Cuando Hawkmoon y Oladahn entraron en la plaza, escucharon a Meliadus que, a la luz de las antorchas que iluminaban a ambos ejércitos, gritaba: —¿Dónde está ese cobarde traidor de Hawkmoon? ¿Acaso se oculta?
Hawkmoon se abrió paso por entre las filas de guerreros, dándose cuenta de lo débiles que eran sus líneas.
—Aquí estoy, Meliadus. ¡He venido para destruirte! —¿Destruirme? —preguntó Meliadus echándose a reír—. ¿Acaso no sabéis que vuestra vida depende de mi capricho? ¿No sentís ya la Joya Negra dispuesta a devoraros el cerebro?
Involuntariamente, Hawkmoon se llevó la mano a la frente palpitante, percibiendo el malvado calor de la Joya Negra, sabiendo que Meliadus estaba diciendo la verdad. —¿A qué esperáis entonces? —dijo torvamente.
—Estoy dispuesto a ofreceros un trato. Decidle a estos idiotas que su causa es inútil.
Decidle que arrojen sus armas…, y os evitaré lo peor a vos.
Ahora, Hawkmoon se dio cuenta realmente de que sólo conservaba su mente para el placer de sus enemigos. Meliadus había contenido su deseo de alcanzar una venganza inmediata, con la esperanza de obligar a Hawkmoon a evitar más pérdidas de guerreros de Granbretan.
Incapaz de contestar a la propuesta, Hawkmoon se detuvo, tratando de debatir las alternativas. Entre sus propias filas se produjo un gran silencio, mientras los hombres esperaban tensamente su decisión. Sabía que, en aquellos instantes, todo el destino de Hamadán podía depender de él. Mientras permanecía allí, con la mente confundida, Oladahn le tiró de un brazo y murmuró:
—Tomad esto, lord Dorian.
Hawkmoon bajó la mirada hacia el objeto que le ofrecía el hombre de las montañas.
Era un casco. Al principio, no lo reconoció. Entonces vio que se trataba del mismo casco que el hombrecillo le había arrancado de la cabeza a Agonosvos. Recordó la nauseabunda cabeza que lo había portado antes y se estremeció. —¿Por qué? Eso está contaminado.
—Mi padre fue hechicero —le recordó Oladahn—. Él me enseñó sus secretos. Este casco tiene ciertas propiedades. En él se han introducido circuitos que os protegerán durante un breve período de tiempo de toda la fuerza vital de la Joya Negra. Ponéoslo, milord, os lo ruego. —¿Cómo puedo estar seguro…?
—Ponéoslo… y lo descubriréis.
Cautelosamente, Hawkmoon se quitó su propio casco y aceptó el que le entregaba Oladahn. El casco se le ajustó perfectamente y se sintió aprisionado por él, pero también se dio cuenta de que la joya ya no le palpitaba tan rápidamente en la frente. Sonrió y una salvaje sensación de alivio llenó todo su ser. Desenvainó la espada. —¡Ésta es mi respuesta, barón Meliadus! —gritó lanzándose a la carga contra el sorprendido lord de Granbretan.
Meliadus lanzó una maldición y se esforzó por desenvainar su propia espada de la funda. Apenas había logrado hacerlo cuando la espada de Hawkmoon le alcanzó de plano en la cabeza, arrancándole el casco, dejando al descubierto su rostro ceñudo y desconcertado. Detrás de Hawkmoon sonaron los vítores de los soldados de Hamadán, que, dirigidos por Oladahn, la reina Frawbra y el Guerrero de Negro y Oro, se lanzaron contra el enemigo, obligándole a retroceder hacia las puertas del palacio.
Por el rabillo del ojo, Hawkmoon vio que la reina Frawbra se inclinaba sobre su carro y rodeaba el cuello de su hermano con un brazo, arrancándole de la silla de su caballo. La reina levantó la mano y la dejó caer dos veces, después de lo cual sólo sostenía una daga ensangrentada, mientras el cadáver de Nahak caía al suelo, donde fue pisoteado por los cascos de los caballos de los hombres que seguían a la reina.
Hawkmoon seguía experimentando una salvaje desesperación, sabiendo, como sabía, que el casco de Agonosvos no podía protegerle durante mucho tiempo. Hizo oscilar la espada rápidamente, lanzando un golpe tras otro contra Meliadus, que los fue deteniendo con la misma rapidez. El semblante de Meliadus se hallaba contraído en una expresión que le hacía parecerse a la del lobo del casco que acababa de perder; de sus ojos se desprendía un odio que sólo era igualado por el del propio Hawkmoon.
Sus espadas se cruzaban rítmicamente, bloqueando cada una de las estocadas, devolviendo cada uno de los golpes. Parecía como si pudieran continuar así hasta que uno de los dos cayera agotado. Pero entonces, un grupo de guerreros en lucha retrocedió contra el caballo de Hawkmoon, obligándolo a su vez a retroceder, arrojándole hacía atrás y haciéndole perder los estribos. Meliadus sonrió salvajemente y se lanzó contra el pecho desguarnecido de Hawkmoon. A su golpe le faltó fuerza, aunque fue suficiente para lograr que Hawkmoon cayera de la silla. Cayó al suelo por debajo de los cascos del caballo de Meliadus.
Rodó de costado y el barón trató de lanzarle el caballo encima. Hawkmoon logró ponerse en pie y trató de defenderse lo mejor que pudo de la lluvia de golpes que el triunfante granbretaniano hacía descender sobre él.
La espada de Meliadus golpeó en dos ocasiones el casco de Agonosvos, abollándolo.
Hawkmoon sintió que la joya empezaba a palpitar de nuevo en su frente. Maldijo interiormente y, con un arranque de furia, se acercó más.
Asombrado ante aquel movimiento inesperado, Meliadus fue sorprendido con la guardia baja y su intento de detener la estocada de Hawkmoon sólo consiguió a medias su propósito. La espada de Hawkmoon trazó un gran surco en uno de los lados de la desprotegida cabeza de Meliadus, y todo su rostro pareció abrirse al tiempo que la sangre surgía a borbotones. Meliadus lanzó un grito de dolor y quedó paralizado por un momento. Trató de limpiarse la sangre de los ojos y Hawkmoon aprovechó el instante de vacilación para agarrarle el brazo que sostenía la espada y tirar de él con fuerza hacia el suelo. Meliadus se liberó de un tirón, retrocedió, tambaleándose, y después se lanzó contra Hawkmoon con la espada en alto, chocándola contra la hoja de éste con tal fuerza que ambas se partieron.
Los jadeantes antagonistas quedaron quietos por un instante, mirándose fijamente el uno al otro; después, cada uno extrajo un largo puñal de su cinto y empezaron a estudiarse, moviéndose en círculo, dispuestos para lanzarse al ataque. Los elegantes rasgos de Meliadus ya no eran tan elegantes, y si lograba sobrevivir siempre llevaría en su cabeza la marca del golpe que le había dejado Hawkmoon. La sangre continuaba saliendo por la herida, goteándole sobre el peto.
En cuanto a Hawkmoon, se estaba debilitando por momentos. La herida recibida el día anterior empezaba a causarle dolorosas molestias, sentía la cabeza ardiente por el dolor causado por la joya, y a causa de ello apenas si podía ver. Se tambaleó dos veces, pero se enderezó inmediatamente en cuanto Meliadus hizo una finta hacia él empuñando la daga.
Entonces, los dos hombres se abalanzaron el uno contra el otro y quedaron enzarzados instantáneamente en una lucha a muerte, esforzándose desesperadamente por dar un golpe mortal que pusiera punto final a su antagonismo.
Mehadus lanzó un golpe contra un ojo de Hawkmoon pero lo falló, y la daga resbaló por la parte lateral del casco, mientras que el arma de éste buscaba el cuello de Meliadus. La otra mano del barón se levantó a tiempo de agarrar la muñeca que empuñaba la daga y se la retorció.
La danza de la muerte continuó, con ambos hombres enzarzados, pecho contra pecho, dispuestos a dar el golpe final. La respiración se les escapaba de las gargantas produciendo gemidos, los cuerpos les dolían de agotamiento, pero un odio feroz brillaba en ambos pares de ojos, y así continuarían hasta que uno de los dos hubiera dejado de existir.
A su alrededor, la batalla continuaba, con las fuerzas de la reina Frawbra haciendo retroceder más y más a sus enemigos. Ahora, nadie luchaba ya cerca de los dos hombres, que sólo estaban rodeados de cadáveres.
El amanecer empezaba a asomar en el cielo.
El brazo de Meliadus tembló cuando Hawkmoon trató de hacerlo retroceder para dejar libre su muñeca. Su propia mano libre sostenía débilmente el antebrazo de Meliadus, pues era la que correspondía a la parte que tenía herida. Desesperadamente, Hawkmoon elevó la rodilla, protegida por la armadura, metiéndola en la entrepierna de Meliadus y levantándola con fuerza. El barón retrocedió, tambaleándose. Un pie tropezó con uno de los arneses de un caballo muerto y cayó al suelo. Hizo un esfuerzo por levantarse, pero eso contribuyó a enredarle aún más. Los ojos se le llenaron de temor al ver avanzar a Hawkmoon, que apenas si podía sostenerse en pie.
Hawkmoon levantó su daga. La cabeza le palpitaba ahora con tal fuerza que se sentía mareado. Se lanzó contra el barón, y en ese instante notó que una gran debilidad se apoderaba de pronto de él y la daga se le cayó de la mano.
Ciegamente, extendió la mano en busca del arma, pero en ese momento perdió el conocimiento. Abrió la boca, lleno de cólera, pero hasta esa emoción se desvaneció en la nada. De un modo fatalista, se dio cuenta, en aquel último instante de conciencia, de que Meliadus podría matarle en el momento en que él había creído alcanzar el triunfo.
Hawkmoon miró a través de las ranuras del casco, parpadeando al percibir el fulgor de la luz. Aún le ardía la cabeza, pero la cólera y la desesperación parecían haberle abandonado. Volvió la cabeza y vio a Oladahn y al Guerrero de Negro y Oro que le contemplaban. Oladahn mostraba un gesto de preocupación en el rostro, pero el semblante del guerrero seguía oculto tras aquel casco enigmático. —¿No estoy… muerto? —preguntó Hawkmoon débilmente.
—A mí no me lo parece —respondió lacónicamente el guerrero—. Aunque quizá lo estéis.
—Simplemente, estáis agotado —se apresuró a decir Oladahn, dirigiendo una mirada de desaprobación hacia el misterioso guerrero—. Ya os han curado la herida del brazo y es probable que sane con rapidez. —¿Dónde estoy? —preguntó Hawkmoon —. Una habitación…
—Una habitación en el palacio de la reina Frawbra. La ciudad vuelve a ser suya, el enemigo ha sido destrozado, capturado o ha huido. Encontramos vuestro cuerpo tendido sobre el del barón Meliadus. Al principio, pensamos que los dos habíais muerto. —¡De modo que Meliadus ha muerto!
—Es probable. Cuando nos volvimos para mirar su cadáver, éste se había desvanecido. Sin duda alguna se lo llevaron algunos de sus hombres que huían.
—Ah, muerto al fin —dijo Hawkmoon sintiéndose agradecido. Ahora que Meliadus había pagado por todos sus crímenes, se sintió repentinamente en paz, a pesar del dolor que seguía experimentando en su cabeza. Y entonces se le ocurrió otro pensamiento—.
Malagigi. Tenéis que encontrarle. Decidle…
—Malagigi ya viene hacia aquí. En cuanto se enteró de vuestras hazañas decidió venir al palacio. —¿Me ayudará ahora?
—No lo sé —contestó Oladahn volviendo a mirar al Guerrero de Negro y Oro.
Algo más tarde la reina Frawbra entró en la habitación. Detrás de ella venía el brujo de rostro arrugado, llevando consigo un objeto cubierto con una tela. El objeto en cuestión tenía aproximadamente el tamaño y la forma de la cabeza de un hombre.
—Lord Malagigi —murmuró Hawkmoon tratando de incorporarse en la cama—. ¿Sois vos el joven que me ha estado persiguiendo estos últimos días? No puedo ver vuestro rostro con ese casco que lleváis.
Malagigi habló irasciblemente, y Hawkmoon volvió a sentirse desesperado.
—Soy Dorian Hawkmoon. He demostrado mi amistad por Hamadán. Meliadus y Nahak han sido destruidos y sus fuerzas han huido. —¿De veras? —Malagigi frunció el ceño—. Ya me han hablado de esa joya que tenéis en la cabeza. Conozco muy bien esa clase de creaciones y cuáles son sus propiedades.
Pero no sé si se podrá eliminar su poder…
—Me dijeron que erais el único hombre que podría hacerlo —dijo Hawkmoon.
—Podría…, sí. Pero ¿puedo? No lo sé. Me estoy haciendo viejo. Físicamente, no estoy seguro de si…
El Guerrero de Negro y Oro avanzó un paso y tocó a Malagigi suavemente en el hombro. —¿Me conocéis, hechicero?
—Ah, sí, os conozco —asintió Malagigi—. ¿Y conocéis también el poder al que sirvo?
—Sí —asintió Malagigi frunciendo el ceño, mirando a uno y a otro—. Pero ¿qué tiene eso que ver con este joven?
—Él también sirve a ese mismo poder, aunque no lo sabe.
El semblante de Malagigi adquirió una expresión de resolución.
—En tal caso le ayudaré —dijo con firmeza—, aun cuando eso signifique arriesgar mi propia vida.
Hawkmoon se incorporó de nuevo en la cama. —¿Qué significa todo esto? —preguntó—. ¿A quién estoy sirviendo? No sabía…
Malagigi apartó la tela que cubría el objeto que sostenía entre las manos. Se trataba de un globo cubierto de pequeñas irregularidades, cada una de las cuales brillaba con un color diferente. Los colores cambiaban constantemente, lo que hizo que Hawkmoon parpadeara con rapidez.
—Primero tenéis que concentraros —le dijo Malagigi, sosteniendo el extraño globo cerca de su cabeza—. Contemplad fijamente este objeto. Miradlo sin apartar la vista.
Miradlo todo el rato. Mirad, Dorian Hawkmoon, todos los colores…
Hawkmoon dejó de parpadear hasta que ya no pudo apartar la mirada de los colores del globo, que cambiaban rápidamente de lugar. Se sintió poseído por una extraña sensación de ingravidez y de bienestar enormes. Empezó a sonreír y después todo se hizo neblinoso y le pareció hallarse suspendido en medio de una neblina suave y cálida, más allá del espacio y del tiempo. En cierto modo, seguía conservando toda su conciencia y, sin embargo, no percibía nada del mundo que le rodeaba.
Permaneció en este estado durante largo rato, sabiendo vagamente que su cuerpo, que ya no parecía formar parte de él, estaba siendo trasladado de un lugar a otro.
Los delicados colores de la neblina cambiaban a veces, pasando de una sombra de rosa rojizo a un azul cielo o a un amarillo dorado, pero eso era todo lo que se sentía capaz de ver, y no sentía absolutamente nada más. Se sintió en paz, como no se había sentido jamás, a excepción quizá de cuando era un niño pequeño y se encontraba entre los brazos de su madre.
Después, los tonos pastel empezaron a verse cruzados por venas de colores más oscuros y sombríos, y la sensación de paz se fue perdiendo gradualmente a medida que unos relámpagos negros y rojizos zigzagueaban ante sus ojos. Experimentó la sensación de que algo tiraba violentamente de él, sintió una gran angustia y lanzó un grito.
Después, abrió los ojos para contemplar horrorizado la máquina que estaba delante de él. Era idéntica a la máquina que había visto tanto tiempo atrás en los laboratorios del palacio del rey Huon. ¿Se encontraba acaso de regreso en Londra?