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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (12 page)

BOOK: El beso del exilio
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Yo contribuí a empeorar las cosas, porque bin Musaid había centrado sus celos en mí. Supongo que era un blanco más fácil que Sharif, porque era un foráneo y un enclenque civilizado. Bin Musaid expresaba claramente su indignación por las horas que Noora había pasado conmigo, en particular aquellas largas noches en las que me estaba recuperando. Para él no cambiaba nada el hecho de que hubiera pasado la mayoría del tiempo inconsciente. Aún insinuaba todo tipo de comportamiento impropio.

No obstante, esa mañana no era el momento para soltar más acusaciones. Los camellos yacían acostados en el suelo, mientras los hombres Bani Salim apilaban las tiendas plegadas y los fardos de las pertenencias y provisiones. En el aire resonaban los fuertes rugidos y gruñidos de los camellos, que eran conscientes de lo que iba a suceder y mostraban unánimemente su disconformidad. Algunos volvían la cabeza para morder a sus propietarios, que intentaban colocarle la carga, y los beduinos debían apartarse rápido.

Cuando todo estuvo repartido y perfectamente cargado, estuvimos preparados para viajar. Bin Sharif, el novio de Noora, me trajo una pequeña camella llamada Fatma. La tribu tenía unas cuantas docenas de camellos en su manada, pero sólo dos o tres eran machos. Bin Sharif me explicó que venderían o se comerían el resto de los machos, porque no creían en alimentar y dar de beber a un animal que no daba leche a cambio.

Vi a uno de los hombres montar a un camello en marcha. Se subió a una de las patas del animal, trepó agarrado con los tobillos a la rodilla y luego empinándose al cuello del camello y a la silla de montar. Yo no estaba preparado para hacer ese tipo de exhibición y esperé hasta que bin Sharif hizo arrodillar a Fatma tocándole las rodillas con un palo y haciendo el mismo «¡khirr khirr!» que había oído emplear a los Bayt Tabiti. Luego me subí con cierto reparo en la montura de madera cubierta con piel de cabra. Bin Sharif puso en pie al animal y me dio la rienda de la cabeza y una fusta. Vi que habían ayudado a Friedlander Bey a montar en otro camello pequeño.

—¡En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso! —gritó el jefe Hassanein, guiando a los Bani Salim hacia el sur de Bir Balagh.

—¡Allahu akbar! ¡Dios es el más grande! —gritaron los hombres de su tribu.

Nos encontrábamos a tres días de viaje de Khaba, el siguiente pozo.

Papa colocó su camello a mi izquierda y Hilal, uno de los dos Bani Salim que nos encontraron en el desierto, cabalgó a mi derecha. No era una experiencia encantadora y no podía imaginar permanecer en esa silla tres días hasta llegar a Khaba, y mucho menos las dos semanas que tardaríamos en llegar a Mughshin.

—¿Cómo te encuentras, hijo mío? —me preguntó Papa.

Gruñí.

—Odio esto —dije.

—Estas sillas no son tan cómodas como las de los beduinos del norte. Esta noche nos dolerán los músculos.

—Mira —dijo Hilal—, nosotros no nos sentamos en las sillas como los de la ciudad; nos arrodillamos.

De hecho, él estaba arrodillado en la grupa del camello. Yo ya tenía bastantes problemas para mantener el equilibrio, encajado en la silla de madera y agarrado a la vida. Si intentaba arrodillarme como Hilal, seguro que me caía y rodaba por el suelo hasta el siguiente bamboleante camello. Con lo cual tendría que añadir un cuello roto a mi dolorida espalda.

—¡Quizás sea mejor que me baje y camine —dije.

Hilal sonrió y me mostró sus fuertes dientes blancos.

—¡Alégrate, hermano! —dijo—. ¡Estás vivo y estás entre amigos!

En realidad nunca había estado con gente tan espantosamente alegre como los beduinos. Se pasaron todo el camino cantando desde Bir Balagh hasta Khaba. Supongo que había pocas cosas en las que pasar el tiempo. De vez en cuando, uno de los hombres jóvenes se encaramaba a hombros de uno de sus primos; se trataba de una competición a lomos de los camellos, cada uno intentaba derribar al otro al suelo. La posibilidad de romperse un hueso no parecía intimidarles.

Al cabo de una hora y media, mi espalda, mi cuello y mis piernas empezaron a quejarse. No podía estirarme lo suficiente y me di cuenta de que sólo haría que empeorara. Entonces recordé los daddies. Al principio dudé en volver a enchufarme el daddy bloqueador del dolor, pero mi argumento era que sólo el abuso de drogas y daddies era peligroso. Saqué el daddy y me lo conecté, prometiéndome a mí mismo que no me lo iba a dejar más tiempo del necesario. A partir de entonces, el viaje en camello fue apenas una ligera tensión de mis encalabrinados músculos. Sin embargo, nunca he encontrado nada más aburrido.

El resto del día me encontré bastante bien. De hecho, me sentí casi invencible. Habíamos sobrevivido al desierto del Rub al—Khali —con la ayuda de los Bani Salim, claro está— y nos disponíamos a castigar a Reda Abu Adil y a su obediente imán. Una vez más había demostrado a Friedlander Bey que era un hombre de honor y valiente. Dudaba de que volviera a recurrir a mi centro de dolor para conseguir mi cooperación. Aunque en ese momento no todo andaba bien, estaba seguro de que pronto se arreglaría.

Me sentí como si una fuerte comente de fuerza dinámica fluyera hasta mí desde alguna fuente mística. Sentado incómodamente a horcajadas sobre Fatma, imaginé que Alá inspiraba a nuestros aliados y creaba confusión en nuestros adversarios. Nuestra meta era honrada y digna y supuse que Dios estaba de nuestro lado. Incluso antes del secuestro, me había vuelto más serio con mis obligaciones religiosas. Ahora, cuando los Bani Salim se detenían para rezar las cinco veces prescritas, me unía a ellos con sincera devoción.

Cuando llegamos a un valle entre dos promontorios de arena paralelos, Hassanein dio el alto para la acampada nocturna. Los hombres hicieron arrodillar a los camellos y los descargaron. Luego los niños pastorearon a los animales hasta unos matojos bajos de aspecto agostado.

—¿Ves el haram, el caramillo? —dijo Suleimán bin Sharif.

Él y Ibrahim bin Musaid habían descargado a Fatma y al camello de Papa.

—Sí —respondí.

El haram tenía hojas rojizas de aspecto mortecino y era la planta más infeliz que había visto en mi vida.

—No está muerta, aunque parecen palos secos brotando del suelo. En esta parte de las Arenas no ha caído agua en casi dos años, pero si lloviera mañana, el haram florecería en una semana y podría vivir otros dos años.

—Los Bani Salim son como el haram —dijo bin Musaid, mirándome con expresión amenazadora—. No somos como esos débiles habitantes de las ciudades, que no pueden vivir sin sus ornamentos cristianos.

«Cristiano» parecía ser el peor insulto que podía imaginar.

Tenía una respuesta para ello; bin Musaid me recordaba verdaderamente al haram, pero no podía imaginarlo cubierto de flores, porque antes necesitaría un baño. Decidí no decirlo en voz alta, porque imaginé los titulares: PROPIETARIO DE UN CLUB DEL BUDAYEN MUERE EN LA MASACRE DEL CARAMILLO.

Las mujeres plantaron las tiendas de pelo de cabra y Hassanein nos ofreció la suya a Papa y a mí.

—Gracias, oh caíd —dije—, pero ahora ya estoy lo bastante bien como para dormir junto al fuego.

—¿Estás seguro? —me preguntó Hassanein—. Sería un mal ejemplo de mi hospitalidad si te dejara dormir esta noche bajo el cielo de Dios. Me sentiría en verdad honrado si...

—Yo acepto tu amable invitación, caíd Hassanein —dijo Friedlander Bey—. Mi nieto desea experimentar la vida de los beduinos. Aún conserva ideas románticas de la existencia nómada, sin duda piensa en Ornar Khayyám. Una noche junto al fuego le sentará bien.

Hassanein se echó a reír y fue a decir a su esposa que preparase una habitación en su tienda para Papa. En cuanto a mí, deseé que esa noche no hiciera mucho frío. Al menos tenía mi túnica para conservar el calor.

Compartimos una cena sencilla de carne de cabra seca, unas gachas de arroz, pan, café y dátiles. Había acumulado mucha hambre durante el día y ésa fue la comida más satisfactoria que recordaba. Parte de la satisfacción procedía de la compañía. Los Bani Salim nos habían acogido unánimemente a Papa y a mí y era como si hubiéramos nacido entre ellos.

Bueno, la aceptación era «casi» unánime. Por supuesto, el único disidente era Ibrahim bin Musaid. El primo de Noora no tenía ningún problema con Friedlander Bey, pero aún me miraba con recelo y murmuraba entre dientes cuando me pescaba mirándole. Yo estaba bajo la protección del caíd Hassanein y por tanto completamente a salvo de su sobrino. Y bin Musaid era lo bastante listo como para percatarse de que si se limitaba a esperar, yo acabaría marchándome.

Cuando terminé de cenar, me desconecté el daddy bloqueador del dolor. Excepto cierta hinchazón en la nuca y la espalda, me sentía bastante bien. Vi como algunos de los hombres se levantaban para comprobar que los muchachos habían trabado bien a los camellos para pasar la noche. Aún quedábamos cinco o seis junto al fuego y empezó una sesión de historias festivas, sobre los hombres que tenían esposas que les preparaban la comida y tiendas para dormir en ellas. Un hombre contó cierto chismorreo sobre bin Shahira que, como algunos de los Bani Salim, lo llamaban por el nombre de su madre y no por el de su padre.

—Llevar el nombre de su madre lo volvió loco toda su vida —dijo el narrador—. Todos los años que fuimos niños juntos se quejó de la estricta tiranía de su madre. Así que ¿con quién se casó? Con la hija del viejo Wadood Ali. Solía llamarla Badia la Jefa. Ahora es el hombre más tiranizado que ha montado jamás sobre un camello. Esta noche, durante las oraciones, creo haberle oído pedir a Alá que dejara que los Bayt Tabiti nos ataquen y se la lleven. ¡Sólo a ella y nada más!

—Min qhayr sharr —dijo otro hombre, al que no divirtió en absoluto; se trataba de una fórmula supersticiosa para evitar el mal que bin Shahira deseaba.

Nadie estaba a salvo de esos lenguaraces Bani Salim, excepto, claro está, el resto de los que se sentaban alrededor del fuego. Incluso el caíd Hassanein despertó ciertos sarcásticos comentarios sobre el modo en que estaba manejando al cabeza loca de su sobrino, bin Musaid, y a su hermosa sobrina, Noora. Era evidente que bin Musaid y bin Sharif no eran los únicos hombres en la tribu que tenían ojos para Noora, pero como bin Musaid era su primo mayor, tenía un incontestable derecho sobre ella.

La conversación variaba en una dirección, luego en otra. Uno de los hombres más viejos empezó el recital de una remota batalla en la que se distinguió. Los hombres más jóvenes se quejaron de que ya habían oído la historia cien veces, pero eso no desalentó al orador. Hilal y bin Turki se levantaron de sus sitios y se sentaron a mi lado.

—¿Nos recuerdas, oh caíd? —preguntó Hilal, que cabalgó a mi lado la mayor parte del día.

—Sí, por supuesto —dije—. Vosotros sois los jóvenes listos que nos encontraron en el desierto.

Hilal y bin Turki se sonrieron entre sí.

—Mi primo quiere preguntarte algo —dijo Hilal.

—Claro.

Bin Turki era un joven guapo y tímido. Incluso a la luz de las llamas podía ver que estaba furiosamente sonrojado.

—Oh caíd —dijo—, cuando regreses a la ciudad ¿estarás lejos de China?

Me pregunté qué quería decir con eso.

—Muy lejos, bin Turki, ¿por qué?

—¿A diez días de marcha? ¿a veinte?

Hice cálculos rápidos. Los camellos viajan una media de unos cinco kilómetros por hora y los Bani Salim recorren doce horas de viaje por día. Digamos unos sesenta kilómetros. La distancia de la ciudad a China...

—Cientos de días, amigo mío, a través de desiertos y mares y grandes montañas.

Bin Turki me miró parpadeante.

—Oh caíd —dijo con voz temblorosa—, ni siquiera el mundo de Alá es tan grande.

Pensó que le estaba mintiendo, pero no podía acusar a un invitado de su tribu.

—En realidad sí es tan grande. Las Arenas son sólo una parte de Arabia y Arabia es al mundo... lo que un camello a una manada entera.

—... ¡Walláhi! —murmuró Hilal.

Significa «Por Dios bendito» y es uno de los juramentos más fuertes de los Bani Salim, a los que rara vez los oí recurrir a la obscenidad.

—¿A qué se debe tu curiosidad por China, bin Turki? —pregunté.

Esa gente jamás había oído hablar de Inglaterra, Nuevo Texas; ni siquiera de las tierras occidentales del mundo musulmán.

—¿Acaso no dijo el profeta, que las bendiciones de Alá y la paz sean con él: Buscad el conocimiento en China? Pensé que podía volver contigo a tu ciudad y luego partir desde allí hacia China.

Hilal se echó a reír.

—Bin Turki está sediento de conocimiento —dijo con voz molesta—. Ya se ha bebido todo el conocimiento que tenemos en las Arenas.

—No tienes que ir a China —dije—. Si sinceramente quieres aprender, quizás puedas viajar con nosotros cuando lleguemos a Mughshin. ¿Te gustaría?

Vi temblar a bin Turki.

—Sí, oh caíd —dijo en voz baja.

—¿Existe algún motivo por el que no puedas venir con nosotros? ¿Te necesitan los Bani Salim? ¿Quizás el caíd Hassanein te haya prohibido ausentarte unos meses?

—Aún no lo he hablado con el jefe —dijo bin Turki.

—Los Bani Salim no te necesitan —dijo Hilal—. Nunca haces nada útil. Será un estómago menos que llenar del agua de los pozos de las Arenas. En serio, hermano, el caíd Hassanein te dejará partir con su bendición.

Transcurrieron unos segundos en los que bin Turki pensó en silencio sobre las consecuencias de lo que deseaba hacer. Escuchamos crepitar y crujir en el fuego las ramas muertas de los árboles ghaf, parecidos a la mimosa. Luego el joven demostró su coraje.

—Si el caíd Hassanein me da su permiso —preguntó—, ¿podré unirme a vosotros?

Sonreí al muchacho.

—¿Conoces el camino a través de las montañas desde Mughshin a la ciudad costera?

—¿Hasta Sálala? —dijo bin Turki—. Sí, He estado allí muchas veces. Dos o tres.

—Bueno, entonces nos alegrará tu compañía. Habíalo con el caíd Hassanein y a ver qué dice. Hay un mundo grande y extraño ahí fuera. Tal vez te arrepientas de haber abandonado a los Bani Salim.

—Si eso ocurre, regresaré a las Arenas, inshallah.

Hilal me miraba a mí y luego a bin Turki, dándose cuenta de que su amigo pronto dejaría la comunidad en busca de una vida inimaginable más allá del desierto.

—La illah ill'Allah —dijo sorprendido, que significa: «No hay más Dios que Alá».

Bin Musaid se acercó al fuego y me contempló unos segundos.

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