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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (6 page)

BOOK: El beso del exilio
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—Sabía que Abu Adil estaba metido en esto —me lamenté.

—Khalid Maxwell —dijo Papa—. Nunca he tenido ningún contacto con nadie llamado así.

—Ni yo tampoco —dije yo—. No he oído hablar de ese tipo en mi vida.

—Era uno de mis más fieles subordinados —apostilló Hajjar—. Ha sido una gran pérdida para la ciudad y para la policía.

—¡Nosotros no lo hemos hecho, Hajjar! —grité—. ¡Y tú lo sabes!

El juez me miró con reprobación.

—Ya es tarde para negarlo —dijo. Su cara sombría no parecía lo bastante gorda como para soportar ni su bulbosa nariz ni la tupida mata a ella pegada—. Ya he dictado el veredicto.

Papa empezó a dar muestras de preocupación.

—Ya ha tomado una decisión, ¿sin permitirnos presentar nuestra versión de los hechos?

El juez dio un golpe con los papeles.

—A los hechos me remito. Existen relatos de testigos presenciales e informes de la investigación del teniente Hajjar. Tantas pruebas documentadas no permiten la menor duda. ¿Cuál es su versión de los hechos? ¿Que niegan haber cometido este horrible crimen? Claro, eso es lo que me han dicho. No tengo por qué perder el tiempo escuchándoles. ¡Tengo todo esto! —y volvió a dar un golpe con los papeles.

—Entonces, ya ha dictado un veredicto —dijo Papa— y nos ha encontrado culpables.

—Exactamente —dijo el juez—. Culpables de los cargos. Culpables a los ojos de Alá y de los hombres. Sin embargo, se ha desdeñado la pena de muerte a petición de uno de los más respetados ciudadanos.

—¿El caíd Reda? —dije.

Empezaba a molestarme el estómago de nuevo.

—Sí —dijo el juez—. El caíd Reda ha apelado ante mí en vuestro nombre. Por respeto a él, no seréis decapitados en el patio de la mezquita Shimaal como merecéis. En lugar de ello, vuestra sentencia es el destierro. Os prohíbo volver jamás a la ciudad, bajo pena de arresto y ejecución sumaria.

—Bien —dije amargamente—, es un alivio. ¿Adónde nos lleváis?

—El destino de esta lanzadera es el reino de Asir —dijo el juez.

Miré a Friedlander Bey. Conservaba la serenidad de anciano sabio. Me sentí un poco mejor. No sabía de Asir más que bordeaba el Mar Rojo al sur de La Meca. Asir era mejor que muchos de los sitios donde podían desembarcarnos, y desde allí podíamos servirnos de nuestros recursos para preparar el regreso a la ciudad. Costaría tiempo y un montón de dinero, pasaría por debajo de algunas mesas, pero al fin regresaríamos a casa. Ya imaginaba la reunión con Hajjar.

El juez me miró a mí y luego a Papa, inclinó la cabeza y se retiró a la cabina posterior. Hajjar esperó a que saliera, entonces dejó escapar una sonora risotada.

—¡Hey! —gritó—. ¿Qué os parece?

Lo agarré por el gaznate antes de que pudiera evitarlo. El esbirro se levantó de su asiento y me apuntó con la pistola de agujas.

—¡No dispares! —dije con fingido terror, mientras estrujaba la laringe de Hajjar con más fuerza—. ¡Por favor, no me dispares!

Hajjar intentó hablar pero yo le tenía la tráquea cerrada. Su rostro se puso de color del vino del paraíso.

—Suéltalo, hijo mío —dijo Friedlander Bey, al cabo de un rato.

—¿Ahora mismo, oh caíd? —pregunté.

Aún no lo había soltado.

—Ahora mismo.

Aparté a Hajjar de un empellón y se dio con la nuca en el reposa—cabezas. Jadeó y tosió, intentando llenarse de aire los pulmones. El matón bajó la pistola de agujas y se volvió a sentar. Me daba la impresión de que personalmente no le interesaba el estado de Hajjar. Supuse que eso significaba que no tenía mejor opinión del teniente que yo; siempre que yo no acabase del todo con él, podía hacerle más o menos lo que se me antojase sin que el esbirro interfiriese.

Hajjar me miró con odio.

—Te arrepentirás de esto —dijo con voz ronca.

—No lo creo, Hajjar —dije—. El recuerdo de tu rostro encarnado y los ojos saliéndote de las órbitas me alentará en las dificultades venideras.

—Siéntate en tu sitio y cállate, Audran —murmuró Hajjar entre dientes—. Un movimiento o un ruido y haré que tu amigo te rompa la cara.

De todos modos empezaba a aburrirme. Recliné la cabeza y cerré los ojos, pensando en que cuando llegásemos a Asir, necesitaría todas mis fuerzas. Podía sentir el despertar a la vida de los motores de maniobra. El piloto viró la lanzadera gigante en un gran y lento arco hacia el oeste. Descendimos rápidamente, trazando círculos en el cielo nocturno.

La lanzadera empezó a temblar y se produjo un gran estruendo y un agudo gemido. El esbirro de Hajjar parecía asustado.

—El tren de aterrizaje cerrado —dije.

Él hizo una ligera señal de asentimiento.

Y en un momento la lanzadera había aterrizado y chirriaba por una pista de cemento. Por lo que podía ver no había luces en el exterior, pero estaba seguro de que debíamos estar en un gran campo de aviación. Al cabo de un rato, cuando el piloto frenó la lanzadera con lo que pareció un aullido, pude ver el perfil de los hangares, los almacenes y otros edificios. Luego la lanzadera se detuvo por completo, aunque no habíamos llegado al edificio de la terminal.

—Quedaos en vuestros asientos —dijo Hajjar.

Nos sentamos allí, escuchando el susurro del aire acondicionado por encima de nuestras cabezas. Por fin, apareció el juez, procedente de la cabina trasera. Aún sujetaba el montón de papeles. Sacó una hoja y leyó:

—Testifico que, con respecto a los actos de miembros de la comunidad, actos que constituyen crímenes irrefutables y afrentas a Alá y a todos los hermanos en el Islam, aquellos en custodia, identificados como Friedlander Bey y Marîd Audran, han sido hallados culpables y su castigo será el destierro de la comunidad a la que han ofendido gravemente. Se trata de una deferencia para con ellos, y deberán considerar el resto de sus vidas como una bendición y dedicarlas a buscar la proximidad a Dios y el perdón de los hombres.

Entonces el juez se apoyó en el reposacabezas y firmó la hoja y dos copias para que Papa se quedara una y yo la otra.

—Ahora podéis iros —dijo.

—Vamos, Audran —dijo Hajjar.

Me levanté y me dirigí hacia el pasillo detrás del juez. El matón me siguió con Papa tras él. Hajjar se quedó el último. Me volví para mirarlo, tenía una expresión particularmente lúgubre. Debió de pensar que pronto estaríamos fuera de su alcance y se le había acabado la diversión.

Bajamos por la escalerilla hacia la explanada de cemento. Papa se desperezó y bostezó. Yo estaba muy cansado y volvía a tener hambre, a pesar de toda la comida que había ingerido en la fiesta del emir. Miré en torno al campo de aviación, intentando descubrir algo útil. Vi un gran letrero pintado a mano que decía «Najran» en uno de los edificios bajos y oscuros.

—¿«Najran» significa algo para ti, oh caíd? —pregunté a Friedlander Bey.

—Cállate, Audran —dijo Hajjar y prosiguió dirigiéndose al esbirro—. Asegúrate de que no causan ningún problema. Te hago responsable.

El matón asintió. Hajjar y el juez salieron juntos hacia el edificio.

—Najran es la capital de Asir —dijo Papa.

Papa ignoraba por completo la presencia del matón. Por su parte, el esbirro no demostraba demasiado interés en lo que hacía, siempre que no intentáramos echar a correr por el campo de aterrizaje hacia la libertad.

—¿Tenemos amigos aquí? —pregunté.

Papa asintió.

—Tenemos amigos en todas partes, hijo mío. El problema es ponernos en contacto con ellos.

No comprendí a qué se refería.

—Bueno, Hajjar y el juez volverán a subir a bordo de la lanzadera en unos minutos, ¿me equivoco? Después, supongo que nos dejarán a nuestras anchas. Entonces podremos ponernos en contacto con esos amigos y pasar el resto de la noche en cómodos y blandos lechos.

Papa me miró con tristeza.

—¿De verdad crees que nuestros problemas acaban aquí?

Me falló la confianza.

—¿Ah no? —dije.

Como para defender la teoría de Papa, Hajjar y el juez salieron del edificio, acompañados de un tipo fornido vestido de policía, con una cartuchera de rifle bajo el brazo. No parecía un policía particularmente inteligente ni disciplinado, pero su rifle era más de lo que Papa y yo podíamos controlar.

—Pronto paladearemos la venganza —me susurró Papa antes de que llegara Hajjar.

—Contra el caíd Reda —respondí.

—No, contra quien sea que haya firmado la orden de deportación. El emir o el imán de la mezquita Shimaal.

Eso me dio qué pensar. Nunca supe por qué Friedlander Bey evitaba con tanto escrúpulo hacer daño a Reda Abu Adil, a pesar de todas las provocaciones. Y me pregunté cuál sería mi reacción si Papa me ordenara matar al caíd Mahali, el emir. El príncipe no podía haber sido más hospitalario esa noche, sabiendo que cuando saliéramos de la recepción seríamos raptados y exilados. Prefería creer que el caíd Mahali no sabía nada de lo que nos estaba sucediendo.

—Aquí están sus prisioneros, sargento —dijo Hajjar al gordo policía local.

El sargento asintió. Nos echó un vistazo y frunció el ceño. Llevaba una placa con su nombre que indicaba que se llamaba al—Bishah. Tenía un vientre gigantesco que intentaba abrirse camino entre los botones de su camisa empapada de sudor. Llevaba una barba negra de cuatro o cinco días y tenía los dientes rotos y renegridos. Se le cerraban los párpados, al principio pensé que se debía al hecho de ser despertado en mitad de la noche, pero sus ropas olían fuertemente a hachís y supe que el policía pasaba las solitarias noches de guardia con su narguile.

—Deja que lo adivine —dijo el sargento—. El joven apretó el gatillo y este viejo loco y cascado del tarbooah rojo fue el cerebro de la operación.

Se mesó la barba negra y lanzó una escandalosa carcajada. Debía de ser el hachís, porque ni siquiera Hajjar esbozó una sonrisa.

—Correcto —dijo el teniente—. Ahora son todos tuyos.

Luego Hajjar me dijo:

—La última noche antes de que nos digamos adiós para siempre, Audran. ¿Sabes qué es lo primero que haré mañana?

Su sonrisa era la más vil y horrible que había visto en mi vida.

—No, ¿qué?

—Voy a cerrar ese club tuyo. Y ¿sabes que será lo segundo? —aguardó un instante, pero me negué a seguirle el juego—. Muy bien, te lo diré. Voy a empujar a tu Yasmin a la prostitución y cuando la tenga en mi profundo agujero especial, veré qué es lo que tiene para que te guste tanto.

Estaba muy orgulloso de mí mismo. Un año atrás le hubiera partido la cara, con matón o sin él. Ahora había madurado, así que me limité a mirarle impasible a sus ojos de bestia, repitiendo para mí: la próxima vez que veas a este hombre, lo matarás. Eso evitó que hiciera alguna estupidez mientras me apuntaban dos armas.

—¡Sueña con eso, Audran! —gritó Hajjar, mientras él y el juez volvían a subir por la escalerilla.

Ni siquiera me volví para mirarle.

—Has obrado con astucia, hijo mío —dijo Friedlander Bey.

Le miré y por su expresión supe que mi comportamiento le había impresionado.

—He aprendido mucho de ti, abuelo —dije.

También eso pareció agradarle.

—Está bien —dijo el sargento provinciano—, vamos. No quiero estar aquí fuera cuando pongan en marcha este pirulí.

Hizo un movimiento con el cañón de su rifle en dirección al edificio oscuro, y Papa y yo le seguimos por la pista de aterrizaje. El interior estaba negro como boca de lobo, pero el sargento al—Bishah no encendió ninguna luz. —Seguid la pared —dijo.

Me abrí paso a tientas por un angosto pasillo hasta doblar una esquina. Llegamos a una pequeña oficina que albergaba un destartalado escritorio, un teléfono, un ventilador mecánico y un pequeño y desvencijado aparato holo. Tras el escritorio se encontraba una silla y el sargento se dejó caer pesadamente en ella. En un rincón había otra silla y dejé que Papa se sentara. Yo permanecí en pie contra la asquerosa pared de yeso.

—Me enfrento al problema —dijo el policía— de qué hacer con vosotros. Ahora estáis en Najran, no el piojoso villorrio donde sois influyentes. En Najran no sois nadie, pero yo sí. Vamos a ver qué podéis hacer por mí y si no podéis hacer nada, iréis a la cárcel. —¿Cuánto dinero tienes, hijo mío? —me preguntó Papa. —No demasiado.

No llevaba mucho conmigo, porque no creí que lo fuera a necesitar en casa del emir. Normalmente siempre llevaba dinero repartido en los bolsillos de mi gallebeya, precisamente para estas ocasiones. Conté lo que tenía en el bolsillo izquierdo, poco más de ciento ochenta kiams. No estaba dispuesto a permitir que el perro del sargento supiera que tenía más en el otro bolsillo.

—Ni siquiera es dinero de verdad —se quejó al—Bishah. A pesar de ello lo guardó todo en el cajón del escritorio—. ¿Y el viejo? —No tengo nada de dinero —dijo Papa.

—Eso está muy mal —dijo el sargento prendiendo su narguile con un encendedor. Se inclinó y cogió la boquilla entre los dientes. Se podía oír el burbujeo de la pipa de agua y olerse el aroma particular del hachís negro. Exhaló el humo y sonrió—. Podéis escoger celda, hay dos. ¿O tenéis algo más que me pueda interesar? Pensé en mi cuchillo ceremonial.

—¿Qué te parece esto? —dije, depositándolo sobre el escritorio frente a él.

Sacudió la cabeza.

—Dinero contante y sonante —dijo, empujando el cuchillo hacia mí. Pensé que cometía un terrible error, porque la daga llevaba incrustadas un montón de oro y joyas. Quizás no tenía dónde esgrimir un objeto como ése—. O crédito —añadió—. ¿Hay algún banco al que podáis llamar?

—Sí —dijo Friedlander Bey—. Será una llamada cara, pero puedes lograr que el ordenador de mi banco transfiera fondos a tu cuenta.

Al—Bishah dejó caer la boquilla de sus labios. Se sentó muy tieso.

—¡Eso es lo que deseaba oír! Serás tú quien pague la llamada. A cobro revertido, ¿vale?

El obeso policía le acercó el teléfono de su despacho y Papa pronunció una larga serie de números.

—¿Cuánto quieres?

—Un buen y suculento soborno. Lo bastante como para sentirme sobornado. Si no es suficiente, iréis a la celda. Podéis quedaros ahí para siempre. ¿Quién sabrá que estáis aquí? ¿Quién pagará vuestra libertad? Ésta es vuestra oportunidad, hermano.

Friedlander Bey miró al hombre con repugnancia mal disimulada.

—Cinco mil kiams —dijo Papa.

—Déjame pensarlo, ¿cuánto es en dinero de verdad? —se quedó unos segundos en silencio—. No, mejor que sean diez mil.

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