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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (9 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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Kalan estaba allí. Le cogió por el brazo y le apartó de la máquina de la mentalidad.

—Las investigaciones preliminares muestran que sois bastante más que normalmente cuerdo, milord duque…, si es que he leído correctamente lo que me han indicado los instrumentos. Dentro de unas pocas horas la máquina de la mentalidad nos proporcionará un informe detallado. Ahora, debéis descansar. Mañana por la mañana continuaremos con las pruebas.

Al día siguiente, Hawkmoon fue nuevamente entregado al abrazo de la máquina de la mentalidad. En esta ocasión le hicieron tumbarse por completo, mirando hacia arriba, posición en la que se le pasó una imagen tras otra ante los ojos, y aquellas imágenes que más le recordaban a sí mismo fueron proyectadas después sobre una pantalla. Durante todo este proceso, el rostro de Hawkmoon apenas si cambió su expresión. Experimentó una serie de alucinaciones en las que se encontró inmerso en situaciones muy peligrosas: un demonio oceánico atacándole, una avalancha, una lucha contra tres espadachines, hallarse en el incendio de un edificio y tener que saltar desde un tercer piso… En cada uno de los casos, se salvó actuando mentalmente con valor y habilidad, a pesar de que sus reflejos fueron mecánicos y no estuvieron inspirados por ninguna sensación particular de temor. Fue sometido a numerosas pruebas similares, y pasó por todas ellas sin haber demostrado en ningún momento emoción alguna de ningún tipo. Incluso sus reacciones fueron principalmente de expresión física cuando la máquina de la mentalidad le indujo a reír, llorar, odiar, amar, etcétera.

Finalmente, la máquina le dejó libre y a continuación se encontró ante la máscara serpiente del barón Kalan.

—Da la impresión de que, en cierto sentido muy peculiar, sois demasiado cuerdo, milord duque —susurró el barón—. Parece una paradoja, ¿verdad? Sí, eso es, demasiado cuerdo. Es como si una parte de vuestro cerebro hubiera desaparecido, o bien hubiera sido separada del resto. No obstante, lo único que puedo hacer es informar al barón Meliadus de que sois eminentemente adecuado para sus propósitos, siempre y cuando se tomen ciertas precauciones elementales. —¿Qué propósitos son esos? —preguntó Hawkmoon sin sentir un verdadero interés.

—Eso será él quien os lo diga.

Poco después, el barón Kalan se despidió de Hawkmoon, que fue escoltado por dos guardias de la orden de la Mantis a lo largo de un laberinto de pasillos. Finalmente, llegaron ante una puerta de plata pulimentada que se abrió para mostrar una estancia escasamente amueblada cuyas paredes, suelo y techo estaban formadas por espejos, a excepción de un gran ventanal situado en un extremo que se abría a un balcón desde el que se dominaba toda la ciudad. Cerca del ventanal había una figura que llevaba puesta una máscara negra de lobo, y que no podía ser otro que el barón Meliadus.

En efecto, el barón Meliadus se volvió e hizo una seña a los guardias para que se marcharan. A continuación, tiró de un cordón y los tapices se desenrollaron desde los techos, cubriendo los espejos de las paredes. Hawkmoon aún podía mirar hacia abajo y ver su propio reflejo si así lo deseaba. Pero en lugar de hacerlo así prefirió mirar por el ventanal.

Una espesa niebla cubría toda la ciudad, enroscándose alrededor de las torres y oscureciendo el río. Era tarde y el sol ya casi se había puesto. Las torres parecían extrañas y antinaturales formaciones rocosas que surgieran de un océano primitivo. No le habría sorprendido que de aquel océano hubiera surgido un gran reptil y hubiera apretado un ojo contra la humedad exterior del ventanal.

Una vez ocultos los espejos de las paredes, la estancia aún pareció más sombría, pues no había ninguna fuente artificial de luz. El barón, enmarcado por el ventanal, murmuraba algo para sí mismo, ignorando la presencia de Hawkmoon.

Desde alguna parte de las profundidades de la ciudad surgió un grito lejano cuyo eco atravesó la niebla y se extinguió. El barón Meliadus se quitó la máscara de lobo y miró atentamente a Hawkmoon, a quien ahora apenas si podía ver debido a la penumbra.

—Acercaos a la ventana, milord —dijo. Hawkmoon avanzó, y sus pies resbalaron una o dos veces sobre las alfombras que cubrían parcialmente el suelo de espejo—. Bien —siguió diciendo Meliadus—, he hablado con el barón Kalan, y éste me ha comunicado la existencia de un enigma. Al parecer tenéis una psique que él apenas si puede interpretar.

Me ha dicho que una parte de ella parece haber muerto. ¿Por qué ha muerto?, me pregunto. ¿De dolor? ¿De humillación? ¿De temor? No había esperado encontrarme con tales complicaciones. Había confiado en poder hacer un trato con vos, de hombre a hombre, intercambiando algo que deseáis por un servicio que os pido. Aun cuando no veo razón alguna para no seguir queriendo obtener ese servicio de vos, ahora ya no estoy tan seguro en cuanto a la manera de abordarlo. ¿Consideraríais la posibilidad de establecer un trato, milord duque? —¿Qué proponéis? —preguntó Hawkmoon mirando más allá de donde se encontraba el barón, hacia el oscurecido cielo del otro lado del ventanal—. ¿Habéis oído hablar del conde Brass, el viejo héroe?

—Sí.

—Ahora es el lord Protector de la provincia de Camarga.

—He oído hablar de eso.

—Se ha mostrado muy tozudo al oponerse a la voluntad del rey–emperador, y ha insultado a Granbretan. Deseamos estimular en él algo de sabiduría. La forma de conseguirlo consistirá en capturar a su hija, que le es muy querida, y traerla a Granbretan como rehén. Sin embargo, él no confiará jamás en ningún emisario nuestro y tampoco en cualquier extranjero. No obstante, debe de haberse enterado de vuestras hazañas en la batalla de Colonia y, sin duda alguna, simpatiza con vos. Si acudierais a Camarga en busca de refugio, huyendo del imperio de Granbretan, estoy casi seguro de que os recibiría bien. Una vez que os encontréis en el castillo, no será nada difícil para un hombre de vuestros recursos elegir el momento más adecuado para raptar a la joven y traérnosla a nosotros. Naturalmente, una vez que estéis al otro lado de las fronteras de Camarga, no será posible daros todo nuestro apoyo. La Camarga es un territorio pequeño, por lo que podréis escapar con facilidad. —¿Es eso lo que deseáis de mí?

—Exactamente eso. A cambio de ello os devolveremos vuestros territorios para que los gobernéis como os plazca, siempre y cuando no toméis partido contra el Imperio Oscuro, ya sea de palabra u obra.

—Mi pueblo vive en la miseria bajo Granbretan —dijo de pronto Hawkmoon, como si hubiera tenido una revelación. Habló sin pasión alguna, más bien como el que está tomando una decisión moral abstracta—. Será mucho mejor que sea yo quien lo gobierne. —¡Ah! —exclamó el barón Meliadus sonriendo—. ¡De modo que mi oferta os parece razonable!

—Sí, aunque no creo que cumpláis vuestro compromiso. —¿Por qué no? Esencialmente, sería una ventaja para nosotros que un estado problemático fuera gobernado por alguien en quien ese pueblo pudiera confiar…, y en el que nosotros también pudiéramos confiar.

—Iré a Camarga. Les contaré la historia que me habéis sugerido, capturaré a la joven y la traeré a Granbretan. —Hawkmoon suspiró y miró al barón Meliadus —. ¿Por qué no?

Desconcertado por el extraño comportamiento de Hawkmoon, poco acostumbrado a tratar con una personalidad como la suya, Meliadus frunció el ceño.

—No podemos estar absolutamente seguros de que no albergáis alguna forma compleja de engañarnos permitiendo que os liberemos. Aunque la máquina de la mentalidad es infalible en los casos de todos los demás sujetos que han sido sometidos a ella, podría ser que conocierais alguna clase de brujería secreta capaz de confundirla.

—No sé nada de brujería.

—Eso es lo que creo… casi. —El tono de voz del barón Meliadus se hizo algo más alegre —. Pero no tenemos ninguna necesidad de sentir miedo… Podemos tomar una excelente precaución contra cualquier veleidad de traición por vuestra parte. Una precaución capaz de obligaros a regresar, o de suicidaros si ya no tuviéramos razones para confiar en vos. Se trata de un instrumento inventado hace poco por el barón Kalan, aunque tengo entendido que no se trata de un invento original suyo. Se le conoce con el nombre de la Joya Negra. Os la entregarán mañana. Esta noche dormiréis en apartamentos preparados especialmente para vos en el palacio. Antes de que os marchéis tendréis el honor de ser presentado a Su Majestad el rey–emperador. A muy pocos extranjeros se les ha concedido tanto.

Y, tras pronunciar estas palabras, el barón Meliadus llamó a los guardias con máscaras de insecto y les ordenó escoltar a Hawkmoon a sus aposentos.

3. La Joya Negra

A la mañana siguiente, Dorian Hawkmoon fue llevado a ver de nuevo al barón Kalan.

La máscara serpiente parecía mostrar una expresión casi cínica al observarle, pero el barón no dijo una sola palabra, y se limitó a precederle a través de una serie de habitaciones y salas hasta que llegaron a una estancia que tenía una puerta de acero puro. Se abrió la puerta, poniendo al descubierto una segunda puerta de características similares que, al abrirse, reveló una tercera. Esta última conducía a una cámara pequeña intensamente iluminada, hecha de metal blanco, que contenía una máquina de gran belleza. Estaba compuesta de delicados tejidos rojos, dorados y plateados, algunas de cuyas tiras rozaron la cara de Hawkmoon. Tenían la calidez y vitalidad de la piel humana.

Una débil música procedía de los tejidos, que se movían como impulsados por una ligera brisa.

—Parece como si estuviera vivo —dijo Hawkmoon.

—Está vivo —dijo el barón Kalan orgullosamente—. Está vivo. —¿Es una bestia?

—No. Es una creación de la hechicería. Ni siquiera estoy seguro de saber lo que es. Lo construí de acuerdo con las instrucciones de un antiguo documento que le compré a un oriental hace muchos años. Es la máquina de la Joya Negra. Ah, y pronto os familiarizaréis más íntimamente con ella, lord duque.

En lo más profundo de su ser, Hawkmoon sintió una débil agitación de pánico, que ni siquiera llegó a aflorar a la superficie de su mente. Dejó que las tiras rojas, doradas y plateadas le acariciaran.

—No está completa —dijo Kalan—. No está completa. Tiene que hacer girar la joya.

Acercaos más a ella, milord. Meteros en ella. Os garantizo que no sentiréis ningún dolor.

Tiene que hacer girar la Joya Negra.

Hawkmoon obedeció al barón y los tejidos se agitaron y comenzaron a cantar. Sintió confusión en sus oídos, y los tirantes sueltos de rojo, dorado y plateado confundieron su visión. La máquina de la Joya Negra le acarició, pareció penetrar en él, se convirtió en él mismo, y él en ella. Suspiró y su voz fue la música de los tejidos; se movió y sus extremidades fueron como las tenues tiras de tejido.

Experimentó una presión en el interior de su cráneo, y su cuerpo se vio invadido por un calor y una suavidad absolutas. Se desplazó como si no tuviera cuerpo y perdió el sentido del transcurso del tiempo, aunque sabía que la máquina estaba tejiendo algo de su propia sustancia, naciendo algo que se convirtió en duro y denso y que se implantó en su frente de tal modo que, de pronto, tuvo la impresión de poseer un tercer ojo y contempló el mundo con una nueva clase de visión. Después, gradualmente, todo esto se fue desvaneciendo y finalmente se encontró mirando de nuevo al barón Kalan, que se había quitado la máscara para contemplarle mejor.

Hawkmoon sintió un dolor repentino y agudo en su cabeza. El dolor desapareció casi inmediatamente. Miró de nuevo la máquina, pero sus colores se habían apagado y sus tejidos parecían haberse encogido. Se llevó una mano a la cabeza y sintió con un estremecimiento que allí había algo que no había estado antes. Era algo duro y liso. Y ahora formaba parte de él. Se estremeció. —¡Eh! —exclamó el barón Kalan mirándole con preocupación—. No estaréis loco, ¿verdad? ¡Estaba seguro de alcanzar el éxito! ¿No estaréis loco?

—No, no estoy loco —contestó Hawkmoon —. Pero creo que siento miedo.

—Os acostumbraréis a la presencia de la joya. —¿Es eso lo que tengo en mi cabeza? ¿Una joya?

—En efecto. Es la Joya Negra. Esperad.

Kalan apartó una cortina de terciopelo escarlata, poniendo al descubierto un óvalo plano de cuarzo lechoso de unos sesenta centímetros de longitud. En él empezó a formarse una imagen. Hawkmoon vio que la imagen correspondía al propio Kalan mirando fijamente el cuarzo ovalado, hacia el infinito. La pantalla reveló exactamente aquello que Hawkmoon veía. Al volver ligeramente la cabeza, la imagen se alteró en el mismo sentido.

—Funciona, ¿lo veis? —murmuró Kalan encantado—. Aquello que vos percibís, es lo que percibe la joya. Vayáis adonde vayáis, desde aquí podremos ver todo aquello que hagáis y las personas con las que os encontréis.

Hawkmoon trató de hablar, pero no pudo decir nada. Tenía la garganta reseca y parecía como si algo le estuviera presionando los pulmones. Volvió a tocarse la cálida joya, de una textura tan similar a la carne, pero al mismo tiempo tan distinta en cualquier otro aspecto. —¿Qué me habéis hecho? —terminó por preguntar con su tono uniforme de siempre.

—Simplemente, nos hemos asegurado vuestra lealtad —contestó Kalan con una sonrisa—. Habéis entrado a formar parte de la vida de la máquina. Si así lo deseáramos, podríamos transferir toda la vida de la máquina a la joya, y entonces…

Hawkmoon se adelantó rígidamente hacia el barón y le cogió por el brazo. —¿Qué hará en tal caso?

—Devorará vuestro cerebro, duque de Colonia. Devorará vuestro cerebro.

El barón Meliadus precedió apresuradamente a Dorian Hawkmoon a través de los pasillos brillantemente iluminados del palacio. Hawkmoon llevaba ahora una espada colgada al cinto, e iba vestido con ropas como las que había llevado en la batalla de Colonia. Era plenamente consciente de la presencia de la joya en la frente, pero de muy poco más. Los pasillos se fueron haciendo cada vez más anchos, hasta alcanzar la extensión de una calle de buen tamaño. A lo largo de las paredes se alineaban de trecho en trecho los guardias con las máscaras de la orden de la Mantis. Ante ellos se levantaban enormes puertas, como masas de joyas que configuraban extraños modelos de mosaicos.

—La sala del trono —murmuró el barón—. Ahora, el rey–emperador os inspeccionará.

Las puertas se abrieron lentamente para dejar al descubierto la magnificencia de la sala del trono, que casi cegó a Hawkmoon con su brillantez. Había resplandor y música; desde una docena de galerías que se elevaban hacia el techo abovedado descendían centenares de temblorosos estandartes pertenecientes a las familias más nobles de Granbretan. Los soldados de la orden de la Mantis, con sus máscaras insecto y sus armaduras de colores negro, verde y dorado, se alineaban a lo largo de las paredes y galerías, rígidos en su actitud de presentar armas, con la lanza de fuego adelantada.

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