Read El bosque encantado Online
Authors: Enid Blyton
Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Infantil y Juvenil
Todos tenían el pelo hacia atrás y la melena de Seditas parecía una estela dorada, flotando al viento. Pasaron sobre el País de los Pirulíes, y después sobre el País de los Fracasos. Entonces el avión empezó a hacer un ruido extraño.
—¡Escuchad! —se alarmó Tom—. ¿Qué sucede?
—Creo que el avión se ha cansado —comentó Cara de Luna—. Suena como si necesitara recuperar el aliento.
—Cara de Luna, no seas tonto —se rió Tom—. Los aviones no necesitan respirar.
—Éste sí —afirmó Cara de Luna, muy convencido—. ¿No oyes cómo jadea?
Verdaderamente parecía que el avión estaba jadeando:
—«Aj-jaj-aj-jaj-aj-jaj».
—¿Bajamos para que descanse? —preguntó Tom.
—Sí —contestó Cara de Luna, mirando hacia abajo—. No parece un lugar peligroso. No sé qué país será, pero no observo nada raro. Abajo hay una casa muy grande, de color verde, con un jardín enorme. Tom, tal vez puedas aterrizar sobre el césped. Así no nos daremos un golpe.
—Está bien —dijo Tom, y presionó la palanca que decía «
PARA ABAJO
». Bajaron suavemente. ¡Pum! tocaron el césped y rodaron sobre las ruedas grandes del avión. Cuando se detuvo, todos saltaron a tierra, contentos de poder estirar las piernas.
—Descansaremos diez minutos para que el avión se recupere y continuar el viaje —Cara de Luna lo acarició.
—¿Dónde estaremos? —Seditas, intrigada, miró en derredor suyo.
Cara de Luna miró hacia lo lejos la casa grande de color verde, y arrugó la nariz.
—¡Huy! —exclamó—. ¡Yo sé de quién es esa casa! Es una escuela, la escuela de doña Bofetada. Allí envían a todos los duendes, gnomos y hadas mal educados, para que se corrijan. Esperemos que doña Bofetada no nos vea.
Todos miraron nerviosos, cuando de pronto apareció por el camino una mujer alta y vieja, con enormes gafas sobre su larga nariz y un sombrero blanco en la cabeza. Cara de Luna echó a correr hacia el avión.
—¡Venid rápido! —gritó—. ¡Es doña Bofetada!
Pero la vieja llegó hasta donde estaban antes de que pudieran escaparse.
—¡Ah! —gritó—. ¡Conque ha llegado otro grupo de personas malcriadas para que las corrija! ¿No es así? Vamos, seguidme.
—No, no hemos venido para eso —se apresuró a decir Tom—. Hemos aterrizado aquí para que descanse nuestro avión. Vamos camino de nuestra casa.
—¡Qué chico tan malo! ¿Cómo te atreves a decir esas mentiras? —gritó doña Bofetada, fuera de sí, y le dio tal bofetada al pobre Tom que éste saltó por los aires y se puso rojo—. Venid todos conmigo inmediatamente.
No tenían otra alternativa. Tom, Bessie, Fanny, Cara de Luna, Seditas, la cabra blanca y las siete gallinas siguieron, cabizbajos, a doña Bofetada. El reloj no pudo caminar, así que Seditas tuvo que cargar con él.
Tenían muchísima hambre. Tom le agarró tímidamente de la manga de la camisa a doña Bofetada.
—Por favor, ¿podría darnos algo de comer? —preguntó a media voz.
—La merienda estará lista en unos minutos —contestó secamente doña Bofetada—. ¡Poneos derechos! ¡Niña, no agaches la cabeza! —gritó, y le dio a la pobre Fanny un golpe en la espalda para que se pusiera derecha.
Doña Bofetada era una persona muy desagradable. ¡Qué mala suerte haber aterrizado en su jardín!
Pero todos se animaron un poco con la idea de la merienda. Doña Bofetada los condujo a un salón grande, lleno de duendecillos y otros personajes mágicos. Todos estaban sentados en mesas de madera, ordenadas en filas, pero se pusieron en pie en cuanto entró doña Bofetada.
—Sentaos ahí —ordenó doña Bofetada, señalando una mesa vacía. Los chicos, Cara de Luna, Seditas, la cabra y las gallinas se sentaron. Colocaron el reloj en un extremo. Se le veía muy triste. Los chicos miraron la mesa. ¡Ah! ¡Qué panes más deliciosos, qué galletas tan apetitosas, qué jarras de limonada más grandes!
Doña Bofetada observó a todos los alumnos, que estaban en pie. Frunció el ceño.
—¡Centella, ven aquí! —ordenó con voz autoritaria. Se le acercó un duendecillo.
—¿No te he dicho que te peines antes de venir a comer? —doña Bofetada le dio una fuerte bofetada al duendecillo. Centella rompió a llorar—. ¡Garabato!, ¿por qué has venido con la camisa rota? —continuó doña Bofetada—. Ven aquí, Garabato.
Garabato se acercó y ella le dio una tremenda bofetada. Bessie y Fanny se estaban poniendo nerviosas. Esperaban que su cabello, manos y vestidos estuvieran limpios.
—¡Sentaos! —gritó doña Bofetada, y todos obedecieron al instante.
—¿Queréis un panecillo? —Tom le pasó a Bessie y a Fanny un plato de deliciosos panecillos, con mermelada en el centro.
¡Qué sorpresa se llevaron! ¡Al poner los panecillos en los platos, se volvían duros y rancios! Ninguno se atrevía a decir nada. Vieron que lo mismo les sucedía a todos los que estaban en la habitación, menos a doña Bofetada, que disfrutó de una merienda suculenta, a base de panecillos, galletas y tarta con pasas.
La limonada se convertía en agua en cuanto se la servían. Era muy decepcionante. Mientras comían, un sirviente, que era un gnomo, entró y anunció que había alguien que deseaba hablar con doña Bofetada. Ésta salió del comedor.
Entonces los chicos descubrieron que los alumnos de aquella escuela eran muy revoltosos. Se acercaron a ellos para pellizcarlos y golpearlos. Les dijeron cosas tan desagradables que Fanny rompió a llorar.
Con tanto alboroto, no oyeron que venía doña Bofetada. ¡Cómo se enfadó! Dio palmadas y todos se asustaron tanto que comenzaron a temblar.
—¿Qué sucede aquí? —gritó enfurecida—. ¡Poneos en fila! ¡Marchad delante de mí, rápido!
Los chicos se quedaron atónitos al ver que, conforme iban pasando en fila, cada uno recibía una bofetada, pero, cuando les tocó el turno a ellos, doña Bofetada no les pegó porque sabía que los otros los habían molestado. Sintieron un gran alivio.
—Id a las aulas —gritó doña Bofetada cuando ya había pasado toda la fila. Así que todos fueron a las aulas y se sentaron en sus puestos, incluso las pequeñas gallinas de alas verdes.
—Ahora, por favor, contestad a las preguntas que hay en la pizarra —señaló doña Bofetada—. Todos tenéis papel y lápiz. El que se equivoque en sus respuestas, lo lamentará, os lo aseguro.
Tom leyó las preguntas de la pizarra y se las comentó a los demás, lleno de asombro.
—Si quitas tres orugas de un arbusto, ¿cuántas grosellas quedarán? ¿Cuánto sobra si se pone un litro de leche con medio kilo de lentejas? Si un tren va a seis kilómetros por hora y tiene que pasar debajo de cuatro túneles, ¿qué cenará la madre del vigilante el domingo?
Todos se quedaron mirando a la pizarra, desesperados. ¿Qué significaban esas preguntas? No tenían sentido.
—No las puedo contestar —dijo Cara de Luna en voz alta, y tiró el lápiz.
—¡Son tonterías! —añadió Tom, y también tiró el lápiz. Las chicas también hicieron lo mismo, y rompieron el papel. Todos los duendes los miraron, aterrados.
—¡Cómo! —exclamó furiosa doña Bofetada, que de repente pareció mucho más grande de lo que era—. ¡Seguidme si es eso lo que pensáis!
Ninguno quería ir, pero no tenían más remedio, porque, sin saber por qué, sus piernas caminaban hacia donde estaba doña Bofetada. Ésta los condujo hasta una pequeña habitación y los empujó dentro. Después cerró la puerta de golpe y echó el cerrojo.
—Permaneceréis aquí tres horas, y después regresaré para ver si os habéis arrepentido —gritó.
—Esto está muy mal —dijo Tom, muy triste—. Ella no tiene ningún derecho a encerrarnos de esta manera. No somos alumnos de esta escuela tan estúpida. No hemos sido groseros. Hemos aterrizado aquí de casualidad.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Seditas, echándose el pelo hacia atrás—. Por lo visto, tenemos que permanecer aquí tres horas, y después pedir perdón y recibir una bofetada. ¡Qué desagradable!
Todos estaban muy molestos. Se sentaron en el suelo, muy compungidos. ¡Si se pudieran escapar de la horrible escuela de doña Bofetada!
Tom se sentó al lado de Cara de Luna mientras Seditas, Bessie y Fanny charlaban. La cabra blanca se recostó sobre las rodillas de Bessie y se durmió. Las siete gallinas trataron de escarbar el duro suelo y cacareaban suavemente.
—¿Dónde está mi reloj? —preguntó de repente Seditas.
Todos lo buscaron por la habitación. No estaba allí.
—Se habrá quedado en el aula —dijo Tom—. No te preocupes, Seditas. Lo volverás a tener si logramos salir de aquí en tres horas.
—Esperemos que así sea —suspiró Seditas—. Es un buen reloj, y me gusta porque tiene pies para caminar.
—Ha tenido suerte de que no lo encerraran como a nosotros —comentó Tom con tristeza—. Si hubiera ventana en esta ridícula habitación redonda, la romperíamos para escaparnos de aquí. Pero ni siquiera la hay.
—Tampoco tiene chimenea —observó Cara de Luna—. Si la hubiera, podríamos subir por ella. ¡Escuchad! —dijo de repente—. ¡Alguien llama a la puerta!
Todos guardaron silencio. Sí, había alguien fuera, llamando suavemente a la puerta.
—Entra, si puedes —susurró Cara de Luna—. Mira a ver si la llave está puesta.
—¿Quién está ahí? —preguntó Seditas.
—«¡Ding-dong-ding-dong!» —sonó el reloj suavemente.
—¡Es mi reloj! —exclamó emocionada Seditas—. ¡Ha venido para acompañarnos!
—¡Qué bien! —Cara de Luna se puso rojo de la alegría—. Seditas, dile a tu reloj que procure conseguir la llave para que podamos salir de aquí.
—Me temo que no va a ser posible —contestó Seditas—. Observé que doña Bofetada llevaba todas las llaves en una cuerda atada a la cintura. El reloj no podrá quitarle la llave.
—Claro —reconoció Cara de Luna, entristecido. Todos se pusieron a pensar.
—«¡Ding-dong-ding-dong!» —volvió a sonar el reloj desde fuera.
—Escucha, reloj, si sigues llamando así, vas a poner las cosas peor de lo que están —dijo Tom—. Nos han encerrado en esta habitación y no tenemos la llave para salir.
—«¡Dong!» —sonó el reloj con tristeza. Entonces dio un «ding», muy alegre, y empezó a danzar sobre sus enormes pies.
—¿Pero qué estás haciendo? —protestó Seditas.
—Se estará calentando los pies —se rió Fanny.
Sin embargo, lo que el reloj estaba haciendo era sacudirse para que la llave de la cuerda se cayera. Al fin lo logró. ¡Clone! La llave cayó al suelo.
—¿Qué hace? —preguntó Tom a Seditas—. Creo que este reloj se ha vuelto loco.
Pero el reloj no sólo no estaba loco sino que era muy astuto. Le dio una patada a la llave, que se deslizó por debajo de la puerta.
—¡Ahí va! —se asombró Cara de Luna—. El reloj se ha quitado la llave, y ha conseguido que pasara por debajo de la puerta. ¡Qué reloj tan sensacional!
Tom recogió la llave.
—A lo mejor sirve para abrir esta puerta —dijo, y la introdujo en la cerradura. Estuvo a punto de abrir pero no llegó a conseguirlo. Tom se llevó una gran desilusión.
Sin embargo, Cara de Luna sonrió. Tomó la llave y la frotó con un poco de polvo mágico que llevaba dentro de una cajita, en el bolsillo.
—Inténtalo de nuevo —dijo. Tom introdujo una vez más la llave en la cerradura y entonces giró sin dificultad. La puerta se abrió.
Enseguida salieron de la habitación sin hacer ruido. Tom se guardó la llave. Seditas abrazó al reloj y éste dio un fuerte «ding-dong» de alegría.
—¡Sssh! —le avisó Seditas—. ¡No hagas ruido!
—Hay que buscar nuestro avión —propuso Tom—. Vamos a salir al jardín. Seguro que está donde lo dejamos.
Bajaron de puntillas por un largo pasillo pero, cuando llegaron al final, vieron acercarse a doña Bofetada.
—¡Rápido! ¡Escondeos detrás de estas cortinas! —susurró Tom. Todos se escondieron, pero doña Bofetada había escuchado un ruido y se acercó a las cortinas. Justo cuando las iba a abrir, salió el reloj de Seditas:
—«¡Ding-dong!» —sonó junto al oído de doña Bofetada, y luego le dio un pisotón.
Doña Bofetada gritó furiosa y le dio al reloj una bofetada. Entonces él echó a correr por el pasillo, seguido de doña Bofetada, que le perseguía llena de cólera.
—¡Qué reloj tan estupendo! —exclamó Seditas contenta—. Fue muy oportuno al hacer ding-dong justo a tiempo. Un minuto más tarde, y doña Bofetada nos hubiera descubierto.
—Vamos —dijo Cara de Luna, asomándose por entre las cortinas—. Debemos salir al jardín ahora, mientras doña Bofetada está lejos de nuestro camino.
Atravesaron de puntillas un cuarto largo hasta llegar a una puerta que conducía al jardín. Cuando Tom iba a abrirla, Cara de Luna los empujó rápidamente hacia el cuarto.
—¡Rápido, que viene doña Bofetada! —susurró—. ¡Rápido! ¡Escondeos detrás de los muebles!
Todos se ocultaron a la velocidad del rayo, mientras doña Bofetada abría la puerta.
—¡Espera a que atrape a ese reloj! —murmuraba fuera de sí.
En ese momento el reloj entró corriendo sobre sus pies planos y le dijo «ding-dong» descaradamente. Doña Bofetada se agarró la falda y echó a correr tras él por toda la habitación y el pasillo. Los niños, Cara de Luna, Seditas, las gallinas y la cabra se dirigieron a la puerta y salieron corriendo hacia el jardín.
—¡Rápido, buscad el avión! —exclamó Tom, y todos miraron por todas partes.
—¡Ahí está! —gritó por fin Cara de Luna señalando el avión, que estaba sobre el césped. Todos se apresuraron a subir.