Read El beso del exilio Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (24 page)

BOOK: El beso del exilio
8.97Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Pero seguramente no lo haremos —dije.

Papa se quedó en silencio durante un segundo.

—Claro que no —dijo por fin—. Eso sería contrario a los principios del santo Profeta.

—¡Que las bendiciones de Alá y la paz sean con él! —respondí automáticamente.

Tariq dejó un cuadernillo ante mí.

—Aquí están todas las órdenes —dijo—, y el libro tiene una bolsita al dorso con una tarjeta de identificación especial, de modo que no tendrás que pagar por las llamadas.

—Gracias —dije—. Hoy estudiaré estas órdenes y mañana iré con Jacques a hablar con los propietarios de los clubs de la Calle.

—Excelente, hijo mío —dijo Papa—. Ahora, nuestra venganza; sería mejor si lo combinaras con el descubrimiento del verdadero asesino de Khalid Maxwell y de la identidad de quienes conspiraron contra nosotros. Sólo aceptaré la solución más elegante.

—¿Y si el doctor Sadiq Abd ar—Razzaq no está realmente implicado? —pregunté; me refería al imán que permitió que Hajjar y sus matones nos secuestraran.

Papa estalló en cólera.

—¡No me hables de ese hijo de camello enfermo! —gritó.

Nunca lo había visto demostrar tanta emoción. Su cara se encendió y daba puñetazos preso de la ira.

—Oh caíd...

—¡La gente del Budayén está loca de preocupación! —dijo golpeando la mesa—. Todos piensan en lo que ocurriría si nos volvieran a secuestrar y si esa vez no volviéramos. Corren horribles rumores de que hemos perdido el control, que nuestros asociados ya no gozan de protección. En los últimos días, no he hecho más que calmar y apaciguar a mis preocupados amigos. Bueno, juro por la vida de mis hijos que no seré débil, ni me desplazarán. Tengo un plan, hijo mío. Espera y verás si ese maldito imán puede separarme otra vez de la gente que me quiere. Si no está implicado, haz que lo esté.

—Sí, oh caíd —dije.

Jo. Así es como iban las cosas en torno a la mesa del desayuno. Castigos y recompensas sin reparar en lo correcto. A veces Friedlander Bey me recordaba a los veleidosos dioses griegos de las obras de Hornero, veleidosos porque a menudo molestaban a toda una nación de humanos debido a cierta ofensa imaginaria, o por aburrimiento, o por ninguna razón en especial.

Incluso cuando Papa hablaba del proyecto de la base de datos—sabia que le guiaba el odio y que no cejaría hasta que pudiera aplastar por completo a quienes conspiraban contra nosotros. EL lema de Friedlander Bey era: «El desquite es la mejor venganza». No haría otra cosa, ni perdonar en función de una superioridad moral, ni actos simbólicos cargados de ironía.

No sólo los Bani Salim exigían la justa venganza. El concepto estaba expresado claramente en el noble Corán y formaba parte del punto de vista musulmán, algo que el mundo occidental había aprendido a las malas en numerosas ocasiones. Alguien moriría —Hajjar, el caíd Mahali, el doctor Abd ar—Razzaq, el verdadero asesino de Khalid Maxwell— y parecía que me tocaba a mí elegir a quién.

Friedlander Bey frunció el ceño de concentración.

—Hay otra piedra en mi zapato —dijo por fin—. Me refiero al teniente de policía Hajjar. Por suerte es muy simple deshacerse de alguien tan irritante.

—¿Trabajó para ti hace algún tiempo? —pregunté.

Papa volvió la cabeza y simuló escupir en el suelo.

—Es un traidor. Se vende al primero que le ofrezca más dinero. No tiene honor ni lealtad. Me alegro que ahora trabaje para el caíd Reda y no para mí. No podía confiar en él cuando lo hacía. Ahora sé dónde está y sospecho que podría comprarlo de nuevo si lo desease. Quizás lo haga y cuando lo tenga podré vaciarme el zapato a mis anchas.

Estaba hablando de asesinato. Hubo un tiempo en el que podía atraerme el modo informal en que Papa hablaba de liquidar a alguien, pero ya no. Observaba la situación como lo haría un beduino y sabía que Papa tenía toda la razón. Era sólo un problema de método. Los detalles debían ser resueltos, pero eso no era lo difícil. Sólo me preocupaba que Papa hubiera hablado primero de eliminar al imán y luego al teniente Hajjar. No creí que debiéramos despoblar la ciudad llevados por nuestra justa ira.

Minutos más tarde estaba en la oficina, probando órdenes en el ordenador. Me pareció que con esa pequeña máquina podía saberlo todo sobre cualquiera de la ciudad. Mis órdenes confidenciales especiales me permitían libre acceso a la información que el ciudadano medio ni siquiera sospechaba que hubiera sido grabada. Me invadió una turbadora sensación de poder mientras hurgaba en las vidas de amigos y enemigos. Me sentía como un pirata informático y la sensación era deliciosa.

Cuando aprendí el manejo de la terminal de la base de datos, estaba en disposición de hacer una lista de todas las llamadas telefónicas del doctor Abd ar—Razzaq en los últimos dos meses, entradas y salidas. Las llamadas de entrada se identificaban sólo por sus códigos. Luego hice lo mismo con el código del teniente Hajjar de la comisaría. Descubrí que el teniente Hajjar y el imán habían hablado once veces durante esas ocho semanas. Probablemente habría otras llamadas desde otros teléfonos, pero no era necesario que las rastreara. Esa prueba nunca habría sido admitida en un tribunal de justicia.

Una media hora antes de que planease ir a almorzar, Kmuzu me anunció que tenía visitas. Eran Indihar y bin Turki, el joven Bani Salim.

—Buenos días —les dije.

—Espléndidos días, esposo —dijo Indihar—. Espero que no interrumpamos tu trabajo.

Les señalé el sofá para que se pusieran cómodos —No, en absoluto. Es un placer veros. Iba a salir a comer dentro de un momento. ¿Necesitáis algo?

—Te traigo saludos de parte de tu madre —dijo Indihar—. Se pregunta por qué sólo la has visitado una vez desde tu regreso.

Bueno, la verdad es que aún me sentía algo incómodo. Llegó a la ciudad hace unos meses, impertinente y desaliñada. Había hecho de puta la mayoría de su vida, pero la había aceptado y le había dado un conjunto de habitaciones en el ala este, y ella se esforzaba por moderar su tono y ser aceptada en casa de Friedlander Bey. Hablamos mucho y al final nos reconciliamos, pero aún me intimidaba. Sabía que era mi problema, no el suyo, e intentaba superar mis sentimientos. Aun no las tenía todas conmigo, a pesar de las buenas obras que mi madre estaba haciendo en la ciudad, utilizando mi dinero para fundar y dirigir comidas benéficas y refugios. Su comportamiento era verdaderamente encomiable, pero no lograba borrar de mi memoria la conmoción que me produjo verla al cabo de los años.

—Dile a Umm Marîd que he estado muy ocupado intentando ponerme al día de lo sucedido mientras estaba fuera. Dile que iré a verla muy pronto. Transmítele mi amor y pídele perdón por mi descuido.

—Sí, esposo —dijo Indihar.

No creo que le convenciera mi respuesta, pero no dijo nada más.

Bin Turki se aclaró la garganta y dijo:

—Debo estarte agradecido por muchas cosas, oh caíd. Cada nuevo día me depara maravilla tras maravilla. Veo cosas que mis hermanos no creerían aunque se las contara. Sin embargo deseo ser libre para explorar vuestro mundo como me plazca. No tengo dinero y por eso no tengo libertad. Nosotros, los Bani Salim, no estamos acostumbrados al cautiverio, aunque sea en estas condiciones tan agradables.

Me mordí el labio, pensativo.

—¿De verdad te consideras preparado para salir de estos muros? ¿Has aprendido ya a protegerte contra los lobos con piel de cordero de la ciudad?

El joven se encogió de hombros.

—Quizás no sepa cómo solucionar un problema, pero reclamo el derecho a aprender por mí mismo.

Entonces tuve una súbita inspiración.

—Necesitarás dinero, como tú bien has dicho. ¿Te gustaría hacer algún trabajo para mí, por lo que te compensaré con un moderado salario semanal?

Los ojos de bin Turki se abrieron aún más.

—Sí, oh caíd —dijo con voz temblorosa—. Te agradezco la oportunidad.

—Aún no sabes lo que quiero —dije severamente—. ¿Recuerdas la historia de nuestro secuestro y traslado al Rub al—Khali?

—Sí, oh caíd.

—¿Recuerdas que te hablé de la innecesaria crueldad del sargento de la ciudad de Najran? ¿Cómo golpeó al viejo caíd sin motivo?

—Sí, oh caíd.

Abrí el cajón de mi escritorio, saqué el billete suborbital y lo empujé sobre el escritorio.

—Aquí tienes —dije—. Su nombre es sargento al—Bishah. Puedes salir mañana por la mañana.

Eso era todo.

Indihar se llevó la mano a la boca.

—¡Marîd! —exclamó.

Había adivinado a qué tipo de misión enviaba al joven y estaba horrorizada.

Bin Turki dudó un momento, luego aceptó el billete.

—Bien —dije—. Cuando regreses tendrás cinco mil kiams esperándote y una asignación semanal de doscientos kiams. Con eso podrás alquilar una casa o un apartamento y llevar la vida que desees, pero siempre tendrás la gratitud de Friedlander Bey y la mía.

—Eso vale más que cualquier cantidad de dinero —murmuró bin Turki.

—Indihar —dije—, ¿te importa amparar a nuestro joven amigo? ¿Ayudarle a encontrar un lugar donde vivir y aconsejarle que se cuide y ahorre su dinero?

—Me gustaría, esposo —dijo.

Su expresión era preocupada. Aún no había visto mi nuevo yo.

—Gracias a ambos —dije—. Ahora, tengo trabajo que hacer.

—Que tengas buen día, esposo —dijo Indihar levantándose.

—Sí, gracias, oh caíd —dijo bin Turki.

Yo simulé estar absorto en unos papeles y ellos se marcharon en silencio. Estaba temblando como un corderillo recién nacido. Yo tampoco había visto a mi nuevo yo.

Aguardé cinco minutos, diez. Estaba esperando a que mi sentido de la indignación moral se hiciera oír, pero no sucedió. Una parte de mi mente se sentó al lado, juzgándome, y lo que descubrió era perturbador. Presumiblemente no tenía ningún escrúpulo moral en encargar a la gente turbios trabajos. Intenté estimularme cierto sentimiento de tristeza, pero fue imposible. No sentía nada. No era nada de lo que estar orgulloso y decidí que era algo que no podía contárselo a nadie. Al igual que Friedlander Bey, había aprendido a vivir con lo que debía hacer.

Salí del ordenador y cuando la pantalla del monitor se oscureció, empecé a hacer planes para comer. Desde mi regreso había visto a Jacques, pero no había visto ni a Mahmoud ni a Saied. Sabía que seguramente estarían sentados en el patio del Café Solace, jugando a cartas y cotilleando. De repente me pareció que eso era lo que necesitaba. Llamé a Kmuzu y le dije que deseaba que me llevara al Budayén. Asintió sin decir palabra y fue a buscar el sedán westfaliano.

Aparcó en el Boulevard il—Jameel y atravesamos la puerta este. La calle estaba llena de turistas diurnos que pronto se arrepentirían de ignorar el consejo del director del hotel de que evitaran el barrio amurallado. Si no se iban pronto, les mangarían hasta el último kiam de sus bolsillos y bolsos.

Kmuzu y yo caminamos hacia el Solace y, tal como esperaba, mis tres amigos estaban sentados a una mesa cerca de la verja de hierro del patio. Crucé la pequeña puerta y me reuní con ellos.

—Hola, Marîd —dijo Jacques con voz apagada—. Hola Kmuzu.

—¿Cómo estás, Marîd? —dijo Mahmoud.

—Me preguntaba qué te había sucedido —dijo Saied el Medio Hajj.

En una ocasión había sido mi mejor amigo, pero me traicionó con el caíd Reda Abu Adil y desde entonces algo había cambiado.

—Estoy bien —dije—. Supongo que ya habéis oído la historia.

—Sí, la hemos oído —dijo Mahmoud—, pero no de tus labios. Fuisteis secuestrados, ¿no? ¿Del palacio del emir? Creí que Papa era más competente que eso.

—Papa es bastante astuto —dijo Medio Hajj—, sólo que el caíd Reda lo es más de lo que nos creemos.

—Debo admitir que eso es cierto —dije.

—Kmuzu, siéntate —dijo Jacques—. No tienes por qué jugar al esclavo con nosotros. Nos gustas. Tómate algo.

—Gracias —dijo Kmuzu en una voz tediosa—. Prefiero seguir de pie.

—Insistimos —gruñó Mahmoud—. Nos pones nerviosos.

Kmuzu asintió, cogió una silla de otra mesa y se sentó detrás de mí.

El viejo Ibrahim acudió a tomarme la nota y pedí un plato de hurnmus y pan, con ginebra y bingara para bajarlo todo.

—Puajj —dijo Mahmoud.

Ya iba a responder cuando me interrumpió un hombre que había cruzado el enrejado de hierro.

—Caíd Marîd —dijo con emoción—, ¿me recuerda?

Le miré un momento; aunque sabía que lo había visto antes no podía precisar dónde.

—Lo siento —dije.

—Me llamo Nikos Kouklis. Hace unos meses me prestaste dinero para abrir mi tienda de gyrosouvlaki en la calle Novena. Desde entonces me ha ido mejor de lo que soñaba. Mi tienda es un éxito, mi mujer es feliz, mis hijos están bien alimentados y vestidos. Es un placer devolverte tu inversión y mi esposa ha hecho un pan de baklava para ti. Por favor, acéptalo junto con mi eterna gratitud.

Me cogió por sorpresa. Había prestado dinero a un montón de gente de aquí y allí, pero era la primera vez que alguien se molestaba en devolvérmelo. De hecho, me sentí algo incómodo.

—Quédate ese dinero —dije—. Ahórralo para tu mujer y tus hijos.

—Lo siento, oh caíd —dijo Kouklis—, pero insisto en devolvértelo.

Me hice cargo del orgullo del hombre y cogí el dinero con una cortés inclinación. También acepté el plato de baklava.

—¡Que siga tu éxito! —dije—. ¡Que tu fortuna aumente!

—Todo te lo debo a ti —dijo el propietario del restaurante griego—. Siempre estaré en deuda contigo.

—Quizás algún día puedas pagármela.

—Lo que quieras —dijo Kouklis—. Cuando quieras.

Se inclinó ante los cuatro y se marchó.

—Oh, señor Pezgordo —dijo Mahmoud, burlón.

—Sí, es cierto. ¿Qué habéis hecho vosotros por nadie?

—Bueno... —empezó Mahmoud.

Le atajé. Conocía a Mahmoud desde que era una niña de caderas estrechas llamada Misty, que trabajaba para Jo—Mama. Sabía que no podía confiar en él en la medida en que no podía derribarlo. Ahora, con los kilos que se había echado después de su cambio de sexo, eso significaba unos cuarenta y cinco centímetros.

Me volví hacia Jacques y dije:

—¿Aún estás dispuesto a ayudarnos?

—Claro.

Jacques parecía un poco asustado. Como la mayoría de la gente del Budayén, prefería aceptar la protección de la casa de Friedlander Bey, pero se asustaba cuando le llegaba la hora de devolver esa generosidad.

BOOK: El beso del exilio
8.97Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Michael's father by Schulze, Dallas
Entwine by Rebecca Berto
Crossing Paths by Stinnett, Melanie
Florida Knight by Bancroft, Blair
Cuckoo by Wendy Perriam
Speechless (Pier 70 #3) by Nicole Edwards
Hoy caviar, mañana sardinas by Carmen Posadas y Gervasio Posadas