—Éste es nuestro estandarte, amigos míos. Esto es a lo que ahora servimos cuando emprendamos la lucha contra todo el Imperio Oscuro.
Oladahn se rascó el pelo que le cubría el rostro.
—Contra todo el Imperio Oscuro, ¿eh?
—Así es —asintió Hawkmoon sonriendo con suavidad—. ¿Es que no hay varios millones de guerreros del lado de Granbretan? —preguntó Bowgentle con ingenuidad.
—Sí, creo que son varios millones.
—A nosotros, en el castillo de Brass, sólo nos quedan unos quinientos camarguianos —murmuró el conde Brass limpiándose los labios con la manga y haciendo una mueca burlona—. Si lo comparamos…
—Nosotros disponemos de más de quinientos —intervino entonces D'Averc—. Olvidáis la legión del Amanecer —dijo, señalando la espada de Hawkmoon, que estaba junto a la silla de éste, guardada en su funda—. ¿Cuántos hombres componen esa misteriosa legión? —preguntó Oladahn.
—No lo sé… Quizá sea un número infinito, quizá no. —Digamos que sean mil —musitó el conde Brass—, y eso siendo conservadores, claro. Si calculamos mil quinientos guerreros contra…
—Varios millones —terminó diciendo D'Averc.
—Eso es…, varios millones, equipados con todos los recursos del Imperio Oscuro, incluyendo conocimientos científicos que nosotros no podemos igualar…
—Disponemos del Amuleto Rojo y de los anillos de Mygan —le recordó Hawkmoon.
—Ah, sí, eso… —pareció burlarse el conde Brass—. Sí, también disponemos de eso, e incluso nos asiste el derecho. ¿Sirve eso de algo, duque Dorian?
—Quizá. Pero si utilizamos los anillos de Mygan para regresar a nuestra propia dimensión y entablamos un par de pequeñas batallas cerca de nuestro hogar, liberando así a los que ahora están oprimidos, podemos empezar a poner en pie de guerra una especie de ejército de campesinos. —¿Un ejército de campesinos, decís? Hmm…
—Sé que suena a empeño imposible, conde Brass —admitió Hawkmoon con un suspiro.
—En efecto, muchacho, lo habéis supuesto bien —dijo al fin el conde Brass con una amplia sonrisa—. ¿Qué queréis decir?
—Se trata precisamente de la clase de situaciones que más me encantan. ¡Traeré los mapas y empezaremos a planear nuestras primeras campañas!
Mientras el conde Brass se marchaba, Oladahn le dijo a Hawkmoon:
—Se nos ha olvidado deciros que Elvereza Tozer escapó. Mató al guardia que le custodiaba mientras estaba fuera, cabalgando. Regresó aquí, recuperó su anillo y se desvaneció.
—Ésas son malas noticias —dijo Hawkmoon frunciendo el ceño—. Podría haber regresado a Londra.
—Exacto. En estos momentos somos muy vulnerables, amigo Hawkmoon.
El conde Brass regresó con los mapas.
—Y ahora veamos…
Una hora más tarde, Hawkmoon se levantó de la mesa y tomó la mano de Yisselda, se despidió de sus amigos y siguió a su esposa hacia sus habitaciones.
Cinco horas más tarde ambos seguían despiertos, el uno en brazos del otro. Y fue entonces cuando ella le comunicó que iban a tener un hijo.
Hawkmoon aceptó la noticia en silencio, y se limitó a besarla y a estrecharla aún más contra su pecho. Pero cuando ella se hubo dormido, se levantó y se dirigió a la ventana, contemplando los juncos y las marismas de Camarga, pensando para sí mismo que ahora tenía algo mucho más importante que un ideal por lo que luchar.
Confió en vivir lo suficiente para ver a su hijo.
Confió en que aquel hijo naciera aun cuando él perdiera la vida.
Meliadus sonrió detrás de su máscara y apretó la mano que tenía posada sobre el hombro de Plana Mikosevaar cuando las torres de Londra aparecieron a la vista, río arriba.
—Todo está saliendo muy bien —murmuró el barón—. Dentro de muy poco, querida, seréis reina. Ellos no sospechan nada. No pueden sospecharlo. No se ha producido ningún levantamiento como éste desde hace siglos. No están preparados para enfrentarse a él. ¡Cómo maldecirán a los arquitectos que situaron los cuarteles junto al río!
Plana estaba cansada de escuchar el zumbido de los motores y el murmullo de las palas que impulsaban el barco para que siguiera su curso. Ahora se daba cuenta de que una de las virtudes de un barco de vela era su silencio. En cuanto aquellos ruidosos artefactos hubieran servido para su propósito y ella gobernara, no permitiría que ninguno de ellos se acercara a Londra. Volvió a sumirse en sus propios pensamientos y se olvidó de Meliadus y de su plan, se olvidó incluso de que la única razón por la que había aceptado aquel plan era porque no le importaba lo que fuera de ella misma. Volvía a pensar en D'Averc.
Los capitanes de los barcos que iban delante sabían lo que tenían que hacer. Además de disponer de los motores de Kalan, ahora habían sido equipados con el cañón de fuego de Kalan, y sabían cuáles eran sus objetivos: los cuarteles militares de las órdenes del Cerdo, la Rata y la Mosca, alineados a lo largo de las orillas del río, en las afueras de Londra.
El barón Meliadus dio instrucciones al capitán de su barco para que izara el color apropiado, la bandera que daría la señal a todos los demás para que iniciaran el bombardeo.
Londra seguía envuelta en el amanecer, tan tenebrosa como siempre, con sus endemoniadas torres elevándose hacia el cielo parecidas a los dedos agarrotados de millones de hombres enloquecidos.
A aquellas horas de la mañana no habría nadie despierto, excepto los esclavos. Nadie, excepto Taragorm, Kalan y sus hombres, en espera del estruendo de la lucha para ocupar las posiciones que se les habían asignado previamente. Tenían la intención de matar a cuantos pudieran, para después empujar a los demás hacia el palacio, embotellándolos allí, encerrándolos tras los muros, de tal modo que al atardecer ya no tuvieran que verse obligados a seguir atacando varios objetivos, sino sólo uno.
Meliadus sabía que aun cuando tuvieran éxito con este plan, la verdadera lucha no empezaría más que con el ataque al palacio, y que sería difícil apoderarse de él antes de que llegaran refuerzos.
La respiración de Meliadus se aceleró. Sus ojos refulgieron cuando las bocas de bronce de los cañones escupieron fuego, lanzándolo contra los cuarteles cuyas dotaciones estaban totalmente desprevenidas. En cuestión de pocos segundos el aire de la mañana se llenó con una tremenda explosión cuando uno de los cuarteles saltó por los aires. —¡Qué suerte! —exclamó Meliadus—. Es un presagio espléndido. ¡No había esperado tener un éxito así tan temprano!
Se produjo una segunda explosión —un cuartel situado en la otra orilla del río—, y de los restos de los edificios salieron corriendo los hombres aterrorizados, algunos de ellos tan alarmados que incluso olvidaron recoger sus máscaras. Mientras trataban de abandonar los cuarteles, el cañón de fuego les alcanzó de nuevo, convirtiéndolos en cenizas. Sus gritos y aullidos se extendieron por entre las torres dormidas de Londra… Y ése fue el primer aviso que tuvieron los ciudadanos sobre lo que ocurría.
Las máscaras de la orden del Lobo se volvieron para mirar a las de la orden del Buitre con una silenciosa satisfacción, mientras contemplaban la carnicería que se estaba produciendo en las orillas. Los cerdos y las ratas se apresuraban a buscar refugio…, y las moscas se parapetaron tras los edificios más cercanos, tratando de resistir. Los pocos que habían llevado consigo sus lanzas de fuego empezaron a disparar.
Había empezado la pelea entre las bestias.
Aquello formaba parte del modelo de destino puesto en movimiento por Meliadus cuando, al abandonar el castillo de Brass, juró por el Bastón Rúnico.
Pero en aquellos momentos, nadie habría sido capaz de saber cómo se resolvería la situación, ni quién sería el que se alzaría con la victoria: Huon, Meliadus o Hawkmoon.
A media mañana los cuarteles ya habían sido completamente destruidos, y los supervivientes luchaban en las calles, cerca del centro de la ciudad. Ahora habían sido reforzados con varios miles de guerreros de la orden de la Mantis. Era muy probable que Huon no tuviera todavía una idea clara de lo que estaba sucediendo. Quizá incluso pensara que el ataque lo llevaban a cabo soldados de Asiacomunista disfrazados de granbretanianos. Meliadus sonrió al desembarcar en compañía de Plana Mikosevaar para dirigirse al palacio del Tiempo, flanqueado por una docena de guerreros lobos y buitres.
La sorpresa había sido completa. Sus hombres habían permanecido en las pocas calles abiertas, sin aventurarse por el laberinto de corredores que unían la mayor parte de las torres. A medida que los guerreros enemigos salían de ellas, los hombres de Meliadus los cazaban. Ahora los estaban embotellando, pues había pocas ventanas desde las que pudieran luchar los soldados de Huon. La existencia de ventanas no era una de las grandes características de la arquitectura de Londra, pues los granbretanianos no apreciaban demasiado ni el aire natural ni la luz del día. Las pocas que había tendían a estar situadas en lugares tan altos como para ser casi inútiles para los francotiradores.
Hasta los ornitópteros, que no estaban equipados para luchar en una ciudad como Londra, demostraron no ser más que un peligro pequeño, tal y como se había imaginado Meliadus. El barón se sentía muy contento cuando entró en el palacio del Tiempo y descubrió a Taragorm en una pequeña cámara. —¡Hermano! Nuestros planes marchan bien…, incluso mejor de lo que yo había esperado.
—Así parece —contestó Taragorm dirigiéndole una ligera inclinación de cabeza a Plana, con quien había estado casado en otro tiempo, al igual que el propio Meliadus—.
Mis hurones casi no han tenido nada que hacer hasta el momento. Pero sin duda alguna serán muy útiles para hacer salir a los que permanezcan en los túneles. Tengo la intención de utilizarlos para lanzarlos contra la retaguardia del enemigo en cuanto hayamos localizado sus bolsas principales.
Meliadus asintió con un gesto de aprobación.
—Me habéis enviado un mensaje para que me reuniera aquí con vos. ¿Qué sucede?
—Creo haber descubierto los medios de traer a vuestros amigos del castillo de Brass de regreso a su ambiente natural —murmuró Taragorm con un tono de voz lleno de satisfacción.
Meliadus emitió un profundo gruñido y fue en ese momento cuando Plana se dio cuenta de que estaba expresando un extremo placer ante la noticia. —¡Oh. Taragorm! ¡Por fin son míos esos conejitos!
—No estoy seguro del todo de que mi máquina funcione —le advirtió Taragorm echándose a reír—, pero tengo la sensación de que funcionará bien, ya que está basada en una fórmula que he descubierto en el mismo libro que mencionaba la máquina de cristal de Soryandum. ¿Queréis verlo? —¡Claro que sí! ¡Conducidme hasta ella, hermano, os lo ruego!
—Por aquí.
Taragorm condujo a Meliadus y a Plana a lo largo de dos cortos pasillos llenos con el ruido procedente de los relojes. Llegaron al fin ante una puerta exterior baja que él abrió con una pequeña llave.
—Aquí dentro. —Tomó una antorcha del soporte donde estaba y la empleó para alumbrar la mazmorra que acababa de abrir—. Ahí. Se encuentra más o menos al mismo nivel que la máquina de cristal que hay en el castillo de Brass. Su voz puede atravesar las dimensiones.
—Yo no oigo nada —dijo Meliadus algo desilusionado.
—Eso es porque no hay nada que escuchar… en esta dimensión. Pero os garantizo que produce un buen sonido, en algún otro punto del espacio y del tiempo.
Meliadus avanzó hacia el objeto. Era como la carcasa de un gran reloj de latón, del tamaño de un hombre. El péndulo se balanceaba por debajo, moviendo la palanca de escape que hacía funcionar las manecillas. Tenía muelles y ruedas dentadas y se parecía en todos los aspectos a un enorme reloj ordinario. En la parte de atrás se había montado un brazo extendido a modo de gong. Mientras ellos observaban, las manecillas dieron la media hora y el brazo se movió con lentitud, elevándose, para caer después repentinamente sobre el gong. Pudieron ver cómo vibraba éste, pero no escucharon ni el susurro de un sonido. —¡Increíble! —exclamó Meliadus en voz baja —. Pero ¿cómo funciona?
—Aún tengo que ajustarlo un poco para asegurarme de que opera exactamente en la dimensión correcta del espacio y el tiempo que he logrado localizar con la ayuda de Tozer. Cuando llegue la medianoche, nuestros amigos del castillo de Brass experimentarán algo así como una muy desagradable sorpresa.
Meliadus emitió un suspiro de placer. —¡Oh, noble hermano! ¡Seréis el hombre más rico y honrado de todo el imperio!
La extraña máscara en forma de reloj de Taragorm se inclinó ligeramente, como en reconocimiento de la promesa que le acababa de hacer Meliadus.
—Eso es de lo más conveniente, y os lo agradezco, hermano —murmuró Taragorm—. ¿Estáis seguro de que funcionará?
—Si no funcionara no sería el hombre más rico y honrado de todo el imperio —replicó Taragorm de buen humor—. Pero, sin duda alguna, espero que no os ocupéis de recompensarme de un modo menos agradable.
Meliadus extendió uno de sus brazos sobre los hombros de su cuñado. —¡No habléis de ese modo, hermano! ¡Oh, no habléis así!
—Bien, bien, caballeros. Supongo que sólo se tratará de alguna clase de revuelta civil.
La voz dorada provino del arrugado cuello, y los intensos ojos negros miraban de un lado a otro, hacia las máscaras reunidas ante él.
—Es una traición, noble monarca —dijo una máscara mantis, cuyo portador llevaba el uniforme sucio, y cuya máscara aparecía quemada por una lanza de fuego.
—Es una guerra civil, gran emperador —resaltó otro.
—Y están a punto de vencernos —murmuró el hombre situado al lado del anterior, casi hablando consigo mismo—. No estábamos preparados para esto, excelso gobernante.
—Claro que lo estabais. Totalmente. Os acuso por ello a todos… y también a nos.
Hemos sido engañados. —Los ojos se movieron con lentitud por entre los capitanes reunidos—. ¿No está Kalan entre vosotros?
—No, gran señor. —¿Y Taragorm? —preguntó con suavidad la dulce voz.
—Taragorm tampoco está presente, rey todopoderoso.
—Vaya… Y algunos de vosotros creéis haber visto a Meliadus en el buque insignia…
—En compañía de la condesa Flana, magnífico emperador.
—Eso tiene lógica. Sí, en efecto, hemos sido engañados. Pero no importa…, supongo que el palacio está bien defendido, ¿no es cierto?