—No cejaré hasta que la sangre de Granbretan llene toda esta llanura —replicó Hawkmoon hoscamente —. No cejaré hasta que haya quedado destruido todo rastro de vida en Granbretan.
—Vuestra sed de sangre es como la de ellos —observó Von Villach irónicamente.
—No, la mía es mayor —replicó Hawkmoon al tiempo que continuaba su avance —, porque la mitad de la suya sólo es por puro deporte.
Y se alejó sin dejar de lanzar tajos.
Finalmente, pareció como si sus comandantes le hubieran convencido, porque las trompetas de Meliadus sonaron, tocando a retirada, y los supervivientes se apartaron de los camarguianos y echaron a correr.
Hawkmoon mató a varios de los que arrojaron sus armas en actitudes de rendición.
—No me importan los granbretanianos vivos —espetó en una ocasión atravesando con su espada a un joven que se había quitado la máscara y suplicaba piedad.
Pero, finalmente, hasta la amargura de Hawkmoon quedó más que saciada. Entonces, dirigió su caballo hacia donde se encontraban el conde Brass y Von Villach, y los tres observaron cómo los granbretanianos reorganizaban sus filas y se alejaban.
Hawkmoon creyó escuchar un gran grito de cólera elevándose por encima del ejército en retirada, creyó reconocer al propio Meliadus en aquel grito de venganza y sonrió despreciativamente.
—De una u otra forma, volveremos a ver a Meliadus —dijo. El conde Brass asintió, mostrándose de acuerdo con su observación—. Se ha dado cuenta de que Camarga es invencible cuando se la ataca con los ejércitos, y sabe que somos demasiado listos para dejarnos engañar por sus tretas. Pero no tardará en encontrar otra forma de atacarnos.
Los territorios que rodean Camarga no tardarán en pertenecer al Imperio Oscuro, y entonces tendremos que estar en guardia durante todo el tiempo.
Aquella noche, cuando regresaron al castillo de Brass, Bowgentle habló al conde:
—Ahora os daréis cuenta de que Granbretan es un imperio loco…, como un cáncer capaz de infectar a la historia, dirigiéndola por un curso que no sólo conducirá a la más completa destrucción de la raza humana, sino que, en último término, es capaz de producir la destrucción de toda criatura inteligente o potencialmente inteligente en el universo.
—Estáis exagerando, Bowgentle —replicó el conde Brass sonriendo—. ¿Cómo podríais saber tanto?
—Porque mi tarea consiste en comprender las fuerzas que actúan para configurar lo que denominamos destino. Os lo vuelvo a decir, conde Brass, el Imperio Oscuro infectará a todo el universo, a menos que sea extirpado de este planeta…, y preferiblemente de este continente.
Hawkmoon estaba sentado, con las piernas extendidas ante él, haciendo todo lo que podía por aliviar el dolor de sus músculos.
—No he comprendido los principios filosóficos en los que basáis vuestras creencias, sir Bowgentle —dijo—. Pero, instintivamente, sé que tenéis razón. Nosotros sólo creemos ver a un enemigo implacable que tiene el propósito de gobernar el mundo… Ya ha habido otras razas como ésta en el pasado, pero en el Imperio Oscuro hay algo diferente. No olvidéis, conde Brass, que pasé algún tiempo en Londra, y fui testigo presencial de muchas de sus locuras más excesivas. Vos sólo habéis visto sus ejércitos, los cuales, como sucede con la mayoría de los ejércitos, luchan despiadadamente por ganar, utilizando para ello tácticas convencionales porque creen ser los mejores. Pero no hay nada de convencional en ese rey–emperador, que no es más que un cadáver inmortal metido en su globo del trono. Tampoco hay nada de convencional en la forma secreta que tienen de relacionarse unos con otros, ni en el sentido de locura que subyace en el ánimo de toda la ciudad… —¿Queréis decir que no hemos sido testigos de lo peor que son capaces de hacer? —preguntó el conde Brass con una expresión muy seria.
—Eso es lo que pienso —contestó Hawkmoon—. Lo que me induce a descuartizarlos como lo hago no es sólo la sed de venganza…, sino una sensación mucho más profunda que me hace verlos como verdaderas amenazas para las propias fuerzas de la vida misma.
—Quizá tengáis razón —dijo el conde Brass suspirando—. No lo sé. Únicamente el Bastón Rúnico podría demostrar que tenéis razón o que estáis equivocado.
Hawkmoon se levantó, con el cuerpo rígido.
—No he visto a Yisselda desde que hemos regresado —dijo.
—Creo que esta noche se ha acostado temprano —le dijo Bowgentle.
Hawkmoon se sintió desilusionado. Había anhelado tanto su bienvenida. Hubiera deseado contarle todas sus victorias. Ahora, le sorprendía que no estuviera allí para saludarle.
—Bueno —dijo, encogiéndose de hombres—, en tal caso creo que yo haré lo propio.
Buenas noches, caballeros.
Desde su regreso, habían hablado poco de su triunfo. Ahora empezaban a experimentar la reacción natural ante un duro día de lucha, y todos parecían sentirse un poco ausentes aunque, sin lugar a dudas, al día siguiente lo celebrarían.
Al llegar a sus habitaciones, Hawkmoon las encontró a oscuras, pero tuvo la sensación de que allí había algo extraño y desenvainó la espada antes de acercarse tambaleante a una mesa y encender la lámpara que había sobre ella.
Había alguien tumbado en la cama, sonriéndole. Era Yisselda.
—Ya me he enterado de vuestras hazañas —dijo la joven—, y quería felicitaros en privado. Sois un gran héroe, Dorian.
A Hawkmoon se le aceleró la respiración y el corazón empezó a latirle con violencia en el pecho.
—Oh, Yisselda…
Lentamente, paso a paso, avanzó hacia la joven acostada, librando un conflicto entre su conciencia y su deseo.
—Me amáis, Dorian, lo sé —dijo ella con suavidad—. ¿Os atrevéis a negarlo?
No pudo hacerlo.
—Sois… muy… audaz —balbuceó Hawkmoon tratando de sonreír.
—Así es…, puesto que vos os mostráis tan extraordinariamente tímido. Como veis no soy inmodesta.
—Yo… no soy tímido, Yisselda. Pero nada bueno puede salir de esto. Estoy condenado… La Joya Negra… —¿Qué es esa joya?
Hawkmoon se lo contó todo con cierta vacilación, le dijo que no sabía durante cuántos meses resistirían las cadenas del hechizo del conde Brass, impidiendo que la joya adquiriera toda su fuerza vital, le dijo que en cuanto su poder quedara en libertad, los lores del Imperio Oscuro serían capaces de destruir su mente.
—De modo que, como veis… no debéis comprometeros conmigo… Sería mucho peor si lo hicierais.
—Pero ese Malagigi…, ¿no trataréis de conseguir su ayuda?
—El viaje duraría meses. Y en tal caso podría estar desperdiciando todo el tiempo que me queda en una búsqueda inútil.
—Si me amáis os arriesgaréis a hacerlo así —dijo ella, mientras él se sentaba en la cama, junto a ella, y le cogía la mano.
—Sí, lo haré —admitió él pensativamente —. Quizá tengáis razón…
Yisselda se incorporó y atrajo el rostro de él hacia el suyo, besándole en los labios. El gesto no fue artero, sino que estuvo lleno de dulzura.
Hawkmoon ya no pudo contenerse. La besó apasionadamente y la estrechó entre sus brazos.
—Iré a Persia —dijo al fin—, aunque el camino será peligroso, ya que en cuanto abandone la seguridad que me ofrece la región de Camarga, las fuerzas de Meliadus me perseguirán…
—Regresaréis —dijo ella convencida—. Sé que regresaréis. Mi amor os traerá de vuelta a mi lado. —¿Y el que yo siento por vos? —preguntó él, casi hablando consigo mismo, acariciándole el rostro con suavidad—. Sí…, es posible que sea así.
—Mañana —dijo ella—. Marchaos mañana mismo y no perdáis más tiempo. Esta noche…
Yisselda volvió a besarle y Hawkmoon replicó intensamente a su apasionamiento.
Las historias cuentan como, tras abandonar Camarga, Hawkmoon voló hacia el este montado en un gigantesco pájaro escarlata que le transportó a más de mil quinientos kilómetros de distancia, hasta posarse en las montañas que bordeaban los territorios de los griegos y de los búlgaros…
—LA ALTA HISTORIA DEL BASTÓN RÚNICO
Fue asombrosamente fácil volar en el flamenco, tal y como le había asegurado el conde Brass. Respondía a las órdenes a la manera de un caballo, por medio de riendas sujetas a su pico curvado, y su vuelo era tan grácil que Hawkmoon nunca tuvo miedo de caerse. A pesar de la negativa del ave a volar cuando llovía, le transportó diez veces más rápidamente que cualquier caballo, ya que sólo necesitaba descansar durante un corto período de tiempo al mediodía, y dormir por la noche, como el propio Hawkmoon.
La alta y suave silla de montar, con su pomo curvado, resultaba bastante cómoda, y de ella colgaban alforjas llenas de provisiones. Un arnés aseguraba a Hawkmoon a la silla. El largo cuello del animal se extendía directamente ante él y las grandes alas batían suavemente el aire. El pájaro escarlata le llevó por encima de las montañas, los valles, los bosques y las llanuras. Hawkmoon siempre intentaba que el pájaro descendiera cerca de ríos o lagos donde pudiera encontrar alimento de su gusto.
Ocasionalmente, la cabeza le latía con fuerza, recordándole la urgencia de su misión, pero a medida que su montura alada le llevaba más y más lejos hacia el este y el aire se hacía cada vez más cálido, Hawkmoon empezó a sentirse también mucho más animado, y tenía la impresión de que aumentaban considerablemente las posibilidades de volver a ver a Yisselda.
Aproximadamente una semana después de haber abandonado Camarga, estaba volando por encima de una cadena de montañas escarpadas, atento por si veía un lugar adecuado para aterrizar. Eran las últimas horas de la tarde y el pájaro empezaba a sentirse cansado, descendiendo más y más, hasta que empezaron a verse rodeados de tenebrosos picos montañosos, y él seguía sin descubrir el menor rastro de la presencia de agua. Entonces, de repente, Hawkmoon distinguió la figura de un hombre en las laderas rocosas situadas más abajo y, casi al instante, el flamenco lanzó un grito y batió frenéticamente las alas, meciéndose en el aire. Hawkmoon vio que una larga flecha le sobresalía de un costado. Una segunda flecha acertó en el cuello del animal el cual se precipitó rápidamente hacia el suelo al tiempo que lanzaba un graznido de dolor.
Hawkmoon se agarró con fuerza al pomo de la silla con el viento alborotándole los cabellos. Vio que las rocas se acercaban con rapidez, sintió una gran conmoción y después su cabeza golpeó contra algo y pareció caer, tambaleante, en un pozo negro y sin fondo.
Hawkmoon se despertó presa de pánico. Tenía la sensación de que la Joya Negra había recuperado su fuerza vital y le estaba devorando el cerebro, como una rata abriéndose paso por un saco lleno de grano. Se llevó ambas manos a la cabeza y notó cortes y chichones, dándose cuenta con cierto alivio de que todo su dolor era físico, y sólo era el resultado del choque contra la tierra. Todo estaba a oscuras y, al parecer, se hallaba en el interior de una cueva. Miró hacia adelante y distinguió el parpadeo de una hoguera más allá de la entrada a la cueva. Se levantó y empezó a caminar hacia ella.
Cerca de la abertura, su pie tropezó contra algo y descubrió todos sus avíos apilados sobre el suelo. Todo había sido ordenadamente dispuesto…, la silla, las alforjas, la espada y la daga. Se inclinó para recoger la espada, que sacó suavemente de su funda; después, salió.
El calor de una gran hoguera encendida a corta distancia le dio en la cara. Sobre ella se había construido un gran espetón, y en él giraba lentamente la enorme carcasa del flamenco, debidamente espetada, desplumada y privada de cabeza y garras. Una figura de aspecto fornido, pero que sólo tenía la mitad de altura que el propio Hawkmoon, se dedicaba a girar el espetón por medio de un complicado sistema de correas de cuero que humedecía de vez en cuando.
Al acercarse Hawkmoon, el pequeño hombre se volvió, lanzó un grito en cuanto vio la espada en sus manos y pegó un salto, apartándose del fuego. El duque de Colonia quedó asombrado; el rostro del pequeño hombre estaba cubierto de un fino pelo rojizo, y una piel más espesa del mismo color parecía cubrirle el cuerpo. Iba vestido con un justillo de cuero y un kilt de cuero sostenido por un amplio cinturón. Calzaba botas de suave piel de ante, y llevaba puesta sobre la cabeza una gorra en la que había sujetado cuatro o cinco de las más finas plumas del flamenco, obtenidas sin duda del exquisito plumaje del ave mientras la estuvo desplumando.
Se apartó de Hawkmoon, levantando las manos con un gesto apaciguador.
—Perdonadme, señor. Siento mucho lo ocurrido, os lo aseguro. De haber sabido que el ave transportaba a un jinete, no le habría disparado, desde luego. Pero todo lo que pude ver fue una cena que no debía dejarpasar por alto… —¿Quién sois? —preguntó Hawkmoon bajando la espada—. En realidad, ¿qué sois?
Se llevó entonces una mano a la cabeza. El calor de la hoguera y el excesivo esfuerzo le hacían sentirse mareado.
—Yo soy Oladahn, de la familia de los gigantes de las montañas —empezó a decir el pequeño hombre—, muy bien conocida por estos lares… —¿De los gigantes? ¿Gigantes?
Hawkmoon se echó a reír roncamente, se tambaleó y cayó, perdiendo de nuevo el conocimiento.
Cuando volvió a despertarse, fue para sentir el delicioso olor de la carne de ave asada.
La saboreó antes de darse cuenta de lo que significaba. Estaba medio sentado a la entrada de la cueva, y su espada había desaparecido. El pequeño hombre peludo se le acercó vacilante, ofreciéndole una baqueta enorme con carne ensartada en ella.
—Comed, señor y os sentiréis mejor —le dijo Oladahn. Hawkmoon aceptó el gran trozo de carne.
—Supongo que sí —dijo—, puesto que, casi con toda certeza, me habéis quitado aquello que más deseaba. —¿Queríais mucho a ese pájaro, señor?
—No… pero estoy en peligro mortal y el flamenco era mi única forma de escapar —contestó Hawkmoon mordiendo la dura carne—. ¿Queréis decir que alguien os persigue?
—Sí, alguien me persigue…, un destino insólito y muy perturbador…
Y Hawkmoon se encontró contando su historia a la criatura cuya acción había contribuido más a acercarle a dicho destino. Mientras hablaba, le resultó difícil comprender por qué confiaba en Oladahn. Había algo tan serio en su rostro semihumano, algo tan atento en la forma con que ladeaba su pequeña cabeza, con los ojos abriéndose más a cada nuevo detalle de su historia, que Hawkmoon olvidó su reticencia natural.