Dos horas más tarde se hizo de noche y decidieron que podían acampar sin peligro.
Tres días más tarde contemplaron la ladera rocosa de una montaña, y se dieron cuenta de que se verían obligados a abandonar tanto a las bestias como el carruaje, si es que querían atravesar la cadena montañosa. Tendrían que seguir el viaje a pie; no había ninguna otra alternativa.
El terreno se había hecho cada vez más difícil para los felinos mulantes, y la falda de la montaña que tenían delante les imposibilitaba remontarla arrastrando al mismo tiempo el carruaje. Habían intentado encontrar un paso, e incluso habían desperdiciado dos días en esa tarea, pero no lo había.
Por otro lado, si estaban siendo perseguidos, no tardarían en darles alcance. A ninguno de ellos le cabía la menor duda de que Hawkmoon había sido reconocido como el hombre a quien el rey–emperador había jurado destruir. Por lo tanto, los guerreros del Imperio Oscuro, deseosos de alcanzar méritos a los ojos de su amo, estarían buscándole ávidamente.
De modo que empezaron a subir, tambaleándose, la abrupta cara de la montaña, dejando atrás a las bestias, a las que previamente habían dejado sueltas.
Cuando se encontraban cerca de una plataforma que parecía extenderse a cierta distancia, rodeando la montaña, y ofreciendo así un paso relativamente más fácil, escucharon el estruendo de las armas y de los cascos de caballos. Al volverse, vieron a los jinetes con máscaras de morsa que les habían perseguido días antes en la llanura y que ahora se encontraban algo más abajo.
—Sus jabalinas pueden alcanzarnos a esta distancia —dijo D'Averc con una mueca—.
Y aquí no podemos cubrirnos.
—Todavía podemos hacer una cosa —dijo Hawkmoon sonriendo enigmáticamente.
Después elevó la voz y gritó—: A ellos, mis bestias… ¡Matadlos! ¡Obedecedme, en nombre del amuleto!
Los felinos mulantes giraron sus siniestros ojos hacia los recién llegados, que se sentían tan contentos al ver que sus víctimas se hallaban tan cerca, que no se habían dado cuenta de la presencia de las bestias. El jefe del grupo levantó el brazo, dispuesto a lanzar la jabalina.
Y entonces los felinos saltaron hacia ellos.
Yisselda no miró atrás, mientras los gritos de los aterrorizados guerreros llenaban el aire, y los estertores de las víctimas producían ecos entre las tranquilas montañas, a medida que las bestias del dios Loco mataron primero a los guerreros y después los devoraron.
Al día siguiente ya habían cruzado las montañas, llegando a un valle verde y encontrando una pequeña ciudad con casas de tejados rojos que parecía muy pacífica.
D'Averc contempló la ciudad desde lo alto del camino y extendió la mano hacia Oladahn.
—Amigo Oladahn, dadme las joyas, por favor. ¡Por el Bastón Rúnico que me siento desnudo vestido sólo con camisa y pantalones bombacho!
Cogió las joyas, las sopesó en la mano, le dirigió un guiño a Hawkmoon y emprendió el camino de descenso hacia el pueblo.
Los demás se tumbaron sobre la hierba y le observaron bajar silbando y entrar por una calle. Después, desapareció.
Esperaron durante cuatro horas. El semblante de Hawkmoon empezó a adquirir una expresión sombría, y miró resentido a Oladahn, quien se limitó a apretar los labios y encogerse de hombros.
Y entonces reapareció D'Averc. Pero no venía solo. Otros le acompañaban. Hawkmoon se dio cuenta con un estremecimiento que se trataba de hombres del Imperio Oscuro.
Pertenecían a la temible orden del Lobo, la antigua orden del barón Meliadus. ¿Habían reconocido a D'Averc y le habían capturado? Pero no…, al contrario. D'Averc parecía sentirse muy a gusto entre ellos. Hizo movimientos con las manos, giró sobre sí mismo y empezó a subir la colina hacia donde ellos estaban ocultos, llevando un gran bulto sobre la espalda. Hawkmoon no supo qué hacer, pues las máscaras de lobo regresaron al pueblo, permitiendo que D'Averc siguiera solo su camino.
—D'Averc sabe hablar muy bien —comentó Oladahn con una sonrisa burlona—. Tiene que haberles convencido de que no es más que un inocente viajero. Sin duda alguna, el Imperio Oscuro aún sigue una política de suave aproximación a los habitantes de Carpatia.
—Quizá —concedió Hawkmoon, aunque no convencido del todo.
Cuando D'Averc llegó donde ellos se encontraban, dejó el bulto en el suelo y lo abrió, poniendo al descubierto algunas camisas y un par de pantalones, así como una serie de alimentos…, quesos, pan, salsas, carne fría. Después, le entregó a Oladahn la mayor parte de las joyas que éste le había dado.
—He comprado todo esto a un precio relativamente barato —dijo. Después, al ver la expresión de Hawkmoon, frunció el ceño—. ¿Qué os sucede, duque Dorian? ¿No estáis satisfecho? Siento no haberle podido traer vestidos a lady Yisselda, pero los pantalones y la camisa le irán muy bien.
—Allí había hombres del Imperio Oscuro —dijo Hawkmoon, señalando el pueblo con el pulgar—. Y parecíais mantener con ellos unas relaciones muy amistosas.
—Estaba preocupado, lo admito —dijo D'Averc—, pero al parecer son muy precavidos con el empleo de la violencia. Están en Carpatia para convencer a sus habitantes de los beneficios de someterse al gobierno del Imperio Oscuro. Al parecer, el rey de Carpatia ha hospedado a uno de sus nobles. Es la técnica habitual… El oro antes que la violencia. Me hicieron unas pocas preguntas, pero no se mostraron indebidamente suspicaces. Me dijeron que estaban combatiendo en Shekia, y que ya habían sometido a casi todo el país, a excepción de una o dos ciudades clave. —¿No les habéis dicho nada de nosotros? —preguntó Hawkmoon.
—Pues claro que no.
Medio satisfecho, Hawkmoon se relajó un poco.
D'Averc tomó la ropa en la que había liado todo lo demás.
—Mirad…, cuatro capas con capucha, iguales que las que suelen llevar los hombres santos por estos lares. Nos ocultarán el rostro lo suficiente. Me han dicho que hay una ciudad más grande a un día de distancia hacia el sur. Es una ciudad donde comercian con caballos. Mañana podremos estar allí y compraremos corceles. ¿No os parece una buena idea?
—Sí —admitió Hawkmoon, asintiendo lentamente con la cabeza—. Necesitamos caballos.
La ciudad se llamaba Zorvanemi, y estaba abarrotada de gentes de todas clases, llegadas especialmente para vender o comprar caballos. Había grandes corrales en las afueras de la ciudad, y en ellos divisaron caballos de todas clases, desde magníficos sementales, hasta caballos de tiro.
Llegaron al anochecer, demasiado tarde como para comprar nada, y se alojaron en una posada situada en uno de los extremos de la ciudad, cerca de los corrales, con la intención de comprar lo que necesitaban a primeras horas de la mañana siguiente y marcharse de allí. Vieron pequeños grupos de soldados del Imperio Oscuro, esparcidos por aquí y por allá, pero ninguno de ellos prestó la menor atención al pequeño grupo de religiosos, envueltos en sus capuchas, que deambulaban entre la gente; había otros religiosos en la ciudad, procedentes de los diversos monasterios cercanos a ella, de modo que pasaron totalmente desapercibidos.
Sentados al calor de la sala pública de la posada, pidieron vino y comida, y consultaron un mapa que habían comprado, hablando en voz baja y discutiendo sobre la mejor ruta a seguir para llegar al sur de Francia.
Algo más tarde se abrió la puerta de la posada y en la sala penetró el aire frío de la noche. Por encima de los sonidos de la conversación y de las risotadas ocasionales de los parroquianos, escucharon el tono áspero de un hombre que pedía vino a gritos para él y sus camaradas, y que sugirió al posadero que les encontrara también algunas mujeres.
Hawkmoon levantó la vista y se puso inmediatamente en guardia. Los soldados que acababan de entrar pertenecían a la orden del Oso, aquélla a la que había pertenecido D'Averc. A la débil luz de la sala tenían exactamente el aspecto de los animales que representaban sus máscaras. Con sus cuerpos robustos y cubiertos por la armadura, y los pesados cascos sobre las cabezas, como si de pronto una gran cantidad de osos hubiera aprendido a hablar y a caminar sobre sus patas traseras.
El posadero se mostró evidentemente nervioso, se aclaró varias veces la garganta y les preguntó qué vino preferían.
—Que sea fuerte y abundante —espetó el jefe —. Y lo mismo con las mujeres. ¿Dónde están vuestras mujeres? Espero que sean más hermosas que vuestros caballos. Vamos hombre, daos prisa. Nos hemos pasado todo el día comprando caballos, contribuyendo así a la prosperidad de esta ciudad… Ahora nos debéis un favor.
Evidentemente, aquellos soldados estaban allí con la misión de comprar caballos para las tropas del Imperio Oscuro…, destinados probablemente a los que se dedicaban a conquistar Shekia, que estaba justo al otro lado de las fronteras.
Hawkmoon, Yisselda, Oladahn y D'Averc se cubrieron mejor los rostros con las capuchas, y se dedicaron a beber su vino, sin levantar las miradas.
La sala pública estaba siendo servida por tres criadas y dos hombres, así como por el propio posadero. Cuando una de ellas pasó junto a los soldados, uno de éstos la agarró por la cintura y le apretó el hocico de su máscara contra la mejilla.
—Dale un beso a un viejo cerdo, muchacha —rugió.
Ella se retorció, tratando de liberarse, pero el hombre la sujetó con firmeza. Un gran silencio, cargado de tensión, se extendió por toda la sala.
—Sal ahí fuera conmigo —siguió rugiendo el jefe de los soldados—. Estoy en celo. —¡Oh, no, por favor, dejadme! —balbuceó la mujer—. Voy a casarme la semana que viene.
—A casarte, ¿eh? —replicó el soldado con grandes risotadas—. Pues voy a enseñarte un par de cosas para que se las enseñes después a tu marido.
La joven gritó y siguió resistiéndose. En la taberna no se movió nadie.
—Vamos —rugió el soldado—. Ahí fuera…
—No —sollozó la muchacha—. No lo haré hasta casarme… —¿Eso es todo? —rió el de la máscara de oso—. Bueno, entonces me casaré contigo…, si es eso lo que quieres. —De repente, se volvió y miró fieramente a los cuatro que estaban sentados entre las sombras—.
Sois religiosos, ¿verdad? Uno de vosotros puede casarnos.
Antes de que Hawkmoon y los demás se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo, el soldado había agarrado por la muñeca a Yisselda, que estaba sentada en un extremo del banco, obligándola a levantarse.
—Casadnos ahora mismo, hombre santo o… ¡Por el Bastón Rúnico! ¿Qué clase de religioso sois?
La capucha de Yisselda se había caído hacia atrás, poniendo al descubierto su maravillosa mata de pelo.
Hawkmoon se levantó. Ya no se podía hacer nada más, excepto luchar. Oladahn y D'Averc también se incorporaron.
Los tres desenvainaron las espadas simultáneamente, que hasta entonces habían mantenido ocultas entre sus ropas. Se lanzaron en seguida contra los guerreros, gritándoles a las mujeres que se alejaran.
Los soldados de la orden del Oso estaban medio borrachos y se vieron sorprendidos, mientras que los tres compañeros estaban muy serenos. Esa fue su única ventaja. La espada de Hawkmoon se deslizó entre el peto y la gorguera del jefe y le mató antes de que éste pudiera desenvainar su arma. Oladahn golpeó las piernas desprotegidas de otro de ellos, y D'Averc casi logró cortarle la mano a uno que se había quitado los guanteletes.
Después, lucharon, avanzando y retrocediendo por el piso de la taberna, mientras los hombres y las mujeres se dirigían apresuradamente hacia la escalera y las puertas, asomándose muchos de ellos a la galería superior para contemplar la lucha.
Debido a la falta de espacio para combatir a espada en aquella estrecha sala, Oladahn prefirió lanzarse sobre la espalda de uno de los soldados, que le arrastró hacia la escalera. Hawkmoon, por su parte, se defendía desesperadamente contra un hombre que blandía un hacha enorme y que, cada vez que fallaba, hacía trizas los enormes bancos y mesas de madera.
Impedido en sus movimientos por la capa, Hawkmoon trataba de desembarazarse de ella al mismo tiempo que detenía y esquivaba los golpes del hacha. Dio un paso hacia un lado, se enredó con los pliegues de la capa y cayó al suelo. El hachero levantó el hacha, dispuesto a descargar el golpe fatal.
Hawkmoon rodó sobre sí mismo justo a tiempo, en el instante en que el hacha descendía y le atravesaba la capa. El joven se incorporó rápidamente haciendo dar un giro a su mano armada. La espada golpeó con fuerza la nuca del hachero. El hombre lanzó un gemido y cayó de rodillas, perplejo. Hawkmoon le pegó una patada a la máscara, revelando un rostro enrojecido, retorcido y abierto en un gesto de sorpresa. Hawkmoon le introdujo la hoja en lo más profundo del cuello, cortándole la yugular. Un gran chorro de sangre brotó del casco abierto. Hawkmoon retiró la espada y el casco cayó sobre la cabeza, cerrándose.
Cerca de él, Oladahn forcejeaba con su enemigo, que le había agarrado ahora un brazo y trataba de sacárselo de la espalda. Hawkmoon saltó hacia él y agarrando la espada con ambas manos le hundió la punta en el vientre, atravesando la armadura, el cuero y la carne. El hombre lanzó un grito y se desmoronó sobre el suelo, donde quedó, retorciéndose.
Después, actuando juntos, Oladahn y Hawkmoon atacaron por la espalda al enemigo de D'Averc, golpeándole con ambas espadas hasta que no tardó en quedar tendido en el suelo, también muerto.
No les quedaba más que terminar con el hombre de la mano cortada, que estaba echado en el suelo, apoyado contra un banco, llorando y tratando de sostenerse la mano en su sitio.
Jadeante, Hawkmoon se volvió y contempló la carnicería que habían hecho en la taberna.
—No ha sido una mala noche de trabajo para unos religiosos como nosotros —comentó burlonamente.
—Quizá haya llegado el momento de cambiar nuestros disfraces por algo más apropiado —replicó D'Averc pensativamente—. ¿Qué queréis decir?
—Tenemos aquí suficientes armaduras de oso como para disfrazarnos los cuatro, sobre todo porque yo todavía conservo la mía. Además, hablo el lenguaje secreto de la orden del Oso. Con un poco de suerte podremos continuar nuestro viaje disfrazados como aquellos a los que más tememos…, como hombres del Imperio Oscuro. Creo que todos hemos estado reflexionando sobre la mejor forma de cruzar los países donde Granbretan ha consolidado sus conquistas. Pues bien…, aquí tenemos la respuesta.
Hawkmoon pensó con rapidez. La sugerencia de D'Averc era atrevida, pero contaba con buenas posibilidades, sobre todo porque el propio D'Averc conocía el ritual de la orden.