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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (56 page)

BOOK: El bastión del espino
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Pero una vez más, Algorind perseguía fervientemente cumplir su misión.

—Detenedlo —gruñó Bronwyn.

Levantó a Cara y se la cargó al hombro. Ante ellas había una puerta abierta. La capilla. Bronwyn recordó la escalera que se iniciaba en la parte de atrás de la capilla y que conducía a las torres. Se precipitó en el interior.

La visión la hizo detenerse en seco. Colgada sobre el altar había una enorme calavera negra detrás de la cual ardía un sol púrpura y escabroso. La malevolencia parecía emanar de aquella manifestación y posarse sobre ella como si fuera una oleada de odio y maldad más debilitadora que el tacto del cadáver no viviente.

Algorind se precipitó en el interior en su persecución, sin prestar atención al enano que pendía, tozudo, de una de sus piernas. Se detuvo, como había hecho Bronwyn, y alzó los ojos para ver aquel fuego impío. No había, sin embargo, temor en su rostro, y sus ojos transmitían una tranquila certeza. Por un instante, Bronwyn envidió la sencilla belleza de su fe.

Una vez más, él empezó a cantar el mismo cántico que había desterrado el fuego púrpura de la espada de Dag Zoreth. Era tanto el poder de su plegaria que el enano, que a aquellas alturas había abandonado ya su presa e intentaba repetidamente golpear al paladín con un martillo de guerra, ni siquiera podía acercarse a él. Al cabo de varios instantes de intentarlo, el enano se encogió de hombros y partió en busca de un contrincante que al menos pudiese golpear.

La manifestación de Cyric era más difícil de derrotar que el encantamiento de la espada y resistía las plegarias de Algorind con espantosos chisporroteos y siseos. Los rayos del sol parecían danzar al ritmo de su cólera.

Bronwyn no se quedó a presenciar el resultado. Puso a Cara en el suelo y le cogió la mano. Luego, empezaron a bordear la capilla manteniéndose pegadas a la pared y lo más lejos que les era posible de aquel fuego espantoso y diabólico que brillaba en mitad de la estancia. En una ocasión, una ráfaga de chispas púrpura salió disparada hacia ella y la falda del vestido de Cara empezó a humear. Bronwyn se arrodilló y apagó las diminutas llamaradas con las manos. Por fortuna, la niña no se había quemado, sólo quedaron pequeños agujeros con los bordes requemados en la tela de seda rosada.

Para su sorpresa, aquella pérdida hizo que los labios de la chiquilla temblaran. Era increíble, después de lo que Cara había tenido que soportar...

—Te compraré otro —le aseguró Bronwyn mientras la empujaba para que echase a correr.

El fuego se estaba ahora apagando y Algorind no tardaría en salir de nuevo en su persecución. Se precipitaron hacia el tramo de escaleras que conducía al pasadizo que circundaba el interior de la muralla. El camino estaba despejado porque los zhentarim habían bajado al patio para enfrentarse a los invasores enanos.

Corrieron hacia la torre de la puerta principal con la esperanza de alcanzar los caballos. Los enanos habían cerrado la puerta y la habían barrado, así que sólo quedaban los dos caballos en el exterior de la puerta. Si conseguían llegar a ellos, podrían librarse del paladín.

Pero de repente se oyeron unas fuertes zancadas y una mano se apoyó con pesadez en el hombro de Bronwyn. La mujer echó el codo hacia atrás para golpear con fuerza antes de dar media vuelta. Luego, cerró el puño y dirigió el puñetazo a sus ojos.

El paladín era rápido de reflejos y consiguió esquivar el ataque. La mano de la mujer fue a topar contra la sien del joven y en ese momento decidió cambiar de táctica: extendió los dedos como si fuesen garras y le arañó toda la mejilla.

Algorind no esperaba un ataque semejante y, por un instante, retrocedió. Bronwyn miró frenéticamente a su alrededor en busca de una vía de escape.

La única posibilidad era ir hacia abajo. Los tejados de los edificios de la parte interior del patio eran de paja y las pendientes, pronunciadas. Era lo mejor que podía hacer.

—Salta —le ordenó a Cara, y acto seguido se precipitó sobre el tejado que tenía más cerca, sin dudar que la chiquilla la seguiría.

Se deslizaron de espaldas por los aleros hasta aterrizar en el patio. Bronwyn echó a correr en dirección a la escalera que llevaba a la garita, tirando tras de sí a Cara. Echó un vistazo a sus espaldas y se quedó petrificada.

Un joven enano se había plantado en mitad del camino de Algorind, con el hacha levantada y una expresión de determinación en el rostro. El paladín ni siquiera aminoró el paso. Derribó al muchacho enano con un golpe rápido y terrible y siguió avanzando.

Bronwyn cerró con fuerza los ojos para combatir la oleada de dolor e indecisión que la embargaba. No podía dejar allí a aquellos enanos para que combatieran contra aquel hombre. Tenía demasiada destreza y demasiada resolución. Los enanos eran igualmente tozudos y no darían su brazo a torcer hasta que Algorind hubiese muerto.

Le asaltó una súbita inspiración: cambió de dirección y corrió en zigzag a través del patio rumbo a la torre de asedio. Por el camino, le dio una palmada a Ebenezer en la cabeza. Éste desvió la vista hacia ella, lo cual le costó recibir un golpe sordo del bastón de su contrincante.

—¡Atranca la puerta detrás! —le gritó ella, y luego arrastró a Cara a través de la puerta abierta de El Veneno de Fenris.

Bronwyn echó un vistazo al interior de la torre de asedio; era amplio y estaba equipado con multitud de armas: pilas de lanzas, espadas, barriles llenos de flechas.

Ninguna de ellas, al menos en sus manos, bastarían para detener al tozudo paladín que perseguía cumplir con su misión.

Alzó la vista y vio que el interior era un laberinto de andamios que conducían a una segunda planta y más allá. Levantó a Cara para situarla sobre una caja.

—¿Sabes trepar?

—Como las ardillas —respondió la niña con voz sombría y, enseguida, se levantó la destrozada falda y se dispuso a demostrarlo.

Bronwyn empezó a trepar tras ella, empujándose de una viga a otra. Supo, con absoluta certeza, el momento exacto en el que dejaron de estar solas en la torre.

—Más rápido —urgió a la pequeña—. Todavía nos persigue.

La chiquilla siguió trepando con una agilidad que Bronwyn sólo podía seguir a fuerza de voluntad. Algorind iba tras ellas, acortando poco a poco distancias.

Pero estaban a punto de llegar a la cima. Casi a punto. Bronwyn apoyó el hombro contra la escotilla y empujó.

Nada.

Volvió a intentarlo, presionando con tanta fuerza contra la trampilla que a punto estuvo de perder el equilibrio.

—Está cerrada —musitó, desesperada.

Pero Cara no la estaba escuchando. Tenía la vista fija en la puerta de madera que había en la parte opuesta de los goznes. La madera empezó a humear y de repente irrumpió en llamas.

—Inténtalo otra vez —le propuso, con la voz muy baja por el esfuerzo que le suponía invocar aquel hechizo.

Sin embargo, Bronwyn no podía acercarse lo bastante sin correr el riesgo de quemarse. Se echó un poco hacia atrás y se sujetó con fuerza en uno de los travesaños.

Luego, dejó caer el peso de su cuerpo y empezó a balancearse en el aire por encima del paladín, que avanzaba con rapidez. Tras reunir toda su fortaleza, alzó ambos pies por encima de la cabeza y golpeó con las plantas la puerta ardiendo.

La escotilla saltó por los aires. De inmediato, Cara deshizo el hechizo y las llamaradas desaparecieron. Bronwyn volvió a situarse junto a la abertura y empujó a la niña hacia la plataforma, antes de colarse ella misma por el hueco.

Volvió a cerrar la destrozada puerta y buscó con la mirada algo con qué sujetarla.

Cara intentó levantar un proyectil de ballesta, pero se tambaleó por el peso. Juntas, consiguieron colocarlo entre el pestillo de hierro.

La puerta rebotó arriba y abajo cuando el paladín intentó empujarla. Bronwyn dudaba que los tableros chamuscados resistieran demasiado. Recuperó los tres anillos de las hendiduras y los colocó en la palma de su mano.

—¡Vamos! —exclamó, y salió disparada por la rampa a la carrera.

La torre empezó a encogerse bruscamente y parecía que el suelo se aproximaba con rapidez hacia ellas para recibirlas. Los travesaños que componían la rampa se iban comprimiendo, cada vez más cerca unos de los otros. Bronwyn juzgó mal la distancia y se pilló un pie en una de las barras.

Cayó precipitadamente hacia adelante y empezó a rodar por la rampa de forma incontrolada. La caída fue compasivamente breve, pero el aterrizaje, no tanto. Bronwyn se precipitó al suelo, rodó sobre sí misma y acabó deteniéndose con un ruido metálico.

Cuando se aclaró su vista, se encontró mirando los ojos fijos e inertes de un soldado zhentarim asesinado. La coraza que le cubría el pecho había quedado profundamente mellada por el impacto de un hacha enana.

Bronwyn se estremeció y se echó hacia atrás. Unas manos fuertes la sujetaron y, tras ponerla de pie, la sostuvieron hasta que el mundo dejó de dar vueltas.

Posó la vista en el risueño rostro de Ebenezer.

—Buena idea —la felicitó, haciendo un gesto hacia la diminuta torre de asedio que había en mitad del patio—. Aunque no me da mucha envidia ese humano que ha quedado ahí encerrado. Hace que los viajes mágicos sean como un masaje de pies, te lo aseguro.

La mujer alargó una mano para dar un afectuoso bofetón al enano, pero cambió de parecer y cayó en sus brazos. El enano la envolvió entre los suyos y, tras darle un suave abrazo, la soltó.

Ebenezer se aclaró la garganta y dio un paso atrás para concentrar su atención en lo que estaba sucediendo en la fortaleza.

Cara corrió a reunirse con ellos, con El Veneno de Fenris en las manos. Había desgarrado un pedazo de su vestido para envolver la torre y mantener el pestillo en su lugar.

El enano hizo un gesto de asentimiento hacia la torre.

—¿Qué pensáis hacer con él ahora que lo tenéis encerrado y envuelto para regalo?

Bronwyn no había pensado todavía en ello, pero se le ocurrió la respuesta.

—Voy a devolver la torre a Khelben Arunsun. En secreto. Estará segura en la torre de Báculo Oscuro, sobre todo si nadie sabe que está allí.

—¿Crees que puedes confiar en él?

—En este asunto, sí. Khelben Arunsun será lo que sea, pero no es un belicista ansioso por conquistar territorios. Y, además, no mira con buenos ojos a los que sí lo son. Mantendrá la torre a buen recaudo.

—Bien, entonces, estupendo. —El enano observó con melancolía la torre de asedio—. Antes de que lo hagas, déjame que le dé una buena sacudida o, al menos, deja que lo lance desde un lugar alto.

Bronwyn esbozó una sonrisa, pues sentía que compartía los mismos sentimientos que el enano.

—Algorind ha sido derrotado. Ahora no puedo matarlo.

Ebenezer soltó un suspiro.

—Supongo que no. Deja que el hechicero se encargue de él.

—Khelben será la última de las preocupaciones de Algorind —aseguró Bronwyn con total certidumbre. Recordó la mirada del paladín mientras hablaba del precio del fracaso. En ese aspecto, no podía hacer nada. Él había elegido la vida que llevaba y tendría que pagar por sus propias elecciones.

Tarlamera se acercó a ellos y, por primera vez desde que la conociera, Bronwyn observó que parecía casi feliz.

—Este lugar es bonito. ¿Piensas devolvérselo a los paladines?

La respuesta que acudió a la mente de Bronwyn la sorprendió, pero se dio cuenta de que era la más acertada.

—No, voy a conservar la fortaleza. El Bastión del Espino no pertenece a la orden.

Legalmente, es propiedad de mi familia. Es para Cara y para mí.

—Es importante tener un buen hogar —admitió Tarlamera—, pero ¿cómo vas a conservarla?

La mujer se volvió a observar a la barbuda enana.

—Pensé que tal vez os interesaría. Se tendrán que despejar los túneles y protegerlos. Vosotros podrías utilizar la fortaleza como base hasta que hayáis acondicionado los túneles. E, incluso entonces, podéis quedaros en los dos sitios. Éste es un buen lugar para comerciar —añadió—. Estoy segura de que los enanos de Mirabar y de más al norte estarán encantados de acudir a un lugar para comerciar en el exterior de la ciudad.

—Después de haber estado en la ciudad, no veo motivos para regresar.

—Estoy segura de que hay otros que piensan como tú. Piensa en cómo una buena fortaleza, y un comercio floreciente, pueden ayudarte a reconstruir tu clan.

—Los enanos no viven en fortalezas —bufó Tarlamera, pero parecía más que intrigada. Frunció el entrecejo antes de empezar a alejarse—. Pensaré en ello — concluyó, volviendo la cabeza.

—Lo hará —tradujo Ebenezer— y te agradece el ofrecimiento.

Bronwyn se echó a reír, encantada por el repentino afecto que denotaba la voz de su amigo. El enano había recuperado a su familia y, ahora que ella misma tenía una familia propia, porque no se podía negar que ella y Cara constituían una familia, había llegado a conocer el valor que eso suponía.

—Ah —comentó, burlona—. Así que eso es lo que dijo. Jamás lo habría adivinado, pero los asuntos de familia son complicados.

—Eso es cierto. —El enano estiró el cuello y miró hacia el cielo, que se iba oscureciendo. Empezaban a despuntar algunas estrellas y el único sonido que llegaba del otro lado de la muralla era el murmullo distante del mar—. Se está haciendo tarde.

Será mejor que descanse un poco si quiero partir mañana por la mañana.

Ella se quedó mirándola, confusa.

—¿No te vas a quedar?

—Nunca lo hago. Pero no por mucho tiempo. Ahora que he recuperado el control del clan y procurado por mis congéneres, tengo que airearme un poco. Es parecido a lo que te sucede a ti, aunque me gustaría quedarme una temporada más contigo, ahora que he visto cómo vives por esos mundos y te llenas la vida de problemas para mantenerla interesante. Quizá consiga uno de esos broches de Arpista, ahora que he practicado el hábito de entrometerme en todo.

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Bronwyn.

—Hablando de problemas, sabes que todavía tengo el anillo.

—Así debe ser.

Epílogo

29 de Mirtul, 1368 DV

Khelben Arunsun apenas sentía temor por ninguna cosa, pero habría dado gustoso un centenar de años de su vida por no tener que acudir a la llamada procedente del palacio de Piergeiron. Se sentía en cierto modo más confiado por la presencia de su sobrino, pues el chico parecía comprender mucho más de lo que le decían. Khelben confiaba e incluso se atrevía a rezar para que el joven al que adoraba como si fuera su hijo no llegara a conocerlo más de lo que ahora lo conocía.

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