Hawkmoon volvió a montar y dirigió a sus hombres contra los restos del destacamento de la legión Buitre, golpeando y destrozando cuerpos, sumidos todos ellos en una verdadera fiebre de sangre, hasta que sólo quedaron los zapadores, apenas armados con espadas cortas. Sin embargo, los zapadores presentaron muy poca resistencia y no tardaron en ser diezmados. Sus cuerpos quedaron tendidos sobre la represa, y algunos fueron arrastrados por las aguas que habían intentado liberar.
Mientras cabalgaban de regreso hacia las colinas, Pelaire miró a Hawkmoon y exclamó: —¡No tenéis piedad alguna, capitán!
—Así es —replicó el duque con aire ausente—. Ninguna piedad. Todos los granbretanianos o los que luchan a su favor, son enemigos míos, ya se trate de hombres, mujeres o niños.
Esta vez habían perdido ocho hombres. Habían vuelto a tener mucha suerte, teniendo en cuenta la fuerza del destacamento que acababan de destruir. Los granbretanianos estaban acostumbrados a masacrar a sus enemigos, y no estaban habituados a ser atacados de aquella manera. Quizá eso explicaba las pocas pérdidas que habían sufrido hasta el momento los hombres de Camarga.
Meliadus envió cuatro expediciones más para destruir la represa, cada una de ellas acompañada por fuerzas más y más numerosas. Todas fueron destruidas por los repentinos ataques lanzados por los jinetes de Camarga, y aún quedaban ciento cincuenta hombres de los doscientos que habían partido con Hawkmoon. Esta exigua fuerza sería suficiente para llevar a cabo la segunda parte del plan concebido por Hawkmoon: empujar a los ejércitos de Granbretan, estorbados por las máquinas de guerra y los suministros que tenían que transportar ahora por tierra, de modo que poco a poco se fueran dirigiendo hacia el sudeste.
Hawkmoon decidió no seguir atacando durante el día, cuando los ornitópteros describían grandes círculos en el cielo, sino que prefirió lanzar sus asaltos por la noche.
Sus lanceros de fuego quemaban grupos de tiendas, abrasando a sus ocupantes, mientras que sus flechas derribaban a los hombres destinados a montar la guardia alrededor de las tiendas, así como a los pequeños grupos de exploradores que salían durante el día para intentar encontrar los lugares donde los camarguianos tenían sus campamentos secretos. Las espadas apenas se secaban cuando ya tenían que ser utilizadas de nuevo. Las hachas se despuntaron a causa de su terrible trabajo, y las pesadas lanzas de Camarga empezaron a fallar. Hawkmoon y sus hombres se sentían agotados, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, ya que a veces apenas si podían desmontar de sus sillas, librándose a menudo por los pelos de ser descubiertos por los ornitópteros o las patrullas de exploradores. No obstante, se aseguraban de que el camino seguido a lo largo del río quedara lleno de cadáveres de granbretanianos.
Tal y como había supuesto Hawkmoon, Meliadus no perdió el tiempo intentando buscar a la partida de guerrilleros. Su impaciencia por llegar a Camarga era incluso superior al gran odio que abrigaba contra Hawkmoon y, sin duda alguna, pensaba que una vez se hubiera apoderado de Camarga tendría tiempo suficiente para vérselas con él.
Sólo en una ocasión estuvieron ambos lo bastante cerca como para enfrentarse directamente, cuando Hawkmoon y sus jinetes, que se movían por entre las tiendas, incendiándolas y acuchillando enemigos, ya se disponían a abandonar el campo ante la proximidad del amanecer. Meliadus montó en su caballo, se puso al frente de un grupo de su caballería de lobos, y distinguió a Hawkmoon, ocupado en aquellos momentos en despachar a dos hombres aprisionados entre una tienda caída. El barón se lanzó a la carga contra él.
Hawkmoon levantó la vista, levantó la espada para detener el golpe que le dirigía Meliadus y sonrió burlonamente, al tiempo que hacía retroceder gradualmente el arma de su enemigo.
Meliadus gruñó cuando Hawkmoon le obligó a retrocer su brazo más y más.
—Os tengo que dar las gracias, barón Meliadus —dijo Hawkmoon—. La alimentación que me dispensasteis en Londra parece haber aumentado mi fortaleza…
—Oh, Hawkmoon —replicó Meliadus con voz suave pero temblando de rabia—. No sé cómo habéis logrado escapar al poder de la Joya Negra, pero cuando me haya apoderado de Camarga y volváis a ser mi prisionero, sufriréis un destino mil veces más cruel del que habéis evitado por el momento.
De repente, Hawkmoon movió su hoja por debajo de la espada de Meliadus, hizo girar la punta con un movimiento rápido y desarmó al otro. Levantó después la espada, dispuesto a golpear, y en ese instante se dio cuenta de que se acercaba un numeroso grupo de granbretanianos.
—Lo siento, barón, pero ya es hora de marcharse. ¡Os recordaré vuestra promesa…, cuando seáis mi prisionero!
Volvió grupas y se alejó riendo, poniéndose al frente de sus hombres y sacándolos del caos que reinaba por todo el campamento. Describiendo un movimiento colérico con la mano, Meliadus desmontó para recuperar su espada. —¡Insolente! —exclamó, jurando en voz alta—. ¡Se arrastrará a mis pies antes de un mes!
Llegó el día en que Hawkmoon y sus jinetes ya no lanzaron ningún ataque más contra las fuerzas de Meliadus, sino que galoparon rápidamente a través del terreno pantanoso situado por debajo de la hilera de colinas donde les esperaban el conde Brass, Leopold von Villach y su ejército. Las altas torres oscuras, casi tan antiguas como la propia Camarga, dominaban el paisaje, cubiertas ahora de guardias cuyas poderosas armas sobresalían de casi todas las almenas.
El caballo de Hawkmoon subió la colina, aproximándose a la solitaria figura del conde Brass, quien sonrió con calidez y alivio al reconocer al joven y valeroso noble.
—Me alegro mucho de haber decidido conservaros la vida, duque de Colonia —dijo con un tono de buen humor—. Habéis realizado todo lo que planeasteis…, conservando con vida a la mayor parte de vuestras fuerzas. No estoy seguro de que yo mismo hubiera podido hacerlo mejor en mis buenos tiempos.
—Gracias, conde Brass. Ahora tenemos que prepararnos. El barón Meliadus apenas si se encuentra a medio día de marcha por detrás de nosotros.
Por debajo de donde se encontraban, en el extremo más alejado de la colina, distinguió ahora a las fuerzas de Camarga, compuestas fundamentalmente por infantería.
Eran, como máximo, unos mil hombres, una cifra ridiculamente exigua en comparación con el amplio peso de los guerreros que marchaban contra ellos. Los camarguianos se veían superados en número, en una proporción de veinte a uno, y probablemente en el doble de esa cantidad.
El conde Brass observó la expresión de Hawkmoon.
—No temáis, muchacho. Disponemos de armas mejores que las espadas para resistir esta invasión.
Hawkmoon se equivocó al creer que las fuerzas de Granbretan alcanzarían las fronteras en apenas medio día. Habían decidido acampar, antes de emprender el asalto, y no fue hasta el mediodía del día siguiente que los camarguianos vieron aproximarse las fuerzas del enemigo. Avanzaban sobre la llanura en una formación abierta. Cada escuadrón de infantería y caballería estaba formado por miembros de una orden determinada, y cada miembro de una orden estaba comprometido a defender a su compañero, ya estuviera vivo o muerto. Este sistema formaba parte de la gran fuerza de Granbretan, ya que implicaba que ningún hombre se retiraba del campo a menos que su gran jefe diera una orden expresa en tal sentido.
El conde Brass, montado en su caballo, observaba la aproximación del enemigo. A un lado tenía a Dorian Hawkmoon y al otro a Leopold von Villach. El conde Brass, en el centro, daría las órdenes. «Ahora, la batalla empieza en serio», pensó Hawkmoon. Y resultaba difícil comprender cómo podrían ganar. ¿Acaso el conde Brass estaba sintiendo una confianza desmesurada?
La poderosa aglomeración de guerreros y máquinas se detuvo finalmente a unos ochocientos metros de distancia; entonces, dos figuras se apartaron del cuerpo principal del ejército y empezaron a cabalgar hacia la colina. A medida que se acercaban, Hawkmoon reconoció el estandarte del barón Meliadus, y un momento más tarde se dio cuenta de que una de las figuras era el propio Meliadus, que avanzaba acompañado de su heraldo. Sostenía un megáfono de bronce, simbolizando así el deseo de parlamentar pacíficamente.
—No creo que se vaya a rendir…, ni que espere nuestra rendición —comentó Von Villach con un tono de malhumor.
—Sin duda alguna se trata de uno de sus trucos —dijo Hawkmoon sonriendo—. Es muy famoso por ellos.
Al observar la naturaleza de la sonrisa de Hawkmoon, el conde Brass le aconsejó:
—Llevad cuidado con ese odio, Dorian Hawkmoon. No permitáis que se apodere de vuestro buen juicio, tal y como le sucede a Meliadus.
Hawkmoon se limitó a mirar delante de él y no dijo nada.
Entonces, el heraldo se llevó el pesado megáfono hacia los labios.
—Hablo en nombre del barón Meliadus, gran jefe de la orden del Lobo, primer capitán de los ejércitos al mando del muy noble rey–emperador Huon, gobernante de Granbretan y destinado a ser el gobernante de toda Europa.
—Decidle a vuestro amo que se quite la máscara y hable él mismo —gritó el conde Brass.
—Mi amo os ofrece una paz honorable. Si os rendís ahora, promete que no matará a nadie y que sólo se limitará a nombrarse como gobernador de vuestra provincia, en nombre del rey Huon, para que se haga justicia y se imponga el orden en este revoltoso territorio. Os ofrecemos clemencia. Si os negáis, toda Camarga será destruida, todo será incendiado y las mareas se llevarán los restos. El barón Meliadus dice que sabéis muy bien que tiene el poder para hacerlo así, y que vuestra resistencia será la responsable de la muerte de todo vuestro pueblo y de vos mismo.
—Decidle al barón Meliadus, que se esconde tras su máscara, demasiado avergonzado para hablar por sí mismo, puesto que sabe que es un canalla desagradecido que ha abusado de mi hospitalidad, y a quien yo mismo he derrotado en una justa lucha decidle que bien podría suceder lo contrario: que fuéramos nosotros quienes le matáramos a él y a todos los de su clase. Decidle que es un perro cobarde, y que ni siquiera mil como él serían capaces de derribar a uno de nuestros toros. Decidle que nos burlamos de su oferta de paz, por considerarla un truco más… algo tan evidente que hasta un niño lo comprendería. Decidle que aquí no necesitamos ningún gobernador, que nos gobernamos nosotros mismos y a nuestra entera satisfacción. Decidle…
El conde Brass no pudo dejar de lanzar una sonora risotada cuando el barón Meliadus volvió grupas con un gesto de cólera y, con el heraldo pegado a sus talones, galopó de regreso hacia donde aguardaban sus hombres.
Esperaron durante un cuarto de hora y entonces vieron que los ornitópteros se elevaban en el aire. Hawkmoon lanzó un suspiro. En otra ocasión ya había sido derrotado por aquellas máquinas voladoras. ¿Volvería a ser derrotado por segunda vez?
El conde Brass levantó su espada a modo de señal y se escuchó un gran sonido de aleteo. Hawkmoon miró hacia atrás y vio que los flamencos escarlata levantaban el vuelo, con sus gráciles movimientos muy superiores en belleza, en comparación con los torpes movimientos de los ornitópteros de metal que los parodiaban. Elevándose vertiginosamente en el cielo, los flamencos escarlata aletearon en dirección de los ornitópteros metálicos, con sus jinetes montados en las altas sillas, cada uno de ellos armado con una lanza de fuego.
Los flamencos ganaron altura con facilidad y no tardaron en hallarse en mejor posición, aunque resultaba difícil creer que pudieran igualar a las máquinas de metal, por muy torpes que éstas fueran. Rojos chorros de fuego, apenas visibles desde la distancia, envolvían los costados de los ornitópteros, y uno de los pilotos fue alcanzado de lleno, muriendo casi instantáneamente y cayendo de su máquina. El ornitóptero, sin piloto, siguió batiendo las alas y entró en barrena, cayendo en la marisma situada bajo la colina.
Hawkmoon vio un ornitóptero que disparaba su doble cañón de fuego contra un flamenco y su jinete. E! pájaro escarlata dio un brinco en el aire, describió una vuelta de campana y se estrelló contra el suelo entre un verdadero diluvio de plumas. El aire estaba caliente y las máquinas voladoras hacían mucho ruido, pero la atención clel conde Brass se dirigía ahora hacia la caballería granbretaniana, que avanzaba hacia la colina, lanzada a la carga.
Al principio, el conde Brass no hizo el menor movimiento, sino que se limitó a observar la enorme oleada de jinetes a medida que se acercaba más y más. Después, levantó de nuevo la espada y gritó: —¡Torres… abran fuego!
Las toberas de algunas de las desconocidas armas se volvieron hacia los jinetes enemigos y produjeron un sonido agudo que Hawkmoon creyó le iba a hacer estallar la cabeza, pero no vio que nada saliera de aquellas armas. Entonces, se dio cuenta de que los caballos se encabritaban en cuanto llegaban a la zona cubierta por las marismas. A continuación, los caballos corcovearon, con los ojos muy abiertos y la espuma saliéndoles de los belfos. Los jinetes fueron desmontados hasta que la mitad de la caballería se encontró con sus hombres desparramados por encima del traicionero barro de las marismas, tratando de controlar a sus animales.
El conde Brass se volvió a mirar a Hawkmoon.
—Un arma que emite un rayo invisible capaz de transportar el sonido. Sólo escucháis una parte del que produce…, pero los caballos lo experimentan con toda intensidad. —¿Debemos lanzarnos ahora a la carga? —preguntó Hawkmoon.
—No, no hay necesidad. Esperad y contened vuestra impaciencia. Los caballos caían, rígidos, perdido el sentido.
—Desgraciadamente, al final los mata —dijo el conde Brass.
La mayor parte de los caballos no tardó en hallarse entre el barro, mientras sus jinetes maldecían y trataban de vadear las marismas para ganar tierra firme, donde permanecieron, sin saber qué hacer.
Por encima de ellos, los flamencos aleteaban y rodeaban a los ornitópteros, compensando con su gracilidad de movimientos lo que les faltaba en poder y fortaleza.
Pero muchos de los pájaros gigantes estaban cayendo, en mayor número que los ornitópteros.
Grandes piedras empezaron a caer entonces cerca de las torres.
—Las máquinas de guerra están utilizando sus catapultas —gruñó Von Villach—. ¿No podríamos…?
—Paciencia —le interrumpió el conde Brass, aparentemente imperturbable.
En ese momento, una gran bola de fuego se dirigió hacia ellos, yendo a chocar contra la torre más cercana. Hawkmoon señaló hacia el frente enemigo: