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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (15 page)

BOOK: El beso del exilio
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—Toma —me dijo—, pase lo que pase, mi esposa me hace laban fresco todas las mañanas.

El laban consistía en leche de camella cuajada, una especie de yogurt.

Cogí el pellejo y murmuré:

—Basmala.

Luego bebí un poco, pensando en lo curioso que era que todo el mundo, desde mi madre hasta el caíd Hassanein, me hicieran beber leche de camella cuajada. En realidad no me gustaba mucho, pero simulé que me encantaba por respeto a su hospitalidad.

Le devolví la bolsa y él engulló un poco de laban. Para entonces, los granos de café se habían enfriado, los puso en un mortero de bronce y los trituró con una mano de piedra. Tenía dos cafeteras, una de bronce brillante, radiante y resplandeciente, y la otra negra de hollín. Abrió la cafetera tiznada, que contenía los restos del café de la mañana, y metió los granos molidos. Añadió un poco de agua de otro pellejo de cabra y una pizca de cardamomo en polvo. Luego puso la cafetera negruzca al fuego y, con cuidado, agitó el café hasta que rompió a hervir.

—¡Demos gracias a Alá por el café! —dijo Hassanein.

Lo cambió de la cafetera tiznada a la lustrosa, volvió a pasarlo a la tiznada y luego otra vez a la lustrosa. Eso hizo que la mayoría de los posos del café se asentaran. Por fin, puso un pedazo de cáñamo en el surtidor de la cafetera brillante para que hiciera de filtro.

—¡Ill hamdu lillah! —dijo, que significa: «Alabado sea Dios», y sirvió tres tacitas de café.

Yo cogí una.

—Que tu mesa sea eterna, oh caíd.

Me llenó la copa y luego alzó la mirada.

—Ibrahim bin Musaid —llamó—. ¡Ven! ¡Aquí tienes café!

Bin Musaid se dio la vuelta y nos miró. Su expresión delataba que no comprendía lo que el caíd estaba haciendo. Se acercó despacio hacia nosotros.

—Oh caíd —dijo suspicaz— ¿no tienes obligaciones más importantes?

Hassanein se encogió de hombros.

—Hay tiempo para todo. Los Bani Salim tenemos mucho tiempo. Ahora es el momento del café. ¡Repón fuerzas! —dijo, ofreciéndole una de las tacitas al joven.

Tomamos una taza de café y luego otra. Hassanein charlaba ocioso sobre su camello favorito, cuyas patas eran tiernas y probablemente no podría transportarle por los llanos de guijarros hacia el sur.

Es costumbre beber tres tacitas de café y luego indicar que ya tienes suficiente moviendo la tacita. Después de la tercera taza, Hassanein volvió a sentarse y miró a bin Musaid. El silencio se hizo denso y amenazador. Por fin, bin Musaid rió en voz alta.

—Se trata de un truco, oh caíd. Esperas avergonzarme con tu café y tu hospitalidad. Crees que me agarraré a tus rodillas e imploraré el perdón de Alá. Crees que he asesinado a Noora.

Se puso en pie y lanzó la taza de porcelana contra el suelo donde se hizo añicos. Hassanein dio un respingo.

—Yo no he dicho nada de eso.

—Busca en otra parte a tu asesino, oh caíd —dijo bin Musaid acalorado—. Mira a tu huésped, el infiel de la ciudad. Quizás sólo él y Alá sepan la verdad.

Se dio media vuelta y cruzó el campamento, desapareciendo en su tienda negra.

Esperé a que hablara Hassanein. Transcurrieron varios minutos, él se sentó fuera de su tienda con una expresión amarga, como si hubiera probado algo podrido. Luego, cuando ya estaba a punto de perder la paciencia, respiró hondo, dando un pesado suspiro.

—No hemos averiguado nada —dijo con tristeza—. Nada en absoluto. Debemos volver a empezar.

Se puso en pie despacio y yo le imité. Cruzamos hasta donde Hilal y bin Turki estaban cavando.

—Un poco más hondo aún, oh excelentes —dijo Hassanein—. Pero cuando hayáis cavado la tumba no metáis a la infortunada muchacha.

—Pronto la enterraremos —dijo bin Turki, alzando la vista y haciéndose sombra con la mano—. El noble Corán...

Hassanein asintió.

—Descansará en paz antes del ocaso, como prescribe la Sabia Mención de Dios. Pero no la bajéis a la tumba hasta que yo os lo diga.

—Sí, oh caíd —dijo Hilal.

Echó una mirada a bin Turki, que se limitó a encogerse de hombros. Ninguno de nosotros tenía ni idea de lo que maquinaba Hassanein.

—En el Hadhramaut, que es el reino que se encuentra en el talón de la bota de Arabia —dijo Hassanein—, a veces un asesino es sometido a una prueba de fuego. Por supuesto, todo eso es superstición, y el valor de tal prueba reside en la fe que se tiene en su poder.

Me estaba conduciendo fuera del campamento hasta el rebaño de camellos. Los niños se habían encaramado a los árboles ghaf que crecían en los exiguos valles entre las dunas. Cortaban las ramas superiores de los árboles y los camellos pastaban satisfechos la vegetación.

Hassanein prosiguió su historia sobre la justicia en el Hadhramaut.

—La ceremonia siempre tiene lugar por la mañana, después de las plegarias del alba. El maestro de ceremonias reúne al acusado de asesinato, a los testigos, a los familiares de la víctima y a todo el que tenga algún interés en el asunto. El maestro de ceremonias emplea un cuchillo que ha sido calentado al rojo vivo. Cuando considera que ya está suficientemente caliente, obliga al acusado a abrir la boca y sacar la lengua. El maestro envuelve su propia mano en la keffiya y coge la lengua del acusado. Con la otra mano, coge el cuchillo ardiente y golpea la lengua del hombre, primero con un lado plano y luego con el otro.

—¿Con qué objeto? —pregunté.

Hassanein fue hasta su camello favorito y le dio unos golpecitos en el cuello.

—Si el hombre es inocente, será capaz de escupir enseguida. Aunque generalmente el maestro le concede un par de horas. Luego se examina la lengua del hombre. Si está gravemente quemada, entonces se le considera culpable. Será ejecutado de inmediato, a no ser que la familia de la víctima acepte un precio razonable. Si no hay signos de quemaduras, o sólo una decoloración sin importancia, el hombre es declarado inocente y se le deja en libertad.

Me preguntaba que estaba tramando el caíd. Había hecho arrodillar al camello y había empezado a ensillarlo.

—¿No es ésa la costumbre entre los Bani Salim?

Hassanein se echó a reír.

—Nosotros no somos supersticiosos como los fieros hombres de Hadhramaut.

Yo pensaba que los Bani Salim eran muy supersticiosos, pero no creí prudente decirlo.

—¿Vas a dar un paseo? —le pregunté.

—No —dijo Hassanein.

Colocó dos almohadillas de fibra de palma sobre la espalda del camello, detrás de la joroba y luego colocó sobre ellas el marco de madera de su montura. Ató fuerte la silla en su sitio sobre la cruz del animal, ante la joroba. Después puso un grueso almohadón de fibra de palma sobre la silla de madera, acomodándolo detrás de la joroba y atándolo con una cuerda. Ese almohadón se colocaba detrás y servía de cómodo respaldo trasero. Luego, Hassanein puso una manta sobre el almohadón y una pesada piel de oveja sobre la manta. Con gruesas cuerdas de lana ató todo firmemente.

—Bueno —dijo, retrocediendo un paso y supervisando su trabajo.

Cogió la rienda del camello, le obligó a levantarse y le llevó hasta el medio del campo.

—¿Sabes quién es el asesino? —pregunté.

—Aún no, pero pronto lo sabré —dijo—. Una vez oí a un hombre en Sálala que hablaba de cómo se atrapan y se castigan a los criminales en otros países —movió la cabeza abatido—. No creo que necesite alguna vez emplear tales métodos.

—¿Vas a utilizar este camello?

Asintió con la cabeza.

—Ya sabes que los árabes no somos el único pueblo astuto e inteligente del mundo. A veces creo que nuestro orgullo nos impide adoptar ideas que en realidad podrían ayudamos.

Condujo el camello justo hasta el borde de la tumba, donde Hilal y bin Turki estaban cavando el hoyo.

—Necesitaré que me ayudéis los tres —dijo el caíd, acostando al camello de nuevo.

Señaló el cuerpo envuelto de Noora.

—¿Quieres ponerla en la silla? —preguntó Hilal.

—Sí —dijo Hassanein.

Los tres nos miramos entre nosotros y luego al caíd, pero nos agachamos y le ayudamos a levantar a la muchacha muerta. Utilizó algunas cuerdas más para atarla fuerte y que no se cayera al suelo cuando el camello se levantara. No sabía qué estaban haciendo, pero me parecía muy raro.

—Levántate, Ata Alá —susurró Hassanein.

El nombre del camello era «Regalo de Dios». Le instó a levantarse, el animal se quejó, pero se puso despacio en pie. El caíd tiró de la rienda y empezó a guiarlo alrededor de la amplia circunferencia del campamento, más allá de todas las tiendas.

Hilal, bin Turki y yo observábamos atónitos mientras Hassanein se llevaba el camello.

—¿Se trata de alguna costumbre de los Bani Salim? —pregunté—. ¿Como un velatorio en movimiento, en el que los parientes se quedan en un lugar y el cadáver realiza un recorrido?

—No —dijo bin Turki frunciendo el ceño—, nunca he visto al caíd comportarse así. Quizás el asesinato de su sobrina le haya enloquecido.

—¿Hay muchos asesinatos entre los beduinos? —pregunté.

Los dos jóvenes se miraron y se encogieron de hombros.

—Como en cualquier otra parte, supongo —dijo bin Turki—. Una tribu ataca a otra y los hombres mueren. La sangre debe ser vengada y comienza la vendetta. A veces las vendettas duran años, décadas e incluso generaciones.

—Pero rara vez hay un asesinato dentro de una tribu, como éste —dijo Hilal—. Esto no es normal.

Hassanein me llamó por encima del hombro.

—¡Ven, caíd Marîd, camina conmigo!

—No comprendo lo que está haciendo —dijo Hilal.

—Creo que espera averiguar quién es el asesino de este modo —dije—. Pero no acierto a imaginar cómo.

Me apresuré tras Ata Alá y su macabro entierro.

Muchos Bani Salim salieron de sus tiendas, señalando a Hassanein y al camello.

—¡Mi niña! ¡Mi chiquitina! —gritó la madre de Noora.

La mujer se apartó del lado de su marido y corrió tambaleándose en dirección al camello. Gritaba oraciones y acusaciones hasta que cayó al suelo bañada en lágrimas. Nasheeb fue hacia ella e intentó ayudarla a ponerse en pie, pero no la consoló. El padre de Noora miró humildemente a su esposa, luego a la envuelta figura de su hija. No parecía saber exactamente lo que estaba ocurriendo.

Suleiman bin Sharif acortó por el campamento y nos interceptó.

—¿Qué estás haciendo? ¡Esto es vergonzoso! —dijo.

—Por favor, oh excelente —dijo Hassanein—, debes confiar en mí.

—Dime qué estás haciendo —exigió bin Sharif.

—Me aseguro de que todo el mundo se entere de lo que le ha ocurrido a Noora, la luz de nuestros días.

—Pero si no hay nadie en la tribu que no haya oído lo ocurrido —dijo bin Sharif.

—Oírlo es una cosa y ver la verdad es otra.

Bin Sharif levantó las manos enfadado y dejó que el caíd condujera el camello en círculo.

Llegamos junto a la tienda de Umm Rashid y la vieja se limitó a mover la cabeza. Su marido, que en realidad era demasiado viejo como para flirtear con ninguna mujer, asomó la cabeza fuera de la tienda y bostezó de hambre. Umm Rashid dijo una plegaria en dirección a Noora, luego entró dentro.

Cuando habíamos recorrido tres cuartos del círculo, vi que Ibrahim bin Musaid estaba mirándonos con una expresión de odio absoluto. Se quedó pasmado como una estatua tallada en granito, volviendo sólo un poco la cabeza a medida que nos acercábamos. No dijo nada mientras pasábamos ante él y volvíamos hasta la tumba que Hilal y bin Turki habían cavado en el desierto.

—¿Es ya el momento de enterrarla, oh caíd? —pregunté.

—Mira y aprende —dijo Hassanein.

En lugar de detenerse, hizo que Ata Alá pasara de largo de la tumba e iniciara un segundo recorrido del campamento. Los Bani Salim, que nos estaban observando y estaban tan asombrados como nosotros, lanzaron una fuerte exclamación.

La madre de Noora nos salió al paso y nos gritó maldiciones.

—¡Hijo de perra! —gritó lanzando puñados de arena a Hassanein—. ¡Que tu casa sea destruida! ¿Por qué no dejas que mi hija descanse en paz?

Sentí lástima por ella, pero Hassanein siguió, con una expresión vacía. No sabía cuál era su razonamiento, pero me parecía que estaba siendo innecesariamente cruel. Nasheeb aún estaba de pie en silencio junto a su esposa. Parecía estar más consciente de lo que sucedía a su alrededor.

Bin Sharif había meditado un momento sobre lo que Hassanein estaba haciendo. Había perdido su rabia.

—Tú eres un hombre sabio, oh caíd —dijo—. Lo has demostrado en el curso de los años, guiando a los Bani Salim con mano firme y equitativa. Confío en tu conocimiento y experiencia, pero sigo pensando que lo que estás haciendo es una afrenta a la muerta.

Hassanein se detuvo y fue hacia bin Sharif. Puso la mano sobre el hombro del joven.

—Quizás algún día seas el jefe de esta tribu —dijo—. Entonces comprenderás el sufrimiento del poder. Aunque tienes razón. Lo que estoy haciendo es una desconsideración hacia mi dulce sobrina, pero no tengo más remedio. Ham kitab —concluyó, que significa: «Está escrito».

En realidad eso no explicaba nada, pero zanjó la argumentación de bin Sharif, que miró a los ojos al caíd y por fin bajó los ojos al suelo. Mientras proseguíamos nuestra marcha, vi que el joven se encaminaba a su tienda con expresión pensativa. No había tenido muchas oportunidades de hablar con él, pero me daba la impresión de que era un hombre inteligente y serio. Si Hassanein tenía razón y bin Sharif llegaba a sucederle algún día, creo que los Bani Salim estarían en muy buenas manos.

Miré hacia atrás, un poco infeliz por formar parte de esta extraña comitiva. Era otro día típico de la Región Desolada y el cálido viento soplaba en mi cara hasta hacerme refunfuñar entre dientes. Ya estaba harto y, pese a lo que pensase Friedlander Bey, la vida beduina no me parecía ni mucho menos romántica. Era dura, sucia y carente por completo de placer, por lo que a mí me concernía se la podían quedar, ¡que les aprovechase! Recé para que Alá me permitiera regresar pronto a la ciudad, porque estaba claro que nunca llegaría a ser un buen nómada.

Durante la última parte de la curva, bin Musaid estaba aún observando con ojos turbios. Se quedó en el mismo lugar que antes, con los brazos cruzados sobre el pecho. No había dicho una palabra ni se había movido un centímetro. Nos miraba como si estuviera a punto de explotar. No deseaba estar cerca de él cuando lo hiciera.

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