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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (26 page)

BOOK: El beso del exilio
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Kmuzu me llevó en el sedán westfaliano de color crema hasta las inmediaciones de la comisaría en la calle Walid al—Akbar. Como de costumbre, me rodeó una multitud de niños en la acera y yo avancé entre ellos lanzando monedas a diestro y siniestro. Ellos suplicaban, cantando: «Danos, danos, oh generoso!». Me gustaban los niños. No hace mucho que yo mismo formaba parte de las multitudes, pidiendo dinero para alimentarme. En algún momento del guión los papeles se cambiaron y ahora yo era el gran tipo rico. Era rico, vale, pero nunca olvidaría mis orígenes. No escatimaba a los chicos su baksheesh.

Entré en la comisaría y me dirigí a la sala de ordenadores del segundo piso. Me pararon un par de veces hombres uniformados, pero no dije nada, me limité a mostrarles la carta con la firma de Friedlander Bey. Los policías se desvanecieron como fantasmas.

Recordaba muy bien cómo funcionaban los ordenadores. Incluso recordaba la contraseña secreta: Miramar. El equipo de esa comisaría tenía costumbres muy relajadas y confiaba en que no hubieran cambiado la contraseña en meses. Supongo que era preferible el riesgo de que un extraño entrase en los archivos de la policía a que todo el cuerpo memorizase una palabra nueva.

Me senté en el destartalado ordenador Annamese y empecé a darle órdenes. La sargento de policía que hacía de mantenedora de la base de datos me vio y se acercó.

—Lo lamento, señor —dijo en una voz que no era en absoluto de lamento—, pero estos ordenadores no están abiertos al público.

—¿No me recuerdas? —pregunté.

Entornó un ojo y lo pensó.

—No, de modo que tendrá que irse.

Saqué la carta de Papa y se la mostré.

—He de trabajar aquí unos minutos.

—Tendré que comprobarlo —dijo, doblando la carta y devolviéndomela—. Nadie me ha informado de esto. Llamaré al teniente. Mientras tanto, no toque el ordenador.

Asentí, sabiendo que tendría que esperar a que se abriera paso a través de la cadena de mando. No tardó mucho. En pocos minutos el teniente Hajjar en persona entró malhumorado en la sala de ordenadores.

—¿Qué crees que estás haciendo aquí, Audran? —gritó, con una expresión que era una mueca amenazadora.

Le di la carta de Papa. No me digné a levantarme, ni a explicarme. La carta hablaría por mí. Me sentía como si ejerciera cierto dominio. Hajjar necesitaba que lo pusieran en su sitio de vez en cuando.

Me arrebató el papel de las manos y lo leyó de cabo a rabo.

—¿Qué es esto? —dijo rudamente.

—Es una carta. De quien tú sabes, ya la has leído.

Me miró y arrugó el papel en una pelota.

—Me importa un pepino esta carta, Audran. ¿Y qué estás haciendo en libertad? Estás legalmente desterrado. Podía meterte preso ahora mismo.

Negué con el dedo y sonreí.

—Na, na, Hajjar. El emir nos ha concedido una apelación y tú lo sabes.

—Pero —dijo.

—Pero —dije yo, cogiendo el papel arrugado y pasándoselo por las narices—, no crees que esta carta te pare los pies, ¿no?

—En absoluto —esta vez parecía mucho menos seguro.

—Bueno —dije con calma—. Papa tiene un montón de gente que puede pararte los pies.

Hajjar se humedeció los labios.

—Bueno, ¿qué demonios quieres?

Sonreí de un modo falsamente amistoso.

—Sólo quiero usar el ordenador un minuto.

—Supongo que eso puede arreglarse. ¿Qué intentas sacar?

Separé las manos.

—Deseo limpiar nuestros nombres. Deseo descubrir lo que sabes sobre Khalid Maxwell.

En sus ojos observé una mirada de temor.

—No puedo permitirlo —dijo. Le temblaba notablemente la voz—. Es asunto de la policía.

Me eché a reír.

—Yo soy un policía. Al menos por el momento.

—No —respondió—. No lo permitiré. El caso está cerrado.

—Lo vuelvo a abrir —dije sacudiendo el papel arrugado ante él.

—Muy bien, adelante. Pero esto tendrá repercusiones. Te lo advierto.

—Espero las repercusiones, Hajjar. Te aconsejo que te olvides de ellas.

Me miró unos segundos. Luego dijo:

—Yallah, tu madre debía ser una camella sifilítica, Audran, y tu padre un bastardo cristiano.

—Casi —dije, le di la espalda y seguí dando órdenes al ordenador.

Supongo que Hajjar se largó.

Lo primero que hice fue pedir el archivo de Khalid Maxwell. No averigüé mucho. Era evidente que el archivo había sido recortado hasta dejar muy poca información. Descubrí que Maxwell llevaba cuatro años en el cuerpo, que había ganado un premio al valor y había sido asesinado mientras se hallaba fuera de servicio. Según el ordenador de la policía murió cuando intervenía en una violenta discusión entre Friedlander Bey y yo, frente a la casa de Maxwell en el número 23 de Shams Alley.

Era ridículo. Ni siquiera sabía dónde estaba Shams Alley; seguro que no estaba en el Budayén. Maxwell era el segundo oficial de policía del distrito de Hajjar que había sido asesinado ese año. Eso no era bueno para Hajjar, pero era peor para Maxwell.

Imprimí el archivo y luego pasé un ratito husmeando en otros archivos. El expediente del teniente daba menos información que la última vez que lo vi. Habían borrado toda mención de sus problemas con el Departamento de Asuntos Internos. Quedaba poco más que su nombre, edad y dirección.

Mi propio archivo me consideraba el asesino de Khalid Maxwell (en libertad, pendiente de apelación). Eso me recordó que el tiempo volaba y que me quedaban pocas semanas de libertad. Sería muy difícil demostrar mi inocencia —y la de Papa— desde dentro de una celda o con la cabeza bajo el hacha del verdugo. Decidí remover un poco más las cosas y ver lo que sucedía.

Cuando salí de la comisaría me encontré a Kmuzu sentado en el coche un poco más allá de la calle Walid al—Akbar. Entré al asiento trasero y le dije que me llevara a la puerta este del Budayén. Cuando llegamos allí, lo envié a casa porque no sabía lo que tardaría en resolver mis asuntos. Frunció el ceño y dijo que prefería esperar, pero se lo repetí con voz más firme.

Llevaba la unidad de base de datos portátil que Friedlander Bey y yo comercializábamos y mientras caminaba Calle arriba hacia el Café Solace sonó el teléfono. Lo descolgué del cinturón y dije:

—Hola.

—¿Audran? —preguntó una voz nasal que parecía asqueada.

—Sí —dije—. ¿Quién es?

—Kenneth. Llamo en nombre del caíd Reda Abu Adil.

Eso explicaba el asco, el sentimiento era absolutamente mutuo.

—Sí, Kenny, ¿qué quieres?

Hubo una breve pausa.

—Me llamo Kenneth no Kenny. Me gustaría que lo tuvieras en cuenta.

Sonreí.

—Claro, colega. ¿A qué debo esta llamada?

—El caíd Reda ha oído que has metido las narices en el caso de Khalid Maxwell. No lo hagas.

Las noticias vuelan.

—¿No?

—Exacto —dijo Kenneth—. No lo hagas. El caíd Reda está preocupado por tu seguridad, pues eres un oficial del Jaish y teme lo que pueda ocurrirte si sigues con la investigación.

Me eché a reír sin ganas.

—Te diré lo que ocurrirá si no sigo con la investigación: Papa y yo perderemos la apelación y nos condenarán a muerte.

—Lo comprendemos, Audran. Si deseas salvar vuestros cuellos hay dos caminos: el bueno y el malo. El bueno es buscar una coartada para ti y para Papa la noche del crimen. El malo es seguir con lo que estás haciendo.

—Fantástico, Ken, pero a decir verdad, no me acuerdo de lo que hice la noche en cuestión.

—Me llamo Kenneth —dijo con un bufido justo antes de colgar.

Sonreí y volví a colgar el teléfono en mi cinturón.

Encontré a Jacques y a Mahmoud jugando al dominó en el Café Solace. Acerqué una silla a su mesa y observé un rato. El viejo Ibrahim vino a preguntarme si quería algo. Le pedí una Muerte Blanca y Mahmoud me miró con curiosidad.

—¿Cuánto hace que estás aquí, Marîd? —me preguntó—. Estábamos jugando al dominó y no te hemos visto llegar.

—No hace mucho —le dije. Me volví hacia mi otro amigo—. Jacques, ¿estás listo para vender bases de datos esta tarde?

Me miró como si se arrepintiera de haber accedido a ayudarme.

—¿No tienes cosas más importantes que hacer? Quiero decir, limpiar tu nombre y tu reputación.

Asentí.

—No te preocupes, ya he empezado a ocuparme de eso.

—Ya lo hemos oído —dijo Mahmoud.

—El rumor en la Calle es que buscas a alguien para colgarle el asesinato de Maxwell —dijo Jacques.

—En lugar de demostrar dónde estabas la noche del crimen —dijo Mahmoud—. No lo estás llevando bien. Estás intentando hacer lo más difícil.

—Eso es precisamente lo que el actual pelagatos de Abu Adil me ha dicho —dije despacio—. Qué coincidencia.

—¿Kenneth te dijo eso? —preguntó Mahmoud—. Bueno, mira, seguramente tiene razón.

No tenía más preguntas que hacerles, así que cambié de tema.

—¿Preparado, Jacques? —dije.

—Bueno, Marîd, a decir verdad, hoy me duele el estómago. ¿Qué tal si quedamos mañana?

—Quizás mañana te encuentres bien —dije, sonriendo—, pero hoy vas a venir conmigo.

Esperé pacientemente hasta que Mahmoud ganó la partida de dominó y luego a que Jacques pagara la apuesta.

—Hoy no va a ser un buen día para mí —dijo Jacques.

Vestía bien, como de costumbre, pero lucía esa exasperante mirada de cristiano que todos sus amigos odiaban tanto. Daba la impresión de que deseaba ir a cualquier parte y empezar una nueva vida con otro nombre.

Le miré con el rabillo del ojo. Estaba muy nervioso.

—¿Qué te pasa, Jacques?

Su labio superior hizo una mueca de desdén.

—Te diré una cosa, Marîd. Este trabajo no es para mí. No es apropiado hacer de... vulgar vendedor.

No pude evitar reírme.

—No te veo como a un vulgar vendedor, si ése es tu problema. En realidad no lo eres. Eres mucho más que eso. Intenta ver el cuadro completo, oh excelente.

Jacques no parecía convencido.

—Estoy mirando la foto grande. Me veo a mí mismo de bar en bar o de club en club intentando sacarle dinero al propietario. Eso es venta al por menor. Es una humillación para alguien como yo. ¿Te he dicho alguna vez que tengo tres cuartos de sangre europea?

Suspiré. Nos lo decía casi cada día durante los últimos siete años.

—¿No te has preguntado nunca quien trabaja en la venta al por menor en Europa?

—Los americanos —dijo Jacques, dando un respingo.

Me froté mi dolorida frente.

—Olvida las ventas. No vas a ser un vendedor. Serás un especialista en instalación de base de datos. Y cuando funcione serás ascendido a ingeniero de obtención de información. Con un considerable aumento en tu porcentaje.

Jacques pestañeó.

—No puedes engañarme, Marîd.

—¡Ahora viene lo bueno! No te engaño. En estos tiempos tengo suficiente poder como para retorcerte un brazo y hacer que te alegres de ayudarme.

Jacques se rió brevemente y sin humor.

—Mi brazo es irretorcible, oh caíd. Aún eres un macarra de la calle, al igual que el resto de nosotros.

Me encogí de hombros.

—Quizás sea cierto, mi cristiano amigo, pero soy un macarra de la calle con Habib y Labib a mis órdenes.

—¿Quiénes son ésos?

—Las Rocas Parlantes —dije con serenidad.

El rostro de Jacques perdió el color. Todos en el Budayén conocían a los inmensos guardaespaldas de Papa, pero yo era uno de los pocos privilegiados que conocían sus nombres. Claro que no podía decir quién era uno y quién otro, pero no importaba porque siempre iban juntos.

Jacques escupió en el suelo delante de mí.

—Es cierto lo que dicen de que el poder corrompe —dijo amargamente.

—Te equivocas, Jacques —dije con voz tranquila—. Yo no amenazaría a uno de mis amigos. No necesito ese poder. Sólo contaba con que me devolvieras un favor. ¿Acaso no respaldé el cheque de Fuad para ti? ¿No estás de acuerdo en ayudarme?

Hizo una mueca.

—Sí, bueno, es una cuestión de honor, bueno, entonces, te devolveré gustoso el favor.

Le di una palmada en la espalda.

—Sabía que podía contar contigo.

—Siempre que quieras, Marîd.

Pero su mirada me decía que aún le dolía el estómago.

Llegamos al club de Frenchy, que estaba al otro lado de la Calle a una manzana del mío. Frenchy era un tipo grande, grueso, con barba negra, que tenía el aspecto de descargador de muelle de algún soleado puerto francés. Era el tipo más duro que he visto en mi vida. Las riñas no duraban mucho en el local de Frenchy.

—¿Qué tal estás, Marîd? —gritó Dalia, la camarera de Frenchy.

—Muy bien. Dalia, ¿está Frenchy?

—Está en la trastienda. Iré a buscarlo.

Se quitó el delantal y desapareció en la oficina trasera. No había muchos clientes, pero aún era de día.

—¿Puedo invitarte a un trago? —le pregunté a Jacques mientras esperábamos.

—El Señor no aprueba el alcohol —dijo—. Deberías saberlo.

—Lo sé —dije—. Sé lo que el Señor desaprueba. Pero a mí personalmente nunca me ha dicho nada.

—¿Ah, no? ¿Y cómo llamas a vomitarte encima? ¿Y a las resacas? ¿Cómo llamas a que te partan la cara por estar tan borracho que dices algo incorrecto a la persona equivocada? Y no deberías ser blasfemo.

No podía tomarlo en serio.

—Yo también te he visto beber lo tuyo.

Jacques asintió enérgicamente.

—Sí, amigo mío, pero luego me confieso, hago mi penitencia y todo vuelve a estar en orden.

Frenchy, que apareció justo a tiempo, me salvó de la exégesis religiosa de mi amigo.

—¿Qué ocurre? —dijo tomando el taburete a mi derecha.

—Bueno, Frenchy —dije—, me alegro de verte y me alegro de ser bienvenido en tu club, pero en realidad no tenemos tiempo para sentarnos aquí y charlar. Quiero venderte algo.

—Tú quieres venderme algo, noraf —dijo con su voz ronca—. Espera un momento, me resulta imposible negociar cuando estoy sobrio.

—Creí que habías dejado de beber —dije—. A causa de tu estómago.

—Bueno, he vuelto a empezar —dijo Frenchy.

Hizo un gesto a la camarera y Dalia le llevó una botella sin abrir de Johnnie Walker. No sé por qué será, pero la mayoría de esos marineros no beben más que Johnnie Walker. Me percaté por primera vez en el club de Jo—Mama entre los marinos mercantes griegos y en los dos bares filipinos de la calle séptima. Frenchy abrió la botella y llenó medio vaso.

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