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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El bueno, el feo y la bruja (19 page)

BOOK: El bueno, el feo y la bruja
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Estrecho de hombros y más bien delgado, Nick no encajaba exactamente en el prototipo de príncipe azul, pero me había salvado la vida al encerrar al demonio que me estaba atacando, lo que me llevó a pensar que un hombre inteligente podía ser tan sexy como uno musculoso. Fue un pensamiento que se convirtió en realidad la primera vez que Nick me preguntó galantemente si podía besarme, para dejarme sin aliento y darme una grata sorpresa cuando le dije que sí.

Pero decir que no era musculoso no implicaba que Nick fuera un enclenque. Su desgarbada constitución era sorprendentemente fuerte, como descubrí la vez que nos peleamos por la última cucharada de helado de plátano con nueces y rompimos la lámpara de Ivy. Y era un atleta a su manera. Sus largas piernas eran capaces de seguirme el ritmo siempre que lo obligaba a llevarme al zoo cuando abrían temprano solo para la gente que iba a correr; ¡esas cuestas eran mortales para las pantorrillas!

Pero el mayor atractivo de Nick era que su relajada y flexible apariencia escondía una mente endemoniadamente rápida, tanto que casi daba miedo. Sus pensamientos saltaban más rápido que los míos, llegando a lugares a los que nunca se me habría ocurrido llegar. Una amenaza provocaba una reacción decisiva, rápida, sin considerar las consecuencias futuras. Y no le tenía miedo a nada. Esto último me provocaba a la vez admiración y preocupación. Era un humano que usaba la magia. Debería tener miedo y mucho, pero no lo tenía. Pero lo mejor de todo, pensé apretándome contra él, era que no le importaba en absoluto que yo no fuese humana.

Sus labios se apretaron suavemente contra los míos con agradable familiaridad. Ni un arañazo de barba arruinó nuestro beso. Entrelacé las manos detrás de su espalda y tiré provocativamente de él hacia mí. Desequilibrados, nos balanceamos hasta que choqué de espaldas contra la pared. Nuestro beso se rompió cuando noté que sus labios se curvaban en una sonrisa ante mi descaro.

—Eres una bruja muy traviesa —susurró—, ¿lo sabías, verdad? He venido a traerte las entradas, y tú, aquí, chinchándome.

Sus latidos sonaban como un suave susurro bajo la yema de mis dedos.

—¿Ah, sí? Pues deberías hacer algo al respecto.

—Sí que lo voy a hacer. —Entonces me soltó—. Pero vas a tener que esperar. —Pasó la mano deliciosamente suave por mi trasero y dio un paso atrás—. ¿Llevas un perfume nuevo?

Me cambió el estado de ánimo alegre y me aparté.

—Sí. —Había tirado el perfume de canela esa misma mañana. Ivy no dijo ni una palabra al encontrar el tarro de treinta dólares por treinta mililitros perfumando la basura como si fuese Navidad. Me había fallado, no tenía agallas para usarlo de nuevo.

—Rachel…

Era el inicio de una discusión conocida y me puse tensa. Nick había vivido la poco habitual circunstancia de criarse en los Hollows, por lo que sabía más de vampiros y de su hambre estimulada por los olores que yo.

—No pienso mudarme —dije inexpresivamente.

—¿Podrías al menos…? —Titubeó al verme apretar la mandíbula, y empezó a mover bruscamente sus largos dedos de pianista para demostrarme su frustración.

—Nos va bien. Tengo mucho cuidado. —La culpabilidad por no haberle contado que me había inmovilizado contra la pared de la cocina me obligó a bajar la mirada.

El suspiró y giró su delgado cuerpo.

—Toma. —Se metió la mano en el bolsillo trasero—. Guarda tú las entradas. Yo pierdo cualquier cosa que tenga por ahí quieta durante más de una semana.

—Entonces recuérdame que siga moviéndome —dije al coger las entradas bromeando para suavizar el ambiente. Miré el número de los asientos—. Tercera fila, ¡fantástico! No sé cómo lo has conseguido, Nick.

Sonrió encantado y enseñando los dientes con una pizca de astucia en los ojos. Nunca me diría cómo las había conseguido. Nick podía encontrar cualquier cosa, y si no podía, conocía a alguien que sí. Tenía la sensación de que la precavida cautela que sentía frente a la autoridad provenía de ahí. Muy a mi pesar, esta faceta inexplorada de Nick me parecía deliciosamente atrevida. Y mientras no lo supiese con seguridad…

—¿Quieres un café? —le pregunté metiéndome las entradas en el bolsillo.

Nick miró detrás de mí hacia el santuario vacío.

—¿Sigue Ivy aquí?

No dije nada y él leyó la respuesta en mi silencio.

—Le caes muy bien —mentí.

—No, gracias. —Se volvió hacia la puerta. Ivy y Nick no se llevaban bien. No tenía ni idea de por qué—. Tengo que volver al trabajo. Estoy en mi hora del almuerzo.

La desilusión me hizo hundir los hombros.

—Vale. —Nick trabajaba a tiempo completo en el museo de Edén Park, limpiando las piezas expuestas, eso cuando no estaba pluriempleado en la biblioteca de la universidad, ayudándoles a catalogar y trasladar sus volúmenes más sensibles a un lugar más seguro. Me resultaba divertido pensar que nuestra irrupción en la cámara de los libros antiguos de la universidad probablemente fuese lo que provocase este paso. Estaba segura de que Nick había aceptado el trabajo para así poder «tomar prestados» los mismos libros que intentaban salvaguardar. Estaba compaginando ambos trabajos hasta final de mes y sabía que acababa agotado.

Se giró para marcharse y de pronto me acordé de algo.

—Oye, tú tienes todavía mi caldero grande para hechizos, ¿verdad? —Lo habíamos usado hacía tres semanas en su casa para hacer chile para un maratón de películas de Harry el Sucio y no me acordé de traérmelo de vuelta.

Titubeó un momento con la mano en el pestillo.

—¿Lo necesitas?

—Edden me ha obligado a asistir a una clase de líneas luminosas —dije sin querer contarle que estaba trabajando en el caso del asesino de brujos. Todavía no. No quería arruinar el beso con una discusión—. Necesito un familiar o la bruja me suspenderá. Y eso significa que necesito el caldero grande para hechizos.

—Oh. —Se quedó callado y me pregunté si se lo imaginaría de todas formas—. Claro —dijo lentamente—, ¿te parece bien que te lo traiga esta noche?

Cuando asentí añadió:

—Vale, nos vemos entonces.

—Gracias, Nick. Adiós.

Contenta por haberle sonsacado la promesa de vernos esa noche, empujé la puerta para abrirla y me detuve a medio camino cuando una voz masculina exclamó una protesta. Miré fuera para encontrarme con Glenn en el escalón haciendo malabarismos con tres bolsas de comida rápida y una bandeja de bebidas.

—¡Glenn! —exclamé alargando la mano para sujetar las bebidas—. Dame. Pasa. Este es Nick, mi novio. Nick, este es el detective Glenn.

«Nick, mi novio»; si, me gustaba como sonaba.

Cambiándose las bolsas a la otra mano, Glenn extendió la derecha.

—Mucho gusto —dijo formalmente aún en la calle. Llevaba un elegante traje gris que hacía parecer la ropa informal de Nick desaliñada. Arqueé las cejas al ver la vacilación de Nick antes de estrecharle la mano a Glenn. Estaba segura de que era por la placa de la AFI de Glenn. Mejor no preguntar.

—Encantado de conocerle —dijo Nick para luego volverse hacia mí—. Yo, eh, te veo esta noche, Rachel.

—Vale. Adiós. —Incluso a mí me sonó un poco abatido. Nick se balanceó de un pie a otro antes de inclinarse hacia delante para darme un beso en la comisura de la boca. Creo que fue más para demostrar su estatus de novio que por un intento de demostrar cariño. En fin.

Sin hacer ruido con sus zapatillas, Nick bajó apresuradamente los escalones y se dirigió a su furgoneta azul oxidada aparcada junto al bordillo. Me invadió una sensación de preocupación al ver sus hombros hundidos y andares forzados. También Glenn lo observaba, pero su expresión era más bien de curiosidad.

—Pasa —le repetí con la mirada fija en las bolsas de comida y le abrí más la puerta. Glenn se quitó las gafas de sol con una mano y se las guardó en el bolsillo interno de la chaqueta. Con su constitución atlética y recortada barba parecía un agente del servicio secreto anterior a la Revelación.

—¿Ese era Nick Sparagmos? —preguntó cuando Nick se alejó en la furgoneta—. ¿El que era una rata?

Me enfureció oír cómo lo decía, como si convertirse en una rata o un visón fuese algo moralmente reprobable. Me apoyé una mano en la cadera, inclinándome peligrosamente y a punto de derramar el hielo de los refrescos. Obviamente su padre le había contado más de la historia de lo que Glenn me había dejado entrever.

—Llegas tarde.

—Me paré para comprar algo de comer para todos —dijo fríamente—. ¿Te importa si paso?

Me eché hacia atrás y él atravesó el umbral. Enganchó la puerta con el pie y la cerró de un tirón tras él. El olor a patatas fritas se hizo irresistible en la repentina penumbra del vestíbulo.

—Bonito conjunto —dijo—. ¿Cuánto tiempo has tardado en pintártelo?

Ofendida, me miré los pantalones de cuero y la blusa de seda roja remetida por dentro. Siempre me había preocupado llevar cuero antes del anochecer hasta que Ivy me convenció de que la piel de alta calidad que había comprado elevaba el look de «bruja blanca chusma» a «bruja blanca con clase». Ella sabía de lo que hablaba, pero yo seguía siendo muy susceptible al respecto.

—Esto es lo que me pongo para trabajar —le solté—. Me ahorra injertos de piel si tengo que salir corriendo y acabo rodando por el asfalto. ¿Algún problema?

Limitó sus comentarios a un evasivo gruñido y me siguió hasta la cocina. Ivy levantó la vista del mapa y sin decir nada miró las bolsas de la hamburguesería y las bebidas.

—Bueno —dijo socarronamente—, ya veo que has sobrevivido a la
pizza
. Todavía puedo pedirle a Piscary que te muerda si quieres.

Me animé al ver la repentina expresión arisca de Glenn. Emitió un desagradable gruñido desde lo más profundo de su garganta y me acerqué para guardar los gofres congelados al darme cuenta de que el tostador no estaba enchufado.

—Te zampaste la
pizza
bien rápido anoche. Admítelo, te gustooooó —dije socarronamente.

—Me la comí para salvar la vida. —Con un movimiento rápido se sentó a la mesa y se acercó las bolsas. La imagen de un hombre negro alto con un traje caro y una pistolera desenvolviendo comida rápida resultaba rara—. Me fui a casa y estuve de rodillas frente a la taza del váter durante dos horas seguidas —añadió e Ivy y yo intercambiamos miradas, muertas de risa.

Ivy apartó su trabajo a un lado, cogió la hamburguesa que estaba menos aplastada y la bolsa más llena de patatas. Me acomodé en una silla junto a Glenn. El se alejó hasta el fondo de la mesa sin ni siquiera intentar disimular.

—Gracias por el desayuno —dije comiéndome una patata antes de desenvolver mi hamburguesa haciendo crepitar el papel.

Glenn vaciló antes de desabrocharse el último botón de su chaqueta y sentarse, relajando su compostura formal de agente de la AFI.

—Invita la AFI. En realidad también es mi desayuno. No llegué a casa hasta casi el amanecer. Tenéis una jornada muy larga.

Su débil tono de aceptación me relajó la tensión de los hombros un poco más.

—En realidad no lo es tanto, lo que pasa es que empieza unas seis horas después que la vuestra.

Me apetecía Ketchup con las patatas y me levanté para ir a la nevera. Vacilé al alargar la mano para coger el bote rojo. Ivy llamó mi atención y se encogió de hombros cuando le señalé el bote.

, pensé,
es él quien invade nuestras vidas
. Anoche se comió la
pizza
. ¿Por qué íbamos a sufrir Ivy y yo por su culpa? Decidiéndome, saqué el bote y lo puse en la mesa con un fuerte golpe. Para decepción mía, Glenn no se dio cuenta.

—Entonces —dijo Ivy alargando el brazo para coger el Ketchup—, ¿hoy vas a hacer de canguro de Rachel? No intentes coger el autobús con ella. No se pararán a recogerla.

Glenn levantó la vista y se sobresaltó al ver a Ivy adornar su hamburguesa con la roja salsa.

—Eh… —Parpadeó y se detuvo un momento al perder obviamente el hilo de sus pensamientos. Sus ojos estaban clavados en el Ketchup—. Sí, voy a enseñarle lo que tenemos de los asesinatos hasta el momento.

Una sonrisa curvó las comisuras de mi boca al ocurrírseme una idea.

—Eh, Ivy —dije como quien no quiere la cosa—, pásame la sangre coagulada.

Sin pensárselo dos veces empujó el bote desde el otro lado de la mesa. Glenn se quedó helado.

—¡Oh, Dios mío! —susurró muy serio y poniéndose amarillo.

Ivy se rió entre dientes y yo no pude aguantarme la risa.

—Relájate, Glenn —dije echándome Ketchup en las patatas fritas. Me eché hacia atrás en mi silla y le dediqué una mirada taimada mientras me comía una—. Es Ketchup.

—¡Ketchup! —Tiró de su mantel de papel para acercarse más la comida—. ¿Estáis locas?

—Es casi lo mismo que te estuviste zampando anoche —dijo Ivy.

Le acerqué el bote.

—No te va a matar. Pruébalo.

Con los ojos clavados en el bote de plástico rojo, Glenn negó con la cabeza. Tenía el cuello tenso y se acercó más su comida.

—No.

—Oh, venga, Glenn —le insistí—. No seas blandengue. Lo de la sangre era broma.

¿De qué servía tener a un humano en casa si no podías pincharlo un poquito? Siguió comiéndose su hamburguesa con gesto huraño como si fuese una carga y no una experiencia agradable. Claro que sin Ketchup no me extraña.

—Mira —dije con tono persuasivo acercándome y girando el bote—, aquí pone lo que lleva: tomate, sirope de maíz, vinagre, sal… —Titubeé un instante y fruncí el ceño—. Oye, Ivy, ¿sabías que le echan cebolla y ajo en polvo al Ketchup?

Ella asintió y se limpió una mancha de salsa de la comisura de los labios. Glenn parecía interesado y se inclinó para leer la letra pequeña justo encima de mi uña recién pintada.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué hay de malo en la cebolla y el ajo? —Entonces un pensamiento cruzó por sus ojos marrones y se echó hacia atrás—. Ah —dijo como si hubiese hecho un descubrimiento—, ajo.

—No seas idiota —dije poniendo el bote en la mesa—. El ajo y la cebolla tienen mucho azufre, y también los huevos. Me produce migraña.


Mmm
—dijo Glenn con aire de suficiencia mientras cogía el bote de Ketchup con dos dedos para leer la etiqueta por sí mismo—. ¿Qué son aromas naturales?

—Mejor que no lo sepas —dijo Ivy con un tono teatralmente grave. Glenn dejó el bote en la mesa. No pude evitar un bufido de regodeo.

Ivy se puso en pie de un salto al oír una motocicleta que se acercaba.

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