—Se trata de cristal —dijo—, aunque creo que es una clase de cristal muy familiar…
—Está hecho de la misma sustancia con la que se creó el instrumento que os trajo hasta aquí —le dijo el Guerrero de Negro y Oro. Entonces, se quitó el guantelete de una mano y allí, en el dedo corazón, se pudo ver un anillo idéntico—. Y posee las mismas propiedades: es capaz de transportar a un hombre a través de las dimensiones.
—Tal y como me lo imaginaba —asintió Hawkmoon—. Así pues, no ha sido ninguna clase de disciplina mental lo que os ha permitido llegar hasta aquí, sino un trozo de cristal. ¡Dad por seguro que os colgaré! ¿Dónde conseguisteis el anillo?
—Me lo dio aquel hombre… Mygan de Llandar. Os juro que ésa es la verdad. Y tiene otros…, ¡puede hacer muchos más! —gritó Tozer—. No me colguéis, os lo ruego. Os diré exactamente dónde encontrar al anciano.
—Eso es algo que necesitaremos saber —dijo pensativamente Bowgentle—, ya que tendremos que encontrarlo antes de que lo hagan los señores del Imperio Oscuro.
Debemos apoderarnos de él y de sus secretos… por nuestra propia seguridad. —¿Qué? ¿Debemos viajar a Granbretan? —preguntó D'Averc lleno de asombro.
—Parece que será necesario hacerlo —le contestó Hawkmoon.
En el concierto, Flana Mikosevaar, condesa de Kanbery, se ajustó la máscara de hilo de oro y miró a su alrededor con aire ausente viendo al resto del público sólo como una masa de colores vivaces. La orquesta, situada en el centro de la sala de baile, interpretaba una melodía salvaje y compleja, una de las últimas obras de Londen Johne, el último gran músico de Granbretan, que había muerto dos siglos antes.
La máscara de la condesa era la de una ornamentada garza real, con los ojos facetados en mil fragmentos de joyas raras. Su pesado vestido estaba hecho a base de un luminoso brocado que cambiaba sus numerosos colores a medida que variaba la luz.
Ella era la viuda de Asrovak Mikosevaar, quien había muerto bajo la espada de Dorian Hawkmoon durante la primera batalla de Camarga. El renegado muscoviano, que había formado la legión del Buitre para luchar en el continente europeo, y cuyo eslogan había sido «Muerte a la vida», no fue llorado por Flana de Kanbery, quien tampoco sentía ningún deseo especial de venganza contra quien le había matado. Él había sido su decimosegundo esposo, y la feroz demencia de aquel amante sediento de sangre había servido para el placer de la condesa durante un tiempo más que suficiente, antes de que se marchara a la guerra contra Camarga. Desde entonces, ella había tenido varios amantes y su recuerdo de Asrovak Mikosevaar era tan nebuloso como el de todos los demás hombres que había conocido, pues Flana era una persona introvertida que apenas si era capaz de distinguir a una persona de la otra.
En general, tenía la costumbre de destruir a sus esposos y amantes en cuanto representaran un inconveniente para ella. El instinto, antes que la consideración intelectual, le impedían asesinar a los más poderosos de entre ellos. Esto, sin embargo, no quería decir que fuera incapaz de amar, ya que podía hacerlo apasionadamente, dedicada por completo al objeto de su amor, aunque lo cierto es que no podía mantener esa emoción durante mucho tiempo. La condesa de Kanbery no conocía ni el odio ni la lealtad. En general, se comportaba como un animal neutral, haciendo pensar a muchos en un felino y a otros en una araña, aunque su gracia y su belleza hacían recordar más al primero. Y había muchos que la odiaban y que planeaban vengarse de ella por un esposo robado o un hermano envenenado, y que habrían llevado a cabo esa venganza de no haber sido por el hecho de que la condesa de Kanbery era prima del rey–emperador Huon, el monarca inmortal que habitaba eternamente en el globo del trono, que, como una inmensa matriz, ocupaba la sala del trono de su palacio. Así pues, ella era centro de numerosas atenciones, puesto que se trataba de la única superviviente de la familia del monarca, y ciertos elementos de la corte consideraban que, si Huon era destruido, ella sería nombrada reina–emperatriz y entonces podría servir a sus propios intereses.
Inconsciente de las numerosas tramas que la involucraban, Plana de Kanbery seguía viviendo sin que nada la molestara, ya que no sentía la menor curiosidad por conocer los asuntos de nadie relacionado o cercano a ella, y sólo trataba de satisfacer sus propios y oscuros deseos, y de aliviar el extraño anhelo melancólico que anidaba en su alma y que ni ella misma era capaz de definir. Muchos se habían interrogado sobre su actitud y buscado sus favores con el único objeto de desenmascararla y ver qué les podía decir su rostro, pero éste, hermoso, de piel suave, siempre con las mejillas ligeramente arreboladas, con unos ojos grandes y dorados, mantenía siempre una expresión remota y misteriosa, ocultando mucho más de lo que pudiera ocultar cualquier máscara.
La música terminó, el público se movió y los colores adquirieron viveza a medida que los tejidos ondeaban y las máscaras se volvían, asentían y hacían gestos. Pudo ver un grupo de delicadas máscaras, correspondientes a las damas que estaban rodeadas por los cascos militares de los capitanes de los grandes ejércitos granbretanianos, recién llegados de los campos de batalla. La condesa se levantó, pero no se dirigió hacia ellos.
Vagamente, reconoció algunos de los cascos, particularmente el del barón Meliadus, de la orden del Lobo, que había sido su esposo cinco años antes y que terminó por divorciarse (una acción de la que ella apenas si se dio cuenta). Allí estaba también Shenegar Trott, recostado sobre cómodos cojines, servido por esclavas continentales desnudas, con su máscara de plata representando la parodia de un rostro humano. Y también vio la máscara del duque de Lakasdeh, Pra Flenn, que apenas tenía dieciocho años y que ya había logrado someter a diez grandes ciudades. Su casco era una cabeza de dragón de aspecto burlón. En cuanto a los demás, creía conocerlos, y terminó por darse cuenta de que se trataba de los más poderosos señores de la guerra, que habían regresado para celebrar sus victorias, dividirse entre ellos los territorios conquistados y recibir las felicitaciones del emperador. Todos ellos reían sonoramente, con actitudes orgullosas, mientras las damas revoloteaban a su alrededor. Es decir, todos excepto su ex marido Meliadus, que parecía querer evitarlos, dedicado a hablar con su cuñado Taragorm, jefe del palacio del Tiempo, y con el barón Kalan de Vitall, con máscara de serpiente, que era el gran jefe de la orden de la Serpiente y principal científico del rey–emperador. Plana frunció el ceño detrás de su máscara, recordando vagamente que Meliadus solía evitar a Taragorm…
—¿Y qué tal os ha ido, hermano Taragorm? —preguntó Meliadus con una forzada cordialidad.
—Bien —contestó secamente el hombre que se había casado con la hermana del barón.
Se preguntó por qué razón le habría abordado Meliadus, cuando todo el mundo sabía que el barón sentía celos de Taragorm porque éste se había ganado el afecto de su hermana. La enorme máscara se elevó con aire de suficiencia. Estaba formada por un reloj monstruoso de latón esmaltado y cubierto de hilo de oro, con números de madreperlas incrustadas y manecillas de plata afiligranada, mientras que la caja de la que se balanceaba el péndulo se extendía hasta la parte superior del amplio pecho de Taragorm. La caja era de un material transparente, como si fuera cristal de un color azulado, a través del cual se veía el péndulo dorado balanceándose de un lado a otro.
Todo el reloj quedaba equilibrado por medio de un complejo mecanismo para que se ajustara a cada uno de los movimientos de Taragorm. Daba las horas, las medias y los cuartos, y a mediodía y a medianoche tocaba las ocho primeras estrofas de las Antipatías temporales de Sheneven. —¿Y cómo les va a los relojes de vuestro palacio? —siguió preguntando Meliadus con su insólita actitud amable—. ¿Dan todos las horas al mismo tiempo?
Taragorm tardó un momento en comprender que su cuñado sólo intentaba bromear, de modo que no contestó nada. Meliadus se aclaró la garganta.
—He oído decir —intervino Kalan, el de la máscara de serpiente— que estáis experimentando con una máquina capaz de viajar a través del tiempo, lord Taragorm. Da la casualidad de que yo también he estado experimentando… con una máquina…
—Desearía preguntaros por vuestros experimentos, hermano —le dijo Meliadus a Taragorm—. ¿Cómo los tenéis de avanzados?
—Están razonablemente adelantados, hermano. —¿Os habéis movido ya a través del tiempo?
—No personalmente.
—Mi máquina —intervino el barón Kalan implacablemente —, es capaz de mover naves a enormes velocidades a través de vastas distancias. Podríamos invadir cualquier país de la Tierra, sin importar lo lejos que esté… —¿Cuándo se habrá alcanzado ese punto? —preguntó Meliadus, acercándose más a Taragorm—. ¿Cuándo podrá un hombre viajar al pasado o al futuro?
El barón Kalan se encogió de hombros y se volvió.
—Tengo que volver a mis laboratorios —dijo—. El rey–emperador me ha encargado que termine mi trabajo con toda urgencia. Buenos días, milores.
—Buenos días —el barón Meliadus se despidió de él con aire ausente y después, dirigiéndose a Taragorm, añadió—: Y ahora, hermano, tenéis que hablarme de vuestro trabajo… Quizá podáis mostrarme hasta dónde habéis avanzado.
—Mi trabajo es secreto, hermano —replicó Taragorm con suficiencia—. No puedo llevaros al palacio del Tiempo sin el permiso expreso del rey Huon. Eso es lo primero que debéis conseguir.
—Seguramente, no será necesario que yo obtenga ese permiso.
—Nadie es tan grande como para actuar sin la bendición de nuestro rey–emperador.
—Pero la cuestión es de una importancia extraordinaria, hermano —insistió Meliadus con un tono de voz desesperado, casi suplicante. —. Nuestros enemigos se nos han escapado, dirigiéndose probablemente a otra era de la Tierra, al menos por lo que he podido deducir. Y ellos representan una amenaza para la seguridad de Granbretan—. ¿Os referís a ese puñado de rufianes a quienes no pudisteis derrotar en la batalla de Camarga?
—Ya casi los habíamos conquistado… Sólo la ciencia o la hechicería les salvó de nuestra venganza. Nadie me echa en cara mi fracaso. —¿Excepto quizá vos mismo? ¿Os acusáis vos mismo de vuestro fracaso?
—No me siento acusado de nada ni por nadie. Pero debo terminar de una vez con esa cuestión, eso es todo. Pretendo limpiar todo el imperio de sus enemigos. ¿En qué radica el error?
—He oído rumores en el sentido de que vuestra batalla es más un asunto personal, y de que incluso habéis establecido ciertos estúpidos compromisos para lograr una venganza personal contra quienes habitan en Camarga.
—Eso sólo es una opinión, hermano —replicó Meliadus, conteniendo su desazón con dificultad—. Pero la realidad es que yo sólo temo por el bienestar de nuestro imperio.
—En tal caso, contadle vuestros temores al rey Huon, y es posible que entonces os permita visitar mi palacio.
Taragorm se volvió y, al hacerlo, su máscara empezó a dar la hora, haciendo momentáneamente imposible la continuación de la conversación. Meliadus hizo un gesto como para seguirle, pero después cambió de idea y se alejó, saliendo del salón con aire ausente.
Rodeada ahora por los jóvenes lores, cada uno de los cuales intentaba atraer sus atenciones, la condesa Plana Mikosevaar observó la partida del barón Meliadus.
Por la actitud impaciente de su paso, dedujo que estaba de muy mal humor. Después, se olvidó de él y volvió su atención a las galanterías de que era objeto, dedicándose a escuchar no las palabras (que le eran muy familiares), sino las voces, que le parecieron como melodías antiguas y favoritas.
Ahora, Taragorm estaba conversando con Shenegar Trott.
—Voy a presentarme ante el rey–emperador a lo largo de la mañana —le dijo Trott al jefe del palacio del Tiempo—. Creo que se trata de una misión que desea confiarme y que, en estos momentos, es un secreto que sólo él conoce. Tenemos que mantenernos ocupados, ¿no os parece, lord Taragorm?
—Desde luego que sí, conde Shenegar, a menos que el aburrimiento se apodere de todos nosotros.
Al día siguiente, Meliadus esperaba con impaciencia en el exterior del salón del trono del rey–emperador. La noche anterior había solicitado una audiencia y se le había dicho que se presentara a las once. Ahora ya eran las doce y todavía no se habían abierto las puertas para admitirle. Aquellas puertas, que se perdían en la semipenumbra del enorme techo, estaban incrustadas de joyas que configuraban un mosaico de imágenes de antiguas cosas. Los cincuenta guardias enmascarados de la orden de la Mantis que las bloqueaban, permanecían rígidos, con las lanzas de fuego preparadas en un ángulo preciso. Meliadus paseaba arriba y abajo del vestíbulo, ante ellos; detrás de él se extendían los relucientes pasillos que daban paso al palacio alucinante del reyemperador.
Meliadus intentó reprimir el malestar que le causaba el hecho de que el rey–emperador no le hubiera recibido de inmediato. Después de todo, ¿no era él el principal señor de la guerra en Europa? ¿Acaso los ejércitos de Granbretan no habían conquistado todo el continente bajo su dirección? ¿No había conducido él mismo a aquellos ejércitos hacia el Oriente Medio, añadiendo así muchos más territorios a los dominios del Imperio Oscuro? ¿Por qué razón querría insultarle el rey–emperador, haciéndole esperar de aquella manera? Meliadus, el primero de los guerreros de Granbretan, debería tener prioridad sobre otros mortales mucho menos importantes que él. Empezaba a sospechar la existencia de un complot en contra suya. Por lo que le había dicho tanto Taragorm como otros, parecía extenderse la opinión de que empezaba a perder influencia. Eran unos estúpidos si no se daban cuenta de la amenaza que representaban Hawkmoon, el conde de Brass y Huillam d'Averc. Si lograban escapar de donde se encontraban, no tardarían en inducir a otros a la rebelión, lo cual dificultaría la tarea de acelerar la conquista. Sin duda alguna, el rey Huon no habría escuchado a quienes murmuraban en su contra. El rey–emperador era sabio y objetivo. En caso contrario no sería apto para gobernar…
Meliadus rechazó aquel pensamiento, horrorizado.
Las puertas enjoyadas empezaron a abrirse por fin con lentitud, hasta que dejaron el espacio suficiente como para que pudiera pasar un solo hombre…, y a través de la abertura apareció una figura desenvuelta y corpulenta. —¡Shenegar Trott! —exclamó Meliadus—. ¿Habéis sido vos quien me ha hecho esperar durante tanto tiempo?