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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (21 page)

BOOK: El beso del exilio
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Abrí la puerta y nos saludaron efusivamente.

—¡Bienvenidos a casa! Ni por un instante creímos esa historia de que ambos habíais muerto en un remoto desierto.

Tariq entró un par de maletas llenas al salón.

—As—salaam alaykum, yaa Shaykh —me dijo.

Se volvió hacia Papa y le dijo lo mismo.

—Alaykum as—salaam —dijo Friedlander Bey—. Dime todo lo que debamos saber.

Habían llevado los negocios al día. Yo no tenía ni idea de la mayoría de asuntos que trataron con Papa, pero dos situaciones me concernían. La primera era el intento de Capadocia de independizarse de Anatolia. Me había entrevistado con los representantes capadocios ¿hacía cuánto? Parecía muchos meses, pero sólo habían transcurrido unas semanas.

Youssef dijo:

—Decidimos que los capadocios tenían muchas probabilidades de derrocar al gobierno anatolio de su provincia. Con nuestra ayuda no fallarían. Y no nos costaría mucho, por así decirlo, mantenerlos en el poder lo bastante.

¿Lo bastante? ¿Lo bastante para qué?, me pregunté. Aún tenía mucho que aprender.

Tras comentar todos los temas geopolíticos, pregunté:

—¿Qué hay sobre el proyecto de la base de datos?

—Parece que está paralizado, caíd Marîd —dijo Tariq.

—Desparalízalo —dijo Papa.

—Necesitamos a alguien que no sea de nuestra casa para aceptar un cargo ejecutivo —dijo Tariq—. Por supuesto, el cargo ejecutivo no tendrá ni verdadero poder ni influencia, eso seguirá en casa, pero necesitamos un, ah, un...

—Hombre de paja —dije.

Tariq parpadeó.

—Sí —dijo—, precisamente.

—Ya le has dado vueltas a eso, ¿no, hijo mío? —preguntó Papa.

Asentí.

—Estoy pensando en alguien para ese cargo, sí.

—Muy bien —dijo Friedlander Bey, levantándose—. Todo parece estar en orden. No esperaba menos. Sin embargo, seréis recompensados.

Youssef y Tariq se inclinaron y dieron las gracias. Papa colocó la mano izquierda en la cabeza de Tariq y la derecha en la de Youssef. Parecía un santo bendiciendo a sus seguidores.

—Oh caíd —dije—, ¿no hay nada más?

—¿Humm? —dijo mirándome.

—Sobre el caíd Mahali —dije.

—Ah sí, oh excelente. Gracias por recordármelo. Youssef, quiero que consigas una cita para mí y mi nieto con el emir. Dile que sabemos que somos fugitivos, pero también recuérdale que nos negaron nuestros derechos legales a apelar el veredicto de nuestro amañado juicio. Creemos que podemos convencerle de que somos inocentes y sólo pedimos una oportunidad para apelar nuestro caso.

—Sí —dijo Youssef—, ya comprendo. Será como desees.

—Más bien como Alá desee —respondió Papa.

—Como Alá desee —murmuró Youssef.

—¿Llegó sano y salvo el muchacho? —pregunté.

—¿Bin Turki? —dijo Tariq—. Sí, lo instalamos en unas habitaciones vacías. Se asombra de todo cuanto ve. Se ha hecho muy amigo de Umm Jirji, tu esposa.

Torcí la boca.

—Maravilloso —dije.

—Una cosa más —dijo Friedlander Bey, el gobernador de media ciudad—. Quiero un billete de ida y vuelta a la ciudad de Najran, en el reino de Asir.

A decir verdad, eso me hizo hervir la sangre.

10

Parecía como si hubiera transcurrido un año desde la primera vez que visité el palacio del príncipe. En realidad, no habían pasado más que unas semanas. Sin embargo, algo había cambiado en ese tiempo. Sentía que mi discernimiento era más claro y que me había librado de mis objeciones mentales para pasar a la acción. Estaba por ver si eso sería una ayuda o un obstáculo para mi futuro en la ciudad.

La finca del emir era aún más hermosa a la luz del día que la noche de mi recepción nupcial. El aire era límpido y la brisa fresca y agradable. El borboteo líquido de las fuentes me relajaba mientras caminaba entre los jardines del caíd Mahali. Cuando llegamos a la casa un criado abrió la puerta.

—Tenemos una cita con el emir —dijo Friedlander Bey.

El criado nos estudió minuciosamente, decidió que no éramos ni locos ni asesinos y asintió. Le seguimos por una larga galería que rodeaba un patio interior. Abrió la puerta de una pequeña sala de audiencias, entramos, tomamos asiento y esperamos a que llegara el caíd. Me sentí muy incómodo, como si me hubieran pescado copiando en un examen y estuviera esperando a que llegara el director y me castigara. Pero no me habían pescado copiando; el cargo era asesinar a un oficial de policía. Y la pena no era de unos cuantos azotes, era de muerte.

Decidí que Papa llevara la defensa. Tenía un siglo y medio más de práctica en el claque verbal que yo.

Nos sentamos en un silencio nervioso durante un cuarto de hora. Entonces, con más ruido que ceremonia, entraron el caíd Mahali y otros tres hombres. El caíd estaba muy guapo en su gallebeya y su keffiya blancas y dos de sus asistentes llevaban ternos de estilo europeo de color gris oscuro. El tercer hombre llevaba las túnicas y el turbante negro de un estudioso del noble Corán; sin duda se trataba del visir del caíd Mahali.

El príncipe tomó asiento en una silla hermosamente tallada y se dirigió a nosotros.

—¿Cuál es el problema? —preguntó con calma.

—Oh príncipe —dijo Friedlander Bey, dando un paso al frente—, hemos sido injustamente acusados de asesinar a un oficial de policía, Khalid Maxwell. Luego sin ser sometidos a un juicio público, sin ni siquiera concedernos la oportunidad de replicar a nuestros acusadores y presentar una defensa, hemos sido raptados, en vuestra misma casa, alteza, después de la recepción nupcial que ofreciste a mi nieto. Nos obligaron a subir a una nave suborbital y nos informaron de que ya habíamos sido juzgados. Cuando aterrizamos en Najran, nos llevaron a bordo de un helicóptero y nos lanzaron desde allí al desierto Arábigo, a la parte más meridional y terrible conocida como Rub al—Khali. Hemos tenido la suerte de sobrevivir, y gracias al valor y al sacrificio de mi querido nieto nos mantuvimos con vida hasta que nos rescató una tribu nómada de beduinos, que las bendiciones de Alá sean con ellos. Acabamos de regresar a la ciudad. Suplicamos que estudiéis este asunto porque nos creemos en el derecho de pedir una apelación y una oportunidad para limpiar nuestros nombres.

El emir consultó en voz baja con su consejero. Se volvió hacia nosotros.

—No sabía nada de esto —dijo simplemente.

—Ni yo tampoco —dijo el visir—, y vuestro archivo debería haber pasado por mi despacho antes del juicio. En cualquier caso, ese veredicto y esa sentencia no son legales sin la aprobación del caíd Mahali.

Friedlander Bey dio un paso atrás y le entregó al visir una copia de los cargos y el veredicto que el juez nos había dado.

—Esto es todo lo que nos permitieron ver. Lleva las firmas del juez y del doctor Sadiq Abd ar—Razzaq.

El visir estudió el papel unos momentos, luego se lo pasó al príncipe. El príncipe lo miró y dijo:

—Este certificado no lleva mi firma ni la de mi visir. No es un proceso válido. Tendréis vuestra apelación dentro de un mes. En ese tiempo me reuniré con el teniente Hajjar, el doctor Abd ar—Razzaq y ese juez, que me resulta desconocido. Mientras tanto, investigaré por qué ese asunto ha pasado de unos a otros sin mi conocimiento.

—Agradecemos tu generosidad, oh príncipe —dijo Friedlander Bey humildemente.

El emir hizo un gesto con la mano.

—No es necesario que me lo agradezcas, amigo. Sólo cumplo con mi deber. Ahora dime: ¿alguno de vosotros ha tenido algo que ver con la muerte de ese oficial de policía?

Friedlander Bey se acercó a mí y miró al príncipe a los ojos.

—Juro por mi vida y por la del profeta, que las bendiciones de Alá y la paz sean con él, que no hemos tenido nada que ver con la muerte del oficial Maxwell. Ninguno de los dos conocíamos al hombre.

El caíd Mahali se frotó la barba pulcramente recortada.

—Ya veremos. Ahora regresad a vuestra casa porque vuestro mes de gracia empieza ahora mismo.

Nos inclinamos y salimos de la salita de audiencias. Una vez fuera respiré hondo.

—¡Ahora podemos ir a casa! —dije.

Papa parecía muy contento.

—Sí, hijo mío —dijo—. Y contra nuestros medios y un mes de tiempo para prepararnos, Hajjar y el imán no tienen ninguna opción de triunfo.

No sabía exactamente lo que se traía entre manos, pero yo intentaría volver a mi existencia normal en cuanto me fuera posible. Estaba hambriento de vida tranquila, pequeños problemas familiares y ninguna amenaza mayor que un ratón en la habitación de las señoras en mi club nocturno. Sin embargo, como un gran poeta franchute del oscuro y turbio pasado escribió: «Los planes más minuciosos de hombres y ratones suelen ir a parar al infierno».

Eso ocurriría a su debido tiempo, lo sabía por instinto. Siempre sucede así. Por eso evité hacer planes de ningún tipo. Podía esperar que Alá en su infinita benevolencia hiciera coincidir sus intenciones con las mías.

Pero a veces, el Señor de los Mundos tarda algunos días en llegar a ti. Mientras tanto me limité a relajarme en el local de Chiri, tranquilamente sentado en mi lugar habitual en la curva de la barra. Unos cuatro o cinco días más tarde, poco después de la media noche, observaba a Chiriga, mi socia y camarera de noche, sacarle una pobre propina a un cliente. Le lanzó una aterradora mirada con sus dientes afilados y volvió a mi lado en la barra.

—Mezquino bastardo —dijo, guardando el dinero en un bolsillo de sus ceñidos téjanos.

Permanecí en silencio durante un rato. Estaba de un humor melancólico. Las tres de la mañana y un montón de bebidas siempre me lo producen.

—Sabes —dije por fin, mirando a Yasmin en el escenario—, cuando era un niño e imaginaba cómo sería cuando fuera mayor, nunca lo imaginaba así. No era en absoluto así.

La hermosa cara negra de Chiri se relajó en una de sus extrañas sonrisas.

—Ni yo tampoco. Nunca pensé que terminaría en esta ciudad. Y cuando lo hice, no planeaba plantarme en el Budayén. Aspiraba a un barrio de clase alta.

—Pero aquí estamos.

El rostro de Chiriga sonrió.

—Aquí estoy, Marîd, seguramente para siempre. Tú tienes grandes perspectivas.

Cogió mi vaso vacío, echó unos cubitos de hielo y me preparó otra Muerte Blanca. Así es como Chiri había bautizado a mi bebida favorita, ginebra y bingara con un chorrito de jugo de lima. No necesitaba otra copa, pero la quería.

Puso ante mí un viejo y gastado posavasos de corcho, luego se dio media vuelta hacia la entrada del club. Había entrado un cliente y se había sentado cerca de la puerta. Chiri se encogió de hombros delante de él y señaló hacia mí. El cliente se levantó y se movió despacio por el exiguo pasillo que quedaba entre la barra y los cubículos. Cuando se acercó más vi que se trataba de Jacques.

Jacques estaba muy orgulloso de ser un cristiano en una ciudad musulmana y se vanagloriaba de tener tres cuartos de europeo en una ciudad donde la mayoría de la gente era árabe. Eso convertía a Jacques en un estúpido y también en un blanco perfecto. Es uno de mis tres viejos colegas: Saied Medio Hajj es mi amigo, no soporto a Mahmoud y Jacques está en el medio. No daría ni un fíq falso por lo que dice o hace, ni creo que nadie lo diera.

—¿Qué tal estás, Marîd? —dijo, sentándose a mi lado—. Nos has tenido muy preocupados durante unas semanas.

—Muy bien, Jacques —dije—. ¿Quieres beber algo?

Yasmin acababa de bailar su tercera canción y estaba cogiendo su ropa y saliendo apresuradamente del escenario, para recoger las propinas de los pocos clientes morosos que aún le quedaban.

Jacques frunció el ceño.

—Esta noche no llevo mucho dinero encima. Por eso quería hablar contigo.

—Aja —dije.

En los meses que llevaba como propietario del club había oído de todo. Indiqué a Chiri que le pusiera una cerveza a mi viejo amigo. Jacques.

La vimos llenar un vaso largo y traerlo a la barra. Lo puso frente a Jacques pero no le dijo nada. Chiri no lo soporta. Jacques es el tipo de tío que si su casa se estuviera quemando por la noche, la mayoría de la gente del Budayén le escribiría una postal y la echaría al correo para advertirle.

Yasmin se acercó hasta nosotros, vestida con una corta falda de cuero y un sujetador negro de encaje.

—Me das una propina por mi baile, Jacques —dijo ella con una dulce sonrisa.

Creo que es la bailarina más sexy de la Calle, pero como Jacques es estrictamente heterosexual y Yasmin no había nacido del todo mujer, me parecía que no tendría demasiada suerte con él.

—No tengo mucho dinero... —empezó.

—Dale una propina —le dije con voz fría.

Jacques me miró con recelo, pero escarbó en su bolsillo y sacó un billete de un kiam.

—Gracias —dijo Yasmin, trasladándose hasta el siguiente cliente solitario.

—¿Vas a seguir ignorándome, Yasmin? —dije.

—¿Cómo está tu esposa, Marîd? —dijo sin volverse.

—Sí —dijo Jacques, burlón—, ¿ya habéis acabado la luna de miel? ¿Te cuelgas aquí toda la noche?

—Soy el dueño de este lugar, sabes.

Jacques se encogió de hombros.

—Sí, pero Chiri lo puede dirigir muy bien sin ti. Solía hacerlo, si mal no recuerdo.

Exprimí la rodajita de limón de mi bebida y di un trago.

—¿Así que te has dejado caer tarde por aquí para sacarme una cerveza gratis o qué?

Jacques me devolvió una débil sonrisa.

—Hay algo que quiero pedirte —me dijo.

—Me lo imagino.

Hice un gesto con mi vaso vacío a Chiri. Ella se limitó a levantar las cejas. Chiri opinaba que últimamente estaba bebiendo demasiado y ésa era su forma de hacérmelo saber.

No tenía humor para su desaprobación. Chiri solía ser una persona tolerante, pensaba que toda persona tenía derecho a su propia flagrante estupidez. Le hice un gesto más cortante y por fin asintió y mezcló otra Muerte Blanca en un vaso limpio. Desfiló hasta el extremo de la barra, lo depositó bruscamente ante mí y volvió a marcharse sin pronunciar palabra. No entendía de qué se preocupaba.

Jacques bebió lentamente su cerveza, luego puso su vaso en el mismo centro del posavasos.

—Marîd —dijo, con los ojos puestos en un precioso transexual llamado Lily que hacía cansinamente su número en el escenario—, ¿te desviarías de tu camino para ayudar a Fuad?

¿Qué podría contaros sobre Fuad? Su apodo en la calle era il—Manhous, que significa «el permanentemente jodido» o algo por el estilo. Fuad era un tipo flacucho, huesudo, con una gran mata de pelo que lucía a modo de tupé grasiento. Cuando era pequeño sufrió alguna enfermedad degenerativa, porque tenía los brazos tan delgados y frágiles como ramitas secas, con anchas e hinchadas junturas. Era un buen tipo, supongo, pero siempre mostraba su característico aspecto de cachorro desvalido. Estaba tan desesperado por gustar y tan ansioso por agradar que a veces resultaba insoportable. Algunas de las bailarinas de los clubes lo explotaban, lo enviaban a buscar comida y a hacer recados, lo cual ni se lo pagaban ni se lo agradecían. Si me paraba a pensar en él —lo cual no hacía muy a menudo—, tendía a sentir un poco de lástima por el pobre tipo.

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