La puerta se abrió por fin y cuatro enormes negros armados con picas y vestidos con ropas de color púrpura le impidieron el paso. Hawkmoon vio un patio interior tras ellos.
Trató de avanzar hacia allí, pero las picas le amenazaron inmediatamente. —¿Qué asunto tenéis que tratar con nuestro amo, Malagigi? —le preguntó uno de los negros.
—Busco su ayuda. Se trata de una cuestión de gran importancia. Estoy en peligro.
Una figura apareció en los escalones que conducían a la casa. El hombre iba vestido con una sencilla toga blanca. Tenía un largo pelo gris e iba pulcramente afeitado. Su rostro era arrugado y viejo, pero la piel mostraba un aspecto juvenil. —¿Por qué razón debería ayudaros Malagigi? —preguntó el hombre—. Ya veo que venís del oeste. Las gentes que llegan del oeste sólo traen guerra y disensión a Hamadán. ¡Marchaos! ¡No quiero saber nada de ninguno de vosotros! —¿Sois el señor Malagigi? —preguntó Hawkmoon—. Yo mismo soy una víctima de esas gentes. Ayudadme y yo podré ayudaros a desembarazaros de ellos. Por favor, os lo ruego…
—Marchaos. ¡No tomaré parte en vuestras luchas internas!
Los negros hicieron retroceder a los dos hombres y las puertas se cerraron.
Hawkmoon empezó a golpear de nuevo las puertas, pero entonces Oladahn le agarró por un brazo, haciéndole una indicación hacia la parte alta de la calle. Por allí llegaban seis jinetes con máscara de lobo, dirigidos por alguien cuya ornamentada máscara Hawkmoon reconoció instantáneamente. Se trataba del propio Meliadus. —¡Ja! ¡Vuestro momento ha llegado, Hawkmoon! —gritó Meliadus con una expresión de triunfo, al tiempo que desenvainaba la espada y se lanzaba a la carga.
Hawkmoon le hizo dar la vuelta a su caballo. Aunque su odio contra Meliadus era tan fuerte como siempre, sabía que no podía enfrentarse con él en aquellos momentos. Él y Oladahn huyeron calle abajo, y sus poderosos caballos no tardaron en dejar atrás a los de los hombres de Meliadus.
Agonosvos o su mensajero debía de haberle dicho a Meliadus lo que Hawkmoon se proponía, y el barón habría acudido para unirse a sus propios hombres, ayudarles a apoderarse de Hamadán y cumplir su venganza personal sobre Hawkmoon.
Hawkmoon huyó pasando de una estrecha calle a otra hasta que perdió de vista a su perseguidor, al menos por el momento.
—Tenemos que escapar de la ciudad —le gritó a Oladahn—. Es nuestra única oportunidad. Quizá podamos volver a entrar más tarde y convencer a Malagigi de que nos ayude…
Su voz se detuvo de pronto cuando uno de los murciélagos gigantescos descendió de repente para posarse justo frente a ellos, con las garras extendidas. Más allá de aquella tenebrosa criatura se abría una puerta y se encontraba la libertad.
Hawkmoon se hallaba ahora tan desesperado, sobre todo después de la negativa de Malagigi a ayudarle, que cargó directamente contra la bestia de batalla, haciendo oscilar la espada contra sus crueles garras. El murciélago lanzó un silbido y sus garras golpearon, alcanzando a Hawkmoon en el brazo que ya tenía herido. El joven noble levantó su espada una y otra vez, introduciéndola en la carne de aquella bestia horrible hasta que surgió una sangre negra y le cortó uno de los tendones. El hocico picudo se abrió y se lanzó contra Hawkmoon. El caballo retrocedió cuando la cabeza de la bestia avanzó y Hawkmoon lanzó rápidamente la espada hacia arriba, tratando de golpear el enorme y brillante ojo. La hoja se introdujo en él. La criatura lanzó un grito terrible y una mucosa amarillenta empezó a brotar de la herida.
Hawkmoon introdujo la hoja por segunda vez. Aquella bestia se tambaleó y empezó a caer hacia él, pero Hawkmoon se las arregló para lograr ladear su caballo, apenas a tiempo, en el instante en que el murciélago de batalla se desmoronaba. Después, se lanzó a todo galope hacia la puerta y las colinas que se extendían más allá, mientras Oladahn gritaba a su espalda: —¡Le habéis matado, lord Dorian!
Y el pequeño hombre reía ferozmente.
No tardaron en hallarse entre las colinas, donde se unieron a los cientos de guerreros derrotados que habían sobrevivido a la batalla librada en el interior de la ciudad. Ahora cabalgaban con lentitud. Finalmente, llegaron todos a un valle profundo donde vieron el carro de bronce que había conducido antes la reina guerrera. Los soldados se habían tumbado sobre la hierba, agotados, mientras que la mujer de pelo revuelto deambulaba entre ellos. Hawkmoon vio otra figura cerca del carro. Se trataba del Guerrero de Negro y Oro, que parecía estar esperándole a él.
Hawkmoon desmontó y se acercó al guerrero. La mujer se aproximó y permaneció apoyada contra el carro, con los ojos encendidos por la misma cólera que Hawkmoon había observado antes en ellos.
La profunda voz del Guerrero de Negro y Oro surgió de debajo del casco, sonando lacónica:
—De modo que Malagigi no está dispuesto a ayudaros, ¿no es eso?
Hawkmoon sacudió la cabeza, mirando a la mujer sin curiosidad alguna. Se sentía desilusionado, aunque esa sensación empezaba a ser sustituida por el salvaje fatalismo que le había salvado la vida en su lucha contra el murciélago gigante.
—Ahora ya he terminado —se limitó a decir—, pero al menos puedo regresar para tratar de encontrar una forma de matar a Meliadus.
—Ésa es una ambición común a ambos —intervino la mujer—. Soy la reina Frawbra. Mi traicionero hermano aspira a ocupar el trono y trata de conseguirlo con la ayuda de vuestro Meliadus y de sus guerreros. Es posible que ya lo haya conseguido, puesto que, al parecer, nuestros enemigos nos superan en número y no contamos con la menor posibilidad de recuperar la ciudad.
Hawkmoon la miró con una expresión reflexiva.
—Si hubiera una posibilidad, por muy débil que fuera, ¿correríais el riesgo?
—Si no existiera esa posibilidad, trataría de encontrarla —replicó la mujer—. Pero no estoy segura de que mis guerreros quieran seguirme.
En ese momento, otros tres jinetes llegaron al campamento. La reina Frawbra les llamó y preguntó: —¿Acabáis de escapar de la ciudad?
—Sí —contestó uno de ellos—. Están empezando a saquearla. Jamás he visto unos conquistadores tan salvajes como esos occidentales. Su jefe, un hombre muy alto, se ha atrevido a asaltar la casa de Malagigi y le ha hecho prisionero. —¿Qué? —exclamó Hawkmoon—. ¿Que Meliadus ha hecho prisionero al hechicero?
En tal caso no me queda la menor esperanza.
—Tonterías —dijo el Guerrero de Negro y Oro—. Aún queda esperanza. Mientras Meliadus conserve a Malagigi con vida, tendréis una posibilidad. Y a él le interesa conservarlo con vida, puesto que el hechicero conoce muchos secretos que a Meliadus le encantaría aprender. Tenéis que regresar a Hamadán con los ejércitos de la reina Frawbra, volver a tomar la ciudad y rescatar a Malagigi.
—Pero ¿nos queda tiempo? —preguntó Hawkmoon encogiéndose de hombros—. La Joya Negra ya muestra señales de estar calentándose. Eso significa que está recuperando su fuerza vital. No tardaré en verme convertido en una criatura sin mente…
—En tal caso, nada tenéis que perder, lord Dorian —intervino Oladahn. Puso una mano peluda sobre el brazo de Hawkmoon y le dirigió una sonrisa amistosa—. Nada que perder.
Hawkmoon se echó a reír amargamente apartando con suavidad la mano de su amigo.
—Ah, tenéis razón. No tengo nada que perder. Bien, reina Frawbra, ¿qué decís vos?
—Hablemos con los que quedan de mi ejército —dijo la mujer embutida en su coraza.
Un momento después, Hawkmoon se subió al carro de combate y se dirigió a los agotados guerreros.
—Hombres de Hamadán, he recorrido muchos centenares de kilómetros desde el oeste, donde Granbretan gobierna. Mi propio padre fue torturado hasta morir por el mismo barón Meliadus que hoy ayuda a los enemigos de vuestra reina. He visto naciones enteras reducidas a cenizas, con sus poblaciones diezmadas o esclavizadas. He visto niños crucificados y colgados de las horcas. He conocido a bravos guerreros convertidos en perros serviles. Sé que os debe parecer inútil resistir a los hombres enmascarados del Imperio Oscuro, pero pueden ser derrotados. Yo mismo fui uno de los comandantes de un ejército que apenas contaba con mil hombres, y que fue capaz de poner en fuga a un ejército de Granbretan de más de veinte mil soldados. Y lo que nos permitió conseguir la victoria fue nuestra voluntad de vivir, el hecho de saber que, si huíamos, nos merecíamos ser cazados como conejos y morir finalmente de un modo ignominioso. Vosotros, al menos, podéis morir con valentía, como hombres…, sabiendo que existe una posibilidad de derrotar a las fuerzas que hoy han ocupado vuestra ciudad…
Siguió hablando de la misma guisa y, poco a poco, los cansados guerreros se fueron reanimando. Algunos le vitorearon. Entonces, la reina Frawbra se unió a él en el carro y gritó a sus hombres que siguieran a Hawkmoon de regreso a Hamadán, para atacar mientras el enemigo se hallaba desprevenido, mientras sus soldados estaban borrachos, peleándose entre ellos por la posesión del botín.
Las palabras de Hawkmoon les habían animado; ahora, las palabras de la reina Frawbra les ayudaron a comprender la lógica de su actitud. Empezaron a aprestar sus armas, a ajustarse las armaduras, a buscar sus caballos.
—Atacaremos esta misma noche —gritó la reina—. No les daremos tiempo para que adivinen nuestro plan.
—Creo que cabalgaré con vos —dijo el Guerrero de Negro y Oro.
Y aquella misma noche regresaron a caballo hacia Hamadán, donde los soldados conquistadores se divertían tumultuosamente. Las puertas de acceso seguían abiertas y apenas si estaban vigiladas, mientras que las bestias de batalla dormían sonoramente, con los estómagos llenos con la carne de sus presas.
Penetraron estruendosamente en la ciudad y asaltaron a sus enemigos casi antes de que se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo. Hawkmoon los dirigió. La cabeza le dolía terriblemente, y la Joya Negra había empezado a palpitar en su cráneo. Tenía el rostro tenso y pálido, y había en su actitud algo que inducía a los soldados a huir ante su sola presencia, cuando su caballo se encabritaba y él levantaba la espada y gritaba:
«¡Hawkmoon! ¡Hawkmoon!», lanzando estocadas a uno y otro lado, lleno de una histeria por matar.
Pisándole los talones avanzaba el Guerrero de Negro y Oro, que combatía metódicamente con el aspecto de quien cumplía con una aburrida obligación. La reina Frawbra también estaba allí, dirigiendo su carro de combate contra los asombrados grupos de guerreros, mientras que Oladahn de las montañas, subido a uno de los pescantes, arrojaba una flecha tras otra contra el enemigo.
Hicieron retroceder a las fuerzas de Nahak y a los mercenarios de la orden del Lobo por toda la ciudad. Entonces, Hawkmoon distinguió la bóveda de la casa de Malagigi y lanzó a su caballo sobre las cabezas de quienes le impedían el paso hasta llegar ante la casa. Una vez allí, se puso en pie sobre la grupa de su montura, se agarró a la parte superior del muro y se izó a pulso.
Cayó al otro lado del patio evitando por poco el cuerpo despatarrado de uno de los guardianes negros de Malagigi. La puerta de la casa estaba destrozada y el interior había sido saqueado.
Abriéndose paso por entre los muebles destrozados, Hawkmoon encontró una estrecha escalera. Sin duda alguna, conducía a los laboratorios del mago. Empezó a subir la escalera, y se hallaba a medio camino cuando una puerta se abrió en la parte superior y aparecieron ante él dos guardias con máscaras de lobo. Los hombres descendieron a su encuentro, con las espadas preparadas. Hawkmoon levantó la suya para defenderse. La expresión de su rostro se contrajo en una mueca mortal mientras lo hacía, y en sus ojos brillaba un rasgo de locura que se mezclaba con la furia y la desesperación. Lanzó su espada una, dos veces y dos cadáveres cayeron rodando por los escalones. Poco después, Hawkmoon entró en la estancia situada en la parte superior de la escalera, donde descubrió a Malagigi atado con correas al muro, con huellas de haber sido torturado en las extremidades.
Rápidamente, cortó las ligaduras del anciano y lo depositó suavemente sobre un camastro que había en un rincón. Había bancos de trabajo por todas partes, llenos de aparatos alquímicos y de pequeñas máquinas. Malagigi se agitó y abrió los ojos.
—Tenéis que ayudarme, señor —dijo Hawkmoon con la voz enronquecida—. He venido para salvaros la vida. Al menos podríais intentar salvar la mía.
Malagigi se incorporó sobre el camastro, haciendo muecas de dolor.
—Ya os lo dije… No haré nada en favor de ninguno de los dos bandos. Torturadme si queréis, como ha hecho vuestro compatriota, pero yo no… —¡Maldito seáis! —exclamó Hawkmoon—. Me arde la cabeza. Tendré suerte si consigo llegar al amanecer. No podéis negaros. He recorrido más de tres mil kilómetros sólo para buscar vuestra ayuda. Yo soy tan víctima de Granbretan como vos, e incluso más. Yo…
—Demostrádmelo y quizá os ayude —dijo Malagigi—. Arrojad a los invasores de la ciudad y después de eso venid a verme.
—Para entonces ya será demasiado tarde. La joya tiene su propia vida. En cualquier momento puede…
—Demostradmelo —insistió Malagigi, volviendo a hundirse en el camastro.
Hawkmoon medio levantó la espada, lleno de rabia y desesperación, casi decidido a matar al anciano. Pero finalmente se dio media vuelta y bajó corriendo la escalera, salió al patio, abrió la puerta y montó de un salto sobre la silla de su caballo.
Finalmente, encontró a Oladahn. —¿Qué curso sigue la batalla? —le preguntó a gritos por encima de las cabezas de los combatientes.
—Creo que no muy bien. Meliadus y Nahak se han reagrupado y conservan la mitad de la ciudad. La fuerza principal se ha concentrado en la plaza central, donde está el palacio.
La reina Frawbra y vuestro amigo de la coraza negra ya dirigen un ataque en esa zona, pero me temo que inútilmente.
—Veámoslo por nosotros mismos —dijo Hawkmoon.
Tiró brutalmente de las riendas de su caballo y lo obligó a abrirse paso por entre los guerreros que no dejaban de combatir, lanzando tajos aquí y allá, contra amigos o enemigos, dependiendo de quien se interpusiera en su camino.
Oladahn le siguió, y finalmente ambos llegaron a la gran plaza central, donde encontraron a los dos ejércitos enfrentados. Montado y a la cabeza de sus hombres estaba Meliadus, acompañado por Nahak, de expresión bastante estúpida, que, evidentemente, no era más que un títere en manos del barón del Imperio Oscuro. Frente a ellos se encontraban la reina Frawbra en su ya medio destrozado carro de guerra y el Guerrero de Negro y Oro.