Ahora había llegado el momento de preparar a sus hombres. Arrastrándose, retrocedió, bajando hacia la depresión que formaba la colina, donde sus hombres vivaqueaban, y conferenció con sus capitanes. Tenía el proyecto de perseguir un objetivo particular que confiaba ayudaría a desmoralizar a los guerreros de Granbretan.
Cayó la noche y, a la luz de las hogueras, los hombres del valle continuaron su trabajo, moviendo a mano las pesadas máquinas de guerra, dirigiéndolas poco a poco hacia la orilla, y transportando cajas de provisiones hacia las elevadas orillas del río. Meliadus, cuya impaciencia por llegar a Camarga no permitía descanso alguno a sus hombres, cabalgaba entre los agotados y sudorosos soldados, urgiéndoles a darse prisa. Detrás de él se levantaban los estandartes de cada orden, rodeados por un gran círculo de tiendas, aunque muy pocas de ellas estaban ocupadas en aquellos momentos, ya que la mayor parte del ejército seguía dedicado al trabajo.
Nadie descubrió las sombras de los guerreros montados cuando éstos se aproximaron.
Los caballos descendieron suavemente de las colinas y cada jinete iba envuelto en una capa oscura.
Hawkmoon detuvo su caballo y se llevó la mano derecha al costado izquierdo, de donde colgaba la fina espada que Meliadus le había entregado. La desenvainó, levantándola por un momento en el aire y después señaló con su punta hacia el frente.
Era la señal para lanzarse a la carga.
Sin lanzar gritos de guerra, produciendo únicamente el sonido del retumbar de los cascos de los caballos y el tintineo metálico de sus armas y arneses, los camarguianos se lanzaron al ataque, conducidos por Hawkmoon, inclinado sobre el cuello de su animal, que se abalanzó directamente contra un sorprendido guardia. La espada alcanzó al hombre en el cuello y el guardia se derrumbó con un sonido gorgoteante. Cruzaron por entre las primeras tiendas, cortando las cuerdas que las sostenían, destrozando a los pocos hombres armados que intentaron detenerles, sin que los granbretanianos tuvieran la menor idea de quiénes les estaban atacando. Hawkmoon llegó al centro del primer círculo, y su espada trazó un amplio arco, dando un golpe cortante sobre el estandarte que se elevaba allí, perteneciente a la orden del Perro. El palo que lo sostenía crujió, gimió y finalmente cayó sobre una de las hogueras levantando una gran cantidad de chispas.
Hawkmoon no se detuvo a mirar; espoleó a su caballo hacia el centro del enorme campamento. En la orilla del río no cundió la alarma, pues era tal el ruido producido por los propios granbretanianos, que no pudieron escuchar el que estaban creando los invasores.
Tres hombres con sus corazas a medio poner se dirigieron contra Hawkmoon. Tiró del caballo hacia un lado e hizo oscilar su espada a derecha e izquierda, deteniendo los golpes que le dirigían y logrando desarmar a uno de ellos. Los otros dos presionaron más, pero Hawkmoon rebanó de un tajo una de las muñecas que se adelantaban contra él. El otro guerrero retrocedió y Hawkmoon se abalanzó contra él hasta que su espada le destrozó el pecho.
El caballo se encabritó y Hawkmoon se esforzó por controlarlo, obligándolo después a cruzar por entre otra hilera de tiendas, seguido por sus hombres. Salió entonces a un espacio abierto y vio que su camino se hallaba bloqueado por la presencia de un grupo de guerreros vestidos únicamente con sus ropas de dormir y armados con espadas.
Hawkmoon gritó una orden a sus hombres, que se desparramaron hacia los flancos para lanzarse en tromba contra la línea defensiva, con las espadas tendidas al frente. Casi con un solo movimiento mataron o pusieron en fuga la línea de guerreros y lograron así pasar al siguiente círculo de tiendas, donde siguieron cortando las cuerdas de aquéllas. A medida que lo hacían, las tiendas se desmoronaban sobre quienes las ocupaban.
Finalmente, con la espada reluciente de sangre, Hawkmoon se abrió paso hacia el centro de este nuevo círculo, encontrando allí lo que andaba buscando: el orgulloso estandarte de la orden de la Mantis, cuyo gran jefe era el propio rey–emperador. Había un grupo de guerreros a su alrededor poniéndose los cascos y ajustándose los escudos. Sin esperar a ver si sus hombres le seguían, Hawkmoon se lanzó hacia ellos emitiendo un poderoso grito de guerra. El brazo que sostenía la espada experimentó un fuerte estremecimiento cuando ésta golpeó contra el escudo del guerrero más cercano, que alcanzó el rostro del hombre que se protegía tras él, haciéndole retroceder, arrojando sangre por la boca destrozada. Inmediatamente, Hawkmoon lanzó la espada hacia un lado, cortando otra cabeza. Su hoja se elevaba y caía como una máquina de matar implacable. Sus hombres se le unieron ahora, haciendo retroceder más y más a los defensores que formaban un grupo cada vez más apretado alrededor del estandarte de la Mantis.
Hawkmoon hizo una mueca, se inclinó hacia adelante y, con un movimiento de la espada, le sacó a un hombre el casco de la cabeza y se la partió en dos. Después, se inclinó y arrancó el estandarte de la Mantis de donde estaba clavado en la tierra, lo levantó para mostrarlo a sus hombres e hizo dar media vuelta a su caballo, disponiéndose a cabalgar de nuevo hacia las colinas. No sería nada difícil dejar atrás los cadáveres y las tiendas destrozadas.
A su espalda, escuchó el grito de un guerrero herido: —¿Lo has visto? ¡Llevaba una joya negra incrustada en la frente!
Supo así que el barón Meliadus no tardaría en comprender quién había asaltado su campamento arrebatándole el estandarte más precioso de todo el ejército.
Se volvió hacia la dirección de donde había partido el grito, hizo ondear triunfalmente el estandarte y lanzó una risa salvaje y burlona. —¡Hawkmoon! —gritó—. ¡Hawkmoon!
Era el viejo grito de guerra de sus antepasados. Ahora, había surgido inconscientemente en sus labios, estimulado por el afán de que su gran enemigo Meliadus, el destructor de su linaje, supiera quién se le oponía.
El semental azabache que montaba se levantó sobre sus patas traseras, con los belfos abiertos y los ojos brillantes, se mantuvo así durante un instante y después descendió y se lanzó al galope por entre la enorme confusión que reinaba en el campamento.
Detrás de él cabalgaban sus guerreros montados, aguijoneados por la furiosa risa de Hawkmoon.
No tardaron en llegar de nuevo a las colinas, dirigiéndose hacia el campamento secreto que ya habían preparado. Detrás de ellos, los hombres de Meliadus se movían a ciegas de un lado a otro. Hawkmoon vio que la escena de las secas orillas del río se había hecho aún más confusa, y que las antorchas se movían apresuradamente en dirección al campamento recién asaltado.
Gracias a su perfecto conocimiento del terreno, los hombres de Hawkmoon no tardaron en distanciarse de sus perseguidores hasta que finalmente llegaron a una colina rocosa donde el día anterior habían camuflado la entrada de una gran cueva. Ahora se metieron en ella, desmontando rápidamente y volviendo a colocar el camuflaje. La cueva era enorme, y más allá había cavernas incluso mayores, lo bastante grandes como para ocultar a toda la fuerza y sus caballos. Una pequeña corriente de agua se deslizaba por la caverna más alejada, donde se habían guardado provisiones para varios días. A lo largo de todo el camino de regreso hacia Camarga se habían preparado otras cuevas similares.
Alguien encendió antorchas y Hawkmoon desmontó, dejando el estandarte de la Mantis en un rincón. Sonrió burlonamente mirando el rostro rubicundo de Pelaire, su lugarteniente.
—Mañana, Meliadus enviará zapadores a nuestra represa, una vez que los ornitópteros le hayan informado de la causa de sus dificultades. Debemos asegurarnos de que no destruyan el hermoso trabajo que hemos hecho.
—Sí —asintió Pelaire —, pero aun cuando destruyamos a un grupo, enviará a otro.
—Y a otro, sin duda alguna —admitió Hawkmoon encogiéndose de hombros—. Pero confío en su impaciencia por llegar a Camarga. Terminará por darse cuenta de que no vale la pena perder tiempo y hombres tratando de volver a encauzar el río. Entonces continuará su avance…, y si tenemos suerte y sobrevivimos, quizá podamos empujarlo hacia el sudeste de nuestras fronteras.
Pelaire había empezado a contar el número de los guerreros que habían regresado.
Hawkmoon esperó a que terminara y después preguntó: —¿Cuántas bajas hemos tenido?
—Ninguna, señor… —contestó Pelaire con una expresión de regocijo e incredulidad—. ¡No hemos perdido un solo hombre!
—Eso es un buen augurio —dijo Hawkmoon palmeando la espalda de Pelaire—. Ahora tenemos que descansar, pues mañana nos queda un largo camino que recorrer.
Al amanecer, el guardia que Hawkmoon había apostado a la entrada regresó trayendo malas noticias.
—Una máquina voladora —le informó al duque, que estaba lavándose en la corriente de agua—, ha estado describiendo círculos desde hace diez minutos, sobrevolando la zona. —¿Creéis que el piloto ha podido sospechar algo…, distinguir nuestras huellas, quizá? —preguntó Pelaire.
—Imposible —contestó Hawkmoon secándose el rostro—. Las rocas no permitirían ver nada incluso a alguien que hubiera tratado de seguirnos por tierra. Tenemos que esperar el momento más oportuno… Los ornitópteros no pueden permanecer durante mucho tiempo en el aire sin regresar a repostar.
Sin embargo, una hora más tarde, el guardia regresó para informar que el primer ornitóptero había sido sustituido por un segundo. Hawkmoon se mordió un labio y después tomó una decisión.
—Se nos acaba el tiempo. Tenemos que llegar a la represa antes de que los zapadores inicien su trabajo. Tendremos que recurrir a un plan bastante más arriesgado de lo que me había imaginado…
Rápidamente, llamó a uno de sus hombres y le habló; después, ordenó que se acercaran dos lanceros de fuego y finalmente ordenó al resto de sus hombres que ensillaran los caballos y se dispusieran a abandonar la cueva.
Un poco más tarde, un jinete solitario salió de la caverna y empezó a descender lentamente la suave pendiente rocosa.
Observando desde la caverna. Hawkmoon vio el brillo del sol reflejado en el gran cuerpo metálico de la máquina voladora, cuyas alas mecánicas se balanceaban ruidosamente en el aire al tiempo que descendía hacia el jinete solitario. Hawkmoon ya había previsto la curiosidad del piloto. Ahora hizo un gesto con la mano y los dos lanceros de fuego elevaron sus pesadas y largas armas, cuyos tubos ya empezaban a enrojecer, preparados. Las desventajas de la lanza de fuego consistían en que no se podían manejar instantáneamente, y en que a menudo se calentaban demasiado como para poderlas manejar.
El ornitóptero trazaba círculos cada vez más bajos. Los ocultos lanceros de fuego levantaron sus armas. Se pudo ver al piloto, inclinado sobre la cabina, con la máscara de cuervo dirigida hacia abajo.
—Ahora —murmuró Hawkmoon.
Las llamaradas rojas abandonaron los cañones de las lanzas como si fueran una sola.
La primera se estrelló contra la parte lateral del ornitóptero y sólo calentó un poco la armadura. Pero la segunda estalló contra el cuerpo del piloto, que empezó a arder casi instantáneamente. El piloto trató de apagar el fuego con las manos, abandonando los delicados controles de la máquina. Las alas se movieron erráticamente y el ornitóptero se retorció en el aire, se inclinó hacia un lado y se precipitó a tierra con el piloto tratando de recuperar el control. Chocó contra una colina cercana desmembrándose en trozos, con las alas todavía batiendo por un instante más, y el desgarrado cuerpo del piloto a varios metros de distancia; finalmente, se produjo un estallido y se escuchó un extraño chasquido. La máquina no se incendió pero sus fragmentos quedaron desparramados por toda la colina. Hawkmoon no comprendía las peculiaridades de la unidad de potencia utilizada por los ornitópteros, pero una de ellas era la forma en que explotaban.
Hawkmoon montó en su semental negro e hizo señas a sus hombres para que le siguieran. Pocos instantes después bajaban al galope la suave pendiente rocosa de la colina, dirigiéndose hacia la represa que habían creado el día anterior en el curso superior del río.
El día de invierno era brillante y claro, y el aire muy vigorizante. Cabalgaron con cierta confianza, alegres por el éxito alcanzado la noche anterior. Ralentizaron el paso al llegar cerca de la represa, vieron el río, que ahora seguía su nuevo curso, y observaron desde lo alto de la colina un destacamento de guerreros y zapadores, dedicados a inspeccionar el puente roto que bloqueaba el antiguo curso de agua. Después, se lanzaron a la carga, con los lanceros de fuego montados a la cabeza, firmemente apoyados en los estribos al tiempo que manejaban sus terribles armas.
Diez líneas de fuego surgieron en dirección de los sorprendidos granbretanianos, convirtiendo a los hombres en antorchas vivientes que corrían gritando en busca del agua.
El fuego se extendió por entre las filas de hombres con sus máscaras de topos y tejones, asi como por entre el destacamento de protección, con sus máscaras de buitres…, los mercenarios de Asrovak Mikosevaar. A continuación, los hombres de Hawkmoon se abalanzaron sobre ellos, y el aire se llenó con el estruendo de sus armas. Hachas ensangrentadas se elevaron en el aire, las espadas repartieron tajos a diestro y siniestro, los hombres lanzaron gritos de agonía y los caballos bufaron y relincharon, golpeando con sus cascos.
El caballo de Hawkmoon, protegido por una cota de malla, se tambaleó cuando un hombre enorme lanzó contra él una gran hacha de guerra de doble filo. El caballo cayó, arrastrando con él a Hawkmoon y atrapándole con su cuerpo. El hachero, con la cabeza cubierta por la máscara de buitre, se acercó levantando el arma sobre la cabeza de Hawkmoon. Éste sacó un brazo de debajo del cuerpo del animal. Sostenía la espada en alto, y la movió justo a tiempo para detener la mayor parte de la fuerza del golpe. El caballo volvió a incorporarse. Hawkmoon se levantó a su vez, soltó las riendas y, al mismo tiempo, se protegió del hacha que volvía a lanzarse contra él.
Las armas entrechocaron una, dos, tres veces, hasta que a Hawkmoon le dolió el brazo que sostenía la espada. Entonces, deslizó hacia un lado el mango de la espada y alcanzó con él las muñecas del hachero. Una de las manos del adversario de Hawkmoon soltó el hacha y el hombre lanzó un juramento desde el interior de su máscara. Hawkmoon le golpeó la máscara de metal con toda la fuerza de su espada, abollándola. El hombre lanzó un gemido y se tambaleó hacia atrás. Hawkmoon agarró la espada con ambas manos y la volvió a dirigir contra la cabeza. La máscara de buitre se partió, dejando al descubierto un rostro ensangrentado, cuya boca, rodeada por una barba, gritaba pidiendo piedad. Los ojos de Hawkmoon se estrecharon, pues detestaba mucho más a los mercenarios que a los propios granbretanianos. Lanzó un tercer golpe contra la cabeza, abriéndole un gran agujero y haciendo retroceder al hombre, ya muerto, que se desmoronó contra uno de sus compañeros, enzarzado en la lucha contra un jinete camarguiano.