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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (23 page)

BOOK: El beso del exilio
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—¿Qué intereses son ésos, Kmuzu? —pregunté apagando todas las luces y siguiéndole hasta la acera.

Cerré el club y empecé a caminar por la Calle hacia la gran puerta este, detrás de la cual estaban el Boulevard il—Jameel y mi coche.

—Tienes un importante trabajo que hacer para el amo de la casa.

Se refería a Papa.

—Papa no sabe pasar sin mí durante mucho tiempo —dije—. Aún estoy recuperándome de la odisea.

No deseaba convertirme en un matón. No deseaba ser el caíd Marîd Audran al—Amín. Deseaba desesperadamente volver a sudar para ganarme el pan, quedándome sin comer a veces, pero sintiéndome libre y sin que marcaran mi destino los otros peces gordos del juego.

Pero no se le podían explicar estas cosas a Friedlander Bey. Tenía una respuesta para todo; unas veces, la respuesta consistía en sobornos y recompensas, y, otras, en la tortura física. Era como quejarse a Dios por las pulgas. Tenía cosas más importantes en mente.

Una cálida brisa arrastraba fragancias contradictorias: carne asada de los restaurantes, cerveza derramada, el aroma de las gardenias, la fetidez del vómito. En la manzana un hombre de aspecto pordiosero con una larga camisa blanca y unos pantalones de algodón blanco empleaba una manguera de plástico para limpiar hacia la alcantarilla la basura que esa noche había quedado en la acera. Cuando nos acercamos nos sonrió con su boca sin dientes y apartó el chorro de agua hacia un lado mientras pasábamos.

—Caíd Marîd —dijo con voz ronca.

Yo asentí, estaba seguro de que no lo había visto en mi vida.

A pesar de que Kmuzu caminaba a mi lado, me sentí terriblemente abatido. A veces, a altas horas de la noche, el Budayén me provoca ese efecto. Incluso la Calle, que nunca estaba completamente en silencio, estaba en su mayor parte desierta y nuestras pisadas resonaban contra los ladrillos y el pavimento empedrado. La música provenía de otro club una manzana más allá, el sonido estridente se extinguía en un lánguido lamento en la distancia. Yo llevaba los restos de mi última Muerte Blanca en un vaso de plástico y los tragué, saboreando sólo el agua del hielo, la lima y un poquito de ginebra. No estaba preparado para que se acabara la noche.

Mientras nos acercábamos al arco de la puerta del confín este del barrio amurallado, sentí un susurro amenazador. Me encogí de hombros. No estaba seguro de si se trataba de cierta señal misteriosa de mi mente inconsciente o era el mero resultado de demasiadas copas y demasiado cansancio.

Detuve mis pasos sobre la acera en la esquina de la calle Tercera. Kmuzu también se paró y me miró con interrogación. Reflejos de neón del color de la sangre zigzagueaban en un holo que enmarcaba una de las clínicas de moddies corporales Kafiristani de la Calle. Miré el holo un momento, observando cómo un muchacho regordete de rasgos fláccidos se convertía en una muchacha voluptuosa. ¡Hurra por los milagros de la holografía y la cirugía!

Volví el rostro al cielo. De repente comprendí que mis escasos días de descanso se acercaban a su fin, que debería pasar a la siguiente etapa de mi desarrollo. Claro que ya había tenido esa sensación antes. Muchas veces, para ser exactos, pero ésta era diferente. Esa noche no había ingerido ninguna droga ilícita.

—Jo —murmuré, sintiendo un escalofrío en esa desolada noche de verano e inclinándome contra la cristalera de la clínica.

—¿Qué sucede, yací Sidi? —preguntó Kmuzu.

Le miré un momento, agradecido por su presencia. Le dije lo que acababa de cruzar por mi mente confusa.

—No era un mensaje de las estrella, yaa Sidi. Era lo que el amo de la casa te dijo esta mañana. Habrás tomado sabe Dios cuántas tabletas de soneína; si no, te acordarías. El amo de la casa dijo que había decidido cual sería el próximo paso de su venganza.

—Eso es lo que me temía, Kmuzu. ¿Tienes idea de lo que significa?

Me gustaba más cuando tenía la loca idea de que había llegado del espacio exterior.

—Él no comparte sus pensamientos conmigo, yaa Sidi.

Oí un ruido como un fuerte susurro y me volví, súbitamente asustado. Era sólo el viento. Mientras recorríamos el resto del camino Calle arriba, el viento se hizo más fuerte, hasta formar violentos remolinos con fragmentos de papel y hojas caídas. Empezó a arrastrar sombrías nubes por el cielo de la noche, tapando las estrellas, ocultando la obesa luna llena.

Luego el viento murió, justo cuando salíamos del Budayén al Boulevard, al otro lado del muro. De repente todo volvió a quedar en calma y en silencio. El cielo estaba aún cubierto y la luna era un pálido reflejo tras una nube plateada.

Me volví a mirar la puerta oriental. No creo en la adivinación ni en las premoniciones, pero recuerdo la inquietud que sentí cuando Kmuzu y yo caminamos hacia mi sedán color crema aparcado en los aledaños. Fuera lo que fuere, no le dije nada a Kmuzu. En estas situaciones él es repelentemente racional.

—Quiero volver pronto a casa, Kmuzu —dije esperando que abriera la puerta del pasajero.

—Sí, yaa Sidi.

Entré en el coche y esperé a que diera la vuelta y se pusiera al volante. Pulsó el código de encendido y guió el coche eléctrico hacia el norte de la amplia calle.

—Esta noche me siento un poco raro —me quejé, apoyando la cabeza hacia atrás contra el asiento y cerrando los ojos.

—Dices eso casi todas las noches.

—Pero hoy es cierto. Empiezo a sentirme muy incómodo. Ahora todo me parece diferente. Miro esos edificios y me parecen hormigueros humanos. Oigo una pieza de música y de repente estoy escuchando el gemido de angustia de alguien perdido en el vacío. No estoy de humor para revelaciones místicas, Kmuzu. ¿Cómo puedo atajarlo?

Se rió con voz grave.

—Puedes despejarte, yaa Sidi.

—Ya te he dicho que no es eso. Estoy sobrio.

—Sí, claro, yaa Sidi.

Miré pasar la ciudad detrás de mi ventana. No tenía ganas de seguir discutiendo con él. Me sentía sobrio y completamente despejado. Me sentía lleno de energía, lo cual a las cuatro de la mañana es algo que detesto. Es un momento del día fatal para el entusiasmo. La solución era simple: una generosa dosis de butacuálido HCL cuando llegara a casa. Los beauties me producirían cinco minutos de deliciosa confusión y luego me rendiría al sueño. Por la mañana ni siquiera recordaría ese desagradable interludio de lucidez.

Circulamos en silencio un rato y gradualmente mudé ese extraño humor. Kmuzu dirigió el coche hacia el palacio de Friedlander Bey, que queda justo detrás del barrio cristiano de la ciudad. Sería bueno estar en casa, tornar una ducha caliente y luego leer un poco antes de irme a dormir. Una de las razones por las que cada noche me quedaba en Chiri hasta la hora de cerrar era porque quería evitar encontrarme con nadie de la casa. A las cuatro ya estaban todos dormidos. No tendría que verlos hasta mañana.

—Yaa Sidi —dijo Kmuzu—, esta noche has tenido una llamada importante.

—Escucharé mis mensajes antes de desayunar.

—Creo que deberías oírlo ahora.

No me gustaba eso, aunque no podía imaginar de qué problema se trataba. Antes odiaba responder al teléfono porque debía dinero a todo el mundo. Ahora todo el mundo me debía dinero.

—¿No es mi hermano perdido? ¿No ha aparecido ante la expectativa de que comparta mi buena suerte con él?

—No, no era tu hermano, yaa Sidi. Y aunque lo fuera, por qué no ibas a alegrarte...

—No hablaba en serio, Kmuzu —Kmuzu es un tipo muy inteligente y he llegado a depender bastante de él, pero tiene un gran agujero allí donde otros tienen el sentido del humor—. ¿Cuál es el mensaje?

Entró por la puerta de la mansión de Papa. Nos detuvimos en la caseta del guarda lo suficiente para que nos identificara, luego seguimos despacio por el camino serpenteante.

—Te han invitado a una cena festiva —dijo—. En honor a tu regreso.

—Aja —dije. Ya había soportado dos o tres en los últimos días. Era evidente que la mayoría de los subalternos de Friedlander Bey se sentían obligados a festejarnos por temor a verse privados de su medio de vida. Bueno, con ello obtuve algunas comidas gratis y algunos regalos decentes, pero creí que se habían terminado—. ¿De quién se trata esta vez? ¿De Frenchy? —era el propietario del club donde solía trabajar Yasmin.

—Un hombre mucho más importante. El caíd Reda Abu Adil.

Lo miré con incredulidad.

—¿Me ha invitado a cenar nuestro peor enemigo?

—Sí, vaa Sidi.

—¿Cuándo es la cena? —pregunté.

—Después de las plegarias vespertinas de hoy, yaa Sidi. El caíd Reda tiene una agenda muy ocupada y sólo podía esta noche.

Solté una profunda bocanada de aire. Kmuzu detuvo el coche al pie de la gran escalera de mármol que llevaba hasta la puerta principal de caoba.

—Me pregunto si a Papa le importará que duerma hasta muy tarde esta mañana —dije.

—El amo de la casa me dio instrucciones concretas de que me asegurara de que desayunaras con él.

—No esperaba esto, Kmuzu.

—¿Desayunar? Entonces come poco si todavía te duele el estómago.

—No —dije con exasperación—, esa cena con el caíd Reda. Odio que me sorprendan. No tengo ni idea de lo que se propone y a Papa no le da la gana de contarme nada sobre él.

Kmuzu se encogió de hombros.

—Tu buen criterio te sacará adelante, yaa Sidi. Y yo estaré contigo.

—Gracias Kmuzu —dije, saliendo del coche.

En realidad me sentía mejor con él a mi alrededor que con mi buen criterio. Pero a él no se lo podía confesar.

11

Siempre lo recordaré como «el día de las tres comidas».

En realidad, las comidas propiamente dichas no fueron memorables; de hecho, casi no recuerdo lo que comí ese día. La importancia deriva de lo que sucedió y se dijo en torno a esas tres mesas.

El día empezó cuando Kmuzu me sacudió para que me despertara media hora antes de lo que yo tenía previsto. Había puesto mi daddy despertador para las siete y media, pero Friedlander Bey había adelantado treinta minutos el desayuno. Odio despertarme, ya sea fresco como una rosa, ágil y resentido gracias al chip, o adormilado, bostezante y resentido gracias a Kmuzu. Pensé que si Alá hubiera querido que nos levantáramos pronto, no habría inventado el mediodía.

También odio desayunar. Sin embargo, últimamente compartía la primera comida de la mañana con Friedlander Bey cuatro veces por semana. Imaginé que las cosas sólo podían empeorar mientras Papa me siguiera cargando de más y más responsabilidad.

Siempre visto un atuendo árabe conservador en esas reuniones. Paso más tiempo en una gallebeya que en téjanos, camisa informal y botas. Mis antiguas prendas de vestir cuelgan de una percha en el armario y me lanzan silenciosos reproches cada vez que las veo.

Los téjanos me recuerdan constantemente lo que me he perdido desde que Papa me tocó con su dedo mágico. Vendí buena parte de lo que antes llamaba «libertad»; lo irónico es que todos mis amigos habrían pagado eso y mucho más por conseguir los lujos de los que ahora disfrutaba. Al principio odiaba a Papa por la pérdida, de mi libertad. Ahora, aunque algunas veces sentía una sombra de arrepentimiento en la noche oscura, me daba cuenta de que Friedlander Bey me había dado una oportunidad. Mis horizontes se habían expandido mucho más de lo que había imaginado en los viejos tiempos. Sin embargo, era perfectamente consciente de que no podía rechazar ni los lujos ni las nuevas responsabilidades. En cierto modo, era el pájaro proverbial en la jaula de oro proverbial.

Aunque era agradable tener dinero.

Así que me duché, me cepillé la barba roja, y me puse la túnica y la keffiya que Kmuzu me había elegido. Luego bajé la escalera y me dirigí al comedor pequeño.

Friedlander Bey ya estaba allí, atendido por Tariq, su valet. Kmuzu me ayudó a sentarme en mi sitio habitual y se quedó de pie detrás de mi silla.

—Buenos días, hijo mío —dijo Papa—, confío en que te hayas despertado bien.

—Il—hamdu lillah —respondí: «Alabado sea Dios».

Para desayunar había un cuenco de cereal de trigo hinchado, con piel de naranja y nueces, una fuente de huevos fritos, otra de carnes y, por supuesto, café. Papa dejó que Tariq le sirviera unos huevos y cordero asado.

—Te he concedido varios días de descanso, oh excelente. Pero ahora los días de descanso han concluido. Deseo saber qué has hecho sobre el proyecto de la base de datos.

—Creo que he encontrado un excelente agente en mi amigo Jacques. Le hice un favor y ahora se cree obligado a devolvérmelo.

Papa me miró como si yo fuera su discípulo aventajado.

—¡Muy bien, hijo mío! Me alegra ver que aprendes los entresijos del poder tan rápido. Ahora deja que te enseñe la terminal de la base de datos que utilizarás, mejor dicho, que tu amigo utilizará.

Tariq salió de la habitación y volvió enseguida con lo que parecía ser un maletín duro. Lo colocó en la mesa, apretó los cierres y levantó la tapadera.

—¡Uau! —dije, impresionado por el diseño compacto de la terminal—, es una pequeña belleza.

—Ciertamente —dijo Friedlander Bey—. Tiene su módem interno, así como su impresora convencional. Para ahorrar costes, este modelo no acepta órdenes verbales. Todo debe ser tecleado manualmente. Sin embargo, espero que el proyecto de la base de datos nos permita recuperar la inversión en unos seis meses o un año y entonces sustituiremos estas terminales por modelos activados por la voz.

Asentí.

—Y me corresponde a mí vender al propietario de cada bar, club nocturno y restaurante del Budayén la idea de alquilarme uno. No lo comprendo. No veo por qué la gente pagará veinticinco fíqs por un servicio de información que la ciudad proporciona gratis.

—Nos ha contratado la ciudad —explicó Tariq—. La comisión especial del emir decidió que no podía sufragar la info más tiempo. Dentro de unas semanas, todas las terminales de info gratis serán reemplazadas por nuestras máquinas, inshallah.

—Ya lo sé —dije—. Me refería a qué debo hacer si los propietarios de los bares rehúsan abiertamente hacerlo.

Friedlander Bey me dirigió una sonrisa glacial.

—No te preocupes por eso. Tenemos técnicos especializados que convencerán a esos propietarios reticentes.

—Técnicos especializados.

Adoraba el eufemismo. Todos los técnicos de Papa tenían nombres como Guido, Tiny e Igor.

Papa prosiguió.

—Sería mejor que tú y tu amigo trabajarais en equipo unos días, antes de que lo dejes solo. Cuando tengamos todo el Budayén cubierto, podremos ejercer un control más estrecho. Podremos decir quién utiliza el servicio y qué preguntas hace. Como deberán emplear una tarjeta oficial de identificación, podremos supervisar la entrega de información. Incluso podremos evitar que ciertos individuos reciban cierta información.

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