—Pero su viuda heredó el cargo… —¡Plana! ¡Una mujer!
—En efecto, gran emperador. Ella los controlará.
—No se me habría pasado por la cabeza que la condesa de Kanbery pudiera controlar ni siquiera a un conejo. Es tan ambigua. Pero si es eso lo que deseáis, milord, que sea así.
Discutieron durante más de una hora los detalles del plan, y el rey le proporcionó a Meliadus toda la información posible sobre la primera expedición al mando de Trott.
Después, Meliadus abandonó la sala del trono, con una expresión de triunfo en sus ojos.
La pequeña flota permanecía anclada sobre un mar lívido, dominada por la ciudad de Deau–Veré, llena de torres, y flanqueada por tres de sus lados por muelles de piedra escarlata. Sobre los planos y amplios tejados de los edificios había miles de ornitópteros, todos ellos fantásticamente configurados para que parecieran aves y bestias míticas, con las alas plegadas; en las calles, sus pilotos, portando máscaras de cuervo y buho, se mezclaban con los marineros con cascos de pescado y de serpiente marina, y con los de infantería y caballería —pertenecientes a las órdenes del Cerdo, la Calavera, el Perro, la Cabra y el Toro—, todos los cuales se preparaban para cruzar el canal, no por barco, sino por el famoso puente de Plata que cruzaba el mar, y que se podía ver al otro lado de la ciudad, con su gran curva desapareciendo en la distancia, con toda su delicada y brillante estructura sobrecargada constantemente con el tráfico que procedía y se dirigía hacia el continente.
En el puerto, los buques de guerra estaban atiborrados de soldados que llevaban los cascos de las órdenes del Lobo y del Buitre, armados hasta los dientes con espadas, lanzas, arcos, aljabas de flechas y lanzas de fuego, y en el buque insignia ondeaban los estandartes tanto del gran jefe de la orden del Lobo como de la orden del Buitre, que en otros tiempos había sido simplemente la legión del Buitre, pero a la que el rey Huon había elevado a la categoría de orden, en recompensa por las luchas libradas en Europa, así como para honrar la muerte de su sangriento capitán Asrovak Mikosevaar.
Los barcos eran notables en el sentido de que no disponían de velas, sino que en sus popas se habían montado enormes ruedas dotadas de palas. Habían sido construidos con una mezcla de madera y metal; la madera aparecía ricamente tallada, y en cuanto al metal mostraba dibujos barrocos. Llevaban paneles en los costados en los que se veían intrincadas pinturas mostrando algunas de las victorias conseguidas por los ejércitos de Granbretan. Los decorados mascarones de proa representaban a los terroríficos dioses antiguos de Granbretan, dando nombre a los barcos: Jhone, Jhorg, Phowl, Rhunga, de quienes se decía que habían gobernado el país antes del Milenio Trágico; Chirshil, el dios aullante; Bjrin Adass, el dios cantante; Jcajee Blad, el dios gimiente; Jh'Im Slas, el dios que llora, y Aral Vilsn, el dios rugiente, dios supremo, padre de Skvese y Blansacredid, dioses del ocaso y del caos.
El Aral Vilsn era el buque insignia y sobre su puente de mando se hallaba la alta figura del barón Meliadus, acompañado por la condesa Plana Mikosevaar. Debajo del puente empezaban a reunirse las máscaras de las órdenes del Lobo y del Buitre correspondientes a los capitanes de los demás barcos, que habían sido convocados por Meliadus.
Todos ellos miraron con expectación a Meliadus, que se aclaró la garganta y dijo:
—Sin duda alguna, caballeros, os preguntaréis cuál será nuestro destino…, así como la naturaleza de estos extraños barcos en los que vamos a navegar. Los barcos no son ningún misterio; están equipados con ingenios similares a los que impulsan nuestros ornitópteros, pero mucho más poderosos, y son el invento de ese gran genio de Granbretan que es el barón Kalan de Vitall. Pueden transportarnos con mayor rapidez a través de los océanos, por lo que no tendremos que esperar ni depender de la voluntad de los elementos. En cuanto a nuestro destino, eso es algo que os revelaré en privado.
Este barco, el Aral Vilsn, ostenta el nombre del dios supremo de la antigua Granbretan, que convirtió a esta nación en lo que es hoy día. Sus barcos gemelos son el Skvese y el Blansacredid, los nombres con los que antiguamente se designaban a los dioses del ocaso y del caos. Pero también son los hijos de Aral Vilsn y representan la gloria de Granbretan, nuestra antigua y oscura gloria, la gloria tenebrosa, sangrienta y terrible de nuestro país. Una gloria de la que, estoy seguro de ello, todos os sentiréis muy orgullosos.
—Meliadus hizo una pausa y añadió —: ¿Queréis que se pierda esa gloria, caballeros? —¡No! ¡No! —rugió la respuesta de todos ellos—. ¡Por Aral Vilsn, por Skvese, porBlansacredid! ¡No! ¡No! —¿Y estaríais dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de garantizar que Granbretan conserve su negro poder y su gloria lunática? —¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —¿Y estaréis todos unidos conmigo en una demencial aventura como la que correrán los que se han embarcado en el Aral Vilsn y sus dos buques gemelos? —¡Sí! ¡Decidnos de qué se trata! ¡Decidlo! —¿No retrocederéis ante nada? ¿Me seguiréis hasta el final? —¡Sí! —gritaron todas las voces.
—Entonces, seguidme a mi cabina de mando y allí os detallaré el plan. Pero, quedáis advertidos, una vez que hayáis entrado en esa cabina, tendréis que seguirme siempre. Y aquel que retroceda no abandonará la cabina con vida.
A continuación, Meliadus bajó del puente de mando y bajó hacia la cabina, situada bajo la cubierta. Todos los capitanes presentes le siguieron, y cada uno de ellos terminaría por salir con vida de aquella cabina.
El barón Meliadus permaneció en pie ante ellos. La cabina de mando sólo estaba iluminada por una débil lámpara. Había mapas sobre la mesa, pero él no los consultó. Se dirigió a sus hombres empleando una voz baja y vibrante.
—No seguiré perdiendo el tiempo, caballeros, y os comunicaré inmediatamente la naturaleza de esta aventura. Nos hallamos embarcados en una traición… —Se aclaró la garganta y continuó—: Estamos a punto de rebelarnos contra nuestro gobernante hereditario, Huon, el rey–emperador.
Muchas bocas se abrieron con expresiones de asombro, mientras las máscaras de lobo y de buitre contemplaban fijamente al barón Meliadus.
—El rey Huon se ha vuelto loco —siguió diciendo Meliadus con rapidez—. No es la ambición personal lo que me induce a llevar a cabo este plan, sino el gran amor que siento por nuestra patria. Huon está loco… Sus dos mil años de vida le han nublado el cerebro, en lugar de proporcionarle una mayor sabiduría. Está intentando que nos expandamos con excesiva rapidez. Esta expedición, por ejemplo, estaba destinada a marchar contra Amarehk, para comprobar si se puede conquistar ese territorio, a pesar de que apenas acabamos de dominar el Oriente Próximo, y de que aún quedan partes de Muskovia que no son del todo nuestras. —¿Y vos gobernaréis en lugar de Huon, barón? —preguntó con un tono de cinismo un capitán buitre.
Meliadus sacudió la cabeza, negándolo.
—En modo alguno. Plana Mikosevaar será vuestra reina. Las órdenes del Buitre y del Lobo ocuparán el lugar de la orden de la Mantis en el favor real. Las vuestras serán las órdenes supremas…
—Pero los buitres son una orden de mercenarios —señaló un capitán lobo.
—Han demostrado ser leales a Granbretan —replicó Meliadus encogiéndose de hombros—. Y se podría argumentar diciendo que muchas de nuestras propias órdenes son instituciones moribundas, y que el Imperio Oscuro necesita sangre fresca.
—De modo que Plana Mikosevaar sería nuestra reina–emperatriz —dijo otro capitán buitre con acento reflexivo —. ¿Y vos, barón?
—Regente y consorte. Me casaré con Plana y la ayudaré a gobernar.
—En tal caso seréis el verdadero rey–emperador, excepto por el nombre —dijo el mismo capitán.
—Seré poderoso, es cierto…, pero Plana es de sangre real, mientras que yo no lo soy.
Ella es vuestra reina–emperatriz por derecho de herencia. Yo sólo seré el supremo lord de la guerra, y dejaré en sus manos todos los demás asuntos de estado… Al fin y al cabo, la guerra es mi vida, caballeros, y lo único que intento hacer es mejorar la forma en que llevamos a cabo nuestras guerras.
Los capitanes parecieron sentirse satisfechos con aquellas palabras.
—De modo que —siguió diciendo Meliadus— en lugar de dirigirnos a Amarehk con la marea de la mañana, navegaremos rodeando un poco la costa, en espera de que llegue nuestro momento. Después, nos dirigiremos hacia el estuario del Tayme y navegaremos río arriba hacia Londra. Llegaremos al corazón de la ciudad antes de que nadie imagine nuestras intenciones.
—Pero Huon está bien protegido. Es imposible asaltar su palacio. Sin duda alguna habrá en la ciudad legiones que le serán leales —dijo otro capitán lobo.
—Tendremos aliados en la ciudad. Muchas de las legiones estarán con nosotros.
Taragorm está de nuestra parte y, desde la muerte de su primo, él es el comandante hereditario de varios miles de guerreros. La orden del Hurón es pequeña, pero dispone de numerosas legiones en Londra, mientras que la mayoría de las demás legiones se encuentra en Europa, defendiendo nuestras posesiones. Los nobles que más probablemente permanecerían leales a Huon se encuentran en estos momentos fuera del país. Así pues, el momento es ideal. El barón Kalan también está con nosotros… El nos puede ayudar con nuevas armas y con sus hombres de la orden de la Serpiente para manejarlas. Si alcanzamos una victoria rápida…, o si al menos logramos progresar con rapidez, entonces es muy probable que otros muchos se nos unan, pues pocos seguirán sintiendo amor por el rey Huon una vez que sepan que Plana ha ocupado el trono.
—Yo siento lealtad por el rey Huon… —admitió un capitán lobo—. Eso es algo para lo que nos han educado.
—También os han educado para sentir lealtad por el espíritu de Aral Vilsn… ante el que se inclina todo lo que hay en Granbretan. ¿Acaso no es ésa una lealtad mucho más profunda que todas las demás?
El capitán reflexionó un momento antes de asentir.
—Sí… tenéis razón. Con un nuevo gobernante de sangre real en el trono, quizá alcancemos toda nuestra grandeza. —¡Oh, así será! ¡Así será! —prometió Meliadus ferozmente, con sus ojos negros refulgiendo por entre la ranura de su casco.
En el gran salón del castillo de Brass, Yisselda Hawkmoon, la hija del conde de Brass, no dejaba de llorar.
Lloraba de alegría, sin poder creer que el hombre que se hallaba ante ella fuera su esposo, al que amaba con tal pasión, que apenas se atrevía a tocarle por temor a que sólo se tratara de un fantasma. Hawkmoon se echó a reír y avanzó hacia ella, la rodeó con sus brazos y le besó las lágrimas que corrían por sus mejillas. Entonces, ella también se echó a reír y la expresión de su rostro se hizo radiante. —¡Oh, Dorian! ¡Dorian! ¡Temíamos que os hubieran matado en Granbretan!
—Considerando todo lo que ha sucedido —replicó Hawkmoon con una sonrisa—, Granbretan fue el lugar más seguro en el que estuvimos durante nuestros viajes. ¿No es así, D'Averc?
D'Averc tosió ocultando la boca tras un pañuelo.
—Sí…, y quizá fuera también el más saludable.
El delgado Bowgentle, de expresión amable en el rostro, sacudió la cabeza con una suave mirada de asombro.
—Pero ¿cómo habéis regresado desde Amarehk en aquella dimensión, hasta Camarga en ésta?
Hawkmoon se encogió de hombros.
—No me lo preguntéis, sir Bowgentle, no me lo preguntéis. Los Buenísimos nos han traído hasta aquí. Eso es todo lo que sé. El viaje ha sido rápido, puesto que sólo hemos tardado unos pocos minutos. —¡Los Buenísimos! ¡Jamás había oído hablar de ellos! —dijo el conde Brass acariciándose el rojizo bigote y tratando de contener las lágrimas que pugnaban por acudir a sus ojos—. ¿Son espíritus de algún tipo?
—Eso creo, padre. —Hawkmoon abrió los brazos para estrechar entre ellos a su suegro—. Tenéis muy buen aspecto, conde Brass. Vuestro pelo es tan rojizo como siempre.
—Eso no es un signo de juventud —se quejó el conde Brass—. ¡Eso es óxido! Me estoy oxidando mientras que vos disfrutáis recorriendo el mundo entero.
Oladahn, el pequeño hijo de los gigantes de las Montañas Búlgaras, avanzó tímidamente hacia él.
—Me alegro mucho de veros, amigo Hawkmoon. Y, a lo que parece, con muy buena salud. —Sonrió burlón y le ofreció una copa de vino—. Tomad…, bebed esta copa de bienvenida.
Hawkmoon le devolvió la sonrisa y aceptó la copa, bebiendo su contenido de un solo trago.
—Gracias, amigo Oladahn. ¿Cómo estáis?
—Aburrido. Todos nosotros estamos aburridos… Ya temíamos que no regresaríais jamás.
—Pues ya he vuelto, y creo que tengo suficientes historias que contaros sobre nuestras aventuras como para distraeros durante unas horas. También traigo noticias sobre una misión que se nos ha encomendado, y que aliviará la inactividad que todos estáis sufriendo. —¡Contadnos! —rugió el conde Brass—. ¡Contadnos en seguida!
Hawkmoon se echó a reír alegremente.
—Sí, lo haré…, pero permitidme un momento que contemple a mi esposa. —Se volvió y miró los ojos de Yisselda y vio que en ellos había aparecido ahora una expresión de preocupación —. ¿Qué os ocurre, Yisselda?
—He visto algo en vuestra manera de comportaros —dijo ella—. Algo me dice, milord, que no tardaréis en arriesgar de nuevo vuestra vida.
—Quizá.
—Si así tiene que ser, que así sea. —Lanzó un profundo suspiro y le sonrió—. Pero espero que no sea esta misma noche.
—No lo será durante varias noches. Tenemos que hacer muchos planes.
—Sí —asintió ella con suavidad contemplando las piedras del salón—. Y yo tengo muchas cosas que contaros.
El conde Brass se adelantó haciendo gestos para que todos se dirigieran hacia el extremo del salón, donde los sirvientes ya habían terminado de preparar la mesa con abundante comida.
—Comamos. Hemos guardado nuestras mejores viandas para este momento.
Más tarde, sentados con los estómagos llenos ante el fuego de la chimenea, Hawkmoon les mostró la Espada del Amanecer y el Bastón Rúnico, que se sacó del interior de la camisa. El salón quedó iluminado inmediatamente con luces oscilantes que trazaban dibujos de color en el aire, y el extraño aroma amargo–dulzón llenó toda la estancia.
Todos contemplaron el Bastón Rúnico con un respetuoso silencio, hasta que Hawkmoon se lo volvió a guardar.