—He oído decir que ha muerto… o casi. Su moral empeora a cada día que pasa. Para cuando regresemos creo que ya habrá acabado todo. Y me alegrará saberlo. Me he pasado allí varios meses. Éste es el primer cambio de escenario que he tenido desde que comenzara esa condenada campaña. Gracias por el salchichón, hermanos. ¡Buena matanza para mañana!
Hawkmoon observó al guerrero lobo alejarse y desaparecer en la noche, iluminada ahora por miles de hogueras de campamento. Suspiró y entró en la tienda. —¿Habéis oído eso? —le preguntó a Yisselda.
—Lo he oído. —Se había quitado el casco y se estaba peinando el cabello—. Parece ser que mi padre aún vive.
Lo dijo con un tono de voz excesivamente controlado, y Hawkmoon pudo ver lágrimas en sus ojos, aun a pesar de la oscuridad de la tienda. Le tomó el rostro entre las manos y dijo:
—No temáis, Yisselda. Dentro de unos pocos días más estaremos a su lado.
—Si es que para entonces sigue con vida…
—Nos está esperando. Vivirá.
Algo más tarde, Hawkmoon salió de la tienda. Oladahn estaba sentado junto a los rescoldos de la hoguera, con los brazos alrededor de las rodillas.
—Ya ha pasado mucho rato desde que se marchó D'Averc —observó Oladahn.
—En efecto —dijo Hawkmoon con aire ausente, contemplando las lejanas murallas de la ciudad—. Me pregunto si habrá sufrido algún daño.
—Es más probable que nos haya abandonado…
Oladahn se interrumpió al ver surgir varias figuras de entre las sombras. Hawkmoon observó con sobresalto que se trataba de guerreros que llevaban máscaras de oso.
—Meteos en la tienda, rápido —le murmuró a Oladahn.
Pero ya era demasiado tarde. Uno de los osos ya estaba hablando con Hawkmoon, dirigiéndose a él en la lengua secreta y gutural de la orden. Hawkmoon asintió y levantó una mano, como devolviendo un saludo, confiando en que aquello fuera todo lo que se esperaba de él, pero el tono de voz del oso se hizo más insistente. Hawkmoon intentó entrar en la tienda, pero una mano fuerte le retuvo.
El guerrero oso volvió a hablar. Hawkmoon se puso a toser, pretendiendo estar enfermo, señalando hacia su garganta. Pero entonces, el oso dijo:
—Te he preguntado, «hermano», si bebes con nosotros. ¡Quítate esa máscara!
Hawkmoon sabía que ningún miembro de una orden le pediría a otro que se quitara la máscara…, a menos que abrigara la sospecha de que la máscara se llevaba ilícitamente.
Retrocedió y desenvainó la espada.
—Lamento no beber contigo, «hermano». Pero si quieres me gustaría luchar contigo.
Oladahn saltó a su lado, preparado con su propia espada. —¿Quiénes sois? —rugió el guerrero oso —. ¿Por qué llevar la armadura de otra orden? ¿Qué sentido tiene eso?
Hawkmoon se echó el casco hacia atrás, poniendo al descubierto su rostro pálido y la Joya Negra que brillaba en su frente.
—Soy Hawkmoon —dijo simplemente.
Y se lanzó hacia adelante, contra el grupo de sorprendidos guerreros.
Entre los dos se cobraron las vidas de cinco hombres del Imperio Oscuro, antes de que el estruendo de la lucha atrajera la atención de otros guerreros, que acudieron corriendo.
Se escuchó el galope de los jinetes. Hawkmoon percibió los gritos y la confusión de voces. Levantó el brazo y lo dejó caer en la oscuridad, pero no tardó en quedar sujeto por una docena de brazos que le hicieron perder el equilibrio. Una lanza le golpeó en la nuca y cayó sobre el barro.
Aturdido, lo volvieron a poner en pie y lo empujaron ante una figura alta, vestida con una armadura negra, montada sobre un caballo y situada a cierta distancia del grupo.
Hawkmoon, que llevaba la máscara levantada, miró al jinete.
—Ah, esto sí que es agradable, duque de Colonia —dijo una profunda voz musical procedente del interior del casco del jinete.
Hawkmoon creyó reconocer débilmente aquella voz, pero no se atrevió a creerlo.
—No he desperdiciado mi largo viaje —dijo el hombre montado a caballo volviéndose hacia un compañero que también iba montado.
—Me alegro, milord —fue la respuesta de éste —. ¿Puedo confiar ahora en ser rehabilitado ante los ojos del rey–emperador?
La cabeza de Hawkmoon giró rápidamente para mirar al otro jinete. Sus ojos refulgieron al reconocer la elaborada máscara perteneciente a D'Averc. —¿Así que nos habéis traicionado? —gritó roncamente—. ¡Otra traición! ¿Es que todos los hombres son traidores para la causa de Hawkmoon?
Forcejeó, tratando de liberarse para ponerle las manos encima a D'Averc, pero los guerreros le retuvieron con firmeza.
—Sois un ingenuo, duque Dorian —replicó D'Averc echándose a reír, y empezando a toser débilmente—. ¿Habéis apresado a los otros? —preguntó el jinete —. ¿Tenéis a la chica y al pequeño hombre bestia?
—Así es, excelencia —contestó uno de los hombres.
—En tal caso, llevadlos a mi campamento. Quiero inspeccionarlos de cerca. Hoy ha sido un día realmente satisfactorio para mí.
Una tormenta se desató sobre el campamento mientras Hawkmoon, Oladahn y Yisselda eran arrastrados por el barro y la suciedad, ante los ojos brillantes y curiosos de los guerreros, envueltos por el ruido y la confusión, hacia donde el viento que se acababa de levantar hacía ondear una gran bandera.
De pronto, un relámpago hendió la oscuridad de la noche y el trueno retumbó primero y luego explotó con un crujido. Siguieron más rayos y truenos, iluminando la escena ante ellos. Hawkmoon abrió la boca de asombro al reconocer la bandera, y trató de hablarles a Oladahn y a Yisselda, pero entonces fue arrojado a un gran pabellón donde había un hombre enmascarado sentado en una silla tallada. D'Averc estaba a su lado, de pie. El hombre de la silla llevaba la máscara de la orden del Lobo. La bandera le proclamaba como gran jefe de esa misma orden. Se trataba de uno de los más grandes nobles de Granbretan, primer lugarteniente de los ejércitos del Imperio Oscuro, bajo el reyemperador Huon. Era el barón de Kroiden…, un hombre al que Hawkmoon creía muerto… porque lo había matado él mismo. —¡Barón Meliadus! —exclamó sin salir de su asombro—. No os maté en Hamadán.
—No, no lo hicisteis, Hawkmoon, aunque me heristeis gravemente. Pero logré escapar de aquel campo de batalla.
—Pocos de vuestros hombres lo consiguieron —dijo Hawkmoon sonriendo débilmente—. Os derrotamos…, os aniquilamos.
Meliadus giró la ornamentada máscara de lobo y se dirigió a un capitán que estaba cerca de él, en espera de sus órdenes:
—Traed cadenas. Traed muchas cadenas, fuertes y de gran peso. Rodead con ellas a estos perros y cerradlas bien. No quiero candados que se puedan abrir con facilidad. Esta vez me aseguraré de que llegan a Granbretan.
Se levantó de la silla y descendió, contemplando el rostro de Hawkmoon a travé"de las ranuras de su propia máscara.
—Se ha discutido mucho sobre vos en la corte del rey Huon. Se han imaginado castigos muy exquisitos, elaborados y espléndidos para vos, traidor. Tardaréis uno o dos años en morir, y cada instante será para vos de agonía mental, de cuerpo y espíritu.
Habéis desperdiciado toda vuestra ingenuidad, Hawkmoon.
Retrocedió un paso y extendió una mano. El guantelete negro levantó el rostro de Yisselda, que mostraba una mueca de odio. La muchacha volvió la cabeza, con los ojos llenos de cólera y desesperación.
—En cuanto a vos…, os ofrecí toda clase de honores al proponeros ser mi esposa.
Ahora no tendréis ningún honor, pero me convertiré en vuestro esposo hasta que me harte de vos o se aje vuestro cuerpo. —La cabeza de lobo se movió lentamente para mirar a Oladahn —. Y en cuanto a esta criatura inhumana, aunque lo bastante erecta como para caminar sobre dos patas, se arrastrará y llorará como el animal que es, y se la entrenará para que se comporte como una verdadera bestia…
Oladahn escupió contra la máscara enjoyada.
—Tendré un excelente modelo en vos —espetó el hombrecillo.
Meliadus se volvió, haciendo ondear la capa, y regresó pesadamente a la silla.
—Os conservaré a todos hasta que nos hayamos presentado ante el globo del trono —dijo Meliadus con un tono de voz ligeramente inestable—. He tenido paciencia y seguiré teniéndola durante unos pocos días más. Iniciaremos el camino de regreso a Granbretan a primeras horas de la mañana. Pero antes daremos un pequeño rodeo para que contempléis la destrucción final de Camarga. He estado allí durante un mes y he visto morir diariamente a sus hombres y la caída de sus torres, una tras otra. Ahora ya no quedan muchos. Les he ordenado que no lanzaran el último asalto hasta mi regreso.
Pensé que os gustaría ver vuestro hogar… violado. —Se echó a reír, ladeando su cabeza, grotescamente enmascarada, para mirarlos de nuevo—. ¡Ah! Aquí están las cadenas.
Aparecieron unos miembros de la orden del tejón llevando consigo enormes cadenas de hierro, un brasero, martillos y remaches.
Hawkmoon, Yisselda y Oladahn forcejearon mientras los tejones les cargaban de cadenas, pero con el peso de los anillos de hierro pronto dieron con sus huesos en el suelo.
Después, los hombres colocaron en su sitio los remaches calentados al rojo vivo, y Hawkmoon se dio cuenta de que ningún ser humano podría escapar de aquellas cadenas.
El barón Meliadus descendió para mirarle una vez que se hubo terminado el trabajo.
—Viajaremos por tierra hasta Camarga y desde allí iremos a Bordeax, donde nos estará esperando un barco. Lamento no poder ofreceros una máquina voladora…, ya que estamos utilizando la mayor parte de ellas para arrasar Camarga.
Hawkmoon cerró los ojos; fue el único gesto que pudo hacer para demostrar el desprecio que le merecía su captor.
A la mañana siguiente, metidos en una carreta abierta, ninguno de los tres recibió alimento alguno antes de que se pusiera en marcha la caravana del barón Meliadus, fuertemente protegida por guardias. De vez en cuando Hawkmoon lograba echarle un vistazo a su enemigo, que cabalgaba a la cabeza de la columna, con sir Huillam d'Averc a su lado.
El tiempo seguía siendo tormentoso y opresivo y unas pocas pero pesadas gotas de lluvia salpicaron el rostro de Hawkmoon, cayéndole sobre los ojos. Estaba tan pesadamente encadenado que lo único que pudo hacer para librarse de la humedad fue sacudir la cabeza.
La carreta traqueteaba sobre los baches del camino y, en la distancia, las tropas del Imperio Oscuro se disponían para el ataque contra la ciudad.
Hawkmoon tenía la impresión de haber sido traicionado por todos. Había confiado en el Guerrero de Negro y Oro y éste le había robado las alforjas; había confiado en D'Averc y éste le había entregado en manos del barón Meliadus. Ahora suspiró, sin estar seguro ya de que hasta el propio Oladahn no le traicionara si se le presentaba la oportunidad…
Se encontró deslizándose casi cómodamente en el mismo estado de ánimo que se había apoderado de él varios meses antes, después de su derrota y captura por parte de Granbretan, cuando estuvo al mando de un ejército que combatió contra el barón Meliadus en Alemania. El semblante se le quedó helado, los ojos se le apagaron, y dejó de pensar…
A veces, Yisselda le decía algo, y él contestaba haciendo un gran esfuerzo, sin encontrar palabras capaces de consolarla, pues sabía que ninguna que él pronunciara podría convencerla. En otras ocasiones, Oladahn intentaba hacer un comentario jocoso, pero los otros no decían nada y, finalmente, él también se hundió en un profundo silencio.
Únicamente mostraban algún signo de vida cuando, de vez en cuando, les introducían algo de comida en las bocas.
Y así transcurrieron los días, mientras la caravana traqueteaba hacia el sur, en dirección a Camarga.
Todos ellos habían esperado aquella llegada con avidez, pero ahora la contemplaban sin la menor alegría. Hawkmoon sabía que había fracasado en la misión para la que había sido elegido; había fracasado en su intento de salvar Camarga, y su alma estaba llena de desprecio contra sí mismo.
Atravesaron Italia, y un buen día el barón Meliadus les dijo:
—Llegaremos a Camarga dentro de un par de noches. Ahora estamos cruzando la frontera con Francia.
Y lanzó una enorme risotada.
—Incorporadlos para que puedan ver —dijo el barón Meliadus. Montado en su caballo, se inclinó sobre la carreta para mirarlos—. Incorporadlos bien —volvió a ordenar a los sudorosos hombres que, envueltos en las armaduras, hacían considerables esfuerzos por incorporar los tres cuerpos, pesadamente cargados de cadenas—. No tienen muy buen aspecto —añadió —. ¡Y yo que creía que eran tan duros de pelar!
D'Averc, que estaba junto al barón, se inclinó un poco sobre la silla, tosiendo.
—Y vos tampoco parecéis encontraros muy bien, D'Averc. ¿Acaso mi farmacéutico no os ha preparado la medicina que pedisteis?
—Lo hizo, milord barón —contestó D'Averc débilmente —, pero no me sienta muy bien.
—Pues debería sentaros bien la mezcla de hierbas que vos mismo le pedisteis. —Meliadus volvió su atención a los tres prisioneros—. Bueno, nos hemos detenido en esta colina para que podáis contemplar vuestra patria.
Hawkmoon parpadeó, medio cegado por la luz del día, reconociendo las marismas de su querida Camarga, que se extendía y brillaba hasta el horizonte.
Pero aún más cerca vio las grandes y sombrías torres de vigilancia de Camarga que constituían la gran fuerza del país, con sus extrañas armas de un poder increíble, y cuyos secretos sólo eran conocidos por el conde Brass. Acampada cerca de ellas había una masa negra de hombres, como si muchos millones de hormigas se hubieran reunido allí, juntándose todas las fuerzas del Imperio Oscuro. —¡Oh! —sollozó Yisselda—. ¡Nunca podrán resistir a tantos!
—Un comentario muy inteligente, querida —replicó el barón Meliadus—. Tenéis toda la razón.
El y su grupo se habían detenido en las laderas de una colina que descendía gradualmente hacia la llanura donde se aglomeraban las tropas de Granbretan.
Hawkmoon observó la presencia de infantería, caballería, zapadores, hilera tras hilera; vio ingenios de guerra de un tamaño enorme, grandes cañones de fuego, ornitópteros que aleteaban en los cielos y en tal número que sus formas nublaban el sol al pasar sobre los espectadores. Contra la pacífica Camarga se habían acumulado toda clase de metales: hierro, bronce y acero, duras aleaciones capaces de resistir el calor de las lanzas de fuego, oro, plata, platino y plomo. Los buitres marchaban junto a las ranas y los caballos junto a los topos; había lobos y osos, ciervos y gatos monteses, cuervos, tejones y comadrejas. Los estandartes de seda ondeaban ante el viento húmedo y cálido, brillando con los colores de un par de veintenas de nobles procedentes de todos los rincones de Granbretan. Había amarillos y púrpuras, negros y rojos, azules y verdes y deslumbrantes rosados, y el sol, al caer sobre las joyas de cien mil ojos, los hacía refulgir malévola y cruelmente. —¡Aja! —rió el barón Meliadus —. Éste es el ejército que mando. Si el conde Brass no se hubiera negado a ayudarnos aquel día, todos seríais ahora aliados llenos de honores del Imperio Oscuro de Granbretan. Pero como os resististeis…, ahora seréis castigados.