—La mayoría de los barones ya han decidido apoyar vuestra causa —le dijo Kalan—.
Hay poco que ellos puedan hacer. Únicamente Jerek Nankenseen y los guerreros de la orden de la Mosca representan una seria amenaza. Breñal Farnu está con él…, pero a Farnu no le queda virtualmente ninguna orden que mandar. La mayor parte de sus ratas murieron durante las primeras luchas. Ahora mismo, Adaz Promp se encarga de expulsar las ratas y las moscas de la ciudad.
—No quedan ratas —dijo Meliadus, repentinamente pensativo —. ¿Cuántos habrán muerto en total, Kalan?
—Más o menos la mitad de los guerreros de Granbretan. —¿La mitad? ¿He destruido a la mitad de nuestros guerreros? ¿He disminuido nuestra fuerza a la mitad? —¿No ha valido la pena, teniendo en cuenta la victoria que habéis alcanzado?
La mirada ciega de Meliadus se elevó hacia el techo.
—Sí…, supongo que sí. —Se incorporó de pronto en la camilla y añadió—: Pero debo justificar las muertes de los que faltan, Kalan. Lo hice por Granbretan…, para eliminar del mundo a Hawkmoon y a la pandilla del castillo de Brass. Debo tener éxito, Kalan, o no podré justificar el hecho de haber disminuido hasta tal punto la fuerza de combate del Imperio Oscuro.
—No temáis por eso —le dijo Kalan con una débil sonrisa—, pues he estado trabajando en otra de mis máquinas. —¿Una nueva arma?
—Y antigua a la vez, a la que he vuelto a poner en funcionamiento. —¿De qué se trata?
—Me refiero a la máquina de la Joya Negra, barón Meliadus —dijo Kalan con una sonrisa burlona—. Dentro de poco volveremos a tener a Hawkmoon en nuestro poder, y la fuerza vital de la Joya Negra le devorará el cerebro.
Una lenta y satisfecha sonrisa se extendió sobre los labios de Meliadus. —¡Oh, Kalan…, por fin!
Kalan obligó a Meliadus a tenderse sobre la camilla y untó los ojos cegados del barón con un ungüento, con el que se los frotó.
—Descansad ahora y soñad con vuestra venganza, viejo amigo. Ambos la disfrutaremos juntos.
De pronto, Kalan levantó la vista. Un mensajero acababa de entrar en la pequeña habitación. —¿Qué ocurre? ¿Hay alguna noticia?
—Acabo de llegar del continente, excelencia —informó el mensajero, jadeante—.
Traigo noticias de Hawkmoon y de sus hombres. —¿Qué hay de ellos? —preguntó Meliadus inmediatamente, volviendo a incorporarse, con el ungüento resbalándole sobre las mejillas, sin preocuparle que un inferior le viera sin máscara —. ¿Qué noticias hay de Hawkmoon?
—Cabalgan hacia el puente de Plata, milord. —¿Tienen intención de invadir Granbretan? —preguntó Meliadus con incredulidad—. ¿De cuántos hombres disponen? ¿Cuál es el tamaño de su ejército?
—Son quinientos jinetes, milord.
Meliadus se echó a reír.
Kalan ayudó a Meliadus a subir los escalones que conducían al trono con el que se había sustituido el siniestro globo del trono. Sobre él se sentaba Plana Mikosevaar, con una máscara de garza real enjoyada, una corona sobre la cabeza y engalanada con las vestiduras de estado. Y ante ella se arrodillaron todos los nobles que le eran fieles. —¡Contemplad a vuestra nueva reina! —exclamó Meliadus con una voz que resonó con fuerza y orgullo por el enorme salón—. Bajo la reina Plana seréis grandes…, más grandes de lo que jamás habíais soñado ser. Bajo la reina Plana florecerá una nueva era… Una era de alegre locura y rugiente placer, la clase de placer que tanto nos gusta cultivar en Granbretan. ¡El mundo entero será nuestro juguete!
La ceremonia avanzó. Cada uno de los barones juró su lealtad ante la reina Plana. Y cuando todo hubo terminado, el barón Meliadus volvió a hablar. —¿Dónde está Adaz Promp, jefe de la guerra de los ejércitos de Granbretan?
—Aquí estoy, milord —contestó Promp con rapidez—, y os agradezco el honor que me hacéis.
Ésta era la primera vez que Meliadus mencionaba que a Promp se le había recompensado con el puesto de comandante sobre todos los comandantes, excepto el propio Meliadus. —¿Queréis informar de cómo les van las cosas a los rebeldes, Adaz Promp?
—Quedan muy pocos, milord. Las moscas que no hemos podido matar se han dispersado, y su gran jefe, Jerek Nankenseen, ha muerto. Yo mismo le maté. Breñal Farnu y las pocas ratas que le quedan se han escondido en cuevas, en alguna parte de Sussex, y no tardarán en ser exterminados. Todos los demás se han unido en su lealtad a la reina Plana.
—Eso es muy satisfactorio, Adaz Promp, y me alegro de escucharlo. ¿Y qué sucede con la risible fuerza de Hawkmoon? ¿Continúa avanzando contra nosotros?
—Así lo indican los informes de nuestros ornitópteros de reconocimiento, milord. No tardarán en estar listos para cruzar el puente de Plata.
—Dejadles que lo crucen —dijo Meliadus riendo—. Que recorran por lo menos la mitad de la distancia. Después los barreremos del mapa. Kalan, ¿cómo andan vuestros progresos con la máquina?
—Ya casi está preparada, milord.
—Bien. En tal caso tenemos que ponernos en marcha hacia Deau–Vere para darle la bienvenida a Hawkmoon y a sus amigos. Vamos, mis capitanes, vamos.
Kalan volvió a ayudarle a bajar los escalones y le condujo a lo largo del salón, hasta que llegaron a las grandes puertas… que ahora ya no estaban guardadas por los representantes de la orden de la Mantis, sino por los guerreros de las órdenes del Lobo y del Buitre. Meliadus lamentó no poder verlos, y saborear así su triunfo un poco más.
Una vez que las puertas se hubieron cerrado tras ellos, Plana permaneció sentada en el trono, como helada, pensando en D'Averc. Había intentado hablarle de él a Meliadus, pero él no había querido escucharla. ¿Resultaría muerto en la batalla?, se preguntó.
También pensó en la carga que había caído sobre sus hombros. Entre los nobles de Granbretan, ella era la única, a excepción de Shenegar Trott, que había leído numerosos textos antiguos, algunos de los cuales eran leyendas e historias supuestamente acaecidas antes del Milenio Trágico. Creía que, fuera cual fuese el destino de ella misma y de Meliadus, presidía una corte que entraba en sus últimas fases de decadencia. Las guerras de expansión, las disputas internas…, todo eso no eran más que señales de una nación a punto de extinguirse, y aunque cabía la posibilidad de que esa extinción no se produjera en por lo menos doscientos años, o quinientos, o quizá mil, ella sabía que el Imperio Oscuro estaba irremediablemente condenado.
Y rezó para que sucediera algo mejor que aquella condena.
Meliadus sostuvo las riendas del caballo de su heraldo.
—No tenéis que abandonarme en ningún momento, muchacho. Tenéis que decirme lo que veis, y de acuerdo con eso haré mis planes para la batalla.
—Os lo diré, milord.
—Bien. ¿Están reunidas todas las tropas? —Lo están, milord. Esperan vuestra señal—. ¿Y ha aparecido ya ese bribón de Hawkmoon?
—Se han visto figuras que cabalgan hacia nosotros cruzando el puente de Plata. Se meterán directamente entre nuestras filas, a menos que huyan.
—No, no huirán —gruñó Meliadus—. Ese Hawkmoon no huirá… y menos ahora. ¿Los podéis ver ya?
—Veo un relampagueo como de plata, como una señal de heliógrafo… una…, dos, tres, cuatro…, cinco…, seis. El sol los hace brillar así. Es como si fueran seis espejos de plata.
Me pregunto qué pueden ser. —¿El sol que se refleja en las lanzas?
—Creo que no es eso, milord.
—Bueno, pronto lo sabremos.
—Sí, milord. —¿Qué ves ahora?
—Ahora veo a seis jinetes, milord, que van a la cabeza de un grupo de caballería. Cada jinete parece coronado con plata refulgente. ¡Cómo! Milord, lo que brillan son sus cascos. ¡Sus cascos! —¿Quieres decir que están muy bien pulidos?
—Son cascos que les cubren los rostros. Yo… casi no puedo mirarlos de tan brillantes como son.
—Es extraño. Pero no me cabe la menor duda de que esos cascos se partirán con rapidez bajo el peso de nuestras armas. ¿Les habéis dicho que deben apoderarse de Hawkmoon vivo, pero que pueden matar a los demás?
—Se lo he dicho, milord.
—Bien.
—Y también les he informado que habéis dicho que si Hawkmoon se quitara el casco y se llevara la mano a la frente, y empezara a actuar de un modo extraño, os lo deben comunicar de inmediato.
—Excelente —asintió Meliadus con una sonrisa—. Excelente. En cualquier caso, tendré mi venganza.
—Ya han llegado casi al extremo del puente, milord. Nos han visto, pero no se detienen.
—En ese caso, dad la señal para que empiece la carga —dijo Meliadus—. Tocad vuestra trompeta, heraldo. —¿Se han lanzado a la carga, heraldo? —preguntó Meliadus poco después.
—Lo han hecho, milord. —¿Y qué sucede ahora? ¿Se han enfrentado ya los ejércitos?
—Lo han hecho, milord. —¿Y qué está sucediendo?
—Yo… no estoy seguro, milord… con los relampagueos que producen esos cascos y con… una luz rojiza muy peculiar que se está extendiendo sobre el campo de batalla…
Parece que en el ejército de Hawkmoon hay muchos más hombres de los que habíamos pensado en un principio. Infantería… y algo de caballería. ¡Por los dientes de Huon…! Os ruego que me disculpéis, milord… ¡Por los senos de Plana! ¡Son los guerreros más extraños que he visto jamás! —¿Qué aspecto tienen?
—Parecen bárbaros… primitivos…, ¡y son muy feroces! ¡Están penetrando entre nuestras filas como el carbón encendido en la crema! —¿Qué? No puede ser, Nosotros contamos con cinco mil hombres, y ellos sólo son quinientos. Todos los informes han confirmado esa cifra.
—Son muchos más de quinientos, milord. Muchos más. —¿Quiere eso decir que todos los exploradores han mentido? ¿O es que todos nos estamos volviendo locos? Esos guerreros bárbaros tienen que haber venido con Hawkmoon desde Amarehk. ¿Qué ocurre ahora? ¿Qué sucede? ¿Se recuperan nuestras fuerzas?
—No se recuperan, milord.
—Entonces, ¿qué están haciendo?
—Se están retirando, milord. —¿Retirándose? ¡Imposible!
—Parecen estar retrocediendo con mucha rapidez, milord. Al menos los que aún siguen con vida. —¿Qué queréis decir? ¿Cuántos guerreros nos quedan de los cinco mil iniciales?
—Yo diría me unos quinientos hombres de infantería, milord. Y pequeños grupos desparramados de caballería.
—Decidle al piloto de mi ornitóptero que prepare en seguida su máquina, heraldo.
—Así lo haré, milord.
Y algo más tarde, volvió a preguntar: —¿Está ya el piloto preparado para volar, heraldo?
—Lo está, milord. —¿Y qué ocurre con Hawkmoon y los suyos? ¿Qué sucede con los que llevan los cascos de plata?
—Se dedican a perseguir a los restos de nuestras fuerzas, milord.
—Creo que he sido engañado de una u otra forma, heraldo.
—Como digáis, milord. Hay muchos muertos. Pero los guerreros bárbaros se dedican ahora a destrozar la infantería. Sólo pueden escapar los pocos que aún quedan de la caballería.
—No puedo creerlo. ¡Oh, maldita ceguera! ¡Me siento como si estuviera inmerso en una pesadilla!
—Os conduciré al ornitóptero, milord.
—Gracias, heraldo. No, piloto… A Londra. Daos prisa. ¡Debo hacer nuevos planes!
Mientras el ornitóptero se elevaba hacia el pálido cielo azul, Meliadus percibió un gran relampagueo plateado ante los ojos y parpadeó, mirando luego hacia abajo. Y entonces, de pronto, pudo ver. Pudo ver a las seis figuras con las cabezas cubiertas por cascos relampagueantes que el heraldo le había mencionado; pudo ver las legiones destrozadas que había estado seguro serían capaces de destruir a las fuerzas de Hawkmoon; y pudo ver los restos de su caballería alejándose a uña de caballo del campo de batalla para salvar sus vidas. Y escuchó las distantes risotadas que reconoció en seguida como pertenecientes a su más odiado enemigo. —¡Hawkmoon! —exclamó blandiendo el puño—. ¡Hawkmoon!
La plata refulgió cuando un casco se giró para mirar hacia arriba.
—No importa los trucos que utilicéis, Hawkmoon, esta misma noche habréis dejado de existir. Sé que así será. ¡Lo sé!
Volvió a mirar viendo como Hawkmoon seguía riéndose. Buscó con la mirada a los bárbaros que habían destrozado a su ejército, pero no vio a ninguno de ellos.
Creyó que se trataba de una pesadilla. ¿O acaso el heraldo había estado en connivencia con Hawkmoon? ¿O es que los bárbaros de Hawkmoon eran invisibles para sus ojos?
Meliadus se frotó la cara. Quizá la ceguera, que acababa de desaparecer hacía apenas unos instantes, seguía dándole problemas de alguna forma oscura. Quizá los bárbaros estuvieran en alguna otra parte del campo de batalla.
Pero no, allí no había bárbaros.
—Apresuraos, piloto —gritó por encima del rugido de las alas metálicas batiendo el aire —. Daos prisa… ¡Tenemos que regresar a Londra con la mayor rapidez posible!
Meliadus empezó a pensar que la derrota de Hawkmoon podía no ser tan sencilla como había supuesto en un principio. Pero entonces recordó a Kalan y su máquina de la Joya Negra, y volvió a sonreír.
Algo impresionados por la victoria conseguida, en la que sólo habían perdido a doce hombres y otros veinte más ligeramente heridos, los seis se quitaron los cascos espejo y contemplaron los últimos jinetes en retirada.
—No se esperaban la aparición de la legión del Amanecer —dijo el conde Brass sonriendo—. No estaban preparados, se vieron sorprendidos y apenas si pudieron oponer resistencia. Pero cuando lleguemos a Londra ya estarán mejor preparados.
—Sí —asintió Hawkmoon —, y no cabe la menor duda de que la próxima vez Meliadus dispondrá en el campo a muchos más guerreros.
Se acarició el Amuleto Rojo que llevaba colgando del cuello y miró a Yisselda, que se estaba sacudiendo el pelo rubio.
—Habéis luchado muy bien, milord —dijo su esposa—. Habéis luchado como cien hombres.
—Eso es porque este amuleto me da la fuerza de cincuenta hombres, y vuestro amor me da la fuerza de otros cincuenta —dijo con una sonrisa.
—Jamás me habíais piropeado tanto durante nuestro noviazgo —replicó ella, sonriendo también.
—Quizá porque he llegado a amaros mucho más que antes.
D'Averc se aclaró la garganta con un ligero carraspeo.
—Será mejor que acampemos a unos pocos kilómetros de distancia de toda esta carnicería.
—Atenderé a los heridos —dijo Bowgentle.
Hizo dar vuelta a su caballo y regresó hacia donde se había reagrupado la caballería camarguiana. Los soldados habían desmontado y hablaban tranquilamente entre ellos.