D'Averc echó a correr hacia el distante trono, al mismo tiempo que gritaba el nombre de su amada. —¡Plana! ¡Plana!
Plana se hallaba sentada en el trono, sumida en sus ensoñaciones. Levantó la cabeza y vio a la diminuta figura recortada en la distancia, avanzando hacia ella. Escuchó su nombre, repetido por mil ecos en el enorme salón. —¡Plana! ¡Plana! ¡Plana!
Y entonces reconoció la voz, pero creyó que aún no había despertado, que aún seguía sumida en sus sueños.
La figura se acercó más. Llevaba puesto un casco que refulgía, como si fuera de plata pulimentada, casi dando la impresión de ser un espejo. Pero el cuerpo… ¿No reconocía aquel cuerpo? —¿Huillam? —murmuró indecisa—. ¿Huillam d'Averc? —¡Plana! —La figura se arrancó la máscara de la cabeza y la dejó caer al suelo produciendo un gran estrépito sobre el mármol —. ¡Plana! —¡Huillam!
Ella se levantó y empezó a descender los escalones hacia él.
D'Averc abrió sus brazos, sonriente, lleno de alegría.
Pero jamás volvieron a tocarse en la vida, pues en ese preciso instante un rayo de fuego descendió como un relámpago de la galería situada en lo alto. El rayo le alcanzó de pleno en el rostro y se lo quemó por completo. D'Averc lanzó un grito de agonía y cayó de rodillas. Un nuevo rayo de fuego le quemó la espalda y su cuerpo cayó hacia adelante, y allí murió, a los pies de su amada, mientras ella lanzaba grandes sollozos, con todo su cuerpo estremecido.
Y desde la galería llegó hasta sus oídos el sonido de una voz alegre que dijo:
—Ahora estáis a salvo, señora.
Las fuerzas del Imperio Oscuro seguían saliendo desde todos los agujeros de su intrincada ciudad, como un enjambre, y Hawkmoon observó con desesperación que la legión del Amanecer disminuía a ojos vistas. Ahora, cada vez que un guerrero moría su lugar no siempre era ocupado por otro. A su alrededor, el aire estaba lleno con el olor amargo–dulzón procedente del Bastón Rúnico, así como por los extraños dibujos de luz que emitía.
Entonces, Hawkmoon distinguió a Meliadus y en ese mismo instante sintió una oleada de dolor que se apoderó de nuevo de su cerebro, haciéndole caer del caballo.
Meliadus desmontó a su vez de su corcel negro y se acercó a Hawkmoon con lentitud.
El Bastón Rúnico había caído al suelo y la mano sólo sostenía débilmente la Espada del Amanecer.
Hawkmoon se agitó, gimiendo. A su alrededor, la batalla continuaba con gran estrépito, pero parecía como si aquello ya no tuviera nada que ver con él. Sentía que la energía le abandonaba, que el dolor aumentaba de intensidad. Abrió los ojos y vio que Meliadus se acercaba con un gruñido procedente del casco, como en una expresión de triunfo.
Hawkmoon tenía la garganta seca y trató de moverse, intentó extender la mano hacia el Bastón Rúnico, que yacía sobre el empedrado de la calle, entre ambos hombres. —¡Ah, Hawkmoon, por fin! —dijo con suavidad Meliadus—. Y ya veo el dolor que sentís. Ya veo lo débil que estáis. Mi única desilusión es saber que no viviréis el tiempo suficiente para ver vuestra última derrota y a Yisselda en mi poder. —Meliadus hablaba con un tono de voz que era casi de lástima y preocupación—. ¿No podéis levantaros, Hawkmoon? ¿Acaso esa joya os está devorando el cerebro detrás de ese casco plateado que lleváis? ¿Debo acabar con vos ahora mismo, o debo concederme el placer de veros morir así? ¿Podéis responder. Hawkmoon? ¿No queréis, acaso, suplicar mi clemencia?
Hawkmoon hizo unos movimientos convulsivos tratando de tomar el Bastón Rúnico con la mano. La mano palpó el suelo ciegamente y entonces lo encontró y lo sujetó con fuerza. Casi inmediatamente sintió que la fuerza regresaba a su cuerpo… No era demasiada, pero sí lo suficiente como para ponerse de pie, aún tambaleante y permanecer allí, con las piernas separadas, todavía algo mareado. Tenía el cuerpo inclinado. La respiración era jadeante. Miró con ojos nublados a Meliadus en el instante en que el barón levantaba la espada sobre él.
Hawkmoon intentó levantar su espada para detener el golpe, pero no pudo.
Meliadus tuvo un instante de vacilación.
—De modo que no podéis luchar. No podéis luchar… Lo lamento por vos, Hawkmoon.
—Avanzó hacia él. —Dadme ese pequeño bastón, Hawkmoon. Fue por él por lo que hice mi juramento de venganza contra el castillo de Brass. Y mi venganza es casi completa.
Dádmelo ahora, Hawkmoon.
Hawkmoon dios dos vacilantes pasos hacia atrás, sacudiendo la cabeza con un gesto de negación, incapaz de hablar debido a la debilidad que sentía en todo el cuerpo.
—Hawkmoon…, dádmelo.
—No… lo… tendréis —balbuceó el duque de Colonia.
—Entonces, tendré que mataros primero.
Meliadus volvió a levantar la espada y entonces, de repente, el Bastón Rúnico palpitó en la mano de Hawkmoon con una luz más brillante, y Meliadus fijó la vista en sus propios ojos, por entre la ranura del casco de lobo, reflejados en el casco plateado de Hawkmoon.
Al verse a sí mismo, Meliadus volvió a vacilar.
Y Hawkmoon, extrayendo más energía del Bastón Rúnico, levantó su espada, sabiendo muy bien que sólo tenía fuerzas suficientes para lanzar un golpe, y que ese golpe debía matar al hombre que permanecía ante él, como transfigurado ante el reflejo de sí mismo, hipnotizado por su propia imagen.
La Espada del Amanecer se elevó y descendió de nuevo. Meliadus emitió un grito terrible y agónico cuando la hoja penetró por la articulación del hombro y descendió por todo su pecho, hasta alcanzarle el corazón. Y sus últimas palabras, que aún logró pronunciar antes de exhalar el último suspiro, fueron: —¡Maldita sea esa cosa! ¡Maldito sea el Bastón Rúnico! ¡No ha traído más que ruina sobre Granbretan!
Inmediatamente después, Hawkmoon se desmoronó y cayó al suelo, con la extraña sensación de que su propia muerte era segura y estaba cerca. Sabía que Yisselda moriría y que Orland Fank también moriría, pues ahora apenas si quedaban ya guerreros, mientras que los soldados del Imperio Oscuro seguían siendo muchos.
Hawkmoon despertó con una sensación de alarma y miró con fijeza la máscara serpiente del barón Kalan de Vitall. Se incorporó inmediatamente sobre el banco en el que estaba tendido, extendiendo una mano en busca de su espada.
Kalan se encogió de hombros y se volvió hacia el grupo de personas situadas detrás de él, entre las sombras.
—Os dije que podría hacerlo. Su cerebro ha sido restaurado, así como su energía y toda esa estúpida personalidad suya. Y ahora, reina Plana, os ruego me concedáis permiso para continuar con lo que estaba haciendo cuando me interrumpisteis.
Hawkmoon reconoció la máscara de garza real. La máscara asintió una sola vez y Kalan se alejó en silencio hacia la estancia contigua y cerró con cuidado la puerta tras de sí. Las figuras avanzaron, y Hawkmoon descubrió con alegría que una de ellas era Yisselda. La estrechó entre sus brazos y la besó con suavidad en la mejilla.
—Oh, tenía miedo de que Kalan nos engañara de alguna forma —dijo ella—. Fue la reina Plana quien os encontró, después de que diera órdenes a sus tropas para detener la lucha. Éramos los últimos que quedábamos con vida: Orland Fank y yo. Y pensábamos que habíais muerto. Pero Kalan os trajo de nuevo a la vida, os quitó la joya de la frente y desmanteló la máquina, para que ya nadie volviera a temer los terribles efectos de la Joya Negra. —¿Y qué era lo que le habíais interrumpido, reina Plana? —preguntó Hawkmoon —. ¿Por qué parecía sentirse tan disgustado?
—Estaba a punto de suicidarse —contestó Plana con naturalidad—. Le amenacé con mantenerle vivo para siempre si no hacía lo que le pedía. —¿Y D'Averc? —preguntó Hawkmoon, extrañado—. ¿Dónde está D'Averc?
—Muerto —contestó la reina con el mismo tono de voz natural—. Un guardia excesivamente celoso lo mató en el mismo salón del trono.
La alegría que sentía Hawkmoon se enturbió. —¿Y también han muerto todos los demás… el conde Brass, Oladahn, Bowgentle?
—Así es —dijo Orland Fank —, pero murieron por una gran causa y liberaron a millones de seres humanos de la esclavitud. Hasta este momento, Europa sólo ha conocido guerras. Ahora, quizá, las gentes buscarán la paz, pues ya saben muy bien a qué conducen las guerras.
—La paz era lo que el conde Brass más deseaba para Europa —dijo Hawkmoon—.
Pero me habría gustado que hubiera vivido para verlo.
—Quizá lo vea su nieta —intervino Yisselda.
—Ya no tenéis nada que temer de Granbretan mientras yo sea reina —les dijo Plana—.
Tengo la intención de completar la destrucción de Londra y hacer construir mi nueva capital en Kanbery. La riqueza de Londra, que sin duda alguna es mayor que la del resto del mundo, será utilizada para reconstruir las ciudades de Europa, para volver a poner en funcionamiento las granjas, para hacer el bien y reparar todo el daño que hemos hecho, en la medida en que podamos. —Se quitó la máscara, dejando al descubierto su cabeza, grande, triste y hermosa—, y también aboliré la utilización de las máscaras.
Orland Fank parecía escéptico, pero sus palabras no lo dejaron translucir.
—El poder de Granbretan se ha quebrado para siempre —dijo Fank—. Y el trabajo del Bastón Rúnico ya ha terminado aquí. —Acarició el bulto envuelto en lienzo que llevaba bajo el brazo—. Me llevo la Espada del Amanecer, el Amuleto Rojo y el Bastón Rúnico para conservarlos en lugar seguro. Pero si llegara el momento, amigo Hawkmoon, en que sintierais la necesidad de reuniros con ellos, os reuniréis, os lo prometo.
—Espero que ese momento no llegue nunca, Orland Fank.
—El mundo no cambia, Dorian Hawkmoon —observó Fank con un suspiro—. Sólo se produce algún que otro desplazamiento ocasional en el equilibrio, pero si ese desplazamiento llega demasiado lejos en una sola dirección, el Bastón Rúnico se pone a trabajar inmediatamente para contrarrestarlo. Ahora, quizá hayan pasado durante un siglo o dos los tiempos de los extremismos. No lo sé.
—Pues deberíais saberlo —dijo Hawkmoon sonriente—, puesto que sois omnisciente.
—Yo no, amigo mío —replicó Fank sonriendo a su vez—, sino aquello a lo que sirvo: el Bastón Rúnico.
—Vuestro hijo… Jehemiah Cohnahlias…
—Ah, existen misterios que ni siquiera el Bastón Rúnico contestaría. —Fank se acarició la nariz y les miró a todos—. Bien, debo despedirme de los que habéis quedado. Habéis luchado bien, y lo habéis hecho por la justicia. —¿Justicia? —preguntó Hawkmoon a sus espaldas, cuando él ya se disponía a abandonar la estancia —. ¿Justicia? ¿Acaso existe?
—Puede ser producida en pequeñas cantidades —contestó Fank—. Pero tenemos que trabajar duro, luchar bien y utilizar una gran sabiduría para producir aunque sólo sea una pequeña cantidad.
—Sí —asintió Hawkmoon con un gesto—. Quizá tengáis razón.
—Sé que la tengo —insistió Fank con una sonrisa.
Y después se marchó. Pero su voz llegó a oídos de Hawkmoon una vez más, con una última observación:
—La justicia no es la ley, ni el orden, tal y como suelen hablar de ella los seres humanos. La justicia es equilibrio, la corrección de la balanza. Recordad eso, Hawkmoon.
Recordadlo.
Hawkmoon puso un brazo alrededor de los hombros de Yisselda.
—Sí, lo recordaré —murmuró—. Y ahora regresaremos al castillo de Brass, para que las fuentes vuelvan a manar, para conducir los rebaños a los estanques, para volver a traer los toros, los caballos y los flamencos. Para conseguir que nuestra Camarga vuelva a ser la que ha sido siempre.
—Y el poder del Imperio Oscuro jamás volverá a amenazarla —dijo sonriendo la reina Plana.
—Estoy seguro de ello —asintió Hawkmoon—. Pero si algún otro mal se cerniera sobre el castillo de Brass, estaré preparado para enfrentarme a él, no importa lo poderoso que sea, ni la forma en que nos asalte. El mundo sigue siendo un lugar salvaje. La justicia de la que ha hablado Fank apenas si existe. Tenemos que procurar hacer un poco más en su favor. Adiós, Plana.
Plana se quedó mirándolos mientras ellos se marchaban. Y estaba llorando.
MICHAEL MOORCOCK, nacido en Londres en 1939, es un reconocido escritor de ciencia ficción y literatura fantástica inglés, aunque también ha realizado incursiones en otros géneros literarios.
Además de su faceta como escritor, Moorcock destacó por su labor al frente de la revista New Worlds (sobre todo en su primera época de 1964 a 1971) donde fue el artífice del lanzamiento de una nueva generación de autores que luego conformaron la llamada New Wave de la literatura fantástica.
La obra de Moorcock es prolífica y diversa, auque la mayor parte de su trabajo se podría catalogar dentro de la llamada fantasía épica —siempre desde una perspectiva adulta—, con obras tan influyentes como El campeón eterno, que es a la vez novela y meta–personaje, o la que se podría considerar la más famosa de sus creaciones: La saga de Elric de Melniboné, antihéroe violento que supuso una revolución dentro del género.
Moorcock también ha realizado guiones para cómic y hasta letras de canciones para grupos como Hawkwing. Desde 1980 alterna la producción fantástica con obras de corte más generalista. Siempre polémico y combativo, ha encontrado dificultades en la publicación de sus últimas obras debido a sus argumentos políticos y provocadores.