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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (5 page)

BOOK: El beso del exilio
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Me di cuenta de que nos comprendíamos gracias a la gramática y al vocabulario insertos en el módulo de médico. Cuando se lo quitó, nos costó mucho comunicarnos como antes. La conversación empezaba a fatigarme; el resto tendría que esperar hasta mañana.

Me dio una cápsula para ayudarme a pasar la noche. La tragué con más agua del pellejo de cabra.

—¡Que mañana despiertes sano, oh caíd!

—¡Dios te bendiga, oh sapientísimo! —murmuré.

Dejó la lámpara ardiendo a mi lado sobre el suelo de arena y se levantó. Se internó en la oscuridad y oí cerrar la cortina de la tienda detrás de él. Aún no tenía ni idea de dónde estaba y no sabía nada sobre los Bani Salim, pero, por alguna razón, me sentía perfectamente a salvo. Me dormí enseguida y me desvelé sólo una vez durante la noche, para ver a Noora sentada con las piernas cruzadas contra la pared negra de la tienda, dormida.

Cuando me desperté por la mañana, veía con más claridad. Levanté un poco la cabeza y miré a través del triángulo brillante. Ahora podía atisbar un paisaje de arena dorada y, no muy lejos, dos camellos trabados. En la tienda, Noora seguía vigilándome. Se había despertado antes que yo y se acercó al verme mover la cabeza. Aún medio dormida se tapó la cara con un extremo del pañuelo, lo cual fue una pena porque era muy hermosa.

—Creí que éramos amigos —dije; esa mañana no me costaba demasiado hablar.

Juntó las cejas y sacudió la cabeza. A mí no me costaba hablar, pero sí me costaba que me entendieran. Lo volví a intentar, hablando más despacio y empleando ambas manos para explicar mis palabras.

—Nosotros... somos... amigos —dijo ella. Acentuando cada palabra de un modo extraño, pero descifraría el dialecto si me daba un poco de tiempo—. Tú... huésped... de... Bani Salim.

¡ Ah, la legendaria hospitalidad de los beduinos!

—¿Hassanein es tu padre? —le pregunté.

Ella negó con la cabeza. No sabía si negaba el parentesco o si simplemente no había comprendido mi pregunta. La repetí más despacio.

—Caíd... Hassanein... hermano... padre —dijo ella.

Después de eso, nos acostumbramos a hablar con sencillez y a distanciar las palabras. No tardamos en comprendernos sin dificultad, incluso a la velocidad de una conversación normal.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

Debía descubrir dónde me encontraba en relación a la ciudad y a qué distancia del puesto de civilización más próximo.

Noora volvió a fruncir el ceño mientras repasaba mentalmente la geografía. Hundió un índice en la arena delante de ella.

—Aquí está Bir Balagh. Los Bani Salim han acampado aquí dos semanas —hizo otro agujero en la arena, a unos diez centímetros del primero—. Aquí está el pozo de Khaba, tres días al sur —extendió la mano a una mayor distancia e hizo otro agujero con el dedo—. Aquí está Mughshin. Mughshin es hauta.

—¿Qué es hauta? —le pregunté.

—Un lugar sagrado, caíd Marîd. Los Bani Salim se encuentran con otras tribus allí y venden su rebaño de camellos.

Perfecto, pensé, nos dirigiremos hacia Mughshin. Nunca había oído hablar de Mughshin e imaginé que probablemente sería un pedacito de palmeras y un pozo, excavado en medio del desierto amedrentador. Lo más probable es que no hubiera campo de lanzaderas suborbitales cerca. Sabía que estaba perdido en algún lugar entre los reinos y los indelimitados territorios de las tribus de Arabia.

—¿A qué distancia está Riyadh?

—No conozco Riyadh —dijo Noora.

Riyadh era la antigua capital de su país, cuando se unió bajo la casa de Saud. Aún era una gran ciudad.

—¿La Meca?

—Makkah —me corrigió.

Pensó unos segundos y luego señaló decidida a través de mi cuerpo.

—Por ahí —dije yo—. Muy bien. ¿A qué distancia?

Noora se limitó a encogerse de hombros. No había averiguado gran cosa.

—Lo siento —dijo—. El viejo caíd hace las mismas preguntas. Quizás mi tío Hassanein sepa más.

¡El viejo caíd! Había estado tan inmerso en mi propio sufrimiento que me había olvidado de Papa.

—¿El viejo caíd está vivo?

—Sí, gracias a ti y a la sabiduría del tío Hassanein. Cuando Hilal y bin Turki os encontraron en las dunas, creyeron que ambos estabais muertos. Regresaron a nuestro campamento y si esa noche no hubieran hablado al tío Hassanein de vosotros, lo más seguro es que a estas horas estaríais muertos.

La contemplé unos instantes.

—¿Hilal y bin Turki nos dejaron allí?

Ella se encogió de hombros.

—Os dieron por muertos.

Un ligero temblor me recorrió el cuerpo.

—Me alegro de que se les ocurriera mencionarnos mientras estaban cómodamente sentados alrededor del fuego del campamento.

Noora captó mi acritud.

—El tío Hassanein os trajo al campamento. A esta tienda. El viejo caíd está en la tienda de bin Musaid.

Bajó los ojos al mencionar su nombre.

—Entonces, ¿dónde duermen tu tío y bin Musaid?

—Duermen con los otros que no tienen tiendas. Sobre la arena, junto al fuego.

Como es natural me hicieron sentir un poco culpable, porque sabía que las noches en el desierto son muy frías.

—¿Cómo está el viejo caíd?

—Cada día más fuerte. Sufrió mucho de la exposición al sol y la sed, pero no tanto como tú. Gracias a tu sacrificio se mantiene con vida, caíd Marîd.

No recordaba ningún sacrificio. No recordaba nada de lo que nos había sucedido. Noora debió comprender mi confusión porque alargó la mano y casi tocó mis implantes.

—Esto —dijo ella—. Has abusado de ellos y ahora sufres, pero han salvado la vida al viejo caíd. Él tiene muchas ganas de hablar contigo. El tío Hassanein le dijo que mañana podrás recibir visitas.

Me alivió oír que Friedlander Bey estaba en mejor forma que yo. Esperaba que fuera capaz de llenar ciertas lagunas de mi memoria.

—¿Cuánto hace que estamos aquí?

Ella contó mentalmente y respondió:

—Doce días. Los Bani Salim planeaban quedarse en Bir Balagh sólo tres días, pero el tío Hassanein decidió quedarse hasta que tú y el viejo caíd estuvierais en condiciones de viajar. Algunos de la tribu se disgustaron por ello, en especial bin Musaid.

—Ya lo has mencionado antes. ¿Quién es ese tal bin Musaid?

Noora humilló los ojos y habló en voz muy baja.

—Quiere casarse conmigo.

—Aja. ¿Y cuáles son tus sentimientos?

Ella me miró a la cara. Podía ver la cólera en sus ojos, aunque no podía decir si iba dirigida contra mí o contra su pretendiente. Se levantó y salió de la tienda sin decir palabra.

Deseé que no hubiera hecho eso. Quería pedirle algo de comer y que pasara el recado a su tío de que necesitaba otro pico de soneína. En su lugar intenté encontrar una postura cómoda y pensar en lo que Noora me había dicho.

Papa y yo casi morimos en el desierto, pero aún no sabía a quién culpar por ello. No me sorprendería si tuviera relación con el teniente Hajjar y, por medio de él, con Reda Abu Adil. Lo último que recordaba era estar sentado en la lanzadera suborbital, esperando el despegue. Todo lo que sucedió después —el vuelo, la llegada a nuestro destino y los acontecimientos que me llevaron a mitad del desierto— escapaba de mi memoria. Esperaba recuperarla a medida que fuera restableciéndome o que Papa tuviera una idea más clara de lo sucedido.

Decidí concentrar mi rabia en Abu Adil. Sabía que a pesar de la aparente tranquilidad, todavía me encontraba en peligro de muerte. Aún cuando los Bani Salim nos permitieran acompañarlos a Mughshin —dondequiera infiernos que estuviera— nos resultaría muy difícil regresar a la ciudad. No podíamos aparecer por allí sin riesgo de ser arrestados. Debíamos evitar la mansión de Papa y sería muy peligroso para mí volver a pisar el Budayén.

Sin embargo, todo eso pertenecía al futuro. Nos aguardaban preocupaciones más acuciantes. No tenía ninguna certeza de que los Bani Salim continuasen siendo amigos. Me parecía que la hospitalidad beduina les obligaba a devolvernos la salud a Papa y a mí. Después de eso, la suerte estaba echada. Cuando pudiéramos alimentarnos por nosotros mismos, la tribu podía incluso capturarnos y entregarnos a nuestros enemigos. Podían haber ofrecido una recompensa. Sería un error bajar la guardia.

De una cosa estaba seguro: si Hajjar y Abu Adil eran los responsables de lo que nos había ocurrido tras bajar de la lanzadera, lo pagarían caro. Lo juraba.

Mis sombríos pensamientos fueron interrumpidos por el cariñoso saludo de Hassanein.

—Toma, oh caíd, puedes comer —me ofreció un trozo de pan ácimo, redondo y plano, y un cuenco con cierto horrible líquido blanco. Levanté la vista hacia él—. Leche de camella —dijo, cumpliendo mis temores.

—Bismillah —murmuré.

Corté un pedazo de pan y me lo comí, luego bebí del cuenco. En realidad la leche de camella no estaba mal. Era más fácil de tragar que el agua del pellejo de cabra.

El caíd Hassanein se acuclilló sobre sus talones a mi lado.

—Algunos de los Bani Salim están inquietos y dicen que si esperamos aquí demasiado, no sacaremos demasiado dinero por nuestros camellos en Mughshin. Además, debemos encontrar otro lugar para que pasten los animales. En dos días estarás preparado para viajar.

—Sí, estaré preparado cuando vosotros lo estéis.

«Ja, ja», pensé. Sólo estaba presentando mi lado noble.

El asintió.

—Come más pan. Más tarde Noora te traerá algunos dátiles y té. Esta noche, si lo deseas, comerás un poco de cabra asada.

Estaba tan hambriento que hubiera devorado un animal crudo. Había polvo en el pan y granos de arena en la leche, pero no me importaba.

—¿Has aprovechado el tiempo para meditar sobre el significado de lo que te ha sucedido? —me preguntó Hassanein.

—Sí, oh sapientísimo. Mi mente carece de los detalles, pero he pensado largo y tendido sobre la razón que me ha llevado tan cerca de la muerte. También he reflexionado sobre el futuro. Va a haber una carnicería.

El líder de los Bani Salim asintió. Me preguntaba si sabía lo que estaba pensando. Me preguntaba si reconocía el nombre de Reda Abu Adil.

—Está bien —dijo en una voz cuidadosamente neutral.

Se levantó para salir.

—Oh sapientísimo, ¿me das algo para el dolor?

Entornó los ojos para mirarme.

—¿De verdad te duele tanto?

—Sí. Ahora estoy más fuerte, gracias a Alá, pero mi cuerpo aún sufre.

Murmuró algo entre dientes, pero abrió la bolsa de cuero y preparó otra inyección.

—Ésta es la última —me dijo.

Luego me pinchó en la cadera.

Se me ocurrió que igual no disponía de un gran surtido de medicamentos. Hassanein debía atender todos los accidentes y enfermedades que achacasen a los Bani Salim y probablemente yo ya había consumido gran parte de sus analgésicos. Me hubiera gustado no haberle pedido que me inyectara egoístamente ese último calmante. Suspiré mientras esperaba que la soneína surtiera efecto.

Hassanein salió de la tienda y volvió a entrar Noora.

—¿No te ha dicho nadie que eres muy hermosa, hermana?

No habría sido tan osado si el opiáceo no hubiera fluido en ese instante en mi cerebro.

Me di cuenta de que eso incomodaba a Noora. Se cubrió el rostro con el pañuelo y se instaló contra la pared de la tienda. Ella no me habló.

—Perdóname, Noora —dije, balbuceando las palabras.

Apartó la vista de mí y yo maldije mi estupidez. Luego, justo antes de que me arrastrara un cálido y maravilloso sueño, ella murmuró:

—¿De verdad soy hermosa?

Yo le sonreí torvamente y mi cabeza dio vueltas abandonando este mundo.

3

Cuando empecé a recuperar la memoria, recordé que me había sentado al lado de Hajjar en la nave suborbital y frente a nosotros estaban Friedlander Bey y el esbirro de Hajjar. El policía corrupto se había divertido de lo lindo mirándome, sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua de modo irritante. Me preguntaba cuánto tendría que retorcerle su escuálido pescuezo antes de separárselo de la cabeza.

Papa conservaba la calma. No iba a darle a Hajjar la satisfacción de verlo preocupado. Al cabo de un rato, me limité a hacer ver que Hajjar y el matón no existían. Maté el rato imaginando que sufrían todo tipo de trágicos accidentes.

Al cabo de unos cuarenta minutos de vuelo, cuando la lanzadera había llegado a la cúspide de la parábola y descendía hacia su destino, un hombre alto de cara delgada y un horrible bigote negro descorrió las cortinas de la cabina posterior. Imaginé que se trataba del juez civil que había llegado a una decisión sobre nosotros. Ver que el juez vestía el uniforme gris y las botas de cuero de oficial del Jaish de Reda no me puso de mejor humor.

Bajó la vista hacia un montón de papeles que llevaba en la mano.

—¿Friedlander Bey? —preguntó—. ¿Marîd Audran?

—Él y él —dijo el teniente Hajjar. inclinando el pulgar hacia nosotros.

El juez asintió. Aún estaba de pie ante nosotros en el pasillo.

—Se trata de un cargo muy grave. Hubiera sido mejor que se declararan culpables y pidieran clemencia.

—Oye, tío —dije—. ¡Aún no he oído de qué se nos acusa! ¡Ni siquiera sé qué se supone que hemos hecho! ¿Cómo vamos a declararnos culpables? No nos han dado la oportunidad de declarar.

—¿Puedo hablar, honorable? —dijo Hajjar—. Me tomé la libertad de alegar por ellos. Con el fin de ahorrar a la ciudad tiempo y dinero.

—De lo más irregular —murmuró el juez, revolviendo sus papeles—. Pero como ambos han entregado el alegato de inocencia, no veo mayor problema.

Di un puñetazo sobre el brazo del asiento.

—Pero si acaba de decir que habría sido mejor para nosotros si...

—Tranquilo, hijo mío —dijo Papa con voz imperturbable, luego se dirigió al juez—. Por favor, honorable, ¿de qué se nos acusa?

—Oh, homicidio —dijo el juez perplejo—. Homicidio en primer grado. Ahora, puesto que tengo todas las...

—¡Homicidio! —grité.

Oí reírse a Hajjar, me volví hacia él y le lancé una mirada furibunda. Levantó las manos para protegerse. El matón se acercó y me cruzó la cara de un bofetón. Me encaré, airado, con él, pero me encañonó la nariz con su pistola de agujas. Me aparté un poco.

—¿A quién se supone que hemos asesinado? —preguntó Papa.

—Espere un momento, lo debo tener en alguna parte —dijo el juez—. Sí, a un oficial de policía llamado Khalid Maxwell. El crimen fue descubierto por un ayudante del caíd Reda Abu Adil.

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