El Bastón Rúnico (22 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El Bastón Rúnico
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Mientras Hawkmoon se apresuraba a recoger su espada y montar sobre el gran caballo azul, escuchó tras él una voz que le gritó:

—No olvidaré esto, Dorian Hawkmoon. Llegará el día en que os convertiréis en juguete del barón Meliadus…, y yo estaré allí para verlo.

Hawkmoon se estremeció y espoleó su caballo hacia el sur, en dirección al lugar donde, según el mapa, estaba el mar de Mermian.

Dos días más tarde el cielo se había despejado y un sol amarillento refulgía en el cielo azul. Por delante de ellos se extendía una ciudad situada junto al mar refulgente. Allí podrían embarcarse en dirección a Turquía.

3. El Guerrero de Negro y Oro

El pesado mercante turco surcó las tranquilas aguas del océano, con la espuma rompiéndose ante su quilla y su única vela latina extendida como el ala de un ave para tomar el fuerte viento. El capitán de la nave, que llevaba un fez dorado con borla y una chaquetilla bordada, con los largos y sueltos pantalones sujetos a los tobillos por bandas doradas, se encontraba en la popa de la nave, en compañía de Hawkmoon y Oladahn. El capitán señaló con un dedo los dos grandes caballos azules sujetos en el puente inferior y comentó:

—Son animales muy hermosos. Nunca he visto otros iguales por estos parajes. —Se rascó la barba puntiaguda y añadió—: ¿No estaríais dispuestos a venderlos? Una parte de este barco me pertenece y podría pagaros un buen precio.

—Esos caballos valen para mí mucho más que cualquier riqueza —contestó Hawkmoon negando con un movimiento de cabeza.

—Lo creo —replicó el capitán, sin comprender el verdadero significado de sus palabras.

Después, levantó la mirada hacia lo alto del palo cuando escuchó el grito del hombre que había allí, quien señalaba, con el brazo extendido hacia el oeste.

Hawkmoon miró en la misma dirección y observó que tres velas surgían sobre el horizonte. El capitán levantó su catalejo. —¡Por Rakar…! ¡Son naves del Imperio Oscuro!

Le entregó el catalejo a Hawkmoon y éste pudo observar con claridad las velas negras de las naves. Cada una de ellas ostentaba el símbolo del tiburón, perteneciente a la flota de guerra del Imperio Oscuro. —¿Tendrán intenciones de hacernos algún daño? —preguntó.

—Esas naves hacen daño a todas las que no son de su clase —contestó sombríamente el capitán—. Sólo podemos rezar para que no nos hayan descubierto.

Cada vez hay más naves como ésas en los mares. El año pasado… —Se detuvo para comunicar unas órdenes a sus hombres. El barco mercante avanzó con mayor rapidez cuando se desplegó la vela de estay—. Hace un año sólo había unas pocas, y la mayoría de ellas se dedicaban al comercio pacífico. Pero ahora dominan los mares. Encontraréis sus armas en Turquía, en Siria, en Persia, en todas partes, extendiendo la insurrección y ayudando a los revoltosos locales. En mi opinión, no tardarán en apoderarse del este del mismo modo que se han apoderado del oeste… Sólo necesitarán un par de años más.

Las naves del Imperio Oscuro no tardaron en desaparecer de nuevo bajo la línea del horizonte, y el capitán lanzó un suspiro de alivio.

—No me sentiré tranquilo hasta que no hayamos divisado puerto —dijo.

Avistaron el puerto turco a la caída del sol, y se vieron obligados a permanecer fuera de sus aguas hasta la mañana siguiente, cuando entraron en él, aprovechando la marea alta, y atracaron.

No mucho después, los tres barcos de guerra del Imperio Oscuro entraron a su vez en el puerto, mientras Hawkmoon y Oladahn se apresuraban a comprar todas las provisiones que podían y a seguir la ruta indicada por el mapa, hacia el este, en dirección a Persia.

Una semana más tarde los grandes caballos les habían llevado ya más allá de Ankara y cruzado el río Kizilirmac, y ahora cabalgaban por un terreno lleno de colinas, donde todo parecía amarillo y pardo bajo un sol implacable. En varias ocasiones vieron el paso de ejércitos, pero los evitaron. Los ejércitos estaban compuestos por tropas locales, incrementadas a menudo por guerreros enmascarados de Granbretan. Hawkmoon se sintió muy perturbado al ver esto último, pues no había esperado que la influencia del Imperio Oscuro se extendiera tan lejos. En una ocasión fueron testigos de una batalla, librada a cierta distancia, y observaron cómo las disciplinadas fuerzas de Granbretan derrotaban con facilidad al ejército oponente. Ahora, Hawkmoon cabalgaba desesperadamente hacia Persia.

Un mes más tarde, mientras sus caballos trotaban a lo largo de las riberas de un lago enorme, Oladahn y Hawkmoon se vieron repentinamente sorprendidos por un grupo de unos veinte guerreros que aparecieron de pronto sobre la cresta de una colina, que descendieron, lanzándose a la carga contra ellos. Las máscaras de los guerreros refulgieron al sol, aumentando así la ferocidad de su aspecto… Eran las máscaras de la orden del Lobo. —¡Vaya! ¡Los dos que busca nuestro jefe! —gritó uno de los jinetes delanteros—. Si apresamos con vida al más alto obtendremos una buena recompensa.

—Me temo, lord Dorian, que estamos condenados —dijo Oladahn con serenidad.

—No queda más escapatoria que morir luchando —dijo Hawkmoon sombríamente, desenvainando la espada.

Si los caballos no hubieran estado tan cansados, habría tratado de huir a uña de caballo, pero sabía que eso sería inútil ahora.

Los jinetes con máscaras de lobo no tardaron en rodearles. Hawkmoon contaba con la ligera ventaja de querer matarlos, mientras que ellos le querían coger vivo. Golpeó de lleno a uno en plena máscara con la empuñadura de su espada, medio cortó un brazo de otro, atravesó la ingle de un tercero y derribó a un cuarto de su caballo. Ahora combatían ya en las aguas superficiales del lago, con los caballos chapoteando en el agua.

Hawkmoon vio que Oladahn se estaba defendiendo bien, pero el pequeño hombre lanzó de pronto un grito y cayó de la silla de su montura. Hawkmoon ya no pudo verle, rodeado de enemigos como estaba, pero lanzó maldiciones y redobló sus esfuerzos.

Ahora, le presionaban tanto que apenas si disponía de sitio para maniobrar la espada.

Se dio cuenta, con una oleada de angustia, de que no tardarían en apresarle. Siguió revolviéndose e hiriendo a sus enemigos, ensordecido por el entrechocar de los metales y con las narices llenas del olor de la sangre.

Entonces notó que la presión cedía y, a través de un bosque de espadas levantadas, vio que un aliado se le había unido en su lucha. Ya había visto con anterioridad a aquel hombre…, pero sólo en sueños, o en visiones muy similares a los sueños. Se trataba del mismo hombre que había visto en Francia y más tarde en Camarga. Iba vestido con una armadura completa de colores negro y oro, y un largo casco le cubría la cabeza por entero. Manejaba una enorme espada de más de metro y medio de longitud, y montaba un caballo blanco de batalla, casi tan grande como el del propio Hawkmoon. Cada vez que lanzaba un golpe caía un hombre, y pronto no quedaron más que unos pocos guerreros lobo montados, los cuales no tardaron en volver grupas y alejarse a todo galope por el agua, dejando atrás a los muertos y heridos.

Hawkmoon vio que uno de los jinetes caídos se esforzaba por levantarse. Entonces vio que otra figura se incorporaba a su lado: era Oladahn. El pequeño hombre conservaba la espada en la mano y se defendía desesperadamente contra el granbretaniano.

Hawkmoon obligó a su caballo a avanzar sobre el agua y osciló la espada con fuerza para golpear al guerrero lobo en la espalda, atravesándole la cota de malla y el cuero y hundiendo la hoja en la carne. El hombre cayó con un gemido de dolor, y su sangre contribuyó a enrojecer aún más las aguas ya rojas.

Hawkmoon se volvió hacia donde el Guerrero de Negro y Oro permanecía silenciosamente sentado en su silla.

—Os agradezco vuestra ayuda, milord —le dijo al tiempo que limpiaba la hoja de su espada—. Me habéis seguido durante un largo camino.

—Mucho más largo del que imagináis, Dorian Hawkmoon —dijo la voz profunda y sonora del guerrero—. ¿Os dirigís a Hamadán?

—En efecto…, para buscar al hechicero Malagigi.

—Bien. Os acompañaré durante un trecho del camino. Ahora ya no os falta mucho. —¿Quién sois? —preguntó Hawkmoon—. ¿A quién debo mi agradecimiento?

—Soy el Guerrero de Negro y Oro. No me deis las gracias por haberos salvado la vida, pues todavía no os habéis dado cuenta de para qué la he salvado. Vamos.

Y el guerrero inició la marcha, alejándose del lago. Algo más tarde, mientras descansaban y comían, con el guerrero sentado frente a él, Hawkmoon le preguntó: —¿Conocéis bien a Malagigi? ¿Estará dispuesto a ayudarme?

—Le conozco —contestó el Guerrero de Negro y Oro—. Quizá os ayude. Pero debéis saber que Hamadán se ve asolada en estos momentos por la guerra civil. Nahak, el hermano de la reina Frawbra, intriga contra ella, y cuenta para ello con la ayuda de muchos que llevan la misma máscara de quienes hemos derrotado junto al lago.

4. Malagigi

Una semana más tarde pudieron contemplar la ciudad de Hamadán a sus pies, toda blanca y refulgente bajo la luz del sol, con sus agujas, cúpulas y minaretes revestidos de oro, plata y madreperlas.

—Os dejo ahora —dijo el misterioso guerrero, haciendo girar a su montura—. Adiós, Dorian Hawkmoon. Sin duda alguna, volveremos a encontrarnos.

Hawkmoon le vio alejarse a lomos de su caballo por entre las colinas; después, él y Oladahn espolearon a sus monturas en dirección a la ciudad.

Pero a medida que se aproximaron a las puertas de entrada escucharon un gran ruido procedente desde el otro lado de las murallas. Era el sonido característico de la lucha, los gritos de los guerreros y los relinchos de las bestias. De pronto, por las puertas salió un gran contingente de soldados, muchos de ellos terriblemente heridos y todos con aspecto agotado. Los dos hombres dirigieron sus caballos hacia un lado, tratando de apartarse, pero no tardaron en verse rodeados por el ejército, que huía a la desbandada. Un grupo de jinetes pasó a todo galope a su lado, y Hawkmoon oyó que uno de ellos gritaba: —¡Todo está perdido! ¡Nahak ha vencido!

Detrás de ellos apareció un enorme carro de guerra, hecho de bronce, tirado por cuatro caballos negros, en el que se encontraba una mujer de pelo revuelto, que llevaba puesta una hermosa armadura azul y gritaba a sus hombres, tratando de que éstos se volvieran y reanudaran la lucha. La mujer era joven y muy hermosa, con unos ojos grandes, oscuros y rasgados llenos ahora de cólera y frustración. Sostenía una cimitarra con una mano, que blandía en lo alto.

La mujer tiró de las riendas en cuanto vio a los extrañados Hawkmoon y Oladahn. —¿Quiénes sois? ¿Más mercenarios del Imperio Oscuro?

—No —contestó Hawkmoon—. Soy enemigo del Imperio Oscuro. ¿Qué está ocurriendo?

—Un levantamiento. Mi hermano Nahak y sus aliados han penetrado por los túneles secretos que comunican la ciudad con el desierto y nos han sorprendido. Si sois enemigo de Granbretan, será mejor que huyáis ahora mismo. Ellos disponen de bestias de batalla que…

No terminó la frase, sino que se volvió hacia sus hombres gritándoles de nuevo y continuó su marcha.

—Será mejor que regresemos a las colinas —murmuró Oladahn.

Pero Hawkmoon sacudió la cabeza con un gesto negativo.

—Tengo que encontrar a Malagigi. Está en alguna parte, dentro de esta ciudad. Nos queda poco tiempo.

Se abrieron paso entre el ejército que huía y entraron en la ciudad, donde algunos hombres seguían luchando en las calles. Los cascos puntiagudos de los soldados locales se entremezclaban con los cascos de lobo de los guerreros del Imperio Oscuro.

Observaron una verdadera carnicería por todas partes. Hawkmoon y Oladahn cabalgaron por una calle secundaria donde había poca lucha y salieron finalmente a una plaza cuadrada. En el lado opuesto vieron unas gigantescas bestias aladas, como grandes murciélagos negros pero dotadas de largas patas delanteras armadas con garras curvadas. Se estaban cebando en los guerreros en retirada, y algunas de las bestias se dedicaban a devorar los cadáveres. Aquí y allá, los hombres de Nahak intentaban espolear a las bestias para que continuaran la batalla, pero estaba claro que aquellos murciélagos gigantescos ya habían servido para su propósito.

Uno de los murciélagos se volvió de pronto y los vio. Hawkmoon le gritó a Oladahn para que le siguiera por una estrecha calleja, pero la bestia ya les perseguía, medio corriendo, medio batiendo las alas en el aire, produciendo un angustioso sonido sibilante que les pisaba los talones, y exhalando un terrible olor pestilente de su cuerpo. Se metieron por la calleja, pero el murciélago se deslizó por entre las casas en su persecución. Entonces, en el extremo opuesto de la calleja apareció media docena de jinetes con máscaras de lobo. Hawkmoon desenvainó la espada y cargó contra ellos. No podía hacer otra cosa.

Se enfrentó con el primero de los jinetes con tal arremetida que el hombre saltó de la silla. Una espada golpeó su hombro y notó la mordedura del metal en su carne, pero siguió luchando a pesar del agudo dolor. La bestia de batalla lanzó un grito y los guerreros lobo empezaron a volver grupas, presas del pánico.

Hawkmoon y Oladahn pasaron entre ellos y se encontraron de pronto en una plaza mayor que la anterior y en la que no vieron a nadie. Sólo había cadáveres desparramados sobre las piedras y el pavimento. Hawkmoon vio a un hombre vestido de amarillo que salió de un portal y se inclinó sobre uno de los cadáveres, cortándole la bolsa y la daga enjoyada que pendía de su cinto. El hombre levantó la mirada, lleno de pánico y trató de volver a meterse en el interior de la casa al ver al duque de Colonia, pero Oladahn le impidió el paso. Hawkmoon le colocó la espada ante el pecho. —¿Qué camino debo seguir para encontrar la casa de Malagigi? —preguntó.

El hombre señaló hacia un lado con un dedo tembloroso y balbuceó:

—Por ahí… Es la casa con bóveda que tiene los signos zodiacales incrustados en ébano sobre un tejado de plata. Por esa calle. No me matéis, yo…

El hombre suspiró aliviado cuando Hawkmoon hizo girar su gran caballo azul y se alejó por la calle que le habían indicado.

No tardó en divisar la casa con bóveda donde se veían los signos zodiacales.

Hawkmoon se detuvo ante la entrada y golpeó la puerta con el pomo de su espada. La cabeza empezaba a latirle de nuevo, y supo instintivamente que el hechizo del conde Brass no lograría contener la fuerza vital de la Joya Negra durante mucho más tiempo. Se dio cuenta de que debería haberse aproximado a la casa del mago de un modo mucho más cortés, pero no disponía de tiempo, con los soldados de Granbretan desparramados por todas las calles de la ciudad. Por encima de él, dos murciélagos gigantes aleteaban en busca de víctimas.

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