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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (19 page)

BOOK: El beso del exilio
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Tuvimos un agradable y suave aterrizaje en Damasco y luego miramos por las ventanillas durante quince minutos mientras la lanzadera suborbital se sometía a las ordenanzas aprobadas por la IAA. Papa y yo sólo llevábamos tres bolsas pequeñas y las trasladamos desde la pista de aterrizaje a la terminal. No tardamos en adivinar dónde debíamos coger la nave suborbital que nos llevaría a casa.

Me acerqué a la pequeña tienda de souvenirs, con la intención de comprar algo para mí y quizás algo para Indihar y algo para Chiri. Me molestó descubrir que casi todos los souvenirs tenían una etiqueta de «Hecho en la Reserva Occidental» o «Hecho en el Panamá Ocupado». Me contenté con unas cuantas postales holo.

Empecé a escribir una a Indihar, pero me detuve. Sin duda los teléfonos del palacio de Papa estaban intervenidos y el correo sin duda era revisado por ojos hostiles. Podía descubrirnos al enviar una postal holo anunciando nuestro regreso triunfante.

Sin duda hacía semanas que Indihar y todos mis amigos se habían resignado a mi trágico fallecimiento. ¿Qué encontraríamos al regresar a la ciudad? Creía saber lo que la gente sentía hacia mí. Seguramente Youssef y Tariq mantendrían las propiedades de Friedlander Bey, pero Kmuzu habría considerado mi muerte como su liberación y se habría ido haría ya tiempo.

Al subir a bordo de la segunda nave suborbital sentí un escalofrío. Saber que la Nasrullah nos devolvería a la ciudad me hacía estremecer de expectación. En menos de una hora estaríamos de regreso. Las incómodas alianzas y conspiraciones que habían intentado asesinarnos serían barridas, quizás eliminadas, en cuanto nos pusiéramos manos a la obra. Ansiaba la venganza. Lo había aprendido de los Bani Salim.

Resultó ser el más breve de los largos vuelos que he tomado nunca. Apretaba la nariz contra la ventanilla, como si al concentrarme con todas mis fuerzas, pudiera ayudar a pilotar la Nasrullah y conferirle una aceleración suplementaria. Me parecía que acabábamos de pasar por Max Q cuando el ayudante de vuelo se nos acercó y nos dijo que nos abrochásemos los cinturones para aterrizar. Me preguntaba si, por ejemplo, nos precipitáramos contra la tierra e hiciéramos un cráter de varios metros de hondo, el cinturón de seguridad nos protegería lo suficiente como para salir indemnes de entre la bola de fuego.

Ninguno de los tres pasamos mucho tiempo en la terminal, porque Friedlander Bey era muy famoso como para permanecer allí mucho tiempo sin ser reconocido, y entonces Abu Adil se enteraría y... de nuevo a la Ciudad de las Dunas. O quizás un tiro en cuatro lóbulos cerebrales.

—¿Y ahora qué? —pregunté a Papa.

—Caminemos un rato —dijo.

Le seguí fuera de la terminal hasta una parada de taxis. Bin Turki, impaciente por ser útil, llevó el equipaje.

Papa iba a tomar el primer taxi de la fila, pero yo le detuve.

—Estos taxistas tienen muy buena memoria —dije—. Y probablemente son sobornables. Conozco un taxista que se adapta perfectamente a nuestras necesidades.

—Ah —dijo el viejo—, ¿tienes algo contra él, algo que no desea que se haga público?

—Mejor que eso, oh caíd. Es físicamente incapaz de recordar nada de una hora para otra.

—No comprendo. ¿Padece alguna lesión cerebral?

—Podíamos llamarlo así.

Entonces le hablé de Bill, el americano loco. Bill había llegado a la ciudad poco antes que yo. Detestaba los moddies corporales cosméticos, las apariencias no significaban nada para Bill. Ni tampoco las operaciones de cerebro. En cambio hizo algo realmente loco: pagó a uno de los médicos buscavidas de la Calle para que le extirpara uno de los pulmones y lo sustituyera por un saco que vertía una constante y calibrada dosis de RPM en su riego sanguíneo.

El RPM es a cualquier otro alucinógeno lo que una cucharada de sacarina es a un simple grano de azúcar. Me arrepentía profundamente de las veces que lo había probado. Su nombre técnico es ribopropilmetionina, pero aquellos días había oído a la gente de la calle llamarlo «infierno». La primera vez que lo probé, mi reacción fue tan horrible que tuve que volver a tomarlo porque no creía que nada pudiera ser tan malo. Era un insulto a mi imagen de Conquistador de Todas las Sustancias.

No hay suficiente dinero en el mundo como para obligarme a probarlo de nuevo.

Y ése era el producto que Bill se vertía en las arterias día y noche. Huelga decir que Bill está completa y permanentemente colocado. No parece tanto un taxista como un astrólogo poseso, capaz de seducir a toda una familia real y terminar sus días asesinado en un río helado a medianoche.

Viajar con Bill era una experiencia de lunáticos, porque siempre intentaba esquivar en la carretera objetos que sólo él podía ver. Y estaba convencido de que los demonios —los afrit— se sentaban junto a él delante, distrayéndolo, tentándolo y molestándolo tanto que debía emplear toda su capacidad de concentración para no morir en un brutal choque en la autopista. Bill y sus comentarios me parecían fascinantes. Para mí era un modelo de lo que no debía ser. Me decía a mí mismo: «Puedes acabar como él si no dejas de tragar pastillas todo el día».

—¿Y a pesar de ello recomiendas a ese taxista? —dijo Friedlander Bey dubitativo.

—Sí —respondí—, porque toda la concentración de Bill pasaría por el ojo de una aguja y todavía cabría espacio para una pirámide de pulgas de cinco pisos. No tiene cerebro. Al día siguiente no se acordará de nosotros. Cuando bajemos del taxi ni siquiera nos recordará. A veces se larga pitando antes incluso de que le pagues.

Papa se mesó la barba blanca que necesitaba urgentemente un afeitado.

—Ya veo. De modo que en realidad no es sobornable, no porque sea honesto, sino porque no lo recordaría.

Yo asentí. Ya estaba buscando un teléfono público. Fui hasta uno, introduje unas monedas y dije el código de Bill al aparato. Sonó quince veces, pero al fin Bill respondió. Estaba sentado en su sitio de costumbre, justo al lado de la puerta este del Budayén, en el Boulevard il—Jameel. A Bill le costó un par de minutos acordarse de mí, a pesar de que nos conocíamos desde hacía años. Dijo que vendría al aeropuerto a recogernos.

—Ahora —dijo Friedlander Bey—, debemos decidir minuciosamente nuestro destino.

Me mordí una uña mientras pensaba.

—El local de Chiri debe estar vigilado.

Chiri era un club nocturno de la Calle. Papa había obligado a Chiriga a vendérselo a él y él me lo había regalado. Chiri había sido una de mis mejores amigas, pero después de la compra apenas hablaba conmigo. La convencí de que había sido idea de Papa y luego le vendí la mitad del club y volvimos a ser colegas.

—No nos aventuraremos a contactar con ninguno de nuestros amigos —dijo—. Quizás tenga la solución —fue hacia el teléfono y habló tranquilamente durante un instante. Cuando colgó me sonrió brevemente y dijo: —Creo que tengo la solución. Ferrari tiene un par de habitaciones libres encima de su club nocturno y le he dicho que necesitamos ayuda esta noche. También le he recordado unos cuantos favores que le he hecho en el curso de los años.

—¿Ferrari? —dije—, ¿El Loro Azul? Nunca he estado. Es demasiado elegante para mí.

El Loro Azul era uno de esos clubs de alta alcurnia, vestidos elegantes, que sirven champaña, con una pequeña banda latina. Signor Ferrari se pasea entre las mesas murmurando galanterías, mientras los ventiladores del techo giran perezosos por encima de las cabezas. No se ve ni un sólo seno descubierto. Ese lugar me daba grima.

—Tanto mejor. Tu amigo taxista nos llevará hasta la puerta trasera del local de Ferrari. La puerta estará abierta. Nos acomodaremos en las habitaciones de arriba y nuestro anfitrión se reunirá con nosotros cuando cierre el club a las dos de la madrugada, inshallah. En cuanto al joven bin Turki, creo que estará sano y salvo si lo enviamos a nuestra casa. Escribe una breve nota en una de esas postales holo y fírmala sin utilizar tu nombre. Eso será suficiente para Youssef y Tariq.

Comprendí lo que deseaba. Escribí un rápido mensaje en el dorso de una de esas postales holo de Damasco: «Youssef y Tariq: éste es nuestro amigo bin Turki. Tratadlo bien hasta nuestro regreso. Hasta pronto (firmado) El magrebí». Le di la postal a bin Turki.

—Gracias, oh caíd —dijo. Aún temblaba de excitación—. Ya has hecho más de lo que nunca podré hacer por ti.

Me encogí de hombros.

—No te preocupes por devolverme nada, amigo mío. Encontraremos el modo de ponerte a trabajar. —Y añadí, dirigiéndome a Friedlander Bey—: Confío en tu buen juicio sobre Ferrari, oh caíd, porque personalmente no conozco su honestidad.

Eso provocó otra sonrisa en los labios de Papa.

—¿Honestidad? Yo no confío en los hombres honestos. Siempre hay una primera vez para la traición, como ya has aprendido. En cambio, Signor Ferrari es un cobarde y eso es algo en lo que puedo confiar. En cuanto a su honestidad, no es más honesto que cualquier otro hombre del Budayén.

Eso no significaba ser muy honesto. Pero Papa tenía razón. Pensé en como pasaría el tiempo en las habitaciones de Ferrari y mi agenda empezó a tornar forma. Antes de que pudiera hablarlo con Friedlander Bey, llegó Bill.

Bill atisbo fuera de su taxi con ojos de loco que casi parecían chisporrotear.

—¿Sí?—dijo.

Papa murmuró:

—En nombre de Alá, el clemente, el misericordioso.

—En el nombre de Christy Mathewson, el muerto, el enterrado —gruñó Bill como respuesta.

Miré a Papa.

—¿Quién es Christy Mathewson? —pregunté.

Friedlander Bey se encogió de hombros. Yo era curioso, pero sabía que era un error entablar una conversación con Bill. Podía estallar en ira y largarse o empezar a hablar sin cesar y no llegaríamos al Loro Azul antes del alba.

—¿Sí? —dijo Bill con voz amedrentadora.

—Entremos en el taxi —dijo Friedlander Bey con serenidad—. Al Loro Azul en el Budayén. Vaya a la puerta trasera.

—¿Sí? —dijo Bill—. La Calle no está abierta al tráfico rodado, que es lo que nosotros somos, o pronto seremos, en cuanto empecemos a movernos. En realidad, todos empezaremos a movemos, porque somos...

—No te preocupes por las ordenanzas de la ciudad —dijo Papa—. Te doy permiso.

—¿Sí? ¿Aunque transportemos demonios ígneos?

—No te preocupes por eso, tampoco —dije antes de añadir, de mi propia cosecha—: Tenemos un pase especial.

—¿Sí? —musitó Bill.

—Basmala —rezó Papa.

Bill pisó el acelerador y salimos disparados del terreno del aeropuerto, zumbando, corriendo vertiginosamente y derrapando en las esquinas. Bill siempre aceleraba cuando llegaba a una curva, como si no pudiese esperar a ver lo que había al doblar la esquina. Algún día habrá un gran furgón de reparto. Maldita sea.

—/Yaa Allah! —gritó bin Turki horrorizado—. ¡Yaa Allah!

Sus gritos se extinguían en un constante gemido de terror durante todo el trayecto.

En realidad fue un viaje sin sorpresas, al menos para mí. Yo estaba acostumbrado al modo de conducir de Bill. Papa se hundió en el asiento, cerró los ojos y repetía «basmala», «basmala» sin cesar. Bill estaba sumido en un monólogo absurdo sobre cómo los jugadores de béisbol se quejaban de las bolas arrastradas, deberíais golpear alguna vez a un afrit, veríais lo duro que es intentar conectar con una bola de fuego, incluso si lo haces, no sale del campo, se limita a quebrarse en una lluvia de chispas rojas y amarillas, intentadlo alguna vez, quizás la gente comprendería... y cosas por el estilo.

Viramos por el hermoso Boulevard il—Jameel y pasamos por la puerta este del Budayén. Incluso Bill se dio cuenta de que el tráfico de peatones en la Calle era demasiado denso para su habitual temeridad y así nos abrimos paso despacio hacia el Loro Azul, luego dimos la vuelta a la manzana hasta la entrada trasera. Cuando Papa y yo salimos del taxi, Friedlander Bey pagó la carrera y dio a Bill una moderada propina.

Bill hizo un gesto con el brazo quemado por el sol.

—Me alegré de veros —dijo.

—Vale Bill —dije yo—. ¿Quién es Christy Mathewson?

—Uno de los mejores jugadores en la historia del juego. «El gran seis» le llamaban. Hace doscientos o doscientos cincuenta años.

—¡Doscientos cincuenta años! —dije sorprendido.

—¿Sí? —dijo Bill enojado— ¿Cómo estás?

Sacudí la cabeza.

—¿Sabes dónde está la casa de Friedlander Bey?

—Claro —dijo Bill—. ¿Cuál es el problema? ¿Habéis olvidado dónde la pusisteis? No va a levantarse y echar a correr.

—Aquí tienes diez kiams más. Lleva a mi joven amigo a casa de Friedlander Bey y asegúrate de que llegue allí, sano y salvo.

—Seguro —dijo el taxista.

Eché una ojeada al asiento de atrás, donde bin Turki parecía horrorizado de tener que viajar con Bill, perdido y solo en la gran ciudad.

—Nos veremos dentro de un día o dos —le dije—. Mientras tanto, Youssef y Tariq cuidarán de ti. ¡Que lo pases bien!

Bin Turki se limitó a mirarme con los ojos abiertos, tragando saliva sin acertar a formar ninguna palabra coherente. Di media vuelta y seguí a Papa hasta la puerta trasera del Loro Azul. Estaba seguro de que Bill olvidaría la conversación al poco de dejar a bin Turki en la mansión.

Subimos una escalera de madera pulida. Se retorcía haciendo un círculo completo, y nos encontramos en un descansillo flanqueado por dos puertas. La puerta de la izquierda estaba cerrada, probablemente se tratara de las habitaciones privadas de Ferrari. La de la derecha se abría a un espacioso salón, decorado al estilo europeo, con montones de paneles de madera oscura, macetas con palmeras y un piano en un rincón. El mobiliario era exquisito aunque moderno. Del salón nacían una cocina y dos dormitorios, cada uno con su cuarto de baño.

—Creo que aquí estaremos cómodos —dije.

Papa gruñó y se dirigió a un dormitorio. Casi tenía doscientos años y había sido un día largo y agotador. Cerró la puerta de la habitación tras él y yo me quedé en el salón, tocando bajito fragmentos de música en el piano.

Al cabo de unos diez o quince minutos, Signor Ferrari subió las escaleras.

—He oído ruidos aquí arriba —explicó a modo de disculpa— y deseaba asegurarme de que erais vosotros. ¿El Signor Bey lo ha encontrado todo de su agrado?

—Sí, de hecho, deseábamos agradecerle su hospitalidad.

—No es nada, nada en absoluto.

Ferrari era un hombre grueso, comprimido dentro de un sencillo traje de lino blanco. Llevaba un fez de fieltro rojo con una borla en la cabeza y se frotaba nerviosamente las manos, arrastrando el suave y casi empalagoso tono de su voz.

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