—Es un cañón de fuego… el mayor que he visto jamás. ¡Nos va a destruir a todos!
El conde Brass se dirigió hacia la torre sometida al ataque. Le vieron desmontar y entrar en la construcción, que parecía condenada. Momentos más tarde, la torre empezó a girar sobre sí misma, cada vez con mayor rapidez, y Hawkmoon observó, lleno de asombro, que estaba desapareciendo bajo tierra, mientras las llamas se extinguían inofensivamente sobre ella. Él cañón dirigió entonces su atención hacia la torre contigua y, al hacerlo, ésta empezó a girar a su vez y a descender hacia el suelo, al tiempo que la forre anterior surgía de nuevo de la tierra, se detenía y abría fuego contra el cañón con un arma montada sobre sus almenas. Este arma tenía un brillo verde y púrpura, y mostraba forma acampanada. De ella salieron volando una serie de objetos blancos y redondos que cayeron cerca del cañón de fuego. Hawkmoon vio como aquellos objetos rebotaban entre los artilleros que manejaban el cañón. Entonces, su atención se desvió hacia un ornitóptero que se estrelló cerca de donde se encontraba, lo que le obligó a volver grupas y galopar a lo largo de la cresta de la colina, hasta hallarse lo bastante lejos de la unidad de fuerza que debía de estar a punto de explotar. Von Villach se le unió enseguida. —¿Qué son esas cosas? —le preguntó Hawkmoon.
Pero Von Villach sacudió la cabeza, tan extrañado como su camarada.
Hawkmoon se dio cuenta entonces de que habían dejado de surgir esferas blancas y de que el cañón de fuego ya no disparaba. El centenar de guerreros que antes había estado actuando alrededor del cañón tampoco se movía. Con un estremecimiento, Hawkmoon se dio cuenta de que todos habían quedado helados. Ahora, el arma de forma acampanada siguió lanzando esferas blancas, que cayeron cerca de las catapultas y otras máquinas de guerra de Granbretan. Poco después, los servidores de todas estas piezas también habían quedado helados, y dejaron de caer rocas cerca de las torres.
El conde Brass abandonó la torre en la que había entrado, montó sobre su caballo y cabalgó para unirse a ellos.
—Aún nos quedan por desplegar otras armas ante esos estúpidos —dijo.
—Pero ¿podrán hacer retroceder a un ejército tan numeroso? —preguntó Hawkmoon.
Porque, ahora, la infantería había empezado a moverse, y su contingente era tan enorme que no parecía que pudiera haber armas lo bastante poderosas como para detener su avance.
—Ya veremos —replicó el conde Brass señalando una atalaya que se elevaba sobre una torre cercana.
Por encima de ellos, el aire estaba ennegrecido por las aves y las máquinas enzarzadas en la lucha y el trazo de las llamaradas cruzaba los cielos, así como piezas de metal y plumas ensangrentadas, que caían a su alrededor. Resultaba imposible saber qué bando estaba ganando la batalla aérea.
La infantería ya estaba casi encima de ellos cuando el conde Brass levantó la espada en dirección a la atalaya, y desde la torre unas armas de boca ancha apuntaron contra los ejércitos de Granbretan. Unas esferas de cristal, de un azul brillante a la luz del día, se abalanzaron hacia los guerreros atacantes, cayendo entre ellos. Hawkmoon observó cómo se rompía su formación y los guerreros empezaban a correr salvajemente, tratando de apartar el aire a su alrededor y arrancándose de las cabezas las máscaras de sus respectivas órdenes. —¿Qué ha sucedido? — le preguntó extrañado al conde Brass—. Las esferas contienen un gas alucinatorio —le dijo el conde —. Eso hace que los hombres tengan terribles visiones—. Entonces se volvió sobre la silla y levantó la espada hacia los hombres que esperaban más abajo. Éstos empezaron a avanzar—. Ha llegado el momento de enfrentarnos a Granbretan con armas más ordinarias —dijo.
Desde las filas de infantería que habían quedado indemnes surgió una lluvia de flechas y de llamaradas disparadas por las lanzas de fuego. Los arqueros del conde Brass se tomaron la revancha y sus lanceros de fuego replicaron al ataque. Las flechas rebotaron en sus armaduras y algunos hombres cayeron. Otros fueron alcanzados por las llamaradas. A través del caos producido por las lanzas de fuego y la lluvia de flechas, la infantería de Granbretan fue avanzando con lentitud, pero con seguridad, a pesar del gran número de bajas que había sufrido. Se detuvieron al llegar ante el terreno pantanoso, obstruido como estaba por los cadáveres de los caballos, mientras sus oficiales les gritaban furiosamente que siguieran el avance.
El conde Brass ordenó que acudiera su heraldo, y los hombres se aproximaron llevando la sencilla bandera de su jefe, un guantelete rojo sobre campo blanco.
Los tres hombres esperaron, mientras la infantería enemiga rompía filas y empezaba a abrirse paso por entre el barro y los cadáveres de los caballos, esforzándose por llegar al pie de la colina, donde esperaban las fuerzas de Camarga para rechazarlos.
Hawkmoon distinguió a Meliadus a cierta distancia en la retaguardia, y también reconoció la bárbara máscara de buitre de Asrovak Mikosevaar, mientras el gigantesco muscoviano dirigía a su legión Buitre a pie y era uno de los primeros en cruzar la ciénaga y alcanzar la pendiente de la colina.
Hawkmoon hizo avanzar un poco su cabalgadura, de tal modo que pudiera encontrarse directamente en el camino que debía seguir Mikosevaar cuando éste avanzara.
Escuchó un grito y la máscara de buitre le miró fijamente, con ojos inyectados en sangre. —¡Aja! ¡Hawkmoon! ¡El perro que nos ha preocupado durante tanto tiempo! ¡Veamos cómo os comportáis ahora en una lucha justa, traidor! —¡No me llaméis traidor, carroñero! —espetó Hawkmoon lleno de cólera.
Mikosevaar levantó con ambas manos acorazadas su gran hacha de guerra, volvió a gritar y se lanzó hacia donde estaba Hawkmoon, que saltó del caballo y, armado con escudo y espada, se preparó para defenderse.
El hacha, toda ella calzada de metal, retembló contra el escudo haciendo retroceder un paso a Hawkmoon. Inmediatamente siguió otro golpe que rajó el borde superior del escudo. Hawkmoon balanceó la espada y golpeó con fuerza el hombro de Mikosevaar, pesadamente acorazado, produciendo un gran crujido y haciendo saltar las chispas. Los dos hombres se mantuvieron firmes en su puesto, lanzando un golpe tras otro, mientras la batalla arreciaba a su alrededor. Hawkmoon miró hacia donde se encontraba Von Villach y lo vio enzarzado en una lucha cuerpo a cuerpo contra Mygel Holst, archiduque de Londra. Ambos eran hombres de fuerza y edad similares. En cuanto al conde Brass, se abría paso por entre las hordas de guerreros, tratando de salir al encuentro de Meliadus, quien, evidentemente, había preferido supervisar el curso de la batalla desde cierta distancia.
Desde su posición ventajosa, los camarguianos resistieron el embate de los guerreros del Imperio Oscuro, manteniendo sus posiciones con firmeza.
El escudo de Hawkmoon ya había quedado transformado en un retorcido amasijo de metal y resultaba prácticamente inútil. Su brazo lo dejó caer y agarró la enorme espada con ambas manos, levantándola para detener el hachazo de Mikosevaar, dirigido contra su cabeza. Los dos hombres gruñían de agotamiento mientras maniobraban de un lado a otro sobre la resbaladiza tierra de la colina, tratando de golpear al otro con la fuerza suficiente como para hacerle perder el equilibrio, o dirigiendo un golpe repentino contra las piernas o el torso, ya fuera desde arriba o desde los flancos.
Hawkmoon sudaba copiosamente en el interior de su armadura, y lanzó un fuerte gruñido causado por el esfuerzo. De pronto, uno de sus pies se deslizó, haciéndole resbalar y cayó con una rodilla en tierra. Mikosevaar se adelantó y levantó el hacha para decapitar a su enemigo de un solo tajo. Hawkmoon se dejó caer a lo largo en dirección a su enemigo, al que agarró de las piernas, haciéndole perder igualmente el equilibrio.
Ambos hombres rodaron hacia la ciénaga y los montones de caballos muertos.
Golpeándose y lanzando maldiciones, ambos se detuvieron entre el barro. Ninguno de los dos había soltado su arma, y ahora se incorporaron, tambaleantes, preparándose para continuar la lucha. Hawkmoon se apoyó contra el cuerpo de un caballo de guerra y lanzó un tajo contra el muscoviano. El golpe le habría podido cortar el cuello a Mikosevaar si éste no se hubiera agachado a tiempo, pero le arrancó el casco de buitre de la cabeza, poniendo al descubierto su poblada barba blanca y unos ojos encendidos y llenos de locura. El hacha del muscoviano descendió hacia el vientre de Hawkmoon, pero éste la detuvo con un giro de su espada.
En ese momento, Hawkmoon soltó la espada y se lanzó contra el pecho de Mikosevaar, con ambas manos por delante. El muscoviano cayó hacia atrás. Mientras trataba de incorporarse, Hawkmoon se revolvió rápidamente, agarró la espada, la levantó y la descargó de punta contra el rostro de su enemigo. El hombre lanzó un grito horrendo.
La hoja se elevó y volvió a descender. Asrovak Mikosevaar volvió a gritar y, de pronto, el sonido murió en su garganta. Hawkmoon atravesó una vez más a su enemigo hasta que su cabeza apenas si fue reconocible; después, se volvió para ver cuál era el curso de la batalla.
Era difícil decirlo. Los hombres caían por todas partes y daba la impresión de que la gran mayoría de ellos eran granbretanianos. La lucha en el aire ya casi había terminado y sólo unos pocos ornitópteros trazaban círculos en el cielo, aunque parecía haber muchos más flamencos. ¿Sería posible que Camarga estuviera ganando?
Hawkmoon se volvió cuando dos guerreros de la legión del Buitre corrieron hacia él.
Despiadadamente, se agachó para levantar la ensangrentada máscara de Mikosevaar y se echó a reír ante ellos. —¡Mirad! ¡Vuestro gran jefe ha sido vencido…, destruido!
Los guerreros dudaron un instante. Después, dieron media vuelta y echaron a correr por donde habían venido, alejándose de Hawkmoon. La legión del Buitre no tenía la misma disciplina que las otras órdenes.
Hawkmoon empezó a abrirse paso dificultosamente sobre los cadáveres de los caballos, que ahora estaban literalmente cubiertos de cadáveres humanos. La batalla había amainado en esta zona, pero pudo ver a Von Villach en la colina lanzando una tremenda patada contra el cadáver de Mygel Holst, y emitiendo un rugido de triunfo, al tiempo que se volvía para enfrentarse a un grupo de guerreros de Holst que corrían hacia él blandiendo sus lanzas. Von Villach no parecía necesitar ninguna ayuda. Hawkmoon empezó a correr lo mejor que pudo hacia la cresta de la colina para hacerse así una mejor idea de cómo se desarrollaba la batalla.
Su espada quedó ensangrentada tres veces más antes de llegar a donde se había propuesto. Una vez allí, contempló el campo de batalla. El enorme ejército que Meliadus había lanzado contra ellos había quedado reducido a una sexta parte de su tamaño original, mientras que la línea de los guerreros camarguianos seguía sosteniéndose con firmeza.
La mitad de las banderas de los señores de la guerra habían caído, y otras apenas si se mantenían en pie. Las apretadas formaciones de la infantería granbretaniana ya se habían roto desde hacía tiempo, y Hawkmoon comprendió que estaba sucediendo lo increíble, que las filas de unas órdenes se mezclaban con las de otras, produciéndose así una gran confusión, ya que estaban acostumbrados a luchar hombro con hombro de sus propios camaradas.
Hawkmoon distinguió al conde Brass, todavía montado a caballo, enzarzado en una lucha contra varios guerreros, en una posición situada colina abajo. Vio el estandarte de Meliadus a una cierta distancia. Estaba rodeado por los hombres de la orden del Lobo.
Meliadus se había ocupado de protegerse muy bien. Ahora, Hawkmoon distinguió a algunos de sus comandantes —entre los que estaban Adaz Promp y Jarak Nankenseen—, que cabalgaban hacia donde se encontraba Meliadus. Evidentemente, deseaban retirarse, pero antes tenían que recibir la orden de Meliadus en tal sentido.
Sólo pudo suponer lo que los comandantes le dijeron a Mcliadus: que la flor y nata de sus guerreros había quedado destruida, que no valía la pena soportar tal destrucción simplemente por apoderarse de una pequeña provincia.
Pero los heraldos que estaban cerca no hicieron ninguna llamada con sus trompetas.
Evidentemente, Meliadus se resistía a admitir sus ruegos.
Yon Villach se acercó a donde él estaba, montado sobre un caballo cogido en el campo de batalla. Se levantó el yelmo y le sonrió a Hawkmoon.
—Creo que los estamos derrotando —dijo—. ¿Dónde está el conde Brass?
—Está dando buena cuenta de unos cuantos —contestó Hawkmoon señalando hacia donde estaba el conde —. ¿Debemos sostener la posición o empezar a avanzar? —preguntó con una sonrisa —. Ahora podríamos hacerlo si quisiéramos. Creo que los comandantes granbretanianos están flaqueando y desean retirarse. Si les presionáramos un poco, eso podría decidirles.
—Enviaré un mensajero a consultar al conde —asintió Von Vülach—. Es él quien debe tomar la decisión.
Se volvió hacia un jinete y le murmuró unas palabras. El hombre empezó a descender la colina a través de la confusión de guerreros enzarzados en la batalla.
Hawkmoon le vio llegar a donde estaba el conde. El conde Brass levantó la mirada hacia donde ellos estaban, saludó con la mano, hizo dar una vuelta a su caballo y empezó a subir. Diez minutos más tarde, el conde se las había arreglado para llegar a lo alto de la colina.
—He destrozado a cinco señores de la guerra —dijo lleno de satisfacción—. Pero Meliadus se me ha escapado.
Hawkmoon repitió lo que antes le había dicho a Von Villach. El conde Brass se mostró de acuerdo con el sentido del plan, y la infantería de Camarga no tardó en avanzar con firmeza, empujando a los guerreros granbretanianos colina abajo.
Hawkmoon encontró un caballo sin jinete, lo montó y condujo el avance, emitiendo salvajes gritos mientras lanzaba tajos a diestro y siniestro, cortando cabezas, desgarrando extremidades y torsos como manzanas cortadas del árbol. Su cuerpo se hallaba totalmente cubierto con la sangre de la matanza. La cota de malla aparecía rasgada y amenazaba con desprendérsele. Todo su pecho era una informe masa de cardenales y cortes menores, el brazo le sangraba y la pierna le dolía horriblemente, pero lo ignoró todo, arrebatado por la sed de sangre, y se dedicó a matar un hombre tras otro.
Durante un instante de momentánea tranquilidad. Von Villach, que cabalgaba a su lado, le dijo:
—Parecéis dispuesto a matar más perros que todo nuestro ejército junto.