Emitiendo un gran grito, levantó la espada y se lanzó contra Hawkmoon.
Éste bloqueó el golpe con facilidad, la hizo girar con su propia hoja hasta arrancarla de la mano del dios Loco. Después, siguiendo el ritmo de su propio movimiento, bajó su hoja hasta situar la punta ante el corazón de Stalnikov.
Hawkmoon contempló por un momento a aquel loco aterrorizado. La luz procedente del Amuleto Rojo daba un tono escarlata a los semblantes de ambos hombres. Stalnikov se aclaró la garganta como para pedir clemencia y entonces sus hombros se hundieron.
Hawkmoon introdujo la punta de la espada en el corazón del dios Loco. Después, se dio media vuelta y abandonó donde estaban el cadáver y el Amuleto Rojo.
Hawkmoon cubrió con su propia capa los desnudos hombros de Yisselda. La muchacha estaba temblando y sollozando, con una reacción en la que se mezclaba la alegría por volver a ver a su prometido. Cerca de ellos estaba el Guerrero de Negro y Oro, que seguía inmóvil.
Hawkmoon abrazó a Yisselda y entonces el guerrero empezó a moverse. Su enorme cuerpo cruzó el salón y entró en la oscuridad donde estaba el cuerpo de Stalnikov, el dios Loco.
—Oh, Dorian, no podéis imaginar los horrores por los que he tenido que pasar durante estos últimos meses. Fui capturada por este grupo y tuve que viajar a lo largo de muchos cientos de kilómetros. Ni siquiera sé dónde se encuentra este lugar infernal. No recuerdo nada relacionado con los últimos días, a excepción de un débil recuerdo sobre una extraña pesadilla en la que me debatía conmigo misma, tratando de luchar contra el deseo de mataros…
—Eso no ha sido más que una pesadilla —le dijo Hawkmoon abrazándola contra sí—.
Vamos, ahora nos marcharemos. Regresaremos a Camarga y a la seguridad. Dime, ¿qué ha sido de tu padre y de los otros? —¿No lo sabíais? —replicó ella abriendo mucho los ojos—. Creía que habíais regresado allí antes de venir a buscarme.
—No he oído más que rumores. ¿Cómo están Bowgentle, Von Villach, el conde Brass…?
—Von Villach… —contestó ella bajando la mirada—, resultó muerto por una lanza de fuego durante una batalla contra las tropas del Imperio Oscuro que se libró en las fronteras del norte. El conde Brass… —¿Qué ha sido de él?
—La última vez que le vi, mi padre yacía en el lecho y hasta los conocimientos curativos de Bowgentle parecían incapaces de hacerle recuperar la salud. Es como si hubiera perdido todas las sensaciones…, como si ya no deseara vivir. Dijo que Camarga no tardaría en caer… Creía que habíais muerto, puesto que no regresasteis a tiempo para comunicarle que estabais a salvo.
—Tengo que regresar inmediatamente a Camarga —dijo Hawkmoon con ojos encendidos—, aunque sólo sea para darle al conde Brass la voluntad de vivir. Una vez que vos desaparecisteis, difícilmente habrá podido reunir algo de energía para sobrevivir.
—Si es que vive —dijo ella con suavidad, sin querer admitir aquella posibilidad.
—Tiene que vivir. Si Camarga continúa resistiendo, eso quiere decir que el conde Brass vive aún.
Por el pasillo situado más allá del salón se escucharon unos pasos, que se acercaron corriendo. Hawkmoon se situó delante de Yisselda, y volvió a desenvainar la espada.
La puerta se abrió de golpe y en ella apareció Oladahn, jadeante. D'Averc llegaba detrás.
—Guerreros del Imperio Oscuro —dijo Oladahn—. Son muchos y no podemos enfrentarnos a ellos. Deben estar explorando el castillo y los alrededores en busca de supervivientes y de botín.
—He tratado de razonar con ellos —dijo D'Averc avanzando y situándose junto al pequeño hombre bestia—. He afirmado mi derecho a comandarlos, siendo, como soy, de un rango superior al de su jefe, pero… —se encogió de hombros—, parece ser que D'Averc ya no cuenta con rango alguno entre las legiones de Granbretan. El condenado piloto del ornitóptero vivió el tiempo suficiente como para contar a un grupo de exploradores la torpeza que cometí al dejaros escapar. Ahora, estoy tan fuera de la ley como vos mismo…
—Vamos —dijo Hawkmoon frunciendo el ceño—, venid los dos. Y atrancad esa puerta.
Eso los detendrá si deciden atacar. —¿Es la única salida que existe? —preguntó D'Averc contemplando especulativamente la gran puerta.
—Creo que sí —contestó Hawkmoon—. Pero ya nos ocuparemos de eso más tarde.
El Guerrero de Negro y Oro resurgió entonces de entre las sombras. Con una mano enguantada sostenía el Amuleto Rojo, que se balanceaba, pendiente de su cuerda. La cuerda estaba manchada de sangre.
El Guerrero se apresuró a tender la cuerda hacia Hawkmoon, sin tocar para nada la piedra. Mientras tanto, D'Averc y Oladahn se ocupaban de atrancar la puerta.
—Tomad —dijo el Guerrero de Negro y Oro—. Es vuestro.
—No lo quiero —replicó Hawkmoon, retrocediendo—. No quiero tener eso. Es un objeto maldito. Ha provocado la muerte de muchos, ha hecho que otros se vuelvan locos…, y hasta esa pobre criatura de Stalnikov se ha convertido en su víctima. Guardadlo vos. Encontrad a otro lo bastante imbécil como para llevarlo.
—Tenéis que llevarlo vos —dijo la voz desde el interior del casco—. Sólo vos podéis llevarlo. —¡No lo llevaré! —Hawkmoon señaló a Yisselda y añadió—: Ese objeto hizo que esta dulce muchacha se convirtiera en una bestia esclava, ávida de matar. Todas las personas que vimos en ese pueblecito de pescadores…, todas estaban muertas debido al poder del Amuleto Rojo. Todos aquellos que nos han atacado… se habían vuelto locos a causa de ese mismo poder. Todos los que murieron en el patio de armas del castillo… fueron destruidos por el Amuleto Rojo. No lo tomaré —dijo con firmeza, dándole un golpe a la mano que lo sostenía y haciendo que el objeto cayera al suelo—. Si eso es lo que crea el Bastón Rúnico, ¡yo no tomaré parte en ello!
—Lo que convierte esto en algo con una influencia corrupta es lo que imbéciles como vos hacen con él —espetó el Guerrero de Negro y Oro con un tono de voz grave e impasible—. Tenéis el deber…, como sirviente elegido por el Bastón Rúnico, de aceptarlo.
No os hará daño alguno. No hará más que proporcionaros poder. —¡Poder para destruir y volverme loco yo también!
—No, poder para hacer el bien… Poder para luchar contra las hordas del Imperio Oscuro.
Hawkmoon lanzó una risa despreciativa. Al otro lado de la puerta se escuchó un gran estruendo. Se dio cuenta de que habían sido descubiertos por los guerreros de Granbretan.
—Nuestros enemigos nos superan en número —observó Hawkmoon—. ¿Acaso el Amuleto Rojo nos proporcionará el poder suficiente para escapar de ellos cuando sólo existe esa puerta?
—Os ayudará —insistió el Guerrero de Negro y Oro inclinándose para recoger el amuleto caído al suelo y volviéndolo a levantarlo por la cuerda que lo sostenía.
La puerta crujió bajo la presión de los fuertes golpes lanzados desde el otro lado.
—Si el Amuleto Rojo es capaz de hacer tanto bien —dijo Hawkmoon—, ¿por qué no lo tocáis vos mismo?
—Porque yo no tengo el derecho de tocarlo. A mí me podría hacer lo mismo que le hizo al miserable Stalnikov. —El guerrero se adelantó hacia él—. Aquí lo tenéis, tomadlo. Ésa ha sido la razón por la que habéis venido aquí.
—Yo he venido en busca de Yisselda…, para rescatarla. Y ahora ya lo he conseguido.
—Y ella también está aquí por eso. —¿De modo que todo ha sido una trampa para atraerme…?
—No. Únicamente formaba parte del esquema. Pero decís que habéis venido para salvarla y, sin embargo, os negáis a vos mismo los medios para escapar con ella de este castillo. Una vez que esos guerreros entren aquí, un numeroso grupo de feroces combatientes, os destruirán a todos. Y el destino de Yisselda puede ser mucho peor que el vuestro…
Ahora, la puerta estaba siendo astillada. Oladahn y D'Averc retrocedieron, con las espadas preparadas y una mirada de serena desesperación en sus ojos.
—Un momento más y habrán logrado entrar —informó D'Averc—. Adiós, Oladahn… Y también me despido de vos, Hawkmoon. Habéis sido un compañero menos aburrido que otros muchos…
Hawkmoon contempló el amuleto.
—No sé…
—Confiad en mi palabra —dijo el Guerrero de Negro y Oro—. Os he salvado la vida en el pasado. ¿Creéis acaso que lo habría hecho para destruiros ahora?
—Destruirme, no… Pero esto me pondrá en manos de un poder malvado. ¿Cómo sé que sois un mensajero del Bastón Rúnico? Sólo cuento con vuestra palabra de que yo también le sirvo, y no estoy a las órdenes de alguna causa más tenebrosa. —¡Están derribando la puerta! —gritó Oladahn—. ¡Duque Dorian, necesitaremos vuestra ayuda! ¡Que el Guerrero escape con Yisselda si puede!
—Rápido —urgió el Guerrero volviendo a extender el amuleto hacia Hawkmoon—.
Tomadlo y salvad al menos a la muchacha.
Hawkmoon dudó un instante más. Después, finalmente, aceptó el amuleto. Se ajustó a su mano como un pequeño animal de compañía a su amo…, aunque se trataba de algo extraordinariamente poderoso. Su luz roja pareció aumentar su intensidad, hasta que se extendió por toda la enorme sala de proporciones grotescas. Hawkmoon sintió que aquel poder le inundaba. Todo su cuerpo adquirió una gran sensación de bienestar. Al moverse, lo hizo con una extraordinaria rapidez. Su cerebro ya no parecía hallarse embotado por todos los acontecimientos de los últimos días. Sonrió y se colgó la cuerda manchada de sangre del cuello, se inclinó para besar a Yisselda y experimentó una deliciosa sensación que le recorrió todo el cuerpo. Se volvió, con la espada preparada, listo para enfrentarse a la aullante horda que en aquellos momentos demolía la enorme puerta que les había impedido el paso hasta entonces.
La puerta cayó hacia el interior del salón y tras ella aparecieron los perros de Granbretan, preparados para el ataque, con las máscaras de tigre brillando con el metal esmaltado y las piedras semipreciosas, las armas dispuestas para despedazar al pequeño grupo, aparentemente patético, que les aguardaba.
El jefe de los guerreros avanzó hacia ellos.
—Tanto ejercicio para tan pocos. Hermanos, les haremos pagar todos nuestros esfuerzos.
Y entonces empezó la matanza.
—¡Oh, por el Bastón Rúnico! —murmuró Hawkmoon con voz apagada—. ¡El poder está en mí!
Saltó hacia adelante con la gran espada de combate en la mano, aullando. Le cortó el cuello al jefe del grupo, rechazó el ataque del hombre que estaba a su izquierda y le hizo retroceder, giró con rapidez y atravesó la armadura del hombre que tenía a su derecha.
De pronto, hubo sangre y metales retorcidos por todas partes. La luz procedente del amuleto arrojaba sombras escarlata sobre los rostros enmascarados de los guerreros, y Hawkmoon dirigió a sus compañeros en el ataque…, lo último que habrían esperado los soldados del Imperio Oscuro.
Pero la luz del amuleto les deslumhraba y levantaron los brazos cubiertos por las armaduras para protegerse los ojos, sosteniendo las armas a la defensiva, desconcertados por la rapidez con que Hawkmoon, Oladahn y D'Averc se lanzaron sobre ellos. Detrás de éstos acudió el propio Guerrero de Negro y Oro, trazando un círculo con su enorme espada de combate, repartiendo la muerte a su alrededor con movimientos hechos aparentemente sin ningún esfuerzo.
Los hombres de Granbretan gritaron y se defendieron como pudieron mientras los cuatro los dejaban entrar en la gran sala, manteniendo siempre a Yisselda tras ellos.
Hawkmoon fue atacado por seis hacheros que intentaron presionarle e impedirle que manejara con soltura su mortal espada, pero el joven duque de Colonia se desembarazó de uno con una buena patada, empujó a otro hacia un lado, introdujo la hoja directamente bajo el casco–máscara de un tercero, de modo que partió el casco y el cráneo al mismo tiempo y los restos del cerebro salieron a borbotones por el hueco que dejó al retirar la espada. La hoja se manchó rápidamente de sangre, hasta que finalmente se encontró utilizándola más como un hacha que como una espada. Le arrancó de la mano una espada fresca a uno de sus atacantes, aunque conservó la suya. Lanzó repetidos ataques con la nueva espada, mientras que con la otra detenía los aceros dirigidos contra él.
—Ah —susurró Hawkmoon —, este Amuleto Rojo bien vale la pena.
Lo llevaba colgando del cuello y su luz transformaba su rostro sudoroso de expresión vengativa en una rojiza máscara demoniaca.
Los últimos guerreros intentaron huir por la puerta, pero el Guerrero de Negro y Oro y D'Averc les bloquearon el paso, derribándolos cuando intentaron pasar.
Hawkmoon vio a Yisselda por el rabillo del ojo. Tenía el rostro oculto entre las manos, negándose a contemplar la roja ruina creada por Hawkmoon y sus amigos.
—Oh, qué dulzura poder destrozar a toda esta carroña —dijo Hawkmoon—. No os neguéis a mirar, Yisselda… ¡Esto es nuestro triunfo!
Pero la muchacha no levantó la mirada.
Los cuerpos retorcidos de los que habían sido masacrados yacían esparcidos por todo el salón. Hawkmoon jadeó, en busca de nuevos enemigos a los que destrozar, pero ya no quedaba ninguno. Arrojó la espada de la que se había apoderado y envainó la suya. El placer del combate le abandonó inmediatamente. Frunció el ceño, mirando el Amuleto Rojo, elevándolo para contemplarlo más de cerca, estudiando el sencillo adorno de una runa tallada en él.
—Bueno —murmuró—, tu primera ayuda ha sido para matar a mis enemigos. Te lo agradezco, pero sigo preguntándome si no serás una fuerza del mal, antes que del bien…
—La luz del Bastón Rúnico parpadeó y empezó a desvanecerse. Hawkmoon levantó la cabeza para mirar al Guerrero de Negro y Oro y preguntó: —La luz del amuleto se apaga…, ¿qué significa eso?
—Nada —contestó el Guerrero—. Extrae su poder desde una gran distancia, y no siempre puede sostenerlo. Terminará por adquirir un nuevo brillo. —Se detuvo y comentó, señalando hacia el pasillo—: He oído más pasos que se acercan… Estos guerreros no eran toda la fuerza que había en el castillo.
—En ese caso salgamos a su encuentro —dijo D'Averc con una leve inclinación de cabeza, dando la preferencia a Hawkmoon —. Después de vos, amigo mío. Parecéis estar mejor equipado para ser el primero.
—No —se opuso el Guerrero—. Yo iré el primero. El poder del amuleto se ha desvanecido por el momento. Vamos.
Atravesaron cautelosamente el hueco antes ocupado por la ahora destrozada puerta.
Hawkmoon iba el último, en compañía de Yisselda. Ella levantó entonces los ojos hacia él, con una mirada firme.