conduce a este joven caballero a la sala del consejo con la máxima celeridad.

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