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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (29 page)

BOOK: El beso del exilio
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Soñé que mi madre me gritaba. Tuve un montón de sueños. En la superficie, mi mami y yo habíamos resuelto nuestras diferencias y olvidado las culpas y los resentimientos. Los sueños me decían que la mayoría de ese progreso había sido sólo cosmético y en lo más profundo, aún albergaba incómodas y confusas sensaciones en lo referente a mi madre.

La voz de mi madre se hizo más estridente, pero yo no sabía qué le preocupaba esta vez. Vi como su rostro se volvía rojo y horrible y me mostraba los puños, con un lenguaje soez que resonaba dolorosamente en mis oídos. Me encogí mientras ella empezaba a pegarme en la cabeza y en los hombros.

Me desperté. Era Yasmin la que gritaba y también me golpeaba en sueños. Yasmin había empezado siendo un muchacho bastante grande y bien formado, por eso, aún después de su operación de cambio de sexo, seguía siendo un oponente formidable. Además contaba con el elemento sorpresa.

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí!

Rodé del colchón al frío suelo. Miré el reloj: era casi mediodía. No comprendía cuál era el problema de Yasmin.

—¡Eres una basura, Audran! —gritó—. Eres vomitivo aprovechándote de mí en el estado en que me hallaba.

Pese a todas las veces que habíamos hecho el amor en el pasado, pese a todo lo que habíamos vivido juntos, me sentía incómodo desnudo ante ella. Esquivé sus puños, luego intenté dominarla tratando de ocultar mi desnuda vulnerabilidad.

—Yo no me he aprovechado de ti, Yasmin —dije; de nuevo me dolía la cabeza, pero esta vez mucho más fuerte—. Te encontré hace unas horas en el Brig. Me suplicaste que te llevara a casa. Intenté irme pero tú empezaste a follarme. Te montaste sobre mí. No me dejaste marchar.

Se sujetó la frente y dio un respingo.

—No recuerdo nada de eso.

Me encogí de hombros, cogiendo mi ropa interior y mi gallebeya.

—¿Qué quieres que te diga? No soy responsable de lo que tú puedes o no recordar.

—¿Cómo sé que no me trajiste a casa colocadísima y luego me violaste cuando estaba a tu merced?

Me puse la gallebeya por la cabeza.

—Yasmin —dije con tristeza—, ¿no me conoces lo suficiente como para eso? ¿He hecho yo algo alguna vez que te hiciera pensar que sería capaz de la violación?

—Has matado gente —dijo, pero su argumentación había perdido acaloramiento.

Hice equilibrio sobre un pie y me puse una sandalia.

—No te he violado, Yasmin.

Se relajó un poco.

—¿Sí? —dijo—. ¿Cómo fue?

Me puse la otra sandalia.

—Fue magnífico, Yasmin. Siempre es magnífico cuando estamos juntos. Te echo de menos.

—¿Sí? De verdad, Marîd.

Me arrodillé junto al colchón.

—Mira —dije mirándole a los ojos oscuros—, precisamente porque estoy casado con Indihar...

—No dejaré que la engañes conmigo, Marîd. Indihar y yo hemos sido buenas amigas desde hace tiempo.

Cerré los ojos y me los froté. Luego volví a mirar a Yasmin.

—Hasta el profeta Mahoma...

—Que las bendiciones de Alá y la paz sean con él —murmuró ella.

—Hasta el profeta tenía más de una esposa. Puedo tener hasta cuatro, siempre que pueda mantenerlas a todas por igual y tratarlas con la misma equidad.

Los ojos de Yasmin se abrieron aún más.

—¿Qué intentas decirme, Marîd?

Me encogí de hombros.

—No lo sé, cariño. Indihar y yo estamos casados sólo de nombre. Somos buenos amigos, pero creo que está algo resentida conmigo. Y cuando digo que te echo de menos lo digo en serio.

—¿De verdad te casarías conmigo? ¿Y qué diría Indihar de eso? Y cómo...

Levanté una mano.

—Tengo un montón de trabajo en mente. Tendríamos que reunirnos y hablar de eso. Y Papa no lo aprobaría. De cualquier modo, estoy citado con el imán de la mezquita Shimaal dentro de dos horas. Debo irme y asearme.

Yasmin asintió, pero me miró con la cabeza ladeada. Me aseguré de que llevaba las llaves y todo aquello con lo que había entrado, sobre todo mi esencial caja de píldoras. Me dirigí hacia la puerta.

—¿Marîd?

Me volví para mirarla.

—Yo no sería sólo tu esposa número dos. No sería una criada de Indihar y los niños. Esperaría que me trataran con igualdad, tal como dice el noble Corán.

Asentí.

—Tenemos mucho tiempo.

Crucé la habitación y me arrodillé para darle un beso de despedida. Fue un beso, tierno y lento, y lamenté que terminara. Luego me levanté, suspiré y cerré la puerta al salir. Yaa Alá, ¿qué habían hecho conmigo las drogas esta vez?

Fuera en la calle descubrí una mañana gris y lluviosa. A tono con mi humor, pero eso no la hacía más agradable. Me esperaba un largo paseo por la Calle, desde la Catorce hasta la puerta este. Bajé la cabeza y caminé pegado a los escaparates, esperando que nadie me reconociera. No estaba de humor para una reunión con Saied Medio Hajj ni Jacques ni ninguno de mis viejos colegas. Además, apenas tenía tiempo para llegar a casa, tomar una ducha y cambiarme de ropa para la cita con el doctor Sadiq Abd ar—Razzaq.

Claro que, como de costumbre, mis deseos no parecían adecuarse al orden del cosmos. Había recorrido una manzana y media cuando una voz aguda gritó:

—¡Al—Amin! ¡Oh grande!

Me puse a temblar y miré a mi espalda. Era un muchacho flacucho de unos quince años, más alto que yo, vestido con una camisa blanca gastada y sucia, y pantalones blancos. Sus pies sucios parecían no haber conocido nunca zapatos ni sandalias. Llevaba una keffiya a cuadros blancos y púrpuras anudada alrededor de su roñoso cuello.

—Buenos y radiantes días, oh caíd —dijo contento.

—Vale —dije—. ¿Cuánto necesitas?

Me metí la mano en el bolsillo y saqué un fajo de billetes.

Me miró atónito, luego miró en todas direcciones.

—No quería pedirte dinero, caíd Marîd. Quería decirte algo. Te están siguiendo.

—¿Qué?

Las noticias me sorprendieron y me entristecieron de verdad. Me preguntaba quién habría hecho que me siguieran, Hajjar o Sadiq Abd ar—Razzaq o Abu Adil.

—Es cierto, oh caíd —dijo el chico—. Caminemos juntos. En el otro lado de la Calle, a una manzana detrás de nosotros hay un
kaffir
[3]
;gordo con una gallebeya celeste. No le mires.

Asentí.

—Me pregunto si ha estado sentado fuera del apartamento de Yasmin toda la noche, esperándome.

El chico se echó a reír.

—Mis amigos me han dicho que eso ha hecho.

Estaba asombrado.

—¿Cómo sabías tú..., ellos..., dónde estaba yo esta noche pasada?

—¿Me compras algo para comer, oh padre de generosidad? —me pidió.

Me pareció buena idea. Doblamos la esquina y caminamos hasta Kiyoshi, un restaurante japonés, mejor de lo habitual, al sur de la calle Catorce. Eché un vistazo al hombre gordo que intentaba desesperadamente pasar desapercibido. No parecía peligroso, pero eso no quería decir nada.

Nos sentamos en un cubículo, mirando la banda de rock que aparecía en holografía ante nosotros. El propietario del restaurante era también músico y su banda entretenía a todas las mesas, tanto si lo querías como si no. El muchacho y yo nos partimos una doble ración de pollo hibachi. Parecía lo bastante seguro como para hablar.

—Tú eres nuestro protector, yací Amín —dijo el chico entre dos voraces bocados—. Siempre que entras en el Budayén, te observamos desde el momento en que atraviesas la puerta este. Tenemos un sistema de señales, de modo que siempre sabemos dónde estás. Si necesitases ayuda estaríamos a tu lado al instante.

Sonreí.

—No sabía nada de esto.

—Tú has sido bueno con nosotros, con tus refugios y tus comidas benéficas. Así que esta mañana mis amigos se sentaron mientras tu visitabas a esa transexual, Yasmin. Se percataron de que el kaffir hacía lo mismo. Cuando me desperté esta mañana, me contaron las noticias. Escucha: cuando oigas esta melodía —y silbó una familiar canción infantil que todos los jóvenes de la ciudad conocían—, sabrás que estamos contigo y te decimos que tengas cuidado. Puede que te sigan o que te busque la policía. Cuando oigas esa melodía, sería bueno que te volvieras invisible durante un rato.

Me apoyé en el respaldo de la silla, asimilando sus palabras. Así que tenía un ejército de niños guardándome las espaldas. Me sentí grande.

—No tengo palabras para agradeceros.

El muchacho separó las manos.

—No es necesario —dijo—. Nos gustaría poder hacer más. Ahora mi familia está en mayor necesidad que muchas de las otras y eso significa que no puedo dedicar mucho tiempo a...

Lo comprendí de inmediato. Volví a sacar mi fajo de billetes y saqué cien kiams. Empujé el dinero por encima de la mesa.

—Toma —dije—. Para el bienestar de tus benditos padres.

El muchacho cogió los cien kiams y los contempló maravillados.

—Eres aún más noble de lo que cuentan las historias —murmuró. Rápidamente quitó el dinero de la vista.

Bueno, yo no me sentía noble. Le di al chico unos cuantos pavos por egoísmo y cien kiams no afectaron demasiado a mi cuenta corriente.

—Toma —dije levantándome—, acaba la comida. Tengo que irme. Llevaré cuidado. ¿Cómo te llamas?

Me miró a los ojos.

—Soy Ghazi, oh caíd. Cuando oigas dos notas graves rápidas, seguidas de una larga nota aguda, eso significa que un chico le pasa la responsabilidad de vigilarte a otro. Ten cuidado, Al—Amin. En el Budayén dependemos de ti.

Le puse la mano en su largo y sucio pelo.

—No te preocupes, Ghazi. Soy demasiado egoísta para morir. Hay demasiadas cosas hermosas en este mundo de Dios que aún no he experimentado. Tengo algunas cosas importantes que me mantienen aquí.

—¿Como hacer dinero, beber, jugar a las cartas y Yasmin? —preguntó sonriente.

—Hey —dije, simulando asombro—, ¡sabes mucho de mí!

—Oh —dijo el chico frívolamente—, todo el mundo en el Budayén lo sabe.

—Fantástico —susurré.

Pasé junto al negro gordo, que había estado merodeando delante del restaurante japonés y me dirigí hacia el este por la Calle. Detrás de mí oí que alguien silbaba la canción infantil. Todo el tiempo caminé con los hombros tensos como si en cualquier momento fuera a recibir el impacto de una pistola. Sin embargo, llegué al otro extremo del barrio amurallado sin que nada me tocase. Entré en el coche y vi a mi sombra coger un taxi. No me importó si me seguía o no. Me iba a casa.

No quería encontrarme con nadie mientras subía la escalera hacia mi habitación, pero una vez más la suerte se volvió contra mí. Primero Youssef y luego Tariq se cruzaron en mi camino. Ninguno de ellos me dijo nada, pero sus expresiones eran graves y desaprobadoras. Me sentía como el inútil, borracho, alcohólico hijo que dilapida la fortuna de una gran familia. Cuando llegué a mis habitaciones, Kmuzu me esperaba en el pasillo.

—El amo de la casa está muy enfadado, yaa Sidi —dijo.

Asentí. Era lo mínimo que podía esperar.

—¿Qué le dijiste?

—Le dije que te habías levantado pronto y habías salido. Le dije al amo de la casa que no sabía dónde habías ido.

Suspiré aliviado.

—Bueno, si vuelves a hablar con Papa, dile que salí con Jacques, para ver cómo se las arreglaba con el proyecto de la base de datos.

—Eso sería mentir, yaa Sidi. Sé dónde has estado.

Me pregunté cómo lo sabía. Quizás, después de todo, el hombre negro gordo que me seguía no trabajaba para los malos.

—¿No puedes decir una pequeña mentirijilla, Kmuzu? ¿Por mí?

Me miró con dureza.

—Soy cristiano, yaa Sidi —fue todo lo que dijo.

—Gracias de todos modos —le respondí, apartándolo para abrirme paso hasta el baño.

Me di una larga ducha caliente, dejando que el chorro golpease contra mi espalda y mis hombros doloridos. Me lavé el pelo, me afeité y me cepillé la barba. Empezaba a sentirme mejor, aunque sólo había dormido unas horas. Miré en el armario un buen rato, pensando en qué ponerme para mi cita con el imán. Me sentí un poco perverso, elegí un conservador traje temo azul. Casi nunca llevaba ropa de estilo occidental y, cuando lo hacía, evitaba los trajes de temo. Tenía a Kmuzu para que me hiciera el lazo de la corbata; yo no sólo no sabía, sino que me negaba a aprender.

—¿Te preparo algo de comer, yaa Sidi? —me preguntó.

Miré el reloj.

—Gracias Kmuzu, pero apenas tengo tiempo. ¿Serías tan amable de llevarme?

—Claro, yaa Sidi.

Por alguna razón no sentía ninguna ansiedad ante la perspectiva de enfrentarme a Sadiq Abd ar—Razzaq, el imán de la mayor mezquita de la ciudad y uno de nuestros principales pensadores religiosos. Eso era bueno, porque significaba que ya no tenía necesidad de engullir ninguna tableta ni ninguna cápsula con el fin de prepararme para la reunión. Sobrio y con los cinco sentidos, acudiría a la cita con la cabeza bien alta sobre los hombros.

Kmuzu aparcó el coche en doble fila en la calle exterior al muro occidental de la mezquita, yo corrí bajo la lluvia y subí los sólidos escalones de granito. Me quité los zapatos y me abrí camino a través de los sombríos espacios y cámaras que formaban una red asimétrica bajo altos y abovedados techos. En algunas de las columnatas, maestros con túnica enseñaban lecciones religiosas a grupos de muchachos con rostros serios. En otras oraban algunas personas solas o en pequeñas congregaciones. Seguí una larga y fría columnata hacia la parte trasera de la mezquita, donde se encontraban las oficinas del imán.

Hablé primero con un secretario, que me dijo que el doctor Sadiq Abd ar—Razzaq llegaría un poco tarde esa mañana. Me invitó a sentarme en una pequeña sala de espera lateral. Una ventana daba al patio interior, pero el cristal estaba tan sucio que apenas podía ver a través de él. La sala de espera me recordó las visitas que solía hacer a Friedlander Bey, antes de que fuera a vivir a su mansión. Siempre sentía frío en los tobillos en una sala de espera muy parecida a ésta. Me pregunté si era una estratagema psicológica de los ricos y poderosos.

Después de media hora, el secretario abrió la puerta y dijo que el imán me recibiría. Me levanté, respiré hondo, me estiré la americana y seguí al secretario. Abrió una pesada, exquisitamente tallada puerta de madera y entré.

El doctor Sadiq Abd ar—Razzaq había colocado su gran escritorio en el rincón más oscuro de la habitación y se sentaba en su acolchada silla de piel; apenas podía distinguir sus rasgos. Una gran lámpara de luz verdosa iluminaba el escritorio, pero cuando tomé el asiento que me señaló, su cara se hundió otra vez en las sombras indistintas.

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